<Oigo unas sirenas>, dije en tono apremiante.
<Yo también —contestó Rachel cortante—. No olvides que tengo unas orejas casi del tamaño de una manta. Me doy toda la prisa que puedo.>
<Sólo espero que sean polis de verdad, y no controladores.>
Habíamos llegado a un pequeño bosque situado detrás del negocio de coches usados. En realidad se trataba de unos cuantos árboles destartalados que separaban la propiedad de Hawke de una tienda de ultramarinos.
Posado en la rama baja de un árbol, contemplé la vuelta de Rachel a su estado natural. Si nunca habéis presenciado una metamorfosis, es difícil de imaginar lo extraño que resulta.
Al principio, era un elefante africano normal; medía unos dos metros de alto y casi cuatro desde la cabeza a la cola. Pesaría unas tres toneladas. Digo «pesaría» porque nunca hemos hecho el intento de subirla a una báscula.
Tenía también dos colmillos curvados del tamaño de un niño pequeño y una trompa que arrastraba por el suelo al caminar. Era capaz de agarrar a un hork-bajir furioso y con las cuchillas en marcha para lanzarlo a seis o siete metros de distancia.
Yo le había visto hacerlo.
<Tobías, al menos deberías haber esperado a que acabara la retransmisión del anuncio. ¡Miles de personas lo habrán visto por televisión! ¡Miles!>
<Creerán que soy un especialista o que se trataba de un truco publicitario>, repondí yo.
<La gente normal sí, pero no los controladores. Los que lo hayan visto, habrán adivinado que no éramos sólo animales.>
Controladores. Es una palabra a la que tendréis que acostumbraros. Un controlador es aquel que lleva un yeerk en la cabeza. Los yeerks son parásitos extraterrestres: unos pequeños gusanos repugnantes que viven en los cuerpos de los miembros de otras especies, a los que acaban convirtiendo en esclavos. Todos los hork-bajir son controladores y lo mismo ocurre con los taxxonitas.
También han ido adueñándose poco a poco de gente como nosotros, a los que llamamos controladores humanos.
Rachel comenzó a encogerse ante mis ojos. Su pequeña cola, que más parecía un trozo de cuerda, fue absorbida como un espagueti. La trompa fue disminuyendo hasta desaparecer.
De aquella inmensa frente de color gris fueron surgiendo mechones de cabello rubio mientras los ojos vagaban por su rostro en busca del centro. En cuanto a aquellas enormes orejas acartonadas, se tiñeron de un color rosado y fueron reduciendo de tamaño hasta quedar perfectamente formadas.
<Los demás armarán una buena, ¿verdad?>, comenté.
<Cuenta con ello.>
<Fue idea mía, asumo toda la responsabilidad.>
<Oh, deja ya de decir bobadas, Tobías. No seas tan bueno. Además, ¡me lo he pasado en grande aplastando coches!>
En aquella postura, con todo su cuerpo descansando sobre los cuartos traseros, parecía mucho más pequeña. Mientras permanecía así, sus patas delanteras empezaron a cubrirse de una piel más lisa y adquirieron un aspecto más humano, las traseras perdieron progresivamente su rudeza y se alargaron hasta acabar convirtiéndose en las esbeltas piernas de Rachel.
Entonces apareció la ropa que llevaba puesta en el momento de la metamorfosis: un simple maillot de color oscuro muy ceñido.
Los colmillos volvieron a introducirse en la boca y se dividieron en una sarta de dientes muy blancos y brillantes. Era una chica preciosa. Estaba guapa incluso con aquella nariz gris de más de medio metro que le colgaba de la cara.
Al final, la trompa acabó por enrollarse sobre sí misma hasta quedar reducida a una nariz normal.
Ya era una persona de nuevo. Iba descalza, porque ninguno de nosotros había conseguido descubrir cómo realizar una metamorfosis con los zapatos puestos. Su boca también había recuperado el aspecto de siempre y ya podía hablar con su voz normal y no dentro de mi cabeza. Como ya os he dicho, la comunicación telepática sólo es posible mientras dura la transformación.
—Bueno, ya estoy lista. Salgamos de aquí.
Las sirenas se iban aproximando.
<Ve a la tienda de ultramarinos. Yo me elevaré unos metros para ver lo que sucede.>
—Ojalá tengan chanclas —se quejó Rache—. Esto de ir descalza va a acabar conmigo.
El elefante se había esfumado y una chica había ocupado su lugar.
¿Entendéis ahora por qué digo que os resultará difícil de creer?
Todo comenzó en un solar abandonado en el que encontramos la nave siniestrada de un príncipe andalita. Era el último de su raza que quedaba en el sistema solar. Sus compañeros y él habían librado una dura batalla para intentar alejar de nuestro planeta a la nave que servía de base a los yeerks.
Habían luchado y habían perdido y ahora los yeerks se hallan entre nosotros con el único objetivo de convertir en esclavos a todos los seres humanos.
Antes de morir a manos del líder de los yeerks, una terrible criatura llamada Visser Tres, el andalita nos hizo un regalo que resultó ser también una maldición.
Su regalo consistió en proporcionarnos la capacidad de transformarnos en cualquier animal vivo mediante la previa absorción de su ADN. Hasta entonces, sólo los andalitas habían disfrutado de ese poder.
Lo malo es que ese privilegio también supone vivir una doble vida en la que el peligro es constante.
Los yeerks creen que somos un grupo de andalitas fugitivos. Saben que, convertidos en animales, atacamos su estanque yeerk e incluso nos infiltramos en el hogar de uno de los controladores más importantes: Chapman.
Lo que no saben es que no somos más que cinco chicos normales que una noche decidieron regresar a casa a pie desde un centro comercial.
Visser Tres quiere atraparnos vivos o muertos y casi siempre consigue sus propósitos.
Aun así, yo estaba contento de poder enfrentarme a los yeerks. Tal vez porque tenía menos que perder que los demás; o quizá porque aquel príncipe andalita, tan solo y derrotado y, a pesar de todo, tan valiente, me había transmitido algo especial. Me había conmovido tanto que ya no lamentaba tener que luchar para saldar cuentas.
Sin embargo, también pagamos un alto precio por ello. Veréis, el poder de transformarse en otra criatura tiene un límite: jamás se debe permanecer en otro cuerpo más de dos horas. Si alguien lo hace, quedará atrapado en ese cuerpo para siempre.
Para siempre.
Ésa es nuestra maldición.
Y ésa es también la razón de que, mientras Rachel recuperaba su aspecto humano, yo me limitara a mirarla.
Sabía que Rachel tardaría aún un rato en llegar a casa en autobús. Yo iba más deprisa, así que podía entretenerme un poco por ahí.
El sol se estaba poniendo y todavía recordaba la imagen del ratonero liberado alejándose hacia el crepúsculo.
Ojalá hubiese encontrado algún bosquecillo acogedor para pasar la noche. Eso es la mayor ilusión de un ratonero de cola roja: descubrir una rama de árbol con vistas a un prado lleno de ratones, ratas y musarañas correteando entre la hierba. Así es como cazamos… quiero decir… como cazan.
Impulsado por una corriente de aire ascendente, me dirigí hacia los rascacielos del centro de la ciudad. Estas corrientes son como burbujas de aire caliente que se hinchan bajo tus alas y te llevan hacia arriba sin que tengas que realizar el menor esfuerzo.
Tomé la corriente térmica como si fuera un ascensor y me remonté a toda velocidad por la pared lateral de uno de los edificios.
Al ser sábado, la mayoría de las oficinas estaban desiertas. Creo que fue en el piso dieciséis donde vi a aquel tipo mirando por la ventana. Quizá se tratase de un importante hombre de negocios, no lo sé. Lo cierto es que, al percatarse de mi presencia, sonrió y siguió con la mirada mi ascenso hasta que desparecí de su campo visual. Supe que en aquel momento sentía envidia de mí.
Llevaría recorridos unos setecientos metros, cuando decidí alejarme del sol y volar hacia la casa de Rachel.
El sol casi se había puesto y la luna asomaba en el horizonte.
Entonces sentí… no sé cómo describirlo. Estaba arriba, encima de mi. Enorme. ¡Inmenso! Mucho más grande que cualquier avión.
Alcé la vista, pero no había nada.
Y, sin embargo, mi corazón presentía que estaba allí, que venía hacia mí, aunque tal vez se encontraba todavía a varios kilómetros de distancia.
Clavé mis ojos de depredador en el cielo en un intento por concentrarme.
¡Era una onda!
Una onda expansiva, parecida a la que se forma en la superficie inmóvil de un estanque al arrojar una piedra. La tenue luz de las estrellas del atardecer parpadeó a su paso. Los rayos del sol se curvaron y, durante una milésima de segundo, casi me pareció ver… algo.
Pero no. No. Había desaparecido. No había ni rastro de ella. Era como si nunca hubiera estado allí.
Intenté seguir con la vista aquel agujero que había detectado en el cielo, pero iba demasiado rápido. Procuré identificar su origen y la dirección que seguía. Parecía provenir de las montañas y aumentaba de velocidad gradualmente.
Sin embargo, aceleró al alcanzar los barrios periféricos de la ciudad y entonces lo perdí.
Seguí mi camino hacia casa de Rachel, a la que vi bajar del autobús a bastantes metros de distancia. Los demás, Jake, Marco y Cassie hacía tiempo que nos esperaban en su habitación. Era de prever.
<Eh, Rachel>, le dije flotando por encima de su cabeza.
Lo único que podía hacer ella era saludarme con la mano. Una vez transformados en humanos, es posible «oir» telepáticamente, pero no comunicarse.
<Te apuesto lo que quieras a que lo primero que nos pregunta Marco es si nos hemos vuelto locos>, le comenté a Rachel.
Ella me guiñó un ojo y luego entró por la puerta principal. Yo lo hice por una ventana abierta. Allí estábamos los cinco, juntos de nuevo: los animorphs.
Los otros tres debían de haber visto el anuncio y no parecían muy contentos.
Marco fue el primero en hablar.
—¡¿Es que os habéis vuelto locos?! —exclamó.