23

Allí estaba de nuevo pegada a la lengua del taxxonita, sin poder moverme.

Esta vez no era una cucaracha, sino yo misma en mi estado natural, sólo que más pequeña. Estaba atrapada y a punto de morir.

<El estanque yeerk —explicaba Ax— es el centro de sus vidas. Es casi su religión.>

Me retorcía en una lucha desigual para liberarme, presa de la desesperación. Intenté incluso convertirme en oso, pero no funcionó. Todo cuanto podía hacer era mover mis alas de mariposa.

«Nos enseñó el conducto». La voz de Cassie resonaba en mi cabeza.

Revoloteaba sin parar por oscuros pasillos, persiguiendo una luz que no se acercaba pero que tampoco desaparecía.

«La kandrona —pensé en el sueño—, esa luz es la kandrona».

«El centro de sus vidas, casi una religión».

<El estanque yeerk no. El centro de sus vidas es la kandrona, su luz.>

«¡Él fue quien nos enseñó el conducto!», repetía Cassie convertida en señorita Paloma.

Abrí los ojos de repente y me incorporé. Nunca antes me había sentido tan despierta y despejada. Era como si mi cuerpo desprendiera electricidad.

—¡Ajá! —exclamé en la oscuridad de mi habitación—. ¡Bingo!

Entonces dudé por un momento. ¿Me habría vuelto loca? ¿Sería aquello fruto de la desesperación? Lo volvía a analizar todo detenidamente.

—¡Ya los tenemos! —exclamé en un susurro—. ¡Por fin, ya son nuestros esos asquerosos gusanos!

Me quité a toda prisa la camiseta que usaba para dormir, me puse la ropa de las transformaciones y abría la ventana. ¡Alto! ¡Tenía que pensar…! Dentro de unas horas sería sábado, no habría colegio, y si mi madre no me encontraba en la cama se preocuparía… Le escribí una nota diciendo que me había levantado temprano para ir a correr y que seguramente pasaría por casa de Cassie. No puede evitar entonces mirar la foto que hay encima de mi escritorio: soy yo con tres años sobre la barra de equilibrios; mi padre me sujeta con orgullo.

Quizá no debía contárselo a los otros, puesto que ya habíamos tomado la decisión de aceptar la oferta del ellimista y dejar que nos llevara a un lugar en el que ya no tendríamos que luchar ni tomar decisiones difíciles. Si ahora les confiara mis sospechas…

De pronto volví a sentir un gran peso sobre los hombros. Una mezcla de incertidumbre, culpa y miedo.

—¿Qué pensarías de mí, papá —pregunté mirando la foto de mi padre, sin poder evitar sonreír—, si abandonara cuando todavía queda una última esperanza?

A continuación, empecé a transformarme: mis brazos encogieron y mi piel se deshizo en cientos de esponjosas plumas que me impulsarían en silencio a través de la brisa nocturna. No tardé mucho en estar lista.

La luna brillaba alta y faltaba mucho para que despuntara el día. Era una noche perfecta para un búho, aunque apenas presté atención a la deliciosa presa que correteaba por el suelo mientras me dirigía hacia el bosque sin perder tiempo.

<¡Tobías! ¡Soy yo! ¡No te asustes, pero despierta!>

<¿Qué diablos…? ¿No te he dicho que cuando…?>

<¡Vamos!>, le apremié.

<Vamos… ¿a dónde?>

<Deja de protestar, confía en mí. Ya sé que no te gusta volar por la noche, pero tienes que acompañarme, rápido.>

<Rachel, ¿te has vuelto loca? ¿Te importaría decirme adónde vamos?>

<Vamos a convertirnos en mariposas, Tobías. Deprisa, vamos al granero de Cassie: tenemos que cambiar la historia.>

Extendió las alas e inició el vuelo a mi lado.

<Lo que tú digas, Rachel —refunfuñó Tobías—, pero ¿qué te hace pensar que…?>

<Sé dónde está, Tobías>, le interrumpí.

<¿Dónde está el qué?>

<Tobías, sé dónde está la kandrona.>