—¿Qué hay de cenar? —le pregunté a mi madre tan pronto como llegué a casa. El paseo por el bosque me había abierto el apetito. Siempre que estoy fuera de casa me pasa lo mismo.
También se me abre el apetito cuando tengo miedo. No podía apartar de mi cabeza la imagen del estanque yeerk y de aquellas celdas donde encerraban a los portadores involuntarios, tanto humanos como hork-bajir, libres temporalmente de sus parásitos yeerks.
Todavía podía oír sus gritos aterradores. Muchos lloraban a la espera de ser infestados de nuevo, otros gritaban y algunos pedían compasión, o algo peor.
Mi madre estaba en la cocina, iba más arreglada de lo normal para ser un día cualquiera por la tarde. Estaba comiendo unos Doritos y tenía la mirada perdida en el vacío.
—¿Mamá? ¿Hola?
—Ah, hola, cariño —me miró como si no se hubiera percatado de mi presencia.
—¿Qué hay de cenar? Estoy muerta de hambre.
—Tu padre viene a cenar esta noche y ha dicho que ya traería él algo.
Sentí una punzada de dolor en el estómago, algo no iba bien. Desde que se divorciaron, mi padre no había venido a cenar. Mis dos hermanas y yo solemos pasar todo un fin de semana con él en su casa de la ciudad, además de las salidas que organizamos cada quince días. Pero jamás venía a cenar.
—¿Qué ocurre? —pregunté. De repente se me quitó el apetito.
—Vuestro padre quiere deciros algo importante —contestó mi madre sin poder disimular un gesto de preocupación—. Se suponía que os lo iba a decir el otro día en el circo pero, al parecer, se le olvidó.
Por la forma en que lo dijo estaba claro que mi madre no se lo creía.
—Mamá —insistí y la agarré del brazo—, ya sabes que no me gusta el suspense, así que…
Se oyó el timbre de la puerta y seguidamente Sara bajando las escaleras a toda velocidad.
—¡No bajes las escaleras corriendo! ¡Te vas a romper la cabeza! —gritó Jordan.
Hablaba imitando a mi madre, lo cual casi nos hace reír a las dos.
—Ése es tu padre.
Fui hasta la puerta. Sara se había lanzado a los brazos de mi padre y Jordan revoloteaba a su alrededor. En cuando me acerqué, Jordan me echó una mirada inquisitiva. A diferencia de Sara, Jordan ya era lo bastante mayor como para darse cuenta de que algo pasaba.
Yo me encogí de hombros y negué con la cabeza.
—¡Rachel! —exclamó mi padre—. ¿Cómo está mi princesa? Ven y sujeta esta bolsa, es la cena. Esta noche tenemos comida tailandesa. He traído un poco de todo: curry, pad tailandés, pollo satay y unos camarones deliciosos que tienen un nombre muy raro.
Me pasó la bolsa de papel. A mí todo aquello me daba mala espina porque mi padre estaba de muy buen humor, incluso demasiado.
Mi padre trabaja como periodista para un canal de televisión local. Aparte de hacer periodismo de investigación, dirige los informativos del fin de semana. Siempre viste ropa elegante y va muy bien peinado, además hasta en pleno invierno luce un moreno envidiable.
Llevé la bolsa al comedor y empecé a abrir las cajas blancas que contenían la comida tailandesa.
—Hola, Dan —saludó mi madre al entrar en el comedor con platos y cubiertos.
—Naomi —respondió—, ¿cómo va todo?
Incluso Sara se había percatado de aquélla no iba a ser una velada feliz.
Empezamos a comer mientras nos esforzábamos por encontrar un tema de conversación, hasta que mi madre dijo por fin:
—Dan, ¿por qué no se lo dices de una vez?
Mi padre se puso hasta rojo y me lanzó una sonrisa angelical, como cuando pillas a un niño haciendo algo malo.
—Muy bien —comenzó. Se aclaró la garganta y se enderezó en la silla, listo para aparecer ante las cámaras y transmitir las noticias de la noche—. Chicas, tengo algo que deciros. Me han ofrecido un puesto de trabajo mucho mejor que el de ahora. No sólo llevaría los informativos del fin de semana, sino también los de las seis y los de las once, y hasta tendría la oportunidad de dirigir emisiones especiales. Las perspectivas son buenas y estoy muy ilusionado: por fin podré dedicarme al periodismo con la intensidad que deseaba.
Jordan me miró, confundida. Realmente parecían buenas noticias.
—Sólo hay una pega —prosiguió mi padre—, y es que el trabajo es fuera de la ciudad, lo que significaría que me tendría que trasladar.
—¿A dónde? —preguntó Sara— ¿A otro piso?
—A otra ciudad, cariño —la corrigió mi padre con una sonrisa forzada—, a otro Estado.
—A dos mil kilómetros de aquí —añadió mi madre.
Es curioso cómo funciona la mente. Desde que soy un animorph he pasado por cosas mucho peores: he experimentado más miedo, dolor y preocupación que cualquier persona en toda su vida. Por eso lo más lógico hubiera sido que llevara bien el hecho de que mi padre se trasladara tan lejos de casa… A dos mil kilómetros.
—Enhorabuena —le felicité intentando ocultar mis sentimientos—, es lo que siempre habías querido.
Pero mi padre no era tonto y sabía que la noticia me había afectado profundamente.
—Es mi trabajo, Rachel, y me temo que no puede ser de otra forma. Pero eso no significa que no vayamos a vernos. Aunque al principio pueda parecer que vamos a estar lejísimos, para algo existen los aviones, ¿no?
—Ya —repuse—, para algo existen los aviones. Bueno, será mejor que suba a mi cuarto a hacer los deberes.
—Espera, quiero… —protestó mi padre.
No di ningún portazo al salir ni lancé objetos por el aire, tan sólo abandoné el comedor.
«Así sabrá lo que es que te dejen tirado —me dije—, lo que se siente cuando te abandonan».
Subí a mi habitación y cerré la puerta. Me costaba trabajo respirar. Apretaba los puños como si quisiera estrujar algo. Habría llorado, pero estaba demasiado enfadada incluso para eso.
—¿Rachel? —era él. Llamó a la puerta con suavidad—. ¿Puedo entrar?
No podía negarme o se daría cuenta de que estaba furiosa.
—Claro, pasa.
—Me parece que estás un poco enfadada conmigo —dijo en cuanto entró.
Me encogí de hombros y le di la espalda.
—Ya veo. Rachel, tenía más cosas que decirte, pero no me has dejado terminar. Verás… Jordan y Sara son demasiado pequeñas para considerar esta posibilidad pero tú ya eres mayor y, al contrario que tus hermanas, sabes muy bien cómo cuidar de ti misma cuando yo me quedo a trabajar hasta tarde, y… bueno, verás… he hablado con tu madre y, aunque a ella no le hace mucha gracia la idea, dice que eres tú la que debe decidir.
—¿Qué es lo que tengo que decidir, si se puede saber? —pregunté y me di la vuelta.
—A ver si me explico —prosiguió con una sonrisa insegura—. Carla Belnikoff enseña en la ciudad a la que yo me traslado y ya sabes que sólo admite tres o cuatro jóvenes promesas de la gimnasia cada año. Si tú quisieras…en fin, a mí me harías el hombre más feliz del mundo si te vinieras a vivir conmigo.
Estuve a punto de pedirle que me lo repitiera, no daba crédito a mis oídos. Las gimnastas de la entrenadora Belnikoff habían conseguido dos medallas de oro y un montón de plata.
—Papá, Carla Belnikoff nunca me aceptaría como alumna suya. Sólo entrena a gente con un nivel muy profesional. Yo soy demasiado alta y ni siquiera lo bastante buena… además, ¿me estás pidiendo que me traslade y que deje a mamá, a Sara y a Jordan?
—Tú decides —replicó mi padre—, pero te equivocas con respecto a Belnikoff. Tienes talento y si eso es lo que quieres hacer, si quieres dedicar tu vida a la gimnasia, sé positivamente que no tendrías ningún problema.
—Papá —añadí moviendo la cabeza para intentar aclarar mi confusión—, ¿me estás pidiendo que me vaya contigo cuando te traslades?
—Sí, ya sé que sería muy difícil para ti dejar aquí a tu madre y a tus hermanas, pero sé que funcionaría. Con mi nuevo trabajo voy a ganar mucho dinero así que podrías volar a casa siempre que quisieras, todos los fines de semana incluso.
¿Estaba hablando en serio? Todo aquello sonaba un poco ridículo. Me senté en el borde de la cama. Pensaba en tantas cosas al a vez que la cabeza me daba vueltas. ¿Irme? ¿Dejar a mi madre y a mis dos hermanas?
Y todo esto porque mi padre se sentía culpable por dejarnos. En realidad no era otra cosa sino lástima lo que le movía a decir aquello. Supongo que yo le daba pena o algo así.
—Ya sé que eso supondría cambiar de colegio —continuó—, pero ¿qué más da, Rachel? ¡Estoy seguro de que todo saldrá bien! Además allí tienen montañas de verdad y podríamos ir a escalar los fines de semana o a hacer senderismo que, por cierto, se practica mucho allí. Necesitaré un acompañante para ir a ver los partidos, como en los viejos tiempos —me recordó guiñándome un ojo—. Y lo mejor de todo, con lo grande que es esa ciudad, imagínate la cantidad de compras que podrías hacer.
Entonces me di cuenta de que no era lástima lo único que mi padre sentía. Creo que se encontraba solo y no le gustaba la idea de verse en su nueva ciudad sin compañía.
—¡Pues vaya! —exclamé—. No sé qué contestar.
—No tienes que decidirlo ahora —añadió mi padre moviendo la cabeza—. No quiero que tomes una decisión precipitada. Habla con tu madre y también con Jordan y Sara. Piénsalo con calma. Estoy seguro de que lo pasaríamos en grande… ya sabes, te echo mucho de menos, cariño. Nos lo pasamos tan bien metiéndonos con los árbitros en los partidos de béisbol, ¿verdad? Y haciendo senderismo, ¿recuerdas la última vez que nos perdimos?
—Claro que me acuerdo —contesté—, pero tengo que pensarlo.
Me hubiera gustado decirle: «Papá, no lo entiendes, no se trata sólo de mamá y de mis hermanas. Tengo un compromiso, papá, tengo que volver al estanque yeerk. Mis amigos cuentan conmigo. Soy Xena, la princesa guerrera… y tengo que bajar ahí abajo… al último lugar del mundo adonde querría ir».
—Tengo que pensarlo —repetí.
—Ya, bueno, de todas formas yo ya me iba.
—Gracias, papá —dije.
—Te quiero, Rachel.
Ojalá no hubiera dicho eso, toda mi entereza se vino abajo y empecé a llorar.