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Al día siguiente por la tarde, tal y como habíamos acordado, llegamos al centro comercial por separado. Yo había quedado con Cassie en el restaurante.

—¡Vaya, qué sorpresa! ¿Cómo tú por aquí? —saludé.

—Ja, ja.

Fingimos encontrarnos por casualidad por si había algún controlador vigilando la zona.

—Perfecto —comenté tras consultar mi reloj—, tenemos quince minutos para ir tranquilamente a The Gap.

—Jake y Ax están abajo, en la sala de los videojuegos —informó Cassie—. Pobre Jake, Ax todavía no controla demasiado cuando está transformado en humano y ha intentado comerse las colillas de un cenicero.

Los andalitas no tienen boca y por lo tanto no conocen el sentido del gusto, por eso siempre que Ax se transformaba en humano se lo llevaba todo a la boca para experimentar diferentes sabores.

Me imaginé a Ax masticando colillas y solté una carcajada. Me sorprendió que todavía me quedaran ganas de reír con lo que se avecinaba.

Por fin llegamos a la tienda.

—Marco ha dicho que estará en el último de los probadores —le recordé a Cassie—. Hay que andarse con cuidado, supongo que la mayoría de los que trabajan aquí son controladores. Hablando de Marco, me pregunto si ya habrá llegado.

—Seguro que sí —contestó Cassie—, últimamente no protesta tanto y hasta se muestra dispuesto a participar.

—Sí, ¿por qué será? —murmuré.

—La gente cambia, supongo —añadió Cassie encogiéndose de hombros—. Me da pena Tobías porque no puede venir con nosotros, aunque otras veces me da envidia.

Asentí. Empezaba a sentirme inquieta. Siempre que nos embarcamos en una misión peligrosa me pasa lo mismo, sólo que aquella vez era mucho peor. Lo reconozco, el estanque de los yeerks me daba pánico. Se me revolvía el estómago sólo de pensar en ese infierno, y allí era precisamente adonde nos dirigíamos.

—Bueno, ha llegado el momento de hacer una visita al probador —anuncié—, elige algo y nos vamos para allá.

—Pero ¿qué me pruebo? —preguntó Cassie desconcertada.

—Imagina que eres yo, simplemente elige un jersey y pruébatelo —le dije después de poner los ojos en blanco. Cassie no está hecha para ir de compras.

Divisé a Jake y a Ax en el extremo opuesto de la tienda. Siempre me sorprende el aspecto que adquiere Ax cuando se transforma en humano porque es una combinación del ADN de Jake, Marco, Cassie y del mío. Es chico, pero resulta demasiado guapo. Hay algo raro en él, aunque no sabría muy bien decir qué es.

Elegí un jersey para Cassie y se lo pasé.

—Yo jamás llevaría algo así —protestó Cassie—. Aquí pone «lavar en seco».

Nos metimos en el penúltimo probador y cerramos la puerta.

—Adelante —ordené sin contemplaciones.

Habíamos decidido que lo mejor que podíamos hacer era transformarnos en cucarachas. La última vez que lo hicimos las cosas no salieron muy bien, pero esos bichejos son rápidos y sus sentidos son más que suficientes para nuestros propósitos, además, con un poco de suerte, pasaríamos desapercibidos.

No me apetecía lo más mínimo convertirme en cucaracha. Odio transformarme en cualquier animal que pueda ser pisoteado y, para colmo, esos bichos me dan asco.

Miré a Cassie y dejé escapar un gemido ahogado, le habían crecido dos larguísimas antenas en la frente.

—Ya podías haber avisado, ¿no?

La metamorfosis no es un proceso natural y elegante en el que los cambios se den de forma gradual. Todo lo contrario, ocurren de repente y no están sujetos a ninguna lógica, ni son progresivos. Unas partes aparecen de pronto, otras desaparecen y, lo que es peor, muchas veces su tamaño resulta totalmente desproporcionado. Hay que esperar hasta el final. Es espantoso.

Así pues, el primer cambio que experimentó mi amiga fue la súbita aparición de las antenas. Fue como si de repente le surgieran de la cabeza dos cañas de pescar. A continuación su piel empezó a arrugarse. Mientras tanto, ambas íbamos encogiendo de tamaño. Es una sensación muy extraña porque te parece estar cayendo, ves que las paredes se mueven a toda velocidad hacia arriba y que el suelo está cada vez más próximo, supongo que eso mismo es lo que sentiría un paracaidista si no le abriera el paracaídas.

Por desgracia, al estar en un probador, estábamos rodeadas de espejos.

—¡Ahhhhh! —grité. Acababa de ver una imagen nauseabunda reflejada en el espejo: la piel de mi espalda había formado dos enormes alas marrones y duras.

Cassie iba ya muy adelantada en su metamorfosis y no tuvo tiempo ni de decir «¡chist!», aunque sí para llevarse una mano hasta lo que quedaba de sus labios, justo en ese momento le salieron del estómago las patas adicionales. De no ser porque mi boca ya había desaparecido, hubiera gritado sin parar.

Oí una especie de sorbido, lo cual indicaba que el último hueso de mi cuerpo acababa de disolverse y que, a partir de ese momento, estaría recubierta por un exoesqueleto.

Mi ropa cayó y se desplomó sobre mí, como cuando se desmonta una enorme carpa. El sentido de la vista se había esfumado casi por completo, sólo alcanzaba a ver imágenes vagas, borrosas y fragmentadas. Por suerte, ya tenía experiencia en el tema, así que podía entender más o menos la confusa información que me llegaba a través de los ojos del animal.

Pero también tenía sus ventajas: las antenas que me habían brotado de la cabeza captaban a la perfección la más mínima vibración y el olor más leve.

<¿Estás bien?>, le pregunté a Cassie.

<Estoy sepultada por mis vaqueros, no puedo salir —dijo—. Espera… ¡ahora! Ya estoy fuera.>

<Ahora sí te veo —le informé—. ¡Cuidado! La alfombra está llena de alfileres.>

En efecto, y vaya alfileres. Parecían cañas de acero tan grandes como la barra de un columpio. Los extremos no resultaban tan afilados desde aquella altura y las cabezas de los alfileres parecían pelotas de playa metálicas.

<Muy bien, larguémonos de aquí>, indiqué.

Correteamos hacia un rincón hasta colocarnos debajo de un pequeño asiento triangular.

<¡Caray! Mi cucaracha no piensa en otra cosas que no sea correr>, se quejó Cassie.

<Y la mía también>, corroboré. Siempre que te conviertes en un animal nuevo, tienes que luchar para controlar sus instintos. Nosotras ya habíamos sido cucarachas, así que estábamos preparadas, pero recuerdo que la primera vez que lo probé, apenas si podía controlar el pánico.

Incluso esta vez tenía problemas para dominar su nerviosismo y frenar su impulso de salir corriendo.

De pronto me llegaron unas vibraciones muy fuertes. Había algo enorme moviéndose por encima de nuestras cabezas. Me resultaba imposible reconocerlo, pero segundos después quienquiera que fuera empezó a transformarse también.

<¿Quién anda ahí?>, pregunté.

<Yo, Marco. ¿Es que no me habéis reconocido?>

Después le tocó el turno a Ax, que se había vuelto a transformar en andalita antes de hacerlo en cucaracha. Jake recogió toda nuestra ropa, la metió en la bolsa y se la llevó para guardarla en una de las consignas del centro comercial, de esas que funcionan con monedas. Luego volvió al probador y se transformó. Su ropa quedaría tirada en el suelo y posiblemente levantara sospechas, pero peor sería que encontraran la ropa de cinco personas.

<Bien, chicos, chicas y otros bichos, hemos consumido quince minutos de nuestro tiempo —informó Marco—, lo cual significa que nos queda una hora y cuarenta y cinco minutos y, desde luego, a mí no me haría ni pizca de gracia quedarme atrapado en este cuerpo de cucaracha.>

<Amén. ¡Vamos!>, añadió Jake.

Enfilamos sin perder un instante hacia el probador contiguo donde, según Marco, se hallaba la entrada al estanque. Avanzábamos como un ejército diminuto, y también repulsivo.

<¿Y si nos escondemos allá arriba, bajo el tablón del asiento?>, sugerí.

Una de las mejores cosas de ser cucaracha es que puedes escalar paredes sin esfuerzo, y eso hicimos. Subimos por la pared hasta llegar a una especie de tejado formado por el pequeño asiento triangular, y allí nos ocultamos.

Las minúsculas púas de mis patas se aferraban con fuerza a los pegotes de pintura en la pared, descansé un segundo inmóvil y expectante. Vi a dos de mis amigos un poco más arriba, parecían dos coches negros aparcados a ras de suelo. Sus antenas, al igual que las mías, no cesaban de agitarse en su afán por captar vibraciones y olores.

De pronto, la puerta del probado se abrió. Una forma tan alta que muy bien podría confundirse con un rascacielos entró en el cubículo.

<Tenemos compañía>, anunció Marco. Como si no lo hubiéramos notado, como si nuestros cerebros de cucaracha no estuvieran ya gritando: «¡Corre! ¡Corre!».

Entonces oí un suave chasquido, el espejo del fondo del probador se abrió y una ráfaga de aire húmedo que traía un olor a minerales invadió el cubículo. Ese aroma, que yo tan bien conocía, me trajo recuerdos, unos recuerdos que desearía poder olvidar.

<¡Ahora!>, gritó Jake.

Descendimos a gran velocidad por la pared hasta tocar la alfombra y entonces nos dirigimos hacia la entrada.

Los pies del controlador iban unos metros por delante. Sus zapatones, del tamaño de un edificio, se movían arriba y abajo hasta que desaparecieron de nuestro campo visual.

Lo seguimos y nada más entrar al pasadizo, la puerta se cerró.

<Estamos dentro>, informó Jake.

<¡Estupendo!>, celebró Marco.