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Llegamos al tramo final de la rampa, por fin dimos con el suelo plano de la cueva.

<Bien, y ahora, ¿qué? —preguntó Cassie—. Ya han pasado casi tres cuartos de hora.>

<Cuarenta y un minutos>, corrigió Ax.

<De acuerdo —intervino Jake—. ¿Os acordáis de que alrededor y al fondo de la cueva había edificios? Supongo que la mayoría son almacenes y que también habrá generadores y purificadores de aire. Pero tal vez algunos sean oficinas, salas de control, puede que incluso alguno de ellos esconda la kandrona. Tenemos que inspeccionar esos edificios.>

<Bueno, eso es lo que mejor hacen estos bichejos, ¿no?>, bromeó Marco.

<Ojalá hubiéramos encontrado otra clase de insecto que viera mejor —me lamenté—. ¿Cómo vamos a dar con los edificios si no somos capaces de ver a menos de un metro?>

<Da igual —observó Cassie—, podemos oler. Aquí abajo tiene que haber humanos por fuerza y, si los hay, tendrán que comer en algún sitio. Yo no sé vosotros, pero a mi me llega olor a patatas fritas, y no creo que sean los taxxonitas ni los hork-bajir.>

Tenía razón. Yo no estaba tan segura de que fueran patatas fritas aunque estaba claro oque mi mente de cucaracha detectaba comida.

<¡A por las patatas!> exclamó Jake entre risas.

Cruzamos por el suelo polvoriento hasta tropezarnos con una pared en la que resultó fácil encontrar una grieta. Una cucaracha es capaz de meterse por los agujeros más pequeños.

Cuando llegamos al otro extremo de la grieta, una potente luz nos deslumbró y nos vimos sacudidos por una combinación de olores y ruidos.

<Bueno, ¿dónde creéis que nos encontramos?> preguntó Marco.

<Yo diría que estamos sobre suelo de linóleo —apunté—, muy sucio, por cierto. Percibo muchas vibraciones, de pies creo, y también voces, pero son tantas que no distingo ninguna con claridad.>

<Aquí huele a humano>, confirmó Ax.

<Los humanos no huelen>, añadí yo un poco de broma.

<Pues claro que huelen —insistió Ax—, no huelen mal. Su olor recuerda al que desprende un animal que tenemos en nuestro planeta y que llamamos flaar.>

<Resumiendo, tenemos patatas fritas y humanos —agregó Marco—. ¿No me iréis a decir que hemos dado con el McDonald’s del estanque yeerk?>

<A mí más bien me parece una especie de comedor, ideal para escuchar una conversación —observó Cassie—. ¿Y si nos acercamos y nos colocamos debajo de una mesa? Así podríamos…>

De pronto oscureció: algo enorme estaba bloqueando la potente luz del fluorescente que teníamos más cerca.

<Eso… eso no huele a humano>, informó Ax.

<Ya me he dado cuenta —indiqué—. Es un olor que me es familiar… y no me gusta nada. Yo he olido eso mismo antes en algún otro lugar. Huele a… No recuerdo, mi memoria humana y mis sentidos de cucaracha no se ponen de acuerdo. Huele a…>

<¡Taxxonita! —soltó Cassie de repente—. Veis, es cosas de ahí que parece un árbol, creo que… creo que es ¡la pierna de un taxxonita!>

<¡Qué asco! ¡No los soporto!>, exclamé.

<¡CUIDADO!>

Desde el cielo de fluorescentes se acercaba a toda velocidad una especie de látigo rojo brillante.

Sin perder un minuto, eché a corre, pero era demasiado tarde. Aquel látigo rojo golpeó el suelo a mi alrededor hasta caer sobre mí como un pesado edredón húmedo. Una sustancia pegajosa rezumaba a mi alrededor y se filtraba por debajo de mi caparazón hasta inmovilizar mis patas.

<¡Noooo!>, grité.

<¡Estoy atrapado!>, gritó Marco.

Entonces, me levantaron del suelo. Mi espalda se había quedado pegada al extraño látigo, que se movía frenético en el aire. Eché un vistazo a mi alrededor y comprobé que los otros también habían quedado adheridos al látigo pringoso.

<¿Qué es esto?>, preguntó Cassie.

<Es el taxxonita —explicó Ax—. Si no me equivoco, ¡está a punto de engullirnos!>

Estábamos pegados en la lengua de rana del taxxonita, que ya se relamía de gusto.

<¡No puedo despegarme!>, gritó Jake.

Era tan sólo un instante y sin previo aviso nos habíamos encontrado cara a cara con la muerte.

Estaba pegada, inmóvil en aquella lengua que el taxxonita retraía.

Y entonces… entonces, todo se detuvo.