EPÍLOGO

Todo era distinto. Los hermanos e hijos de Gengis no llevaron al khan a las colinas de una tierra extranjera para que lo devoraran los cuervos y las águilas. Envolvieron su cadáver en sábanas de lino blanco y lo sellaron con aceite mientras reducían la región de los Xi Xia a una ruina humeante y desolada. Pasó un año entero hasta que toda ciudad, toda aldea, todo ser vivo había sido cazado y estaba pudriéndose bajo el sol.

Sólo entonces la nación avanzó hacia el norte, hacia las heladas planicies, llevando al primer khan a las montañas Khenti, donde había llegado al mundo. La historia de su vida fue cantada y relatada mil y una veces, y también leída en una ocasión, cuando Temuge narró el relato completo de su historia. Había atrapado las palabras en láminas de piel de becerro y siempre eran las mismas independientemente de las veces que las repitiera.

Ogedai era el khan. No reunió a las tribus para que le prestaran juramento de lealtad mientras su padre estaba envuelto en la tela aceitada. Sin embargo, fue su voz la que gobernó al resto y si su hermano Chagatai se sintió ofendido por el ascenso al poder de Ogedai, no se atrevió a dejarlo traslucir. La nación lloró a su khan y ni uno solo entre ellos habría cuestionado el derecho de Gengis a elegir su heredero ahora que no estaba a su lado. Ahora que su vida estaba completa, supieron de nuevo lo que había hecho y lo que había significado para ellos. Su pueblo había prosperado y sus enemigos habían quedado reducidos a polvo. Nada más importaba en el último repaso de una vida.

En un amanecer glacial, con un viento helado llegando del este, los hijos y los hermanos de Gengis cabalgaron a la cabeza de su columna funeraria, dejando a la nación detrás. Temuge había planeado cada detalle, tomando prestadas ideas de los rituales mortuorios de más de un pueblo. Cabalgaba junto a Khasar y Kachiun tras un carro tirado por los mejores caballos. Un oficial minghaan situado sobre un asiento elevado guiaba a los animales, instándoles a avanzar con un largo palo. Detrás de él, en el carro, había una sencilla caja de olmo y hierro, que a veces parecía demasiado pequeña para contener a un hombre como Gengis. A lo largo de los días anteriores, todo hombre, mujer y niño de la nación se había aproximado a posar su mano en la cálida madera.

La guardia de honor estaba compuesta por sólo cien hombres, bien formados y jóvenes. Cuarenta muchachas cabalgaban con ellos y, a cada paso, gritaban y gemían ante el padre cielo, marcando el fallecimiento de un gran hombre y obligando a los espíritus a asistir y escuchar. El gran khan no se adentraría solo en las colinas.

Llegaron al lugar que Temuge había preparado y los hermanos e hijos del khan se congregaron en sombrío silencio mientras la caja era elevada hasta una cámara excavada en la roca. Nadie habló mientras las mujeres se cortaban el cuello y se tendían a su alrededor, listas para servir al khan en el otro mundo. Sólo salieron los guerreros que supervisaban el ritual, muchos de ellos con lágrimas en los ojos.

Temuge hizo un gesto de asentimiento mirando a Ogedai y el heredero alzó la mano con suavidad, mirando largo tiempo el último lugar de descanso de su padre. Se tambaleó un poco cuando se puso en pie, con los ojos vidriosos por la bebida, que no conseguía aliviar su dolor. El hijo de Gengis habló, en un susurro y arrastrando las palabras, pero nadie le oyó. Entonces dejó caer su brazo.

Los guerreros tiraron de unas cuerdas que se elevaban hacia las colinas. Sus músculos se tensaron y juntos se esforzaron hasta oír un estruendo sobre sus cabezas. Las barreras de madera cedieron y, durante un instante, pareció que la mitad de las montañas se desmoronara para bloquear la entrada de la cámara, levantando una nube de polvo tan densa que no podían respirar ni ver nada.

Cuando el aire se aclaró, Gengis ya no estaba entre ellos y sus hermanos se sintieron satisfechos. Había nacido a la sombra de la montaña conocida como Deli’un-Boldakh y le habían enterrado en ese mismo lugar. Su espíritu vigilaría a su pueblo desde aquellas verdes pendientes.

Kachiun asintió para sí, soltando un gran suspiro y aliviando la tensión que hasta entonces no se había dado cuenta que sentía. Al igual que sus hermanos, hizo que su caballo diera media vuelta y echó la vista atrás sólo en una ocasión mientras avanzaban entre los gruesos árboles que cubrían las faldas de las montañas. Los huesos de Gengis serían parte de las propias colinas. Mientras miraba hacia allá por encima de las cabezas de los jóvenes guerreros que cabalgaban con él, a Kachiun le invadió un ánimo sombrío. El khan no sería molestado en su reposo.

A sólo unos cuantos kilómetros del campamento de la nación, Khasar se dirigió hacia el oficial de rango superior y le dijo que detuviera a sus hombres. Todos lo que se habían reunido en la tienda del khan la noche anterior avanzaron en un único grupo: Temuge, Khasar, Tsubodai, Jebe, Kachiun, Jelme, Ogedai, Tolui y Chagatai. Esos hombres eran las semillas de una nueva nación y cabalgaban bien.

Desde el campamento, el tumán de Ogedai llegó a su encuentro. El heredero tiró de las riendas para frenar su montura y sus oficiales inclinaron la cabeza ante él. A continuación, el nuevo khan los envió a matar a la guardia de honor. Gengis necesitaría a buenos hombres en su camino. Los generales no miraron hacia atrás mientras las flechas cantaban de nuevo. Los guerreros de la guardia de honor murieron en silencio.

A la entrada del campamento, Ogedai se volvió hacia los hombres que lideraría en los próximos años. La guerra y el sufrimiento los había curtido y le devolvieron la mirada a aquellos ojos amarillos con sencilla confianza, conscientes de su valía. Llevaba la espada con cabeza de lobo que habían llevado su padre y su abuelo. Su mirada se demoró en Tsubodai. Necesitaba al general, pero Jochi había muerto por su mano y Ogedai se prometió que habría un día en que pagaría por lo que había hecho. Ocultó sus pensamientos, adoptando la expresión impasible que Gengis le había enseñado.

—Está hecho —anunció Ogedai—. Mi padre se ha ido. Estoy listo para aceptar el juramento de mi pueblo.