16

La ascensión vertiginosa por el conducto se hizo interminable. Cuando ya atravesábamos la roca sólida, me incorporé y el último rastro del oso desapareció. Recuperé por fin la capacidad de razonar, aunque todavía me sentía confusa y desconcertada. No sabía muy bien lo que estaba ocurriendo.

De pronto me detuve y me encontré en lo alto del conducto. Me apeé para pisar suelo firme. Allí estaban todos los demás. Ax intentaba transformarse en humano, pero parecía tener problemas.

Mutar varias veces de formar es agotador y en esos momentos lo único que te apetece es arrastrarte hasta un rincón y dejarte morir.

Sabía lo que era sentirse así. Yo también me encontraba tan cansada que al pisar sobre cemento mi cuerpo se dobló. Estaba oscuro, sólo había una débil luz que nos permitía vernos las caras.

—¡Cuidado! —advirtió Cassie al tiempo que me agarraba del brazo—. Estamos todos sanos y salvos. Nos encontramos en la base de la torre de agua que hay detrás del colegio.

—Hay que largarse de aquí. Los yeerks vigilan la zona.

—La vigilaban —corrigió Marco y señaló con la cabeza hacia un rincón donde dos controladores humanos yacían inconscientes.

—Salgamos de aquí —indicó Jake—. ¿Te encuentras bien, Rachel?

—Sí. Estoy muy cansada. Nunca me había transformado en oso y no me ha dado tiempo a controlarlo. Lo siento.

—No te preocupes, Rachel. Ese oso furioso nos ha sacado del infierno, sólo necesitas descansar.

—Sí, no me vendría nada mal.

Cuando por fin llegué a casa, me metí en la cama y me dormí en un santiamén. No me desperté hasta que sonó el despertador a la mañana siguiente. Me encontraba tan atontada que apenas podía ver los números del despertador.

—¿Rachel? ¿Te has levantado? —me preguntó mi madre y asomó la cabeza por la puerta.

—Ya voy, estoy despierta —contesté.

Me costó mucho levantarme de la cama aquel día y cuando por fin me decidí, me encaminé hacia el baño tambaleándome por el pasillo. Jordan estaba usando el baño que compartimos, así que fui al de mi madre.

Mi madre ya estaba arreglada y vestida. Se había puesto su traje marrón y estaba estirándose las medias.

—No tienes buena cara —me reprochó mirándome de refilón.

—¿No? —logré articular a duras penas—. ¿Puedo usar tu ducha?

—No te has cambiado de ropa —continuó—. Llevas la misma ropa que anoche. Llegas a las nueve y media, descalza y con esas mallas que ni siquiera te has quitado.

Me miré de arriba abajo confundida. En efecto, todavía llevaba la ropa que utilizamos en las transformaciones.

Es que… me dejé los zapatos en casa de Cassie. Le estaba enseñando unos ejercicios de gimnasia. Y me los quité. Bueno, ¿puedo utilizar tu cuarto de baño o no?

—Vienes a casa sin zapatos y te acuestas sin cenar —repitió mi madre moviendo la cabeza pensativa—. Rachel, si tienes algún problema quiero que me lo digas.

Entonces me hice la loca y solté una carcajada:

—¿Problemas? ¿Yo? ¿Por qué iba a tener problemas? —seguí con aquella risa tonta mientras me restregaba los ojos.

Mi madre suspiró y luego dijo:

—Tengo una comparecencia en los tribunales a primera hora, el caso Hallinan, pero esta noche quiero que te quedes en casa. Creo que tú y yo deberíamos tener una charla. Tu padre te lo ha puesto difícil y sé que es una decisión muy dura para ti.

—¿Puedo utilizar tu ducha, sí o no? —repetí dejando escapar un suspiro. Ya no tenía por qué reír.

—Sí, claro. Recuerda que Sara tiene que coger el autobús.

Cerré la puerta del cuarto de baño y me refugié al amparo del agua caliente. Entonces, las imágenes del día anterior volvieron a mi mente. Todo, cómo surgíamos de golpe del estómago del taxxonita, la oferta del ellimista y la imagen de Tobías, que recuperó su cuerpo de humano por un rato demasiado breve. Después recordé la batalla… y a aquel oso incontrolado y furioso en el que yo me había convertido. Me estremecí… el agua empezaba a quedarse fría.

—¿Rachel? ¿Qué haces ahí tanto rato? ¿Te has colado por el desagüe de la bañera o qué? —era Jordan, al otro lado de la puerta.

—Jordan, ¿te importaría ir con Sara a la parada del autobús? —le pedí—. Se me ha hecho un poco tarde. Tú vete.

Por primera vez en toda mi vida, falté a clase. Me quedé en casa, haciendo el vago y viendo programas basura en la tele. Cuando aparecía algún chiflado, cambiaba de canal y aparecía otro aún más desquiciado. Era un alivio ver que había personas con problemas, claro que sus problemas, comparados con los míos, daban risa.

Pero aquellas imágenes de gente furiosa y presentadores empalagosos se mezclaban con otras en las que aparecía un taxxonita abierto y con las tripas fuera, como una bolsa de basura desgarrada, y los gritos mudos y congelados de los portadores involuntarios.

A pesar de que la televisión hacía mucho ruido, no conseguía apagar otras voces: la del ellimista, que todavía resonaba en mi cabeza: «Podemos salvar una parte de la raza humana». O la voz de Jake: «¡Has perdido el control!». O la de mi padre, «a otra ciudad, a otro Estado».

Intentaba no pensar en todo lo ocurrido el día anterior. Aquello era ridículo, vivía en dos mundos completamente diferentes.

Uno lo componían mi familia, el colegio, las clases de gimnasia, ir de compras, escuchar música, ver la tele…en fin, cosas normales.

Pero también tenía otra vida en la que era algo más que la hermana mayor de Sara y Jordan, la primera hija de mi madre, la preferida del profesor y una gimnasta cuyo punto débil era la barra de equilibrio.

En ese otro mundo yo era… una guerrera que arriesgaba su vida en batallas mortales y en las que todo jugaba en su contra. En ese mundo había dejado de ser tan sólo una niña.

Llegó la hora de comer y me hice un sándwich de queso al grill.

Mientras lo preparaba encendí el televisor de la cocina y allí estaba mi padre, dando las noticias del mediodía. No se encontraba en el estudio sino en un centro de convenciones desde donde informaba de algún estúpido acontecimiento.

Quité el volumen y me dediqué a observar las imágenes mudas. Entonces, arrojé el sándwich a la basura.

—¿Qué voy a hacer? —grité tan de repente que hasta me asusté—. ¿Qué voy a hacer?

Mi voz sonó hueca y sin vida en el silencio de la cocina. Me sentí ridícula. No era propio de mí ponerme sentimental. Me quedé allí inmóvil, mirando fijamente los armarios. El ellimista… el oso… mi padre… ¿Qué podía hacer? ¿Abandonar a mi madre y mis hermanas? ¿Abandonar a mi padre? ¿Abandonar a mis amigos? ¿Abandonar este planeta a su suerte?

Imaginé por un momento que iba al centro de convenciones y le explicaba a mi padre que estaba metida en un buen lío. Entonces, él me abrazaba, me acariciaba la cabeza como siempre hacía y me decía: «Cielo, no te pongas tan seria».

Volví a ponerle voz a la tele. Mi padre estaba sonriendo por algo que le habían dicho desde el estudio.

—…que nos va a dejar muy pronto, lo cual nos entristece a todos, aunque sabemos que es una gran oportunidad para ti.

—Sí, es una magnífica oportunidad —respondió mi padre— aunque echaré mucho de menos…

Apagué de golpe la televisión. Algo me estaba desgarrando por dentro, como si hubiera tragado cristal. Tenía que salir de casa y dejar de pensar. Subí a mi habitación y abrí la ventana de par en par.

Unos minutos después, una gran águila de cabeza blanca salía de mi habitación y remontaba el cielo hasta perderse entre las nubes.