<Mirad con disimulo lo que hay sobre vuestras cabezas>, les dije desde arriba a los demás.
<¡Dios mío!>, exclamó Rachel ahogando un grito.
<¡Es… enorme!>, dijo Cassie.
No había duda de qué se trataba. Aunque la palabra «enorme» se quedaba corta a la hora de describir su tamaño.
¿Habéis visto alguna vez la fotografía de un petrolero o un portaaviones? Cuando digo «enorme» me refiero a algo así; pero, al lado de aquello, hasta el mayor avión jamás construido parecería de juguete.
Su aspecto recordaba al de un pez manta. La zona central sobresalía del resto de la nave y a ambos lados de la misma destacaban unas alas curvadas hacia abajo.
Encima de cada ala había unos agujeros inmensos, similares a las entradas de aire de un caza, sólo que mucho más grandes. Para que os hagáis una idea os diré que cada uno de ellos podría haber absorbido una flota entera de autobuses.
Las únicas ventanas que se veían estaban situadas en la pequeña protuberancia de la parte superior del vehículo y que identifiqué como el puente de mando. Si lo mirabas fijamente durante un rato, incluso se podían distinguir las figuras borrosas de los taxxonitas moviéndose en su interior.
Pero lo más impactante de la nave era su tamaño.
Era tan enorme que cuando se ponía delante del sol, producía el mismo efecto que un eclipse.
De pronto, un par de cazas-insecto salieron de la parte posterior de la nave y pasaron como flechas ante mi vista. No era la primera vez que los veíamos: para ser naves espaciales, resultaban bastante pequeñas. No cabrían en un garaje, pero no les sería difícil aterrizar en el jardín de cualquier casa. Parecían cucarachas de metal con un arpón dentado, largo y puntiagudo a cada lado del cuerpo.
<Aquí arriba tengo un par de cazas-insecto>, les comenté a los demás.
<¿Y a quién le importan ahora los cazas-insecto? —preguntó Marco—. ¡No son nada comparados con esa… esa ballena!>
<Creo que esos cazas están sobrevolando el lago para evitar imprevistos.>
<Entonces procura no parecer un imprevisto>, me aconsejó Jake con sequedad.
Intenté por todos los medios comportarme como un ratonero inofensivo y hacer lo que haría cualquier ratonero, pero lo cierto es que la presencia de aquella nave principal me intimidaba.
Costaba trabajo creer que una cosa tan grande fuera capaz de flotar en el aire.
De repente, uno de los cazas cruzó por mi lado. Volaba lento y bajo, lo que me permitió ver a la tripulación, que resulté ser la habitual en estos casos, es decir: un hork-bajir y un taxxonita.
De entre todos los tipos de controladores, los taxxonitas ocupan el segundo lugar en número. Imaginaos un ciempiés muy grande. Bien, ahora imaginaos uno aún mayor, el doble de grande que un hombre, tan ancho que os resultaría imposible rodear su cuerpo con los brazos. Aunque dudo mucho que haya alguien a quien le apetezca dar un abrazo a un bicho así. Los taxxonitas son unas criaturas realmente repugnantes. A diferencia de los hork-bajir, que fueron esclavizados en contra de su voluntad, los taxxonitas aceptaron entregar sus mentes a los parásitos yeerk y convertirse en sus aliados. No sé por qué lo hicieron y creo que tampoco quiero saberlo.
El caza siguió su camino sin mostrar el menor interés por mí. La enorme nave principal comenzó a descender muy despacio en dirección al lago.
<¿Habéis visto eso, chicos? Parece que quiere aterrizar en el lago.>
<¿Que si lo hemos visto? Qué va. No nos habíamos dado ni cuenta de que había una nave del tamaño de Alaska flotando en el aire.>
Por supuesto era Marco el que había dicho eso.
<Es increíble —dijo Rachel—. Increíble.>
<No quiero ser pesimista —empezó Marco—, pero cuando miro esa cosa y calculo nuestras posibilidades tengo un mal presentimiento. ¡Cuatro chuchos y un pajarraco contra una nave del tamaño de Canadá!>
<Hace un minuto era del tamaño de Alaska>, señaló Cassie con suavidad.
<Me gustaría saber qué está haciendo aquí>, apunté Jake.
Acababan de llegar a la orilla del lago y rondaban por allí como haría cualquier manada. Lo malo era que constantemente alzaban los ojos al cielo para observar la enorme nave y me preocupaba que algún controlador, humano o hork-bajir, se percatara de que le estaban prestando demasiada atención.
<Eh, chicos, cuidado con lo que hacéis. Los yeerks sospecharán de cualquier animal que actúe de un modo poco habitual —les advertí—. No olvidéis que andan a la caza de unos andalitas que tienen la capacidad de transformarse.>
<Tiene razón —admitió Marco—. Jake, vuelve a hacer pis.>
<Muy gracioso>, respondió Jake.
Entonces salió un tubo del vientre de la nave y se introdujo en el agua. La operación se repitió con un segundo tubo y momentos después con un tercero.
<Son como las pajitas de los refrescos —afirmó Cassie—. ¡Están bebiendo con ellas!>
Se oía a la perfección el ruido que hacían al sorber el líquido. A través de aquellos tubos, estaban introduciendo en la nave miles, quizá millones, de litros de agua.
<Por eso es tan grande —dedujo Marco y se echó reír—. Vaya, vaya, vaya. ¿Sabéis una cosa? Creo que acabamos de descubrir uno de los puntos flacos de los yeerks.>
<¿Un punto flaco, dices? —preguntó Rachel—. ¿Cómo puedes hablar de puntos flacos con esa nave delante de tus narices?>
Yo sí entendí lo que Marco quería decir.
<Marco se refiere a algo concreto que necesitan para vivir>, expliqué.
<Exacto —respondió él—. Yo diría que esos enormes agujeros de los lados son para el aire. Por eso recorren la atmósfera de un extremo a otro: para cargar oxígeno. Y ahora están absorbiendo agua.>
<¡Es un camión! —exclamó Cassie—. ¡Esa nave gigantesca no es más que un camión!>
<Sí —contesté yo—. Su misión es llevar aire y agua a la nave nodriza, en órbita alrededor de la Tierra. Utilizan nuestro planeta para abastecerse.>
<Entonces no es como en Star Trek, donde fabricaban agua y aire en la misma nave —reflexionó Marco—. Mientras sigan en órbita, los yeerks necesitarán el planeta para proveerse de aire y agua. Bueno. Es el primer rayo de esperanza que hemos visto hasta ahora.>
<Apenas nos queda tiempo —les recordó Cassie—. Es hora de irnos.>
<De acuerdo, pero que nadie se ponga nervioso —aconsejó Jake—. Nos alejaremos con naturalidad, como si nos dispusiéramos a cazar un alce o cualquier otro animal que coman los lobos.>
Abandonaron la orilla del lago mientras yo permanecía en el mismo lugar. El paso del tiempo me es completamente indiferente.
La nave yeerk había creado una corriente de aire cálido que aproveché para elevarme extendiendo las alas todo lo que pude. Los cazas-insecto continuaban volando muy despacio y a escasa distancia de la superficie del lago, mientras las patrullas de falsos guardas forestales y hork-bajir recorrían incansables la orilla.
Fue entonces cuando la vi.
Ya sé que a los ojos de un humano, todos los ratoneros son iguales, pero yo la reconocí de inmediato, se trataba del ave que había rescatado de la tienda de coches usados.
Ella también se había dejado llevar por el flujo de aire ascendente y se encontraba a unos cien metros por encima de mí. Sin pararme a pensar en lo que hacía ajusté la inclinación de mis alas y remonté el vuelo hacia donde estaba.
Ella me vio, de eso estoy seguro. Los ratoneros se dan cuenta de casi todo lo que pasa a su alrededor. Por eso supo que me dirigía hacia ella y decidió esperarme.
No es que nos hubiéramos hecho amigos, puesto que un ratonero no conoce el significado de la «amistad». Tampoco sentía la menor gratitud hacia mí por haberla liberado. Los ratoneros no experimentan ese tipo de emociones. En realidad, es casi seguro que su mente no hubiese establecido ninguna relación entre mi presencia y su libertad.
A pesar de todo, fui hacia ella. Aún no sé por qué y sigo sin saberlo. Todo lo que teníamos en común era nuestro aspecto exterior: tener alas, garras y plumas.
De repente sentí miedo. Miedo de ella, lo cual, bien mirado, no dejaba de ser una tontería, porque debajo de mí, tenía una nave espacial más grande que un centro comercial.
Y sin embargo era el ratonero lo que me aterrorizaba.
O tal vez no fuera el animal en sí sino mi sensación al surcar el cielo para encontrarme con ella.
Era un sentimiento de identificación, de vuelta al hogar, de que le pertenecía.
Cuando fui consciente de lo que estaba pasando, me invadió una oleada de asco y horror.
No. ¡NO!
Yo era Tobías. Una persona. ¡Un ser humano, no un ave! Y entonces me alejé de ella bruscamente.
Yo era una persona. Un chico llamado Tobías con el cabello rubio y siempre revuelto, que tenía amigos y sentimientos humanos.
No obstante, una parte de mí insistía: «Es mentira. Todo es mentira. Ahora tú eres el ratonero. Tobías ha muerto».
Me lancé contra el suelo en picado. Replegué las alas hacia atrás para disfrutar al máximo de la velocidad. Sentía un gran alivio.
Entonces, con aquellos ojos que no eran los de Tobías, divisé la manada de lobos en la distancia y también el peligro que se cernía sobre ellos.