La gente dice que soy guapa. Yo no estoy tan segura y además no me importa, pero os digo una cosa, aquellos que me han visto transformarme en elefante jamás han utilizado la palabra «guapa» para describirme.
Sentí que mis piernas y brazos crecían, y vi cómo mi piel se tornaba de un gris parecido al barro y adquiría el tacto del cuero. La nariz y el labio superior se proyectaron hacia delante y, de repente, apareció la trompa.
—¡Pinocho se moriría de envidia! —susurró Cassie.
Mis dientes se juntaron en la parte delantera de la boca hasta formar dos colmillo de marfil, largos como lanzas.
¡Qué sensación tan horripilante! Aunque no dolía, daba grima.
Mi cuerpo aumentó de tamaño hasta pesar cientos de kilos.
Medía casi cuatro metros. Mis orejas parecían toallas de playa y me había salido un rabito un tanto ridículo. Me había convertido en un elefante africano adulto dispuesto a… digamos, intercambiar unas palabras con el tal Joseph.
—¡Gruuuuuuooooooonnnn! —levanté la troma y dejé escapar un trompetazo. Estaba furiosa.
—Podías haber avisado —oí que se quejaba Cassie—. Casi me hago pis encima.
El domador llegó enseguida y entró en el recinto. Como era de noche, el hombre sólo veía unas manchas oscuras. Yo no intenté esconderme porque lo cierto es que, seamos sinceros, un elefante, por mucho que haga, nunca puede parecer pequeño. Lo que sí hice fue permanecer inmóvil hasta que el hombre estuvo dentro del recinto.
Entonces… me lancé hacia él apartando de mi camino a dos elefantes.
—¿Qué demonios…? —exclamó boquiabierto el domador al verme.
En un santiamén y mientras me miraba confundido, le rodeé la cintura con la trompa.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Tú no eres uno de mis elefantes!
Las trompas de estos animales son geniales porque tan pronto levantan un huevo sin romperlo como arrancan un árbol y lo lanzan bien lejos. El tal Joseph lo sabía.
Lo sujeté fuerte por la cintura y lo elevé por los aires. Sus pies no cesaban de patalear y la emprendió con mi trompa a puñetazo limpio sin éxito.
Lo alcé hasta situarlo a la altura de mis ojos.
<Hola, Joseph>, le saludé por telepatía.
—Pero ¿qué demonios…? ¿Quién ha dicho eso? ¡Oigo voces!
<Soy yo —repuse—. Yo lo he dicho. Verás, Joseph, soy de la Policía Internacional de Elefantes y hemos recibido varias quejas sobre ti.>
—¡Me he vuelto loco! ¡Me estoy volviendo loco! ¿Qué demonios eres? Será una broma, ¿no?
Entonces le apreté un poco más, lo justo para que le costara trabajo respirar.
<Ahora escúchame, o de lo contrario te estrujaré como a un tubo de pasta dentífrica, así que presta mucha atención. Has estado utilizando varas eléctricas para controlar a los elefantes y eso no está bien.>
—Pero… —tragó saliva—, ¡esos elefantes son… de mi… propiedad!
Como veía que el tipo aquel no se enteraba, estiré la trompa y lo acerqué a la punta de uno de mis colmillos. Parecía un gusano a punto de ser insertado en el anzuelo.
<Un solo movimiento de mi trompa sería suficiente para convertirte en pincho moruno. ¿Me vas a escuchar?>
—¡Sí, sí! ¡Te escucho! —gritó—. Habla, de verdad, te estoy escuchando.
<Se acabaron las varas eléctricas y cualquier otro método que produzca dolor. ¿Me has entendido?>
—S-s-sí
<Joseph, ¿sabes volar?>
—¿Qué? ¿Que si sé volar? Pues claro que no.
<Seguro que sí>, dije, y a continuación bajé la trompa casi hasta rozar el suelo y con un movimiento lo lancé por los aires.
Aterrizó a salvo en lo alto de una tienda a unos, vaya, seis metros de distancia.
—¿Nos podemos ir ya? —preguntó Cassie.