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Estaba celoso.

De acuerdo, reconozco que si uno tiene que quedarse en el cuerpo de un animal para siempre, lo mejor es ser ratonero.

Pero, a pesar de todo, sentía celos. Mis amigos se lo estaban pasando en grande siendo lobos. Supongo que para ellos resultaba una experiencia única.

Me puse a sobrevolar el bosque. Mientras rozaba las copas de los árboles con las alas, los veía correr allá abajo. Iban tan deprisa que a veces me costaba seguirlos. Nunca se paraban. Nunca necesitaban reposo. Sin bajar de los treinta kilómetros por hora, conseguían sortear los árboles que encontraban en el camino, deslizarse bajo los troncos caídos y abrirse paso entre la maleza. Nada los detenía.

Bueno, para ser exactos si había dos cosas que obligaban al grupo a disminuir la marcha.

Una era Jake. Se había convertido en el macho dominante de la manada, lo que los especialistas denominan un «alfa», y tenía un cometido muy especial.

<Jake, ¿cuántas veces más piensas hacer pis?>, le preguntó Rachel, después de que él hubiera hecho un alto en el camino por quinta vez consecutiva.

<Pues… no lo sé. Siento la necesidad urgente de hacerlo muchas veces>, admitió él.

<¿Por qué? ¿Es que te has hartado de refrescos antes de salir de casa?>

<No sé lo que me pasa —confesó él—. No puedo aguantarme.>

<Estás dejando un rastro con tu olor —nos explicó Cassie—. Lo haces para delimitar tu territorio.>

<¿Ah, sí?>

<Sí. Es el comportamiento normal de un macho dominante. Al menos, eso es lo que dice el libro que estoy leyendo ahora. Aunque la verdad es que encuentro un poco ordinario que lo hagas delante de todo el mundo.>

La segunda fueron los aullidos. Jake fue el primero. De pronto se detuvo y se puso a aullar de una manera que sorprendió a todo el mundo, empezando por él mismo.

—AUUUUUUUU, AUUUUUUUU, AUUUUUUUUU.

<¿Qué diablos…?>, empezó a protestar Marco pero, de repente, empezó a imitarle:

—¡AUUUUUUUU, AUUUUUU-AUUUUUU!

Cassie y Rachel, que los seguían a escasa distancia, se sumaron al coro.

Yo los oía a la perfección así que decidí dar la vuelta y ver lo que pasaba.

<¿Se puede saber qué estáis haciendo? —inquirí—. Tenemos prisa y vosotros no debéis permanecer en ese cuerpo más de dos horas. ¿Por qué perdéis el tiempo aullando?>

<No lo sé —contestó Jake avergonzado—. De pronto me pareció una buena idea.>

<En cuanto Jake empezó, me entraron unas ganas locas de unirme a él>, confesó Rachel.

<Creo que los aullidos sirven para advertir de nuestra presencia a los demás lobos. De ese modo evitamos toparnos con otras manadas y enzarzarnos con ellos en una posible pelea.>

Aquella explicación nos pareció a todos perfectamente lógica y razonable, hasta que descubrimos a la propia Cassie con la cabeza echada hacia atrás, el morro puntiagudo señalando a lo alto, y desafinando como una loca.

Con un batir de alas, me alejé de los árboles. A mi espalda, los barrios periféricos de la ciudad quedaban ya muy lejos. En el espacio de una hora habíamos recorrido una distancia considerable. Faltaba poco para que llegara la hora del día en que había divisado por segunda vez la nave invisible. En aquella ocasión se dirigía hacia las montañas.

Volví a descender a los árboles.

<Vosotros seguid adelante, chicos. Yo voy a echar un vistazo por ahí arriba.>

<Ten mucho cuidado>, me advirtió Rachel.

Me incliné a la izquierda para sortear un árbol y me dirigí de nuevo hacia el sol batiendo con fuerza las alas. Fue un vuelo intenso y agotador que me obligó a consumir mucha energía. Sin embargo, el ejercicio me sirvió de distracción. Cuesta más compadecerse de uno mismo cuando te lo estás pasando bien.

Después de un rato, encontré una corriente de aire cálido y comencé a ganar altura sin esfuerzo. Aún podía distinguir la pequeña manada de lobos serpenteando entre los árboles, con movimientos seguros y rápidos, como si se tratara de un solo animal.

Traté de imaginar qué se sentiría al ser uno de ellos, un lobo, y tener aquel asombroso sentido del oído y del olfato, aquella absoluta confianza en uno mismo, unos dientes diseñados para clavarse y desgarrar. Y, sobre todo, su incomparable inteligencia.

Decidí preguntárselo luego a Jake o a Rachel.

«Aprovecha la ocasión para preguntarles qué se siente al ser humano. Quizá también sepan explicártelo», pensé con amargura.

«Basta ya, Tobías —me ordené a mí mismo—. Déjalo ya».

Comprendí que si empezaba a autocompadecerme, ya nunca podría dejar de hacerlo.

En ningún momento había perdido de vista la franja de cielo que se extendía por encima de mí, pero posiblemente fuese todavía demasiado temprano para que la nave apareciera. Aunque tampoco había razón para pensar que hiciera siempre el mismo horario.

Entonces vi algo allá abajo que me llamó la atención: un largo convoy formado por jeeps y camiones avanzaba por una estrecha carretera llena de curvas y polvo.

En total serían unos cinco vehículos. Todos llevaban el distintivo de los servicios forestales del parque y parecían tener mucha prisa.

Se dirigían al lago situado un poco más arriba. Al llegar a la orilla, se salieron de la carretera. Para mi sorpresa, decenas de hombres uniformados saltaron de los camiones y, tras desplegarse en forma de abanico, empezaron a adentrarse en el bosque.

Todos iban armados, pero no con rifles o pistolas, sino con armas automáticas.

¡De repente, algo se agitó en el cielo! ¡Qué diablos…!

A mi izquierda divisé un par de helicópteros que pasaron rozando las copas de los árboles a toda velocidad y comenzaron a sobrevolar el lago. También llevaban el distintivo de los servicios forestales.

«Aquí hay algo que no encaja —pensé para mí—. Esos tipos no se comportan como guardas forestales, recuerdan más bien a un ejército profesional.»

Ante mis propios ojos, media docena de hombres rodearon una pequeña mancha de color amarillo que resultó ser una tienda de campaña.

Dos personas con aspecto de estudiantes universitarios cocinaban sobre una fogata que habían hecho delante de la tienda.

Vi su expresión de terror y estupor cuando se percataron de que estaban siendo rodeados por seis hombres armados.

Condujeron a los dos campistas al camión más cercano y los alejaron de allí a toda prisa. No sé qué historia les habrían contado. Probablemente que un fugitivo peligroso andaba suelto por allí o que se había declarado algún incendio. No lo sé. El caso es que se los habían llevado antes de que tuvieran siquiera tiempo de pensar.

Después de sobrevolar el lago, los dos helicópteros se posaron al mismo tiempo sobre un pequeño claro en el margen más alejado del lago.

Todo esto ocurría a más de un kilómetro y medio de donde yo me encontraba. En la tenue luz del atardecer, aquélla era una distancia demasiado grande incluso para mis ojos de ratonero. A pesar de ello, alcancé a ver a los ocupantes de aquellos helicópteros.

Uno tras otro bajaron de allí dando saltos. Medían más de dos metros de alto y eran las criaturas de aspecto más terrorífico que podáis llegar a imaginar. De sus cabezas de serpiente brotaban unas cuchillas de casi medio metro de largo, que también les crecían en otras partes del cuerpo, como los codos, las muñecas y las rodillas. Sus pies recordaban a los de un Tyrannosaurus rex.

Formaban las tropas de choque de los yeerks.

Eran los guerreros hork-bajir.