XXXVII

Jelaudin contempló la caída de doce metros hasta el crecido Indo, la gran arteria que alimentaba un continente a lo largo de más de mil quinientos kilómetros hacia el sur. Las colinas que rodeaban sus orillas estaban cubiertas de verdor, de exuberantes acacias centenarias y olivos salvajes. Percibió en la brisa el aroma de las flores. Había pequeños pájaros volando en todas direcciones y, a medida que su ejército se fue reuniendo, se advertían entre ellos con sus trinos de la llegada de intrusos. Era un lugar lleno de vida, pero el agua corría veloz y tenía una gran profundidad, convirtiendo el Indo en una especie de muralla. La región de Peshawar se encontraba a poca distancia al otro lado del río y Jelaudin, furioso, se volvió hacia el joven rajá que estaba a su lado, mirando con congoja las orillas vacías.

—¿Dónde están los botes que me prometiste? —inquirió Jelaudin.

Nawaz hizo un débil gesto con las manos, sin saber qué decir. Habían conducido a un ritmo agotador a hombres y caballos hasta aquel lugar del río, sabiendo que cuando cruzaran, los mongoles no podrían seguirlos durante meses, si es que lo lograban alguna vez. India era una tierra desconocida para el khan mongol y si se atrevía a poner el pie allí, cien príncipes responderían con los ejércitos más grandes que hubiera visto nunca. Jelaudin había planeado distribuir sus victorias como joyas entre los príncipes, para poder regresar con una fuerza todavía mayor. No pudo evitar mirar hacia atrás, a la nube de humo que se elevaba a lo lejos como un mal augurio.

Sin previo aviso, Jelaudin agarró la chaqueta de seda del rajá y lo sacudió con rabia.

—¿Dónde están los botes? —le gritó en la cara. Nawaz estaba pálido de miedo y Jelaudin le soltó con igual rapidez a como le había agarrado, haciéndole perder pie.

—No lo sé —tartamudeó el rajá—. Mi padre…

—¿Dejaría que te murieras aquí? —preguntó Jelaudin—. ¿Teniendo tan cerca tus propias tierras? —Sintió una histeria creciente invadirle y le costó un gran esfuerzo resistirse a golpear al necio y joven príncipe que tanto había prometido.

—A lo mejor están en camino —masculló Nawaz.

Jelaudin estuvo a punto de lanzarle un bufido, pero en vez de eso asintió. Poco después, enviaría a unos jinetes hacia el sur por la orilla del río, buscando la flota de comerciantes que podría transportarles y ponerles a salvo. No osó mirar la nube de polvo que flotaba a sus espaldas, sabiendo que los mongoles estarían allí, llegando como lobos con dientes de hierro para despedazarle.

Gengis cabalgaba a medio galope, con la mirada clavada frente a sí. Había seguido perdiendo vista, y ya no podía confiar en sus ojos en las largas distancias, así que le pedía constantemente a Ogedai que describiera en voz alta el ejército al que se enfrentaban. La voz de su hijo temblaba de excitación.

—Se han reunido junto a las orillas del río. Veo caballos, quizá diez mil o más en el ala derecha para nosotros, a su izquierda. —Ogedai hizo una pausa y entornó los ojos—. Veo… filas formando en torno al centro. Se están volviendo hacia nosotros. Todavía no puedo ver qué hay al otro lado del río.

Gengis asintió. Si Jelaudin hubiera dispuesto de algunos días más, podría haber puesto a sus hombres a salvo, pero el terrible ritmo que Gengis había impuesto había dado su fruto. Había atrapado al príncipe antes de que hubieran cruzado el río. Eso bastaba. El khan se giró en la silla hacia el explorador más próximo.

—Lleva este mensaje al general Kachiun. Yo me ocuparé del centro con Jebe y Ogedai. Kachiun tomará el ala derecha, con Khasar, luchando contra su caballería. Dile que puede devolverles la derrota de Panjshir y que no aceptaré menos. Ahora, vete.

Otro batidor sustituyó al primero cuando éste se alejó al galope. El segundo estaba listo y Gengis continuó.

—Los generales Jelme y Tolui atacarán abriendo las filas por mi izquierda. Quiero inmovilizar al enemigo en un solo lugar, dejando el río a su espalda. La tarea de los generales es bloquear cualquier posible línea de retirada hacia el norte.

Los guerreros del tumán de Tolui seguían siendo demasiado jóvenes para luchar contra soldados veteranos. Mantener al ejército inmovilizado sería suficientemente honorable para hombres que apenas habían batallado. A Jelme no le gustaría la tarea, pero Gengis sabía que obedecería. Los tumanes se abalanzarían sobre el ejército de Jelaudin por tres puntos, clavándoles contra el Indo.

Gengis redujo el paso mientras las líneas se formaban, volviendo la cabeza a derecha e izquierda para observar cómo los tumanes adoptaban su ritmo. Ogedai empezó a hablar otra vez cuando distinguió nuevos detalles en la escena enemiga, pero Gengis no escuchó nada que pudiera interferir con la sensación de anticipación que había empezado a crecer en su pecho. Recordó la presencia de sus nietos entre los caballos de repuesto y envió a otro explorador a toda velocidad hasta retaguardia para asegurarse de que se mantuvieran alejados de la lucha.

Siguió avanzando despacio hasta que pudo ver las filas enemigas con tanta claridad como Ogedai e hizo callar a su hijo con un gesto de la mano. Jelaudin había elegido el escenario de la anterior batalla. No había sido capaz de elegir el terreno para ésta.

Gengis desenfundó su espada, levantándola y manteniéndola en alto mientras sus hombres aguardaban la señal de cargar. No le cabía ninguna duda de que el ejército congregado en la orilla del río sabría que rendirse no les serviría de nada. El príncipe lo había apostado todo al volver del mar Caspio y no tenía ningún otro lugar donde escapar. Gengis vio los tumanes de Jelme y Tolui adelantándose a las líneas del ejército principal, listos para aislar y contener al enemigo desde el ala izquierda. A su derecha, Kachiun y Khasar imitaron la maniobra, de modo que el ejército mongol cabalgaba formando una copa vacía, con Gengis en la parte más honda. Se enfrentaban a sesenta mil fanáticos y Gengis les vio levantar las espadas como un solo hombre, esperándole. Con el río a su espalda, pelearían por cada centímetro de terreno.

Gengis se echó hacia delante en la silla, estirando los secos labios para mostrar los dientes. Dejó caer el brazo y los tumanes se abalanzaron hacia el enemigo, espoleando a sus monturas para ponerlas al galope.

Jelaudin no podía despegar la mirada de las líneas de jinetes mongoles que avanzaban arrastrando el polvo de las montañas. Cuando se volvió a mirar de nuevo el río vacío, le temblaban las manos de rabia y frustración. La orilla opuesta y la seguridad estaban tan cerca que dolía pensarlo. Podría nadar para atravesar las aguas a pesar de la poderosa corriente, pero la mayoría de sus hombres no habían aprendido esa habilidad. Durante unos momentos desesperados, consideró quitarse la armadura y dirigirles hacia el río, lejos de la muerte que venía corriendo hacia ellos. Sabía que le seguirían, confiando en que Alá los mantendría a salvo. Era imposible. Para todos aquéllos que habían crecido en las colinas afganas, en desiertos y ciudades, cursos de agua con esa profundidad eran una visión rara. Se ahogarían a miles al entrar en la veloz corriente.

Vio numerosos rostros volviéndose hacia él, buscando escuchar unas palabras de ánimo mientras el odiado enemigo formaba los extremos de la media luna en ambas alas. Sus hermanos estaban entre ellos, con las caras iluminadas por la fe. Jelaudin luchó para evitar la desesperación.

—¡Tenemos que demostrarles que pueden ser derrotados! —bramó—. Son muchos, pero no son tantos como para que no podamos destruirlos de nuevo. Matad a ese khan por mí y conoceréis el paraíso. Que Alá guíe vuestras espadas y que ningún hombre huya de la batalla o no podría enfrentarse a Dios con orgullo. ¡Son sólo hombres! —gritó—. Que vengan. Les demostraremos que esta tierra no se deja conquistar.

Los que habían oído a Jelaudin se volvieron hacia el khan mongol con un fuego nuevo en sus miradas. Mientras el suelo temblaba bajo sus pies, alzaron los escudos y las espadas curvas.

A galope tendido, Gengis bajó la espada cortando el aire. Las flechas partieron en una oleada desde ambos lados de las líneas, con el leve retraso producido hasta que cada tumán registraba la orden y disparaba. Frente a sí, vio las filas de Jelaudin caer en cuclillas y alzar los escudos por encima de sus cabezas. Gengis gruñó, irritado, y lanzó otra descarga silbante sobre ellos. Muchos de los hombres de Jelaudin sobrevivieron a la primera y luego se pusieron en pie demasiado pronto, de modo que la segunda remesa dio en el blanco. Flechas que podían horadar una escama de hierro los derribaron.

Al llegar al enemigo, los guerreros de su ala sujetaron los arcos en los ganchos de la silla de montar con gesto rápido y violento y desenvainaron las espadas. A su derecha, delante de él, Gengis vio los tumanes de Kachiun y Khasar arremeter contra las líneas de a pie, mientras Tolui y Jelme formaban muy cerca de la orilla del río a su izquierda. Desde allí, lanzaron flecha tras flecha en una lluvia constante. Con los escudos levantados a ciegas hacia el frente, los árabes cayeron al recibir el ataque desde un lado.

La nariz de Gengis se llenó del olor del río y del sudor de miles de hombres atemorizados mientras dirigía su montura al galope hacia el mismo centro de la batalla. Confiaba en encontrar al príncipe allí, esperándole. Los hombres de Jelaudin se habían dispuesto en formación de diez en fondo, pero los ponis mongoles habían sido entrenados para un asalto de ese tipo y se abalanzaron sobre ellos sin vacilar. Gengis arrasó las tres primeras filas, blandiendo su espada a derecha e izquierda y derribando a varios hombres con el impacto. Con las rodillas, sintiendo la conexión con su yegua, la hizo girar bruscamente, tirando al suelo a un enemigo invisible. Un grupo de sus mejores guerreros en formación de cuña llegó junto a él, protegiendo al khan con su ferocidad y abriéndose paso en la palpitante masa de hombres.

Gengis vio a un príncipe tocado con un turbante y vestido con tela brillante y se lanzó contra él antes de que los soldados de Jelaudin le rechazaran con la pura fuerza de su peso. Por el rabillo del ojo vislumbró un escudo cerniéndose sobre él y su propietario lo dejó caer contra la testuz de su caballo, desviando su trayectoria. Gengis le mató, pero tuvo que retroceder un paso más cuando aparecieron más soldados, utilizando los escudos con destreza y repartiendo golpes a su alrededor.

Muy pocos hombres llegaban hasta el khan para ser asesinados por él. Mil guerreros avanzaban a su lado, todos ellos veteranos de más batallas de las que podían recordar. La apuntada cuña que formaban se fue hundiendo más y más en las filas de Jelaudin hasta que pudieron ver el río frente a sí. Jebe y Ogedai se movían en el centro de otras dos puntas de flecha a ambos lados del khan, formando tres afilados dientes que perforaban al ejército enemigo. Cualquiera que se enfrentará a los extremos delanteros era derribado, mientras que los que pasaban eran asesinados por los hombres que iban detrás.

El ruido era ensordecedor en el núcleo de hombres agolpados: un rugido que martilleaba los oídos. Gengis notó que se le estaba cansando el brazo y no pudo rechazar una espada que se deslizó entre las escamas de su muslo y le abrió un tajo hasta la rodilla. La cicatriz que se formaría en su pierna se añadiría a la red de piel abultada que cubría su cuerpo. El dolor acentuó su velocidad y golpeó con su espada el rostro del atacante.

Los hombres de Jelaudin no se desmoronaban, quizá porque no tenían ningún lugar a donde huir. Al principio, Gengis se dio por satisfecho con el avance conjunto de las tres cuñas que, como garras, abrían rajas en las filas del enemigo. Desde sus monturas, se cernían imponentes sobre los hombre a pie, utilizando el peso de las espadas para golpear con más fuerza aún a los de abajo y previendo siempre el próximo ataque del enemigo. Con todo, Gengis se sintió encerrado entre los árabes y supo que sus hombres estarían sintiendo lo mismo. Vio a un caballo desplomarse con las patas delanteras cercenadas: su guerrero permaneció en la silla hasta que una espada se hundió en su garganta. Una avalancha de rugientes enemigos entró por el hueco en la cuña, esforzándose por llegar hasta el mismo Gengis. El khan se giró, listo para responder al ataque, pero sus hombres eran rápidos y jóvenes. Bloquearon el camino abierto casi antes de que se hubiera formado. Se levantaron sobre los estribos y muchos de ellos también recibieron terribles heridas y fueron derribados de sus monturas.

La retaguardia de Jelaudin estaba girando y más y más hombres convergían sobre el khan. Alzaban sus rostros hacia él mientras se abrían camino entre los suyos con furia desenfrenada. Gengis vio cómo la parte izquierda de su cuña era rechazada y se replegaba bajo las afiladas hojas del enemigo. Algunos utilizaban incluso sus escudos en grupos de tres o cuatro, empujándolos juntos y haciendo que los jinetes se replegaran. Más y más árabes se colaron dentro de la cuña mongola, avanzando directamente hacia él. Gengis tuvo tiempo para echar un vistazo hacia Ogedai, pero la presión en su zona no era ni mucho menos tan intensa.

Gengis hizo que su caballo diera tres pasos hacia atrás para tener espacio de maniobra frente a la ola de árabes que se aproximaba hacia él. Su montura respondía a cada orden que le daba presionando las rodillas y, a un gesto suyo, se desplazó en círculo haciendo que el primer golpe fuera muy amplio. Gengis decapitó a un hombre, pero el siguiente hirió la pata delantera de su yegua. La hoja giró cuando el animal se movió, pero el peso del hierro bastó para romper el hueso. El caballo relinchó y Gengis cayó mal, estrellándose contra el suelo con el brazo de la espada extendido. Oyó un desagradable crujido e intentó en vano ponerse en pie sin comprender que se le había desencajado el brazo. Por todas partes no veía más que rivales aullando y se sentía desorientado.

Los hombres de su cuña volvieron a formar luchando por proteger al khan. Más y más enemigos conseguían abrirse camino desde atrás cuando un guerrero desmontó e izó a Gengis hasta su propia silla. Murió por su esfuerzo, con una espada clavada en la espalda, pero Gengis volvía a estar sentado sobre un caballo. La espada del khan había desaparecido, su brazo colgaba sin fuerza y cada movimiento era terriblemente doloroso. Gengis sacó un puñal de su bota con la mano izquierda y se alejó dando media vuelta a su montura. Sus hombres entraron rugiendo en el espacio que había dejado libre, usando su fuerza en una carga salvaje que llevaría a la muerte a muchos de ellos a medida que perdieran velocidad por el cansancio.

Gengis se retiró a través de sus propias filas, furioso por la debilidad de su brazo. Por un instante, deseó que Kokchu estuviera allí para curarle, pero había otros hombres que entendían de heridas de guerra. Vio a uno de sus propios oficiales minghaan y le gritó, llamándole por su nombre a través de las líneas de batalla.

El oficial estuvo a punto de perder la cabeza al volverse hacia el khan, pero respondió con un rápido tajo en las piernas de su atacante antes de obligar a su montura a dar media vuelta con un fuerte tirón y abrirse camino hacia él.

—¿Mi señor? —dijo el oficial, jadeante.

—Ponme el brazo en su sitio —contestó Gengis.

Para entonces el dolor era insoportable. Gengis estaba quieto sobre su caballo mientras los guerreros corrían a su alrededor, lanzando miradas curiosas al khan. Gengis volvió a meter el puñal en la bota y se agarró con fuerza a la perilla de la silla con la mano izquierda para pasar una pierna por encima y resbalar hasta el suelo. El oficial cerró la boca que había abierto por la sorpresa y adoptó una expresión seria.

—Túmbate boca arriba en el suelo, mi señor —pidió, envainando la espada.

Gengis le obedeció con un gruñido y se mantuvo impasible mientras el oficial le cogía el brazo suelto y apretaba con los dedos la articulación.

—¡Rápido! —exclamó Gengis.

El oficial colocó su bota en la axila de Gengis y tiró, girando al mismo tiempo. Se oyó un chasquido amortiguado y Gengis vio blanco durante un instante antes de que el dolor se desvaneciera. Permitió que el oficial le ayudara a levantarse y comprobó el estado de su brazo.

—Todavía puedes golpear hacia abajo, pero evita levantar el brazo separándolo del cuerpo, ¿entiendes?

Gengis le ignoró. Sentía el brazo más débil que antes, pero cerró el puño y sonrió. Podía sostener una espada.

A su derecha, Kachiun y Khasar habían destruido la caballería de Jelaudin y las pocas docenas de supervivientes habían echado a correr cuando volvieron sus espadas y flechas contra el centro. Los hombres de Jelaudin estaban atrapados entre unas tenazas, pero continuaron luchando, resueltos a llevarse consigo a la muerte a tantos mongoles como pudieran. El ritmo de la batalla se había ido ralentizando a medida que ambos bandos empezaron a acusar la fatiga y Gengis vio que habría perdido muchos más hombres cuando el día hubiera acabado. Flexionó el brazo y miró hacia delante, donde Ogedai y Jebe seguían peleando. Sus cuñas estaban intactas y el enemigo retrocedía ante ellas. En una llanura despejada, tal vez habría seguido presionando a sus rivales, sabiendo que se desmoronarían pronto, pero teniendo el río delante, Gengis meneó la cabeza y agarró el cuerno que colgaba sobre su pecho.

Tocó una larga nota descendente, luego la repitió. Al poco, se oyó el eco de los demás cuernos repartidos por todo el campo de batalla y sus hombres la oyeron. Se retiraron sin dejar de matar a los árabes que seguían atacándolos. Los que todavía estaban a caballo fueron los primeros en liberarse y alejarse, mientras que los que iban a pie tuvieron que defender cada paso frente a los hombres que se abalanzaban sobre ellos. Era una labor difícil, pero cuando empezó a oscurecer, había un terreno vacío entre los tumanes y el ejército de la orilla.

Gengis buscó a sus mensajeros con la mirada, pero no los vio entre los que estaban más cerca. Ordenó a varios guerreros que los buscaran y le pareció que pasaban siglos hasta que los encontraron. Después, hizo que alzaran el estandarte que indicaba a sus generales que debían reunirse con él. Dio orden de que establecieran el campamento a apenas un kilómetro del río y, cuando puso en marcha su caballo, sus hombres le acompañaron. Habían perdido la expresión impasible del guerrero durante la lucha, y estaban sonrojados y llenos de vida. Algunos de ellos se reían a carcajadas. Otros cabalgaban embargados por un ánimo sombrío por haber visto su propia muerte demasiado próxima aquel día.

Tras ellos dejaron una línea irregular de cadáveres, entre los que había muchos más muertos de Jelaudin que de los suyos. El ejército del príncipe había sido arrasado y aunque seguían gritando y aullando, sus gritos carecían de entusiasmo, eran sonidos provenientes de hombres jadeantes, cansados. Vieron a los mongoles desmontar a sólo unos ochocientos pasos de distancia. Los tumanes se desentendieron del ejército que tenían a su espalda, en la orilla del río, y acercaron al frente a los animales de tiro con las provisiones de agua y alimento mientras se preparaban para acampar.

Jelaudin seguía con vida, aunque su armadura estaba llena de cortes y brillaba en muchos puntos. Jadeaba como un perro al sol mientras observaba cómo los mongoles se alejaban sin volver la vista atrás. Los rayos del sol se estaban tiñendo de gris y, aunque se sentía aliviado por la tregua concedida, sabía que volverían al amanecer. Sus hombres y él tendrían que ver cómo todo se repetía de nuevo.

—Mañana moriré —susurró para sí.

Ninguno de sus hombres, que habían hecho una cadena para pasarse odres de agua desde el río, le oyó. Sintió que sus miradas se posaban sobre él mientras contemplaba con mirada fija la llanura, confiando tal vez en que todavía pudiera idear algo que los salvara a todos.

El rajá de Peshawar atravesó las filas para unirse a él en el frente, demorándose en dar unas palmadas en el hombro a algunos de los hombres y dirigirles unas cuantas palabras de ánimo. Los que habían sufrido heridas graves estaban empezando a gritar de dolor, y el ruido sonaba repentinamente alto tras acallarse el estrépito de la batalla. Muchos de ellos estarían muertos antes de que llegara la mañana. Jelaudin había reunido provisiones de opio para aliviar el dolor, lo suficiente al menos para aturdir sus sentidos mientras morían. Era todo cuanto podía hacer por ellos y sintió que le invadía un odio enfermizo por el khan de los mongoles.

Se volvió hacia su amigo y, al enfrentarse al conocimiento de la verdad que brillaba en los ojos del otro, ambos supieron que todo había acabado.

—Creo que mi padre ha ordenado que quemaran los botes —reconoció Nawaz con voz suave—. Es un idiota, apegado a sus antiguas costumbres y a sus antiguos dioses hindúes. No entiende por qué he decidido seguirte.

Jelaudin asintió, sin retirar la vista del campamento mongol, tan próximo que parecía que podía tocarlo. Los hombres del khan los rodeaban formando un gran arco. No habría ninguna huida sigilosa desde las orillas durante la noche.

—Siento haberte traído a este lugar —respondió Jelaudin—. ¡Tenía tantas esperanzas, amigo mío! Y ver que han quedado reducidas a esto… —Carraspeó y escupió en el suelo y el rostro de Nawaz se crispó al percibir el pesar en su voz.

—Cuando eras niño, sabías nadar, Jelaudin. ¿Podrías llegar al otro lado del río?

—¿Y dejar a los hombres aquí? No lo haré. Tú te hundías como una piedra, Nawaz, si no recuerdo mal. Alguna vez tuve que sacarte yo mismo del agua.

Su amigo sonrió, recordando. Suspiró para si y fijó la mirada en los mongoles, que descansaban envueltos en la creciente penumbra.

—Les hemos demostrado que pueden ser derrotados, Jelaudin. Sigues siendo un talismán para los hombres. Si puedes cruzar el río, ellos darán sus vidas con gusto. No tiene que acabar aquí. Llévate a tus hermanos contigo y vive. —Vio que Jelaudin apretaba la mandíbula y habló enseguida para adelantarse a sus objeciones—. Por favor, Jelaudin. Permite que sea yo quien comande las tropas mañana. Si pensara que vas a escapar, lucharía sin sentirme culpable. Prometí que las barcas estarían aquí. No me dejes morir con esta culpa, amigo mío. Es demasiado para mí.

Entonces, Jelaudin esbozó una amable sonrisa y dejó que su cuerpo sintiera el cansancio y el dolor de todas sus articulaciones.

—Tu padre estaría orgulloso de ti, si supiera todo lo que has hecho —dijo—. Yo estoy orgulloso de ti. —Agarró a Nawaz por la nuca un instante mientras le miraba. Luego le soltó.

Cuando amaneció, Gengis se despertó, irritándose al instante al notar que tenía el brazo tan rígido como un trozo de madera. Mientras se incorporaba en el frío suelo, con cautela, hizo unas cuantas pruebas. Si mantenía el codo junto a su costado, podía moverlo bien arriba y abajo, pero si separaba el brazo del cuerpo, el brazo quedaba como colgando, sin fuerza. Maldijo entre dientes, odiando su debilidad mucho más que el dolor. El oficial minghaan se había vuelto a acercar a él antes de que Gengis se fuera a dormir y, tras comprobar el estado de la articulación, le había advertido que necesitaba un mes de reposo y luego otros dos más para recuperar el músculo que perdería.

Gengis se puso en pie con dificultad y aceptó un tazón de té salado de un guerrero que había estado aguardando a que despertara. Lo sorbió despacio, sintiendo cómo su calor deshacía el frío de sus miembros. Había hablado con sus generales, elogiando a Kachiun delante de ellos para reparar el daño que había sufrido la reputación de su hermano. Había alabado también a Ogedai y se sentía realmente satisfecho por su actuación. La talla moral de su hijo parecía haber crecido desde que lo designara heredero. Le envolvía una tranquila dignidad que Chagatai nunca había tenido y Gengis se maravilló ante las misteriosas vueltas del destino. Quizá había sido guiado para que eligiera al hijo adecuado para heredar sus tierras.

Cuando el sol lució con más fuerza en el cielo, el ejército de Jelaudin se distinguió con claridad junto al río. Habían retirado a muchos de los muertos y Gengis supuso que los cadáveres habían sido arrojados al río para que se los llevara la corriente. Se dijo que ya no parecían tan temibles. Casi la mitad de sus efectivos habían sido eliminados el día anterior y, aunque tal vez lo hubiera imaginado, creyó ver resignación en la forma en que se quedaban allí, en silencio, aguardando. No tenían expectativas de sobrevivir y eso le complacía. Pensó en las ciudades que se habían rebelado enseguida, precipitándose. Las noticias de aquel día llegarían hasta ellas y comprenderían lo que eso significaba. Herat y Balkh serían las que primero verían a sus ejércitos y esta vez no aceptaría un tributo o la rendición. Servirían de lección para las demás: el khan mongol no aceptaba que se burlaran de él.

Gengis tiró el tazón a la hierba e hizo ademán de que le acercaran un caballo descansado. Los tumanes habían adoptado la formación en cuadrados y Gengis apenas los miró, sabiendo que sus oficiales habrían trabajado durante la noche para proveer de nuevas flechas y espadas a aquéllos que las necesitaran. Ya no era un hombre joven, capaz de pasar dos o tres días sin descansar. Mientras él dormía, muchos de sus guerreros habían estado trabajando, afilando espadas y atendiendo a los caballos.

Cuando Gengis montó, vio a Mongke y a Kublai sentados con otros niños allí cerca, compartiendo un pedazo de cordero seco. Frunció el ceño y miró a su alrededor buscando al oficial más próximo para ordenarle que los llevara a lugar seguro. Antes de que pudiera encontrar a uno, el ejército de Jelaudin lanzó un desafiante grito que hizo que varias bandadas de pájaros, sobresaltados, salieran volando de los árboles de la ribera.

El khan se puso de pie en los estribos, entornando los ojos para ver si se disponían a atacar. En vez de eso, las tropas de Jelaudin se dividieron y Gengis observó atónito como un hombre avanzaba cabalgando por el terreno que separaba los dos ejércitos.

El khan miró fijamente al solitario jinete. No conocía el aspecto de Jelaudin, pero no podía ser otro. Mientras Gengis contemplaba la escena, Kublai y Mongke se pusieron de pie para ver qué había captado la atención de su abuelo. Ambos niños observaron fascinados cómo Jelaudin cogía un puñal y empezaba a cortar los cordones que sujetaban su armadura, haciendo que cayera al suelo en pedazos.

Gengis enarcó las cejas, preguntándose si estaba asistiendo a algún tipo de ritual. En cuestión de instantes, Jelaudin se quedó sobre el caballo vestido con una túnica hecha jirones y Gengis intercambió una mirada con los oficiales que tenía más cerca, perplejo. Vio que el príncipe alzaba la espada en señal de saludo y luego la arrojaba al suelo hundiendo la punta en la tierra. ¿Se estaba rindiendo? Tres jóvenes salieron de las filas y el príncipe les habló, ignorando las huestes mongolas. Jelaudin parecía relajado en su presencia y se rió con ellos. Gengis observó con curiosidad cómo los tres tocaban los estribos de Jelaudin con la frente y, a continuación, regresaban a sus puestos.

El khan abrió la boca para ordenar a los tumanes que avanzaran, pero el príncipe dio media vuelta y clavó los talones en su montura. Su ejército había abierto una clara ruta hacia la orilla del río y Gengis por fin comprendió que es lo que iba a hacer Jelaudin. El khan había visto el precipicio el día anterior y su rostro se contrajo, admirado.

Jelaudin llegó a la enlodada orilla al galope. Sin vacilación, caballo y hombre saltaron, lanzándose al vacío. Los tumanes estaban suficientemente cerca para oír el fuerte ruido que hicieron al chocar contra el agua y Gengis asintió para sí.

—¿Habéis visto eso, Kublai? ¿Mongke? —exclamó, despertando a los muchachos de su admirada estupefacción.

Kublai fue el primero en responder.

—Sí. ¿Está muerto?

Gengis se encogió de hombros.

—Quizá. Había una larga caída hasta el río.

Se quedó pensando unos instantes, deseando que sus nietos apreciaran el dramático gesto de desdén. Jelaudin podría haber descendido en cualquier momento durante la noche, pero había querido que el khan presenciara el temerario valor de su carrera. Como jinete nato, Gengis había disfrutado de aquel momento más que de cualquier otra parte de la campaña, pero era difícil explicárselo a los dos mocosos.

—Recuerda el nombre de Jelaudin, Kublai. Era un enemigo poderoso.

—¿Eso es bueno? —preguntó Kublai, desconcertado.

Gengis asintió.

—Incluso los enemigos pueden tener honor. Su padre era afortunado por tener un hijo así. Recuerda este día y quizá con el tiempo tú también hagas que tu padre se sienta orgulloso de ti.

Frente a él, los soldados de Jelaudin cerraron el pasillo y alzaron las espadas. Con lágrimas de alegría en los ojos, sus tres hermanos avanzaron hacia la batalla.

Gengis sonrió, aunque no olvidó mandar a los niños a retaguardia antes de dar la orden de atacar.