Las lluvias habían llegado por fin a Samarcanda, cayendo sobre los tejados de la ciudad en un aguacero constante que había durado días y no daba muestras de ir a cesar. Ríos de agua corrían por las calles y los habitantes de Samarcanda no podían hacer otra cosa que aguantar. La enfermedad se propagó cuando las cloacas se desbordaron y añadieron sus hediondos contenidos al agua estancada, llegando incluso a corromper los pozos de la ciudad. Aun así, el aire no se había refrescado y Gengis abandonó el palacio del sah cuando apareció una nueva y terrible pestilencia. Empezaba con vómitos y diarrea, matando primero a los niños y a los ancianos después de debilitarlos. Nadie estaba a salvo y no habían descubierto ningún patrón en su manera de atacar: en una zona, morían cientos, mientras que nadie enfermaba en las calles que la rodeaban. Los médicos Chin le dijeron a Gengis que todo cuanto se podía hacer ante un azote así era dejar que siguiera su curso.
El khan instó a Arslan a que abandonara Samarcanda, pero el viejo general se negó, como era su derecho. La ciudad era suya. Arslan no había mencionado los primeros indicios en sus tripas mientras acompañaba a Gengis a las puertas y esperaba a que las cerraran con clavos. Una vez el khan estuvo a salvo, Arslan había cerrado los ojos, sintiendo que un hierro ardiente se le hundía en las entrañas mientras retornaba a pie al palacio a través de calles desiertas. Gengis recibió la noticia de su muerte sólo unos días más tarde.
Después de eso, cada vez que Gengis miraba a Samarcanda lo hacía con furia y dolor, como si la propia ciudad fuera responsable del desastre. Los que permanecieron en su interior, lloraban a los muertos o se unían a ellos, mientras el khan y sus generales se refugiaban en las gers que habían instalado en el exterior de sus muros. Allí no murió nadie. Las familias recogían el agua de los lagos que había al norte la enfermedad no afectó al campamento.
Tsubodai fue avistado cuando la cifra de muertes en la ciudad empezó a descender y el aire se refrescó por primera vez en muchos meses. A medida que el general se aproximaba, la tensión fue creciendo de manera palpable en el campamento. La irritabilidad de Gengis también fue aumentando cada vez más hasta que nadie se atrevía a dirigirse a él. La muerte de Arslan había sido la puntilla que acabó de rematar un mal año y el khan no estaba seguro de querer oír cuál había sido el desenlace del encuentro con Jochi. Durante cuatro días, nadie había fallecido y finalmente permitió que la ciudad abriera sus puertas y los putrefactos cadáveres fueran quemados. Arslan se encontraba entre ellos y Gengis se sentó junto a la pira funeraria mientras su más viejo amigo era reducido a cenizas y huesos. Los chamanes de la nación se congregaron solemnemente para entonar sus letanías al padre cielo por el alma del general, aunque Gengis apenas los oía. Las altas hogueras quemaban el aire, arrasando los últimos rastros de la pestilencia. En cierta manera, fue una especie de renacimiento. Gengis deseaba dejar atrás los malos recuerdos, pero no podía evitar que Tsubodai regresara al hogar.
Cuando Tsubodai llegó al fin a los muros de Samarcanda, el khan le estaba esperando en el interior de su tienda, perdido en una nube de lúgubres pensamientos. Alzó la vista cuando el general atravesó la pequeña puerta y, aun entonces, una pequeña parte de él confiaba en que hubiera fracasado.
Tsubodai le entregó la espada con la cabeza de lobo, con los ojos bajos ocultos en la sombra, sin revelar sus sentimientos. Gengis la tomó casi con reverencia, dejando la funda en su regazo y dejando salir un largo suspiro. Parecía mayor de lo que Tsubodai recordaba, adelgazado por la batalla y el tiempo.
—¿Y el cadáver? —preguntó Gengis.
—Quería haberlo traído hasta aquí, pero el calor… —La mirada de Tsubodai se posó en un basto saco que había dejado a su lado. Había transportado sus marchitos contenidos durante cientos de kilómetros—. Tengo la cabeza de Jochi.
El rostro de Gengis se crispó.
—Llévatela y entiérrala o quémala —contestó—. No quiero verla.
Los ojos de Tsubodai relampaguearon durante un instante. Se sintió tentado de sacar la cabeza de la bolsa y hacer que el khan mirara el rostro muerto de su hijo. Reprimió el impulso con rapidez, sabiendo que era fruto del agotamiento.
—Después… ¿Sus hombres se resistieron? —preguntó Gengis.
Tsubodai se encogió de hombros.
—Algunos de los oficiales Chin eligieron quitarse la vida por propia mano. El resto se unieron a mí, como supuse que harían. Todavía temen que los mandes matar. —Lanzó un hondo suspiró—. Les he prometido que eso no sucedería. —Tsubodai notó que Gengis estaba a punto de hablar y dejó a un lado su prudencia—. No permitiré que se rompa mi palabra, mi señor khan —dijo.
Ambos hombres se quedaron mirándose a los ojos durante largo rato, cada uno midiendo la voluntad del otro. Por fin, Gengis asintió.
—Vivirán, Tsubodai. ¿Volverán a luchar a mi lado, verdad?
—Se rió entre dientes, aunque el sonido de su risa resultó forzado y desagradable. Se hizo un incómodo silencio entre ellos que Tsubodai rompió volviendo a hablar.
—Me llegaron noticias de tu victoria.
Gengis dejó a un lado la espada, aliviado de poder hablar de cosas prosaicas.
—Jelaudin escapó —dijo—. He enviado a varios exploradores a buscarle, pero no han encontrado ni rastro de él. ¿Quieres encargarte de esa tarea?
—No, señor. Ya he tenido bastante de este calor. Lo único bueno de ir al norte ha sido sentir de nuevo el frío. Allí todo es más limpio.
Gengis vaciló unos segundos mientras consideraba cómo responder. Percibía una enorme amargura en su general y no sabía cómo aliviarla. Recordó los peores momentos de su propia vida y supo que sólo una temporada a solas podría curarle, más que cualquier cosa que él pudiera decir. Tsubodai había obedecido sus órdenes y se sintió tentado de decirle que se reconfortara con ese pensamiento.
Pero Gengis se mordió la lengua. El sombrío general desprendía un sutil aire de amenaza y Gengis sintió cómo unas cerdas invisibles se erizaban en él mientras se esforzaba por encontrar las palabras adecuadas.
—Trasladaré la nación a Herat, al oeste. Un golpe fuerte y rápido allí hará que otras ciudades se tranquilicen. Después, creo que regresaré a casa durante unos años. Ha pasado mucho tiempo y estoy cansado.
Tsubodai inclinó la cabeza ligeramente y Gengis notó que estaba empezando a perder la paciencia. El general había obedecido sus órdenes y Jochi estaba muerto. ¿Qué más quería oír?
—¿Te enteraste de que Arslan murió en la ciudad? —le preguntó.
Tsubodai asintió.
—Era un gran hombre —añadió con suavidad.
Gengis frunció el ceño ante el tono calmado de sus palabras.
—Aun así, no fue una buena muerte —dijo.
Tampoco esta vez Tsubodai añadió nada a la forzada conversación y el mal genio del khan empezó a aflorar.
—¿Qué quieres de mí, Tsubodai? Te he dado las gracias. ¿Crees que me alegra tener que haber llegado a esto? —Gengis lanzó una mirada fugaz al saco que Tsubodai tenía entre los pies y estuvo a punto de alargar la mano hacia él—. No había alternativa, general.
—Todavía estoy llorando su muerte —respondió Tsubodai.
Gengis le miró fijamente y luego bajó la mirada.
—Como quieras, Tsubodai. Habrá muchos que lamentarán su pérdida. Jebe era su amigo, y Kachiun. Su madre está destrozada, pero todos saben que fue una orden mía.
—Aun así, soy el hombre que mató al hijo del khan —respondió Tsubodai con gravedad.
Gengis meneó la cabeza.
—Jochi no era mi hijo —sentenció con voz dura—. Olvídate de esto y ven conmigo a Herat.
Tsubodai negó con la cabeza.
—No me necesitas allí.
Gengis acalló el creciente sentimiento de ira contra su general que le estaba invadiendo. No llegaba a comprender el dolor de Tsubodai, pero tenía una deuda con él que debía ser saldada y se dio cuenta de que el general no podía reunirse sin más con los miembros de la nación.
—Entonces te lo pregunto una vez más, Tsubodai —dijo, sin suavizar su tono—. Por el servicio que me has prestado, te lo pregunto. ¿Qué quieres de mí?
Tsubodai suspiró. Había confiado en que encontraría la paz al entregar la espada y la cabeza de Jochi al khan. Pero el alivio no había llegado.
—Déjame llevarme los tumanes al norte otra vez, hacia el limpio frío. Conquistaré ciudades para ti allí y me redimiré de lo que he hecho.
Por fin, Tsubodai agachó la cabeza ante el khan, clavando la mirada en el suelo de madera mientras Gengis consideraba su petición. Jebe había estado planeando una razia en el norte antes de que el ejército de Jelaudin hubiera atacado Panjshir. En tiempos normales, Gengis habría enviado hacia allá a los dos generales sin pensárselo dos veces. La pena enfermiza que veía en Tsubodai le preocupaba enormemente, en parte porque él mismo la sentía, pero se resistía a ella. Había vengado las ofensas de reyezuelos extranjeros. El sah había muerto, con todos los demás excepto su hijo mayor, y Gengis había arrasado sus ciudades desde el este hasta el oeste. Buscó en su interior la sensación de satisfacción del vencedor, pero no la encontró. De algún modo, la traición de Jochi y su muerte habían envenenado los simples placeres de la conquista.
Una eternidad después, Gengis asintió.
—Muy bien, Tsubodai. Llévate a Jebe y a los hombres de Jochi. En todo caso, tendría que mandarlos lejos, para que reaprendieran la disciplina que espero de los que me siguen.
Tsubodai levantó la mirada del suelo, captando la advertencia que encerraban sus palabras.
—Soy leal, señor. Siempre te he sido leal.
—Lo sé —dijo Gengis, suavizando su tono con un esfuerzo.
Sabía que carecía de la delicadeza con la que Kachiun habría abordado el encuentro. Gengis apenas pensaba en cómo gobernaba a hombres como Tsubodai, más capaz que nadie que hubiera conocido jamás. En la quietud de la ger, sintió la urgencia de pronunciar las palabras apropiadas para aliviar el dolor del general.
—Eres un hombre de palabra, Tsubodai, enorgullécete de ello.
Tsubodai se puso en pie e hizo una rígida reverencia. Su mirada se demoró un instante en el saco que había transportado hasta allí antes de ponérselo al hombro.
—Tengo que hacerlo, señor —respondió—. Es todo cuanto me queda.
Herat se encontraba a casi ochocientos kilómetros al suroeste de Samarcanda y era necesario atravesar dos anchos ríos y una docena de cursos más pequeños para llegar a ella. Tras montar las tiendas de la nación en carros, Gengis decidió encaminarse hacia la ciudad fortificada por esa ruta en vez de regresar a las montañas que rodeaban Panjshir y avanzar hacia el oeste a través del laberinto de valles y colinas. Tsubodai y Jebe se habían marchado hacia el norte desde Samarcanda, llevándose con ellos el tumán de Jochi y una oscura sombra. La historia de la persecución y muerte de Jochi se contaba en susurros en miles de gers, pero siempre asegurándose de que el khan no oyera nada.
Pasaron más de dos meses antes de que las familias avistaran la piedra naranja de Herat, una ciudad erigida junto a un río. Surgía de un afloramiento de granito y, a ojos mongoles, era terriblemente antigua. En las primeras razias emprendidas sobre la zona, Herat se había rendido sin derramamiento de sangre: sus habitantes habían conservado la vida a cambio de un tributo y de la aceptación de la conquista. Kachiun había dejado una guarnición de sólo ochenta hombres y luego se había olvidado de Herat hasta que la ciudad los expulsó, en un arrebato imprudente provocado por las victorias de Jelaudin.
Mientras se aproximaba a ella por primera vez, Gengis admiró la inmensa masa que constituía la fortaleza de Herat. Estaba construida con una planta cuadrada sobre una roca, y las murallas se elevaban más de treinta metros desde la escarpada base, con grandes torres redondas situadas en cada esquina y en distintos puntos de todas sus caras. Contó doce torres, cada una de ellas tan grande como la que había acogido a la población de Parwan. Era una construcción gigantesca, que daría refugio a miles de árabes cuando echaran a correr tras ver a los tumanes. Gengis suspiró para sí, sabiendo por experiencia que no sería una victoria rápida. Como sucedió con Yenking y Yinchuan, tendría que cercarla y esperar a que los de dentro empezaran a morirse de hambre. Las puertas de la fortaleza estaban cerradas, pero Gengis envió a varios oficiales e intérpretes a que exigieran la rendición mientras los tumanes se preparaban para acampar. No recibieron respuesta y Gengis apenas hizo caso mientras sus oficiales levantaban una tienda blanca justo fuera del alcance de las flechas. No sabía si la gente de Herat conocía sus rituales y le era indiferente. La tienda blanca estaría allí durante un día, seguida por una tienda roja y, a continuación, una de tela negra que indicaba la destrucción absoluta de todos los que se encontraban en la fortaleza.
Transcurrieron otros dos días antes de que las catapultas fueran reunidas delante de las murallas y la población de Herat mantenía el silencio. Gengis se preguntó si confiaban en sus muros o simplemente comprendían que no podían aceptar una rendición pacífica una segunda vez. Aguardó en estado de tensión hasta que las primeras rocas salieron volando, rebotando de los muros anaranjados y dejando sólo una marca borrosa allí donde habían golpeado.
Cuando la tienda negra empezó a agitarse en la brisa, Gengis se relajó y se preparó para un largo asedio como los que había organizado muchas veces antes. Era el método bélico que menos le gustaba, pero ese tipo de fortalezas habían sido erigidas para impedir ser asaltadas por ejércitos como el suyo y la solución rápida no existía.
Para la nación de las gers, la vida continuó alrededor de Herat, puntuada por el rítmico crujido de las catapultas tanto de día como de noche. Las familias llevaban a sus animales a abrevar al río, contentas de dejar la destrucción de la ciudad en manos de los guerreros. Las lluvias habían hecho brotar hierba fresca, aunque en algunas zonas ya estaba empezando a marchitarse bajo el fuerte sol. Ya estaban familiarizados con ese tipo de problemas y, si la ciudad tardaba mucho en caer, enviarían a los rebaños a pastos más lejanos, dejando las colinas más próximas para el final.
Gengis descansaba, mientras sus heridas iban palideciendo y dando paso a blancas cicatrices en sus brazos y piernas. Apenas pensaba en Jochi y, cuando lo hacía, era sólo con alivio porque aquella traición contra él hubiera terminado. Después de que Tsubodai se hubiera marchado, el khan pareció cobrar nuevas energías, y se llenó de deseos de atacar Herat y empezar de nuevo. Con el tiempo, el hombro se le había curado y salía a cabalgar todos los días para fortalecer su cuerpo, haciendo caso omiso de los achaques de la edad. Había enviado a Chagatai y a Kachiun a sitiar la ciudad de Balkh, al este, pero la mayor parte de la nación le había acompañado hasta la fortaleza y ver el inmenso campamento le subía la moral. Su esposa Borte no le había dirigido la palabra después de conocer el destino de Jochi, pero él no se había dado cuenta. El mundo estaba a sus pies y se sentía poderoso mientras aguardaba la caída de Herat.
Al cuarto mes de asedio, Gengis estaba cazando con sus oficiales de más rango alrededor de la base de la ciudad. Después de pasar tanto tiempo en un lugar, pocas cosas vivas habían escapado de las ollas de las familias. Sólo quedaban unos cuantos conejos y se habían convertido en precavidos supervivientes, habituados a echar a correr al oír el sonido de un caballo o de un hombre.
Balkh había caído dos meses atrás y sus tumanes habían matado a todos sus habitantes y tirado abajo cada piedra de sus murallas. Sólo Herat se resistía y Gengis estaba cansado del asedio y de aquellas calurosas tierras. Se había hecho ilusiones de que el fin estaba próximo cuando regresaron Kachiun y Chagatai, pero la fortaleza de Herat era una de las más impresionantes que había tratado de tomar.
Mientras avanzaba la estación, Gengis había trasladado las catapultas en tres ocasiones, concentrando las rocas en las secciones planas de los muros. Habían aparecido grietas en ellos para enorme júbilo del campamento mongol, pero el khan a veces tenía la sensación de estar asaltando una montaña, a juzgar por el efecto causado. Las murallas aguantaban, a pesar de tener agujeros y marcas en mil y un sitio. Para entonces, Gengis sabía que el hambre y la sed serían las que derrotarían la ciudad, pero mantuvo en marcha sus máquinas de sitio.
—Cuando acabemos con esto, nos iremos a casa —murmuró para sí, alzando la vista hacia las murallas.
Kachiun y Khasar habían oído a su hermano pronunciar esa misma frase cientos de veces antes y, simplemente, intercambiaron una breve mirada. Un conejo salió como una flecha de su refugio a muchos metros de ellos y los tres hincaron los talones en su montura para salir tras él. Por encima del ruido de los cascos, Gengis oyó un agudo grito sobre ellos y miró hacia arriba. Siempre había alguien observando el campamento desde lo alto de las murallas, pero vio que esta vez alguien se había asomado en exceso. El desafortunado había conseguido aferrarse de forma precaria a la piedra y colgaba del borde exterior sujetándose sólo con las puntas de los dedos. Gengis llamó con un silbido a sus hermanos y señaló al hombre que pedía ayuda a gritos por encima de sus cabezas.
Khasar y Kachiun volvieron y alzaron la mirada con interés.
—¿Apostamos? —preguntó Khasar—. ¿Dos caballos a que se cae?
—No serán los míos, hermano —contestó Gengis.
Había varias personas intentado llegar hasta él con las manos y tirar de él para salvarle, pero el hombre notó que se le resbalaban las manos y lanzó un grito de horror. Gengis y sus hermanos observaron fascinados cómo caía, sin dejar de chillar durante toda la caída. Durante un instante, pareció que una ventana de piedra en forma de arco podría salvarle. Se agarró con las manos al alféizar, pero no consiguió sujetarse. Los hermanos hicieron una mueca cuando golpeó el muro de nuevo, cayendo hacia fuera y estrellándose contra la base rocosa de la fortaleza. El cuerpo salió rodando hasta detenerse bastante cerca de Gengis. Para su sorpresa, Gengis vio que un brazo se sacudía.
—¡Está vivo! —exclamó.
—Durante unos instantes, quizá —respondió Khasar—. Esa caída mataría a cualquiera.
Gengis y sus hermanos se acercaron al trote al lugar donde yacía. Uno de sus tobillos estaba claramente roto, con el pie girado en una postura antinatural. Su cuerpo era un amasijo plagado de cortes y arañazos, pero parpadeó aterrorizado al ver llegar a los generales, incapaz de creer que había sobrevivido.
Khasar desenfundó la espada para acabar con su vida, pero Gengis alzó una mano.
—Si los espíritus no lo matan después de esa caída, no seremos nosotros quienes lo hagamos. —Levantó la mirada, calculando admirado la distancia desde la que aquel hombre había caído, antes de dirigirse a él en un árabe titubeante.
—Tienes una suerte increíble —aseguró Gengis.
Al intentar moverse, el hombre lanzó un grito y él también alzó la vista hacia las murallas.
—Me cuesta verlo así… —contestó.
Gengis le miró con una sonrisa de oreja a oreja.
—Llévale a un curandero, Khasar. Cuando le hayan vendado las heridas, dale una buena yegua y cualquier otra cosa que desee.
Sobre las murallas se habían ido reuniendo más y más hombres que se asomaban para observar la escena, algunos de ellos arriesgándose casi tanto como el que ahora yacía a los pies de Gengis.
—Cuando la ciudad caiga, sabrás hasta qué punto tienes suerte —dijo el khan en su propia lengua. El árabe lo miró sin comprender mientras Khasar desmontaba para ayudarle a subir a su silla.
Los muros de Herat se desplomaron por fin al sexto mes de asedio. Una de las torres se desmoronó con toda su sección, estrellándose contra las rocas de abajo y haciendo un enorme boquete de entrada a la ciudad. Los tumanes se congregaron con prontitud, pero no hallaron resistencia. Cuando entraron en Herat, encontraron las calles y edificios llenos de muertos y moribundos. Los que aún seguían con vida fueron llevados a la llanura exterior y allí les obligaron a arrodillarse y los ataron. Esa labor por sí sola duró muchos días debido a la ingente cantidad de hombres, mujeres y niños que había acogido la fortaleza. Temuge encomendó a sus criados la tarea de registrar el número de prisioneros en tablillas de cera y la cifra total llegó a los ciento sesenta y tres mil, mientras que la cifra de muertos por hambre o sed durante el sitio ascendió a casi la mitad de esa cantidad. Asustados y desesperados, gritaban y gemían mientras los ataban y preparaban para la ejecución y el sonido de sus voces llegaba hasta el campamento de gers. Los guerreros del khan registraron cada habitación, sala y sótano de la ciudad hasta que no fue más que una cáscara vacía que llenaban los muertos. El olor de la ciudad después del asedio era insoportable e incluso a los guerreros más curtidos les daban arcadas mientras sacaban los cadáveres en proceso de putrefacción.
El sol acababa de ponerse cuando Temuge se dio por satisfecho con el recuento y Gengis dictaminó que la matanza empezaría al amanecer. Se retiró a su tienda para comer y dormir, pero su esposa Chakahai fue a buscarlo cuando cayó la noche. Al principio, la princesa Chin no dijo nada y él se alegró de su presencia. Encendió el hornillo y empezó a hacer té y a calentar los panecillos sin levadura, el cordero y las hierbas que había preparado esa mañana. Gengis no percibió la tensión que ella ocultaba, hasta que, al pasarle una bandeja de comida, le cogió la mano y la notó temblar.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
Chakahai inclinó la cabeza. Sabía que respondería mejor a la franqueza, pero el corazón le latía tan deprisa que apenas podía respirar. Se arrodilló ante él y el khan dejó a un lado su hambre, intrigado.
—Marido, quiero pedirte un favor —dijo.
Gengis alargó la mano y tomó la de su esposa en las suyas.
—Pues pídemelo —respondió.
Chakahai se obligó a sí misma a tomar una lenta bocanada de aire.
—Las mujeres y los niños —prosiguió—. Déjalos libres. Harán correr la voz de que la ciudad ha caído y…
—No quiero hablar de eso esta noche —cortó Gengis con brusquedad, soltándole la mano.
—Marido —rogó ella, suplicante—, los estoy oyendo gritar.
Gengis la había escuchado cuando le dio la clave de la traición de Kokchu. La había escuchado cuando le instó a nombrar a Ogedai su heredero. Sus ojos le imploraban.
Gengis emitió un gruñido desde el fondo de su garganta, sintiéndose repentinamente furioso con ella.
—No lo entiendes, Chakahai —dijo. La princesa levantó la cabeza y Gengis vio que tenía lágrimas en los ojos. Sin poder evitarlo, continuó—. Para mí no es ningún placer. Pero puedo convertir esta masacre en un grito que se propagará más rápido de lo que yo pueda cabalgar. La voz correrá desde aquí, Chakahai, tan veloz como un pájaro. Dirán que maté a todo ser viviente en Herat, que mi venganza fue terrible. Con sólo oír mi nombre, aquéllos que se me resistan se llenarán de terror.
—Sólo los hombres… —empezó a decir Chakahai.
Gengis resopló.
—Los hombres siempre mueren en las batallas. Eso es lo que esperan sus reyes. Quiero que sepan que si se resisten contra mí, están metiendo la mano en las fauces de un lobo. Que perderán todo y no podrán esperar compasión. —Alargó la mano hacia ella de nuevo y le cogió el rostro. Chakahai percibió el duro callo que tenía en la palma—. Es bueno que llores por ellos, Chakahai. Es lo que esperaría de mi esposa y la madre de mis hijos. Pero mañana habrá sangre, para no tener que hacerlo de nuevo, cientos de veces más. Estos árabes no me envían el tributo porque, reconozcan mi derecho a gobernarlos. Inclinan la cabeza ante mí porque, si no lo hacen, mi furia caerá sobre ellos y todo lo que aman quedará reducido a cenizas.
Las lágrimas rodaban por la mejilla de la princesa y Gengis la acarició con suavidad.
—Me gustaría concederte lo que pides, Chakahai. Pero si lo hiciera, habría otra ciudad al año próximo y diez más después. Ésta es una tierra dura y la gente está acostumbrada a morir. Si quiero ser su amo, deben saber que enfrentarse a mí significa ser destruido. Deben tener miedo, Chakahai. Es la única forma.
Ella no contestó y Gengis se sintió súbitamente excitado por la visión de su rostro bañado en lágrimas. Dejó la bandeja de comida en el suelo de la tienda para la mañana y la tomó en sus brazos, notando cómo le crujía el hombro mientras la llevaba a la cama baja que había a un lado. Cuando su boca encontró la de ella, Chakahai se estremeció, pero Gengis no sabía si por deseo o por miedo.
Al alba, Gengis dejó a Chakahai en la ger y salió a contemplar la matanza. Había encargado la misión a los tumanes de sus hijos Ogedai y Tolui. Veinte mil guerreros habían limpiado y afilado sus espadas para la tarea, pero, cuando todo hubiera terminado, incluso un grupo tan elevado de hombres estarían agotados.
Los prisioneros estaban sentados, apretados unos contra otros bajo la sombra matutina de la ciudad derruida, cuando los tumanes los rodearon. Muchos de ellos rezaban en voz alta y los que tenían frente a sí a los adustos guerreros extendían las manos y gritaban hasta que las hojas caían sobre ellos. No fue un trabajo rápido. Los guerreros iban moviéndose entre ellos y se veían obligados a dar muchos tajos con la espada porque los prisioneros, aun estando atados, se revolvían y luchaban por escapar. Hombres y mujeres trepaban unos por encima de los otros y los guerreros estaban empapados de sangre. Muchas de las hojas se estropearon al chocar contra el hueso: los bordes de acero se rompieron o se doblaron. Llegó el mediodía y la masacre continuaba, impregnando el aire inmóvil de un intenso olor a sangre. Jadeantes, los guerreros se apartaron de la masa de muertos y de vivos para beber agua tibia y amarga antes de volver a la carga de nuevo.
El sol del mediodía caía con fuerza cuando por fin acabaron y la llanura quedó en silencio. Los tumanes de los hijos de Gengis se tambaleaban de cansancio, como si hubieran luchado una larga y difícil batalla. Sus oficiales los enviaron al río para que se lavaran la sangre y limpiaran y aceitaran sus armas. La ciudad los observaba en silencio desde lo alto, vacía de toda vida.
El hombre que había caído desde las murallas había llorado durante gran parte del día. Sus lágrimas se secaban al instante por el calor y, en un momento dado, empezó a emitir sollozos secos y ninguna lágrima más brotó de sus ojos. Le habían entablillado el tobillo roto y un oficial mongol anónimo le entregó una montura y provisiones siguiendo las órdenes del khan. El árabe se alejó sobre su caballo mientras las moscas y las aves se congregaban sobre Herat. Gengis observó su partida, sabiendo que llevaría la noticia de la masacre a todos cuantos le prestaran oídos.
Gengis pensó en las lágrimas de Chakahai mientras observaba la llanura bajo la sombra de Herat. No le había dicho dónde planeaba llevar a la nación. Las familias sabían que tenía la intención de volver a casa, pero había otro lugar que había dejado de pagar su tributo hacía mucho tiempo y llevaría allí a su ejército antes de volver a ver aquellas colinas y aquellos ríos. Era en Xi Xia donde había visto por primera vez a la pálida hija del rey, y esa región había sido el primer paso en su camino hacia la capital del emperador. Como los ancianos de Herat y Balkh, el padre de Chakahai había creído que el khan no sobreviviría a los ejércitos árabes que se habían abalanzado contra él.
Gengis sonrió levemente para sí mientras daba orden de que la nación levantara el campamento por fin. Llevaba demasiado tiempo alejado de las tierras Chin y Xi Xia sería el sangriento ejemplo que les haría entrar en vereda.