XXXIX

Toda la nación viajó unida hacia el este, dejando un rastro de fuego y sangre por las ciudades y pueblos árabes que atravesaba. Después, los tumanes continuaron solos, atacando ciudades que seguían siendo poco más que ruinas después de su primera experiencia con el khan mongol. Justo cuando los supervivientes habían empezado a reconstruir sus vidas y sus hogares, llegaban de nuevo los tumanes asesinando e incendiando por doquier.

Aquéllos que viajaban en los carros de la nación tenían ante sí un paisaje salpicado de columnas de humo oscuro, que crecían cuando se acercaban para finalmente quedar atrás, a la vez que nuevos hilos negros surgían a lo lejos. Avanzaban a través de una terrible desolación y, al contemplarla, el khan se sintió muy satisfecho. Las ciudades árabes ya no le servían para nada, ni aquéllos que las habitaban. La destrucción que Gengis traía consigo convertiría la tierra en un desierto durante más de una generación y no volverían a levantarse ni a desafiarle. Las únicas ciudades que dejó intactas fueron Merv y Samarcanda, con hombres de su confianza gobernándolas en su nombre. Aun entonces, Temuge se había visto obligado a suplicarle que dejara en Samarcanda una guarnición que la mantuviera a salvo, con sus bibliotecas y su palacio. Gengis se marchaba de las tierras árabes y no pasaría mucho tiempo antes de que hasta el último ocupante de las gers supiera que su siguiente destino era el territorio Chin y que entraría en guerra con ellos de nuevo. Habían pasado doce años desde la caída de Yenking y Gengis estaba deseando volver a ver a sus enemigos ancestrales. La fuerza de la nación había crecido y esta vez nada le impediría poner el pie sobre la garganta Chin.

Seis lunas habían completado su ciclo para cuando terminaron de bordear un enorme desierto al sur. La patria mongola estaba al norte, detrás de una cadena montañosa, y Gengis sintió un deseo acuciante de ver su propia tierra, pero siguió adelante. La nación recorrió más de tres mil kilómetros durante el frío invierno que, a las familias, hartas del calor constante, les pareció refrescante. Xi Xia se encontraba al este, lejos todavía, pero Gengis agradeció complacido el cambio de paisaje, disfrutando de los campos inundados de arroz verde casi como si estuviera llegando a su hogar. La caza mejoró y él y sus hombres limpiaron la zona de todo lo que se moviese, matando rebaños de yaks y de cabras con la misma facilidad con que incendiaban aldeas en las proximidades del territorio Chin.

Una cálida tarde, mientras el sol se ponía en un cielo sin nubes, Chakahai se dirigió una vez más a la tienda del khan. Gengis alzó la vista, contento de verla, y la princesa percibió en él la fuerza de una nueva vitalidad. Sobre los pantalones llevaba una túnica que dejaba al descubierto los brazos y vio la telaraña de cicatrices que los cruzaba, desde el hombro hasta los dedos.

Gengis sonrió al ver la bandeja de comida que había traído y se la cogió de las manos, aspirando el aroma de carne fresca con deleite. Chakahai no habló mientras su marido comía con los dedos y se relajaba visiblemente tras una larga jornada. Los apacibles sonidos de las familias los rodeaban: miles de guerreros comían y descansaban con sus esposas y niños, preparándose para otro día de cabalgada.

Cuando Gengis acabó la comida, abrió la boca en un bostezo que hizo que le crujiera la mandíbula. Le devolvió la bandeja a Chakahai y ella la recibió con una inclinación de cabeza.

—Estás cansado —le dijo.

Gengis se rió entre dientes y dio unas palmaditas a su lado, en la cama.

—No estoy tan cansado —contestó.

A pesar de haberle dado cuatro hijos, la princesa había conservado la esbelta figura que era legado de su raza. Gengis pensó por un momento en la cintura de Borte, cada vez más gruesa, mientras alargaba los brazos hacia Chakahai y buscaba el nudo de su fajín.

Con suavidad, ella retiró los brazos de su marido.

—Déjame a mí, esposo —pidió.

Le temblaba la voz, pero el khan, mientras veía cómo ella misma se abría el deel y la túnica abotonada, no se dio cuenta. Gengis metió los brazos dentro de la ropa y tomó la cintura desnuda en sus fuertes manos. Chakahai sentía los duros dedos de su esposo hundiéndose en su carne y lanzó un grito ahogado, que complació a Gengis. Sus alientos se acompasaron y ella se arrodilló ante él para quitarle las botas. No vio cómo sacaba un largo puñal de una de ellas y, si la notó estremecerse, supuso que era porque le estaba acariciando los pechos. Vio cómo los pezones se le ponían firmes en el aire fresco de la noche y bajó la cara hacia ellos, saboreando el amargo jazmín de su piel.

Khasar y Kachiun estaban sentados sobre sus caballos al borde del campamento, vigilando el inmenso rebaño de animales que acompañaba la nación. Los hermanos estaban de buen humor, disfrutando del final del día y charlando despreocupadamente antes de regresar con sus familias para cenar en su compañía.

Fue Kachiun el primero que vio a Gengis. Se estaba riendo ante algo que había dicho Khasar cuando vio cómo Gengis montaba y cogía las riendas de su yegua favorita. Khasar se giró para ver qué había captado la atención de su hermano y ambos se quedaron en silencio al ver que Gengis avanzaba con su caballo entre las gers de su pueblo, tomando un camino que lo alejaba de ellos.

Al principio, no hicieron nada y Khasar acabó la historia en la que la esposa de uno de sus oficiales de mayor rango le hacía una cierta proposición. Kachiun apenas sonrió al oír el final del relato y, cuando Khasar volvió a girarse, vio que Gengis había llegado al extremo del campamento y había salido solo a la verde pradera.

—¿Qué está haciendo? —se preguntó Kachiun en voz alta.

Khasar se encogió de hombros.

—Averigüémoslo —dijo—. Eres muy mal público para mis problemas, hermano. Gengis sí que los encontrará graciosos.

Kachiun y Khasar avanzaron al trote a través del vasto campamento, eligiendo una ruta que les permitiera interceptar a Gengis antes de que dejara atrás la nación. La luz estaba menguando, la llanura tenía un color dorado y el aire era cálido. Se sentían relajados mientras se aproximaban a él y lo llamaron con un grito.

Gengis no respondió y Kachiun frunció el ceño por primera vez. Acercó aún más su caballo, pero Gengis no le miró. Su cara estaba reluciente de sudor y Kachiun intercambió una mirada con Khasar mientras ambos se situaban a ambos lados del khan y adoptaban el mismo paso que él.

—¿Gengis? —farfulló Khasar.

Tampoco ahora obtuvieron respuesta y Khasar se calmó, dispuesto a esperar a que su hermano se explicara cuando se sintiera preparado. Los tres se adentraron con sus monturas en la vacía pradera, hasta que las tiendas no fueron más que un montículo blanquecino a sus espaldas y el balido de los animales se convirtió en un distante murmullo.

Kachiun se dio cuenta de que el khan sudaba profusamente. Su hermano tenía una palidez antinatural y a Kachiun se le encogió el estómago temiendo que ocultara una noticia terrible.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Gengis? ¿Qué ha pasado?

Su hermano siguió cabalgando como si no hubiera oído nada y Kachiun se sintió abrumado por la preocupación. Se preguntó si debería hacer que el caballo del khan diera la vuelta empujándolo con el suyo, poniendo fin así a esa lenta caminata que los alejaba de las familias. El khan sostenía las riendas sin aferrarlas, sin apenas controlar a la yegua. Kachiun, confuso, meneó la cabeza mirando a Khasar.

La última luz del día caía sobre ellos cuando Gengis se inclinó hacia un lado y resbaló desde la silla hasta el suelo. Khasar y Kachiun se quedaron estupefactos y horrorizados al darse cuenta y Kachiun saltó de su montura dando un grito y se agachó hacia su hermano.

En la penumbra, no habían visto la mancha que iba creciendo en su cintura, una viscosa y reluciente mancha de sangre que también marcaba la silla y el flanco de la yegua. Cuando cayó, se le abrió el deel dejando al descubierto la terrible herida.

Kachiun cogió a Gengis en brazos, presionando con la mano sobre la herida en un vano intento de impedir que la vida saliera por ella. Mudo, alzó la vista hacia Khasar, que seguía subido a su caballo, paralizado por el horror.

Gengis cerró los ojos. El dolor de la caída le despertó de su estupor. Su respiración era irregular y Kachiun le sujetó con más fuerza.

—¿Quién ha hecho esto, hermano? —inquirió Kachiun, sollozando—. ¿Quién te ha hecho esto? —No envió a Khasar a buscar a un médico. Los hermanos habían visto demasiadas heridas.

Khasar desmontó con movimientos rígidos, sintiendo una súbita debilidad en las piernas. Se arrodilló junto a Kachiun y alargó la mano para coger la de Gengis. La sangre estaba empezando a enfriarse sobre su piel. Un tibio viento atravesó la desierta llanura, trayendo consigo una nube de polvo y el olor de los campos de arroz.

Gengis se agitó en los brazos de Kachiun y apoyó la cabeza, que colgaba sin fuerza hacia atrás, en el hombro de su hermano. Su rostro estaba casi totalmente blanco cuando abrió los ojos. Había en ellos un destello de reconocimiento y Kachiun le apretó más fuerte, desesperado por parar el flujo de sangre. Cuando Gengis habló, su voz era apenas un susurro.

—Me alegro de que estéis aquí, conmigo —dijo—. ¿Me he caído?

—¿Quién ha sido, hermano? —preguntó Kachiun, y las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos.

Gengis parecía no oírles.

—Hay un precio para todas las cosas —replicó.

Sus ojos volvieron a cerrarse y Kachiun emitió un sonido sin palabras, consumido por el dolor. Una vez más, el khan se despertó y, cuando habló, Kachiun tuvo que acercar el oído a los labios de su hermano para poder escucharle.

—Destruid Xi Xia —ordenó Gengis—. Por mí, hermano, destruidlos a todos. —La respiración se convirtió en un estertor y los ojos amarillos perdieron su vida. El khan había muerto.

Khasar se puso en pie sin darse cuenta de que lo hacía, su mirada fija en aquellos dos hombres unidos en un abrazo deslavazado, tan pequeños de repente en la inmensa llanura. Con rabia, se limpió las lágrimas de los ojos, tomando una larga bocanada de aire para contener la ola de pesar que amenazaba con aplastarle. Había llegado con una rapidez tan brutal que no podía asimilarlo. Se tambaleó al bajar la mirada hacia sus manos, cubiertas con la sangre del khan.

Lentamente, Khasar desenvainó su espada. El sonido hizo que Kachiun levantara la vista y viera el rostro juvenil de su hermano marcado por una furia que parecía estar a punto de estallar de un momento a otro.

—¡Espera, Khasar! —gritó Kachiun, pero su hermano estaba sordo a cualquier cosa que pudiera decirle. Se volvió hacia su caballo, que mordisqueaba suavemente la hierba. De un salto, subió al animal, sobresaltándole y haciéndole regresar al galope a las gers de su pueblo, dejando a Kachiun solo, acunando en sus brazos el cuerpo sin vida de Gengis.

Chakahai estaba sentada en la cama, pasando la mano sobre las manchas de sangre de la manta y mirando fijamente la marca roja. Se movía como si estuviera en trance, incapaz de creer que todavía estuviera con vida. Las lágrimas rodaron por sus mejillas al recordar la expresión de Gengis. Cuando le había atacado, había lanzado un grito ahogado, retirándose con el puñal profundamente hundido en la carne. La había mirado con una expresión de pura estupefacción.

Chakahai se había quedado mirando cómo se sacaba la hoja y arrojaba el cuchillo a una esquina de la tienda, donde seguía estando todavía.

—¿Por qué? —había preguntado.

Las lágrimas caían incesantes de sus ojos mientras cruzaba la ger para recoger el puñal.

—Xi Xia es mi hogar —había contestado, ya llorando. En ese momento podría haberla matado. En vez de eso, se había puesto de pie sin dejar de mirarla. Chakahai estaba segura de que Gengis sabía que iba a morir. La certeza estaba en sus ojos amarillos y en la repentina palidez de su rostro. La princesa había observado cómo se ceñía el deel en torno a la herida, apretándolo con fuerza sobre una mancha de sangre cada vez mayor. La había dejado sola con el puñal y Chakahai se tumbó en la cama y lloró por el hombre que había conocido.

Khasar regresó al campamento y entró al galope por los senderos entre las tiendas sin preocuparse de los que debían apartarse para no ser aplastados. Los que le vieron se quedaron paralizados, comprendiendo al instante que algo iba mal. Sólo unos cuantos habían visto al khan alejarse de las familias a caballo, pero fueron más los que vieron a Khasar retornar con el rostro desfigurado por la furia.

Llegó a la ger del khan. Le pareció que hacía sólo unos momentos que había visto a Gengis salir de allí, pero todo había cambiado. Khasar bajó de un salto del caballo, antes de que se detuviera, tambaleándose ligeramente al subir los escalones a la carrera y, abriendo la puerta de una patada, penetró en la sombra de la tienda.

Lo que encontró ante sí le cortó la respiración. Chakahai estaba tendida en la cama baja, con los ojos abiertos y vidriosos. Khasar avanzó dos pasos y se situó sobre ella, observando el corte en su garganta y el cuchillo ensangrentado que había caído a su lado. Era una escena apacible y esa paz le ofendió.

Lanzó un bramido inarticulado y se arrojó sobre ella, sacudiéndola y tirándola al suelo, donde cayó como una muñeca rota. Ciego de ira, Khasar le clavó la espada en el pecho y siguió dando tajos hasta que, jadeante y lleno de sangre, separó la cabeza de la princesa de su cuerpo.

Cuando volvió a aparecer en el hueco de la puerta destrozada, los guardias del khan se habían reunido, alertados por su grito. Echaron un vistazo a la sangre de su rostro y a su mirada salvaje y, por un instante, Khasar pensó que cargarían contra él.

—¿Dónde está el khan? —exigió saber uno de ellos, apuntando con una flecha al pecho de Khasar.

Khasar no podía hacer caso omiso de la amenaza, aunque sólo pensar en hablar le costaba un inmenso esfuerzo. Señaló con un gesto vago la llanura en penumbra que se extendía más allá del círculo de antorchas y fogatas que habían surgido por todo el campamento.

—Está muerto —sentenció—. Está tendido en la hierba y la puta Chin que lo mató está muerta ahí dentro, detrás de mí. Ahora, quitaos de mi camino.

Descendió los escalones con amplias Zancadas y cruzó entre los guardias, que dieron un paso atrás, confusos y horrorizados. No vio a uno de ellos precipitarse al interior de la ger para comprobar la verdad de sus palabras ni prestó atención a su grito de angustia, que siguió a Khasar mientras montaba y volvía a atravesar a la carrera el campamento. Destrozar aquella carne muerta no había saciado su ira.

La tienda de Chakahai estaba cerca y el hermano del khan buscó a sus hijos, resuelto a hacer que pagara el precio por lo que había hecho. Cuando la encontró, entró y salió en cuestión de instantes: la tienda estaba vacía. Vio a una de las criadas Chin, que se encogió al ver al ensangrentado general, y la agarró por la garganta mientras ella, aterrorizada, intentaba arrodillarse.

—Los hijos de Chakahai —gritó, apretándole el cuello sin piedad—. ¿Dónde están?

La mujer estaba asfixiándose y su rostro fue poniéndose más y más rojo hasta que Khasar la soltó. Cayó al suelo tosiendo y el general alzó la espada para matarla.

—Con Borte, señor. Por favor. No sé nada.

Cuando terminó de hablar, Khasar ya estaba en movimiento. El olor de la sangre había inquietado a su montura y se había alejado de él. Khasar echó a correr con la punta de la espada hacia abajo mientras trotaba entre las gers en dirección a la que buscaba. Pensó en el cadáver de su hermano enfriándose en la llanura con lágrimas en los ojos. Eso tenía su precio.

Había muchas personas rodeando la tienda de Borte. La noticia ya había empezado a propagarse por el campamento y los guerreros y las familias habían salido de sus gers, abandonando sus comidas y sus lechos. Khasar apenas los veía: su mirada buscaba algo concreto y por fin se posó en el hogar que buscaba. De su interior brotaban los sonidos de la vida, voces y risas. No vaciló un instante y se abalanzó contra la puerta derribándola y arrancando los goznes de cuero.

Se agachó para entrar y de repente se encontró cara a cara con la sorprendida familia de su hermano. Borte estaba allí, con Ogedai, que antes de que Khasar se hubiera enderezado del todo ya se había puesto en pie y tenía la mano en la empuñadura de la espada. Khasar apenas lo miró: su mirada se posó en los cuatro pequeños que había tenido Chakahai, dos niñas y dos niños. Bajo la luz de la lámpara, se quedaron mirando fijamente la ensangrentada aparición, paralizados.

Khasar se abalanzó hacia ellos con la espada en alto, lista para matar. Borte gritó y Ogedai se arrojó contra su tío, sin tiempo para sacar su propia espada. Los dos hombres cayeron al suelo, pero no era fácil parar a Khasar, rebosante de ira como estaba. Se quitó de encima a Ogedai como si no pesara nada y se levantó con agilidad. En su delirio, percibió el sonido de una espada desenfundándose y sus ojos se giraron con lentitud para descubrir a Ogedai frente a él, listo para luchar.

—¡Fuera de mi camino! —exclamó Khasar.

Ogedai se estremeció, con el corazón latiendo a toda velocidad, pero no se movió. Fue Borte quien rompió la escena entre ambos hombres. La muerte flotaba en el aire y, aunque estaba aterrorizada, habló en el tono más amable del que fue capaz.

—¿Has venido a matarme, Khasar? —preguntó—. ¿Delante de los niños?

Khasar parpadeó como si regresara de muy lejos.

—A ti no —dijo—. Gengis ha muerto. Éstos son los hijos de su puta.

Con infinita parsimonia, Borte se levantó también frente a él, moviéndose como haría ante una serpiente a punto de atacar. Extendió los brazos para proteger a los niños detrás de ella.

—Tendrás que matarme, Khasar —aseguró—. No permitiré que les hagas daño.

Khasar vaciló. La violenta furia que le había conducido de vuelta al campamento y de ger en ger empezaba a debilitarse y trató de aferrarse a ella, añorando la sencillez de la venganza. Sus ojos se cruzaron con los de Ogedai y, en medio de un terrible pesar, vio que en ellos se encendía una luz. El joven se alzó un poco más delante de su tío y el temblor de sus manos desapareció.

—Si mi padre ha muerto, Khasar —intervino Ogedai—, ahora soy el khan de la nación.

Khasar hizo una mueca, sintiéndose enfermo y viejo cuando la ira le abandonó por fin.

—No hasta que hayas reunido a las tribus y te hayan prestado juramento, Ogedai. Hasta ese momento, hazte a un lado. —Apenas podía soportar mirar los ojos amarillos del heredero de Gengis. Había en ellos un eco demasiado fuerte de su padre y, cuando Ogedai volvió a hablar, Khasar lo percibió también en su voz.

—No matarás a mis hermanos y hermanas, general —sentenció—. Aléjate y lávate la sangre de la cara. Iré contigo junto a mi padre, para verle. No tienes nada más que hacer aquí esta noche.

Khasar agachó la cabeza y el dolor le atravesó como una enorme ola oscura. La espada resbaló de su mano y Ogedai se movió con rapidez para sostenerle antes de que cayera. Ogedai le ayudó a dar media vuelta hacia la puerta abierta y sólo miró hacia atrás una vez, a su madre, que los observaba, temblando aliviada.