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Me llamo Rachel y ya sabéis lo que viene a continuación: no os voy a decir mi apellido ni tampoco dónde vivo, pero os contaré todo cuanto pueda porque debéis saber lo que está pasando.

Los yeerks están aquí, eso es lo que debéis saber. Si los yeerks descubrieran mi identidad me matarían, o algo peor. Tengo que protegerme de ellos y tratar de seguir viva.

La gente observa las estrellas por la noche y se pregunta qué pasaría si alguna vez aterrizaran en la Tierra seres de otro planeta. Bueno, pues podéis dejar de preguntároslo porque ya ha ocurrido.

Los yeerks son parásitos que ocupan el cererbo de otras especies, por ejemplo los humanos, a los que convierten en dóciles esclavos. Cuando en el cerebro de una persona se aloja un yeerk, ésta pierde el control de su cuerpo y mente, y se convierte en un controlador humano, es decir, un humano al servicio de los yeerks.

Así que cuando digo que los extraterrestres están aquí no os imaginéis un ser pequeño y tierno como E.T. Para empezar, es imposible verlos ya que estos gusanos parasitarios, sí, he dicho gusanos, son unos bichos grises y malvados que viven en las cabezas de los humanos, de cualquier humano: tu mejor amiga, tu profesor preferido, el alcalde de tu ciudad, tu hermano, tu hermana, tu madre, tu padre, etc. Cualquiera puede ser un controlador. Así es, incluso tú mismo.

Por eso me niego a revelarte mi apellido y mi dirección, pero el resto es la pura verdad, una verdad que sólo nosotros, los animorphs, conocemos.

«Animorph» significa capaz de transformarse. Un animorph es un humano capaz de adquirir cualquier forma animal. Ésa es precisamente nuestra arma contra los yeerks, nuestro único poder. Sin él sólo seríamos cinco chicos normales y corrientes. Pero esta facultad también supone asumir ciertas responsabilidades que antes no teníamos. Lo comentaba el otro día con mi mejor amiga, Cassie.

Era domingo por la noche, bastante tarde.

Los del circo habían instalado sus tiendas y caravanas en la parte de atrás del enorme estadio de la ciudad, el mismo estadio donde se celebran conciertos de rock, espectáculos de patinaje sobre hielo y partidos de baloncesto. El circo acababa de concluir su último espectáculo.

—Mira, las dos lo hemos visto —le dije a Cassie—. No me digas que no es una vergüenza. ¡No puedo creer que un domador utilice una vara eléctrica con sus elefantes y tú te quedes tan tranquila!

—Eso no es verdad, no soporto que maltraten a los animales, ya lo sabes —replicó Cassie—. Para empezar, ni siquiera me gustan los circos.

—Ni a mi, pero mi padre tenía entradas y hoy nos toca a mí y a mis hermanas pasar el día con él. No tenía más remedio que venir.

Mi padre nos había invitado a mis hermanas y a mí al circo aquella tarde. Como mis padres están divorciados mi padre organiza estas pequeñas salidas cada dos semanas para estar juntos. A veces sólo vamos mi padre y yo, como cuando hacemos senderismo o vamos a ver algún partido o torneo de gimnasia. Ésas son las cosas que nos gustan a mi padre y a mí, pero no a mis hermanas.

A mis hermanas pequeñas les encanta el circo. Quizás es que ya soy demasiado mayor porque a mí me aburre. Por eso convencí a Cassie para que me acompañara, por lo menos tendría con quien hablar mientras mis hermanas se volvían locas con los payasos y todo lo demás.

Aun así era estupendo estar con mi padre, ya no nos vemos tanto como me gustaría. Todo el mundo dice lo mucho que me parezco a él porque es atrevido y siempre parece muy seguro de sí mismo, como yo, según la gente. A los dos nos encanta la gimnasia. Cuando era joven, mi padre estuvo a punto de formar parte del equipo olímpico americano.

Nunca le he contado nada de mi otra vida. No puedo, aunque me muero de ganas. Estoy segura de que se preocuparía por mí, pero lo comprendería. Mi padre siempre defiende lo que es justo. Creo que admiraría lo que estoy haciendo. Y saber que mi padre me admira es lo que más deseo en este mundo.

Pero volvamos a la noche del circo. No había demasiada actividad en la pequeña ciudad formada por tiendas y caravanas situadas detrás del estadio. Se oían ladridos de perros y de una caravana de colores chillones provenía una risa estridente. Olía a circo, ya sabéis, una mezcla de estiércol, heno, cerveza y algodón dulce.

Los guardias de seguridad vigilaban la zona pero a mí me tenían sin cuidado. Después de haberme enfrentado cuerpo a cuerpo con guerreros hork-bajir, unos seres que miden más de dos metros y que parecen cuchillas andantes, encararme a un humano normal y corriente era un juego de niños.

Cassie y yo pasamos con mucho sigilo junto a la jaula de los tigres. Los tres enormes felinos tenían la mirada perdida. Era de noche y supongo que se acordarían de la jungla desde aquella jaula minúscula donde se encontraban atrapados en una pesadilla inventada por los humanos.

Por fin llegamos al recinto de los elefantes, acotado por un firme cercado que contenía cuatro elefantes asiáticos. Éstos se diferencian en alguna cosa de los africanos que yo tan bien conocía pero, al fin y al cabo, eran elefantes y yo había llegado a desarrollar una relación especial con estos animales.

Aquella tarde, antes de que empezara la función, Cassie y yo nos habíamos acercado hasta el recinto de elefantes y habíamos visto el trato que les daba su domador que, sin ningún reparo, había utilizado una vara propia de ganado, una especie de bastón que despide corriente para controlar al animal.

Después, durante el número, demostró o, mejor dicho, fingió sentir un gran amor por sus elefantes. Pero yo había sido testigo de lo que en verdad ocurría y me moría de rabia. Tenía que intervenir.

El domador se llamaba Joseph no sé qué, un apellido impronunciable. Pues bien, el tal Joseph aún no lo sabía pero estaba a punto de recibir una buena lección.

—¿Ves a alguien? —le pregunté a Cassie.

—Jake te va a leer la cartilla —me previno ella.

—¿Leerme la cartilla? —repetí soltando una carcajada—. Eso es lo que diría mi madre. No sé ni lo que significa.

—Yo tampoco —mi amiga se encogió de hombros y esbozó una tímida sonrisa—. Mi padre lo repite a todas horas. Sólo lo he dicho para impresionar.

—Cassie, voy a hacerlo digas lo que digas —sentencié yo.

—No entiendo cómo he permitido que me metieras en esto —se lamentó mi amiga tras dejar escapar un suspiro.

—Porque sabes que tengo razón.

—Pero no le hagas daño al tipo, ¿vale? —me pidió Cassie poniendo los ojos en blanco.

—¿Yo?, con lo dulce, pacífica y cariñosa que soy… Más le vale no aparecer con esa vara eléctrica porque entonces juro que…

Me di cuenta de que Cassie se había detenido. Me miraba con lástima, como si sintiera vergüenza ajena.

—Vale, vale —me contuve—, sólo hablaré con él, no me mires así, no soporto que me mires así. Desde luego serás una madre perfecta con esa mirada.

Encontré la puerta que daba acceso al recinto de los elefantes, la abrí y me deslicé en el interior mientras Cassie se ocultaba en las sombras para vigilar. Me movía muy despacio, evitando cualquier gesto brusco que alarmara a los animales. Los elefantes son dóciles pero también muy grandes y no creo que a nadie le gustase estar en medio de cuatro elefantes enfadados.

Me oculté en un rincón oscuro y alejado de los animales para iniciar el conocido ritual de concentración. Pensé en el elefante, en mi elefante, en ése cuyo ADN formaba parte de mí. Al rato, empecé a experimentar los primero cambios.