Gengis tiró de las riendas para frenar a su caballo al llegar al valle de Panjshir. El aullido del viento levantaba remolinos de polvo en el vacío y a un lado del río, huestes de aves carroñeras saltaban y se peleaban, chillándose unas a otras. Gengis gruñó al verlas antes de hincar los talones en su montura y seguir avanzando. Jebe lideraba a los hombres que le acompañaban, incluyendo los tumanes comandados por sus hijos menores. Los guerreros de Ogedai ya habían visto las consecuencias de batallas y razias en otras ocasiones, pero la mayoría de los miembros del tumán de Tolui eran sólo unos críos, algunos de apenas catorce años de edad, y se quedaron mirándolo todo con los ojos muy abiertos hasta que varios de los guerreros mayores les clavaron la empuñadura de la espada en las costillas a los que se quedaban más embobados.
Cuarenta mil hombres seguían a Gengis hacia Panjshir, delgados y polvorientos tras la dura cabalgada. Sólo el tumán de Chagatai había permanecido en el campamento para proteger a las familias y desplazar la nación a terrenos con nuevos pastos. Gengis se había llevado a todos los demás hombres que estuvieran disponibles, con dos caballos extra para cada uno de ellos. Cargada con agua y provisiones, la vasta hilera de monturas trotaba tras los guerreros, con sólo unos cuantos hombres en retaguardia para arrearlas.
Mientras recorría el polvoriento terreno, Gengis notó cómo el calor se incrementaba hasta que parecía golpear directamente sobre sus cabezas. El río discurría a su izquierda: la única fuente de vida en un lugar de total desolación. Mientras se aproximaba al campo de batalla, Gengis vio estandartes pisoteados en el suelo y, a lo lejos, gente que se alejaba a la carrera del pueblo de Parwan buscando la protección de la fortaleza al otro lado del río. Gengis avanzó hacia los carroñeros sin detenerse, dispersando a los cuervos y los buitres, que empezaron a chillar y a revolotear enfadados frente a los caballos de sus hombres.
Quedaban dos hombres en ese lado del río para recibir al khan, sentados sobre sus caballos como estatuas. Kachiun los había dejado allí para guiar a Gengis hacia las montañas, pero sus rostros estaban pálidos y tensos mientras aguardaban a que los tumanes se acercaran. Rodeados de aves, decidieron como un solo hombre que sería una buena idea desmontar y postrarse en el suelo. Gengis vio el movimiento y dirigió su caballo hacia ellos, con Ogedai y Tolui tras él. A diferencia de su padre, ambos lo observaban todo fijamente, y Tolui parecía algo mareado, aunque trataba de ocultarlo.
Gengis desmontó, dejando traslucir su humor sólo cuando un cuervo se le aproximó demasiado con paso contoneante y le propinó un golpe furioso, que mandó al pájaro dando tumbos por el aire. Muchos de los carroñeros estaban casi demasiado ahítos para volar y solamente saltaban de un cadáver a otro, abriendo sus negras alas y picos como advirtiéndoles de que no se acercaran.
Gengis no miró los cadáveres más que para calcular las pérdidas. Lo que vio no le satisfizo. Se dirigió a los dos exploradores y sintió que su paciencia empezaba a agotarse bajo el calor.
—De pie. Informadme —ordenó con voz áspera.
Se pusieron en pie de un salto, y se enderezaron ante el khan como si se prepararan para ser ejecutados. Nadie sabía cómo iba a reaccionar Gengis ante una derrota.
—El general Kachiun ha seguido al enemigo hacia las montañas, señor. Dijo que dejaría a otros hombres atrás para llevarte hasta él.
—¿Seguís estando en contacto? —preguntó Gengis.
Ambos hombres asintieron sin hablar. La práctica de establecer una línea de comunicación de un escenario a otro hacía necesario utilizar guerreros valiosos, pero no era nada nuevo. Apenas ocho kilómetros separaban a los exploradores y podían pasar información a veinte veces esa distancia en poco tiempo.
—Había senderos falsos, señor, pero los tumanes están inspeccionando todos y cada uno de los valles —dijo uno de los exploradores—. No tengo noticias de un avistamiento auténtico, todavía no.
Gengis soltó una maldición y el miedo tensó los rostros de ambos exploradores.
—¿Cómo se pierden sesenta mil hombres? —preguntó con voz autoritaria.
Ninguno de los exploradores estaba seguro de si la pregunta requería una respuesta y se miraron entre sí, desesperados. Su alivio fue evidente cuando Jebe, recorriendo con mirada experimentada el campo de batalla, se aproximó con su montura para unirse a Gengis. Además de los bloques de piedra colocados para romper la carga, vio que habían cavado zanjas, en algunas de las cuales todavía podían verse guerreros y caballos muertos. Las estacas de madera atadas estaban rotas o caídas a un lado, pero en algunas de ellas todavía se distinguían las manchas de sangre oxidada. Había cientos de cadáveres vestidos con túnicas árabes, amontonados en lastimosas pilas mientras los pájaros y otros animales les iban arrancando pequeños pedazos de carne. No era suficiente, ni con mucho, y Gengis apenas podía contener su indignación. Sólo la idea de que no debía criticar a sus generales en voz alta hizo que se mordiera la lengua. Sabía que Jebe podía verlo por sí mismo, pero Ogedai y Tolui estaban suficientemente cerca para oírle y Gengis permaneció en silencio. El ejército de Jelaudin había fortificado una posición, como si fuera una ciudad o un pueblo. Kachiun había intentado romper las defensas por la fuerza en vez de no atacar y esperar a que se murieran de hambre. Gengis lanzó una mirada fugaz al sol que le quemaba la nuca. La sed los habría matado antes, independientemente de lo bien que estuvieran pertrechados. Atacar una posición como ésa era un intento temerario, aunque suponía que él podría haber hecho lo mismo. Con todo, su hermano había perdido la cabeza. Gengis se giró hacia Jebe con el rostro crispado y vio los mismos pensamientos reflejados en su oscuro rostro.
—Repasa los defectos de la estrategia con mis hijos cuando acampemos, general —ordenó—. Este príncipe debería haber sido detenido aquí. Ahora tenemos que perseguirle.
Se volvió hacia los exploradores, que tragaron saliva con dificultad.
—Aquí no hay nada más que ver, nada que me complazca. Mostradme el camino hacia mi hermano y el siguiente batidor de la cadena.
Ambos hombres inclinaron la cabeza y Gengis partió con ellos, mientras sus tumanes los seguían en perfecto orden a través del valle de Panjshir y después, al interior de una estrecha grieta, casi invisible entre las pardas rocas. Su anchura apenas permitía que pasaran los caballos.
Pasaron otros ocho días antes de que Gengis alcanzara los tumanes de Kachiun. En ese tiempo, no había permitido a sus hombres que se detuvieran el tiempo suficiente para cocinar, aun cuando hubieran conseguido encontrar leña para hacer un fuego. Las montañas de esa región parecían desprovistas de vida, pobladas sólo por lagartos y elevados nidos de aves. Cuando los guerreros se toparon con un árbol raquítico, lo talaron con sus hachas y ataron la leña a los lomos de los caballos extra para utilizarla más tarde.
Mientras avanzaban, adentrándose cada vez más en el laberinto de cañones y valles, Gengis iba recogiendo y uniendo a sus tumanes la línea de batidores que Kachiun había dejado como guías. En ocasiones, tenían que hacer pasar sus monturas por pendientes de roca casi demasiado empinadas para permanecer en la silla. Allí no habían dejado ningún rastro. Gengis y Jebe empezaron a apreciar la dificultad de la tarea de Kachiun. Era difícil saber incluso en qué dirección estaban avanzando, sobre todo de noche, pero la línea de exploradores conocía el camino y el progreso era rápido. Cuando alcanzaron la retaguardia de los tumanes de Kachiun, Gengis se dirigió hacia el frente en busca de Kachiun llevando consigo a Jebe y a sus hijos. Le encontró en la mañana del octavo día, junto a un lago salobre rodeado de imponentes montañas.
Gengis se acercó a Kachiun y, deliberadamente, le abrazó delante de todos, haciendo que los hombres vieran que no le guardaba ningún rencor por la derrota.
—¿Estás cerca? —le preguntó sin más preámbulos.
Kachiun notó la ira contenida de su hermano y su rostro se crispó. Sabía que no debía empezar a justificarse, no le cabía duda de que Gengis hablaría de sus errores con todo detalle cuando estuvieran solos.
—Tres falsos senderos llevan hacia el este, hermano, pero la fuerza principal se dirige hacia el sur, estoy seguro —Kachiun le enseñó a Gengis un trozo de excremento de caballo y lo rompió en dos con los dedos—. Sigue húmedo, a pesar del calor. No podemos estar a más de un día por detrás de ellos.
—Y, sin embargo, hemos parado —dijo Gengis, enarcando las cejas.
—Se me están acabando las reservas de agua, hermano. Este lago es salado y no nos sirve. Ahora que estás aquí, podemos compartir los odres y avanzar más deprisa.
Gengis dio la orden al instante, sin detenerse a esperar a que llegaran los primeros odres hasta allí. Llevaba miles en sus caballos extra y los animales estaban acostumbrados a chupar de ellos como si nunca hubieran olvidado la teta de sus madres. Cada retraso era una chispa más que alimentaba su creciente irritación. Era difícil no amonestar a Kachiun, pero no podía hacerlo con tantas personas presenciando su diálogo. Cuando Khasar y Jelme se acercaron a saludarle, Gengis casi no pudo ni mirarlos.
—Tsubodai tiene orden de reunirse con nosotros cuando regrese —informó a los tres generales—. El pasado es pasado. Luchad conmigo ahora y reparad vuestro error.
Un movimiento apenas perceptible le entró por el rabillo del ojo y Gengis miró hacia allá entrecerrando los ojos bajo el sol. Sobre un pico, distinguió una distante figura agitando una bandera sobre su cabeza. Se volvió hacia Kachiun, incrédulo.
—¿Y eso qué es?
—El enemigo —respondió Kachiun, en tono sombrío—. Tienen ojeadores vigilándonos todo el tiempo.
—Envía a seis buenos escaladores y que lo maten —ordenó Gengis, esforzándose por mantener la calma.
—Eligen lugares que pueda defender un hombre. Pasamos junto a ellos con demasiada rapidez como para perder el tiempo eliminándolos.
—¿Es que el sol te ha ablandado el cerebro, hermano? —preguntó Gengis, en tono autoritario. De nuevo tuvo que luchar para controlar su mal humor—. Ésos son los ojos de Jelaudin. Haz que varios hombres se adelanten y los derriben con flechas cuando los encuentren. No importa si alguno de los guerreros cae intentando alcanzarlos. Cuando nuestro enemigo esté ciego, nos será más fácil encontrarle.
Jelaudin fijó la vista en la distancia, observando la señal de la bandera, que se elevó y se hundió cuatro veces.
—El khan se ha unido a la lucha —sentenció. Se le encogió el estómago mientras hablaba y, de repente, toda la fuerza de su ejército le pareció insignificante. Ése era el hombre que había destruido los regimientos de su padre, que había herido a sus elefantes, volviéndolos locos y se había abierto paso hasta las ciudades doradas. Jelaudin sabía que llegaría, y esa certeza había empañado sus victorias. El orgullo del khan demandaba su presencia y Jelaudin no había dudado nunca de que no tardaría en aparecer.
—¿Cuántos hombres? —preguntó Nawaz junto a su hombro. No se había preocupado de aprender a leer las señales, pero Jelaudin no le reprendió.
—Cuatro tumanes, lo que significa cuarenta mil guerreros más detrás de nosotros. Ahora avanzarán más deprisa.
A lo largo de doce días, había guiado a los mongoles al interior de cañones ciegos y de falsos senderos, perdiendo sólo unos cuantos hombres mientras progresaban serpenteando por entre las colinas afganas. La repentina retirada de Panjshir había sido una apuesta arriesgada, pero Jelaudin sabía que la noticia se propagaría casi tan rápidamente como él podía hacer que se desplazara su ejército. En miles de kilómetros a la redonda, las ciudades esperaban oír que los hombres del khan habían sido derrotados. Jelaudin pensó en ellos mientras contemplaba la puesta de sol. Se levantarían cuando lo supieran. Aquellos lugares donde las guarniciones mongolas todavía mantenían la paz estarían en guerra otra vez. Cada día que él permanecía con vida debilitaba el control del khan sobre las tierras árabes. Allí mismo, Jelaudin hizo un juramento silencioso: rompería ese yugo con sus manos.
Había ordenado a varios hombres que se adelantaran, dejando atrás las colinas para transmitir las noticias. Jelaudin sabía que si conseguía esquivar al khan durante sólo una estación, su ejército se incrementaría con todo hombre y muchacho capaz de sostener una espada. Haría arder la tierra con la posibilidad de devolverle el golpe al invasor. Eso si sobrevivía. Sonrió a Nawaz, que permanecía a su lado, como un servidor leal. Estaba cansado y le dolían los pies. Había caminado muchos kilómetros ese día, pero ahora el khan había llegado. Era el momento de cabalgar, a toda velocidad, y alejarse de las montañas.
Gengis no logró encontrar ningún fallo en la forma en que Kachiun desplazaba a sus tumanes a través del laberinto de pasos. Su hermano había enviado hombres en todas direcciones, que se comunicaban en cadena con los generales, como los hilos de una delicada red extendida sobre las colinas. Se producían pocos errores una vez que las rutinas habían sido aprendidas y, mientras Gengis estaba allí, evitaron dos callejones sin salida y un sendero falso que los habría desviado quince kilómetros de su camino. En Gengis nació un resentido respeto por el príncipe que perseguía. Le habría gustado preguntarle a Tsubodai sobre la persecución hasta el mar Caspio. A Gengis se le ocurrió que Jelaudin bien podría haber sido la mente que había mantenido a salvo a su familia en vez de su padre, como habían supuesto.
Era extraño con cuánta frecuencia surgía el nombre de Tsubodai en la conversación entre los generales. Gengis desvió su interés con respuestas cortantes o el silencio, no queriendo discutir la tarea que había impuesto. Algunas cosas no debían ser anotadas en las historias que Temuge estaba escribiendo. Mientras cabalgaba, Gengis se preguntó si debería ejercer mayor control sobre los archivos que llevaba su hermano acerca de las tribus. Parte de él seguía pensando que era una estupidez atrapar palabras de esa manera, por mucho que pudieras controlarlo. Aunque recordaba el silencioso desprecio de Arslan por la fama, a Gengis le gustaba bastante la idea de dar forma a sus propios recuerdos. En Samarcanda, había mencionado la posibilidad de duplicar las cifras de enemigos en el relato de Temuge de las batallas, dejando a su hermano boquiabierto ante la idea.
Los tumanes empezaron a moverse más deprisa entre las colinas, dejando la peor parte del laberinto a sus espaldas. Gengis los presionaba para que continuaran avanzando y, bajo su mirada, encontraron nuevos límites a su resistencia. Nadie quería ser el primero que ordenara un alto y sobrevivían con sólo unas cuantas horas de sueño diarias, quedándose a veces traspuestos sobre la silla mientras los que seguían despiertos los guiaban.
Ahora que los valles y las rocosas pendientes habían quedado atrás, seguían un sendero auténtico en el que eran visibles las marcas de un nutrido ejército de hombres y caballos. Además de montones de excrementos de caballo en proceso de secado, había heces humanas rodeadas de moscas dándose un festín en el vaho, más frescas cada día que pasaba. Los tumanes sabían que se estaban acercando al enemigo. Con su khan allí, estaban deseosos de vengar las derrotas de Panjshir: no volverían a fallar, no con Gengis observándolos. En privado, Gengis pensó que Kachiun podría haberlos llevado a través de las colinas sin él, pero él lideraba la nación y no podía dejar esa tarea en manos de ningún otro.
Cada día recibían nuevas noticias de la cadena de exploradores que mantenían a lo largo de mil quinientos kilómetros. Los antiguos días en los que un ejército se movía solo y aislado habían desaparecido con su sometimiento de las tierras árabes. Era raro el día en que no venían dos o más mensajeros polvorientos de lugares tan distantes como Samarcanda y Merv, o de zonas remotas del oeste. La nación mongola había dejado profundas huellas en el polvo de las tierras árabes.
A Gengis le gustaba pero también le inquietaba ese constante flujo de información. Se había criado y había alcanzado la edad adulta en una época en la que una banda de asalto podía moverse sin ser vista a través de la tierra, sin responder ante nadie. Ahora, llegaban hasta él problemas sobre los que no podía hacer nada y, en ocasiones, deseó haber traído consigo a Temuge para encargarse de los detalles de los informes. Oyó que la ciudad afgana de Herat había expulsado a su guarnición mongola, dejándolos con vida. Otro baluarte, Balkh, había cerrado sus puertas y se negaba a volver a mandar el tributo anual. Las grietas se estaban abriendo y no había nada que pudiera hacer al respecto. Su tarea era encontrar y aniquilar al enemigo que había desencadenado esa oleada de confianza en ciudades que los hombres de Gengis habían abandonado derrotadas. Con el tiempo, se ocuparía de recordarles las obligaciones que habían contraído con él.
Los siete tumanes avanzaban cada vez más deprisa, impulsando a los hombres y a los caballos extra. Jebe había organizado el cambio a monturas frescas cada dos días y ese momento en que sentían un caballo impaciente entre las piernas siempre suponía una inyección de energía para los guerreros. Detrás del ejército cabalgaban los muchachos más jóvenes con las provisiones. Gengis no se había fijado en ellos hasta que Jebe llevó a dos menudos pilluelos en su silla de montar hasta el mismo khan. Estaban tan ennegrecidos por la suciedad que, al principio, Gengis no los reconoció. Siempre había niños acompañando a su ejército, aunque ésos eran muy pequeños. Hacían recados para los guerreros y a los más fornidos se les permitía tocar los tambores cuando formaban para entrar en batalla.
Uno de los niños esbozó una ancha sonrisa y Gengis frenó en seco, estupefacto. Mongke estaba sentado delante de Jebe y Kublai se asomaba por detrás de su espalda. Rebosaban la inagotable energía de los niños, pese a estar delgados como ratas y quemados por el intenso sol. Gengis los miró frunciendo el ceño y sus sonrisas desaparecieron al instante. Su expresión se suavizó ligeramente, recordando una época en la que todo el mundo era una aventura. Eran demasiado pequeños para participar en un viaje así y sospechó que su madre, Sorhatani, les arrancaría la piel del culo cuando se reunieran de nuevo con las familias. Se preguntó si su padre, Tolui, sabía que estaban allí. Lo dudaba.
—¿Qué quieres hacer con ellos? —preguntó Jebe.
Le brillaban los ojos cuando miró a Gengis y ambos hombres compartieron un momento de humor. Nadie le había dicho a los dos niños que debían quedarse con su madre. A nadie se le había ocurrido dar una orden así a unos niños tan pequeños. No podían imaginarse el peligro que rodeaba a su abuelo. Gengis bajó las cejas, adoptando una expresión severa.
—No los he visto, general —dijo.
En los ojos de Kublai se encendió una súbita esperanza. Gengis eligió ignorar su carita, incluyendo el moco pegado que llevaba entre la nariz y el labio superior. Jebe asintió también serio, aunque una de las comisuras de la boca se le levantaba en una sonrisa.
—Mi señor khan —contestó, inclinando la cabeza mientras se alejaba para dejar otra vez a los niños en el rebaño de caballos extra que llevaban en retaguardia.
Gengis sonrió para sí y continuó avanzando. Sospechaba que era mejor abuelo de lo que había sido padre, pero no permitió que la idea le preocupara demasiado.
Los tumanes cabalgaron con obstinación hasta alcanzar el final de la región montañosa. Gengis pensó que la distancia real desde el valle de Panjshir no podía ser más de trescientos kilómetros, aunque habían recorrido muchos más por las interminables curvas y recodos. No sabía si la intención de Jelaudin había sido abrir una brecha entre ambos ejércitos. Casi lo había conseguido durante los primeros días, pero después los tumanes habían ganado terreno a su ejército, acercándose a ellos día tras día. Para cuando las montañas terminaron, los excrementos de caballos y hombres todavía estaban calientes. Gengis cabalgaba con sus generales a la cabeza de las tropas, entre los primeros que notaron que el terreno rocoso daba paso a una zona de tierra dura y matorral. Por sus mapas, sabía que la llanura de hierba llevaba hasta India hacia el sur. Era una tierra que no conocía, pero eso no le importaba en absoluto. Sus exploradores llegaban a informar a intervalos más cortos y sabía dónde se encontraba el enemigo.
Los hombres de Jelaudin corrían delante de sus perseguidores. Gengis llevaba presionando la marcha de su ejército durante más de un mes y estaban cansados y delgados y, hacia el final, las exiguas raciones de leche y sangre apenas servían para sustentarlos. El río Indo discurría frente a ellos y hacia allí se dirigían las huestes de Jelaudin, desesperados por escapar de la tormenta que habían atraído sobre sus cabezas.