Al día siguiente decidí volver al lugar donde había visto —o mejor dicho, donde no había llegado a ver— aquella enorme cosa que había aparecido en el cielo.
Me daba mala espina. Muy mala espina.
Sobrevolé la misma zona y utilicé las corrientes de aire caliente para ascender lo más alto posible.
Los ratoneros no planean tan bien como las águilas u otras aves rapaces. ¡Caray, tendríais que ver cómo se mueven las águilas sobre una de esas corrientes! ¡Es impresionante! Y, por otra parte, el ratonero de cola roja que había en mí también era feliz posado en la rama de un árbol, esperando paciente a que su próxima presa saliera a dar un paseo por los alrededores.
Lo malo era que no me gustaba comer como un ratonero. Prefería los alimentos que me daba Jake. Por eso no cazaba, aunque a veces sintiera una necesidad imperiosa de hacerlo.
Imaginaba a Marco haciendo algún que otro comentario sarcástico sobre la posibilidad de que llegara a comer ratones o incluso carroña.
Cuando estás dentro del cuerpo de un animal es difícil resistirse a sus instintos. Jake lo descubrió una vez cuando, transformado en lagarto, se vio obligado a zamparse viva una araña antes de lograr controlar los impulsos del reptil.
Yo jamás había echo nada parecido, temía que si me dejaba llevar aunque sólo fuera una vez, ya nunca más podría resistirme.
Planeé sobre la ciudad, siguiendo el mismo recorrido de la jornada anterior, pero no sucedió nada: en la franja del cielo situada por encima de mi cabeza no se produjo la menor alteración.
Entonces se me ocurrió que, fuera lo que fuese aquello, quizá sólo hacia acto de aparición a determinadas horas del día. Había notado su presencia cuando el sol estaba a punto de ponerse.
Decidí volver a última hora de la tarde, lo que significaba que tenía todo el día por delante. Sin embargo, la idea no me hacía demasiado feliz porque los ratoneros pasan la mayor parte del tiempo cazando para alimentarse.
Antes, cuando era un ser humano, si no estaba en la escuela, me dedicaba a ver la tele, a ir al centro comercial, a hacer los deberes, a leer… cosas que ahora me resultan difíciles.
La verdad es que, a pesar de todos aquellos gamberros que no paraban de meterse conmigo, desde que no iba al colegio, era como si me faltara algo. No sucedía lo mismo con mi casa. Veréis: desde que murieron mis padres, no ha habido nadie que me quiera. Mi tío y mi tía me enviaban de un lado al otro del país como si fuera una pelota.
No les importaba lo más mínimo a ninguno de los dos. No creo siquiera que me echen de menos. Jake había ido a ver a mi tío para decirle que me había ido a pasar una temporada con mi tía. Ambos pensaban que estaba viviendo con el otro.
No sabía cuánto tiempo podría pasar antes de que alguno de los dos descubriera que no me encontraba con el otro.
Supongo que cuando se den cuenta llamarán a la policía y denunciarán mi desaparición. O tal vez ni siquiera se molesten hacerlo.
A todo esto, ¿a qué podía dedicar el resto del día? Ya llevaba un par de horas dando vueltas por el cielo, planeando por debajo de las nubes. Era hora de dejarlo. Ya seguiría practicando en otra ocasión.
Eché las alas hacia atrás y ajusté la cola con el fin de regresar a casa de Rachel. Quizá todavía estaría dando vueltas por su casa, aburrida.
Entonces ocurrió.
A unos dos kilómetros por encima de mí, aquella onda volvió a atravesar el aire. Era como si de pronto se hiciera un vacío y apareciera un agujero donde no podía haberlos.
Sin perder un instante intenté acercarme.
Batí las alas hasta que el dolor en el pecho y en la parte superior de mi cuerpo se hizo insoportable. Pero fuera lo que fuese estaba demasiado alto y se desplazaba a enorme velocidad. No tardó en dejarme atrás. Fue como una ráfaga de viento, como si se produjera una ondulación en la trama del cielo. Esta vez, si embargo, tomó una dirección diferente: se dirigía hacia las montañas.
Entonces cruzó el cielo una bandada de gansos dispuestos en apretada formación de V.
Habría unos doce, todos ellos grandes y decididos. Como es habitual, volaban a un ritmo sorprendente, surcando el aire con prisas. Los gansos siempre dan la sensación de estar cumpliendo una misión. Parecen decir: «apartaos de nuestro camino, somos gansos, dejadnos paso».
Los gansos se las pintan solos para hacerse notar.
De repente, el ganso líder se dobló como si hubiera sido golpeado por un camión. Las alas cayeron a los lados, aunque no se desplomó.
El ganso herido se deslizó por el aire, pero lo hizo horizontalmente, dando tumbos y vueltas de campana como si efectuara un vuelo rasante por encima de un tren en marcha. La mayor parte de la bandada sufrió una suerte parecida. Uno o dos abandonaron la formación a tiempo, pero por lo general, los gansos no son excesivamente ágiles.
La onda invisible al atravesar la bandada había echo estragos. Casi todos los animales se habían deslizado dando volteretas sobre una especie de superficie sólida aunque invisible.
Y, cada vez que un ganso golpeaba aquella superficie, arrancaba destellos acerados del metal grisáceo del que estaba compuesto.
La onda acabó de pasar y los gansos cayeron tras su estela, heridos o muertos.
Luego siguió su camino, sin inmutarse ante lo sucedido. Pero ¿por qué iban a preocuparse los yeerks por un puñado de gansos?
Porque eso es lo que eran: yeerks. No cabía la menor duda.
Lo que había visto, o entrevisto, era una de sus naves.