XXXV

La nieve se arremolinaba a su alrededor, pero Tsubodai agradecía el frío. Había nacido en un lugar como aquél y ese frío armonizaba con el entumecimiento que sentía desde que había aceptado las órdenes del khan. Su rostro estaba tenso, el hielo de su aliento se acumulaba sobre su labio superior por muchas veces que se lo limpiara.

Con diez mil hombres a sus espaldas, no había intentado ocultar su presencia. Jochi no era ningún idiota y Tsubodai sospechaba que sabía exactamente dónde estaba el tumán. Se dijo que había una posibilidad de que todo cuanto encontrara fuera un campamento abandonado y que, entonces, se viera obligado a perseguir al hijo del khan a través del paisaje helado bajo el sol. Se aseguró de que sus estandartes ondearan bien alto, banderines de seda amarillo brillante que serían visibles en varios kilómetros a la redonda. Jochi sabría que había llegado un tumán en su busca, pero también sabría que lo comandaba Tsubodai.

Tsubodai agachó la cabeza, ciñéndose más el deel que llevaba sobre la armadura. Le castañeaban los dientes y apretó la mandíbula. No parecía poseer ya la fuerza que recordaba tener de muchacho y se preguntó si el paso del calor al frío le habría robado parte de su resistencia. El cuerpo necesitaba tiempo para acostumbrarse a esos extremos, incluso el de aquéllos que han nacido en el crudo invierno.

Había estado lidiando con sus órdenes durante todo el viaje hacia el norte, mientras escalaba montañas y atravesaba valles vacíos, además de pasar pueblos que dormían en la oscuridad. Ése no era un viaje de conquista y sus hombres y él habían ignorado varios asentamientos listos para ser saqueados. Habían robado ovejas y cabras cuando los encontraron, pero eso era mero sentido común y necesidad de carne fresca. Diez mil hombres tenían que ser alimentados, independientemente de hacia dónde se dirigieran. Sus ponis habían nacido para la nieve y parecían adaptarse con más rapidez que los que los montaban, utilizando sus cascos para atravesar el hielo y llegar a la hierba cada vez que les permitían un descanso.

El explorador que había encontrado a Jochi cabalgaba justo delante de Tsubodai. Durante treinta y ocho días de duro camino, había sido un compañero prácticamente mudo. Ahora giraba la cabeza constantemente, y Tsubodai notó que su estado de alerta se había acentuado. Habían recorrido más que mil quinientos kilómetros desde que dejaran a Gengis, utilizando con precaución las monturas libres. Por fin estaban cerca y ninguno de los dos sabía cómo los recibirían. El primer indicio de Jochi podría ser un pueblo desierto o la canción de unas flechas saliendo de la blancura. Siguieron cabalgando y el general siguió luchando consigo mismo, concibiendo y descartando decenas de planes diferentes cada día. En ocasiones, se atormentaba imaginándose su encuentro con el joven que había acogido y entrenado durante tres años, gran parte de los cuales transcurrieron casi a la misma altura en el norte. Los recuerdos eran poderosos y se dio cuenta de que estaba deseando ver a Jochi de nuevo, exactamente igual que un padre querría ver a su hijo. Sostuvo conversaciones enteras en su cabeza, una tras otra, pero no le tranquilizaron.

Cuando sus exploradores llevaron a un extraño a su tumán, fue casi un alivio saber que estaban acercándose al final de su viaje, aunque Tsubodai sintió que el estómago se le encogía. No estaba listo para lo que iba a suceder, aun después de haberlo esperado durante tanto tiempo.

No reconoció a aquel hombre, aunque llevaba la armadura mongola y un deel por encima, como el propio Tsubodai. Por otro lado, un aire de autoridad lo envolvía mientras se acercaba entre los dos exploradores y no inclinó la cabeza cuando llegó junto a Tsubodai, que dio por supuesto que se trataba de un oficial minghaan y no retiró la vista de él en ningún momento mientras le desarmaban y le permitían aproximarse. El tumán se detuvo y el fuerte viento pareció intensificarse a su alrededor, aullando a través de la tierra y acumulando nieve en torno a los cascos de sus caballos.

—General Tsubodai —dijo el hombre como saludo—, vimos tus estandartes.

Tsubodai no contestó. Sabía que aquel hombre no tendría autoridad para actuar por su cuenta y simplemente aguardó para ver cómo jugaba sus cartas Jochi.

—Me han enviado a decir que no eres bienvenido aquí, general —continuó el oficial. Los guerreros que rodeaban a Tsubodai levantaron la cabeza ante las desafiantes palabras, pero el hombre no se inmutó—. No tenemos nada en contra de ti, contra ti menos que contra nadie, pero por respeto, pedimos que des media vuelta y abandones este lugar.

Tsubodai apretó los labios, sintiendo el hielo romperse y pegarse a su piel.

—Tu amo ha dicho más que eso, minghaan —respondió. El oficial parpadeó y Tsubodai supo que había adivinado correctamente su rango—. ¿Qué te dijo que hicieras si no me marchaba?

El oficial carraspeó, recordando de pronto que estaba hablando con el hombre más reverenciado de la nación después de Gengis. A pesar de la tensión, esbozó una fugaz sonrisa.

—Dijo que no te irías, que me harías esta pregunta, casi palabra por palabra.

—¿Y bien? —preguntó Tsubodai. Sentía cómo el frío iba calando en sus huesos y estaba cansado por la cabalgada. Sentía la mente atontada y quería resguardarse del viento.

—Me dijo que te dijera que no estará allí cuando vayas a por él. Si luchas contra nosotros, no encontrarás nada. Ni siquiera tú puedes rastrearnos en la nieve y conocemos estas tierras. Empezarás una cacería que te alejará todavía más del khan, pero será un tiempo perdido. —El hombre tragó, y su nerviosismo fue creciendo bajo las hostiles miradas de los guerreros de Tsubodai. Reunió valor para continuar—. Dijo que le has enseñado bien y que no sobrevivirás a la cacería si la inicias.

Tsubodai alzó la mano para detener a aquéllos que se habían puesto en pie para matar al mensajero. Muchos de ellos sacaron las espadas con manos entumecidas por el frío, llenándose de furia por él. Había llegado el momento, y aunque le dolía más que el frío, sabía exactamente cómo llegar a Jochi.

—No he venido a cazar, minghaan. Llévame a un lugar donde mis hombres puedan acampar, comer y descansar. Luego, yo solo iré contigo. Me llevarás ante él.

Al principio, el oficial no respondió. Los que estaban con Tsubodai empezaron a gritarle, exigiéndole que les otorgara el derecho a protegerle mientras estaba entre enemigos. El general meneó la cabeza y se callaron.

—Me verá, minghaan —prosiguió Tsubodai—. ¿Dijo eso Jochi? ¿Qué me vería si iba solo? Le he entrenado yo. Seguro que ya había pensado en esa posibilidad.

El oficial inclinó la cabeza. Le temblaban las manos mientras agarraba las riendas, pero no por el frío.

—Yo te guiaré hasta allí, general —contestó.

Pasó otra noche y otro amanecer antes de que Tsubodai y el oficial minghaan llegaran al campamento de Jochi. Movido por un instinto arraigado durante años, el general no pudo evitar tomar nota de las defensas. Habían elegido un emplazamiento rodeado de poblados bosques y colinas arboladas. Incluso el camino que llevaba al campamento serpenteaba sobre nieve recién caída entre grandes árboles. El respeto de Tsubodai por el explorador que los había encontrado se incrementó tremendamente. Recomendaría a aquel hombre si vivía para que pudiera unirse a su tumán.

En el campamento había numerosas gers: el fieltro grueso era mucho mejor que la piedra o la madera para mantener el frío a raya. Una empalizada de madera resguardaba el asentamiento del azote del viento. Al atravesar una sección abierta de la valla, Tsubodai vio que tenían ovejas y cabras en rediles de madera, amontonadas en grupos blanquecinos. Había pocas y no le sorprendió ver cabañas de madera construidas con troncos de pinos atados entre sí. Salía humo de ellas y el pueblo transmitía una sensación de calidez y confortabilidad que agradó a Tsubodai. Había crecido en un lugar exactamente así, donde cada hogar estaba separado de los demás por senderos helados y cubiertos de barro.

Su llegada no había pasado inadvertida. Hombres cuyas caras reconocía vagamente aparecieron frente a él, observándole. Su memoria era legendaria entre las tribus, pero, fuera de los tumanes, sólo podía recordar susurros de nombres y ninguno con la suficiente fuerza como para estar seguro. Algunos de ellos, con deliberación, siguieron trabajando mientras pasaba el general, pero la mayoría de los hombres se quedaron parados y le miraron fijamente, casi con añoranza, al recordar un mundo diferente. Vio montones de pieles curtidas y cómo recortaban y lavaban en tinas de madera las pieles recién traídas. Para su sorpresa, vio también a mujeres de piel pálida, algunas de ellas embarazadas. Trabajaban con tanto esfuerzo como los hombres para dar vida a ese pueblo congelado y no alzaron la vista cuando pasó por su lado. El nombre de Tsubodai no significaba nada para ellas.

Jochi le aguardaba a la puerta de una cabaña de madera, un edificio pequeño y achaparrado pero de aspecto sólido en comparación con las gers. Los hombros de Jochi eran más poderosos de lo que Tsubodai recordaba, quizá por el duro trabajo de levantar el asentamiento. Tsubodai notó cómo su corazón se aceleraba por la alegría de verle, a pesar de las circunstancias. Habría llevado su montura al trote, pero el oficial minghaan alargó la mano y tomó sus riendas antes de que pudiera hacerlo. Percibiendo una advertencia muda en el hombre, Tsubodai desmontó bajo la mirada atenta de Jochi.

El general mantuvo una expresión fría mientras permitía que dos guerreros le cachearan para ver si llevaba armas. Fueron muy concienzudos, inspeccionando el forro de su deel y quitando todo reborde afilado de su armadura, aunque tuvieran que cortarlo con cuchillos. Soportó la inspección sin mirarlos. Uno de ellos dio un violento tirón para soltar una pieza de hierro de su armadura y Tsubodai posó en él la mirada, haciendo que se ruborizara mientras concluía su tarea. Cuando acabaron, había un montón de cortantes escamas sobre la nieve, junto con su espada y dos dagas. El pesado lienzo que había bajo la armadura había quedado al descubierto en numerosos puntos y le habían arrebatado parte de su dignidad. Sólo entonces se acercó Jochi, mientras sus hombres permanecían cerca con las espadas listas para cortarle la cabeza al general.

—No deberías haber venido, Tsubodai —dijo Jochi. Le brillaban los ojos y, durante un instante, Tsubodai creyó ver en ellos una oleada de afecto, que fue rápidamente reprimida.

—Sabías que vendría —respondió Tsubodai—. Aunque te marches de este lugar cuando yo me haya ido.

Jochi miró a su alrededor.

—Pensé que merecía la pena pagar el precio, aunque muchos de mis hombres querían matarte en los bosques. —Se encogió de hombros—. Tengo otros lugares elegidos, muy lejos. Reconstruiremos el campamento. —Su expresión se endureció—. Pero ya me has costado algo, Tsubodai, porque sabías bien que a ti te dejaría pasar.

Tsubodai se mantuvo muy quieto, sabiendo que un único movimiento brusco sería el final de su vida. Además de las espadas que tenía a la espalda, no le cabía ninguna duda de que había arqueros vigilándole.

—Entonces, asegúrate de no desperdiciar la ocasión, Jochi. Dame la bienvenida a tu campamento y hablaremos.

Jochi vaciló. El que estaba ante él era uno de sus más antiguos amigos, alguien a quien respetaba más que a ningún otro hombre. Y, sin embargo, no podía deshacerse de la sensación de terror que le infundía su presencia. No podía pensar más rápido ni mejor que Tsubodai y era difícil sofocar el creciente miedo que le estaba invadiendo.

—Me alegro de verte —murmuró Tsubodai, con suavidad.

Jochi asintió.

—Y yo de verte a ti, viejo amigo. Te doy la bienvenida a mi campamento. Toma conmigo té con sal. Te dejaré vivir de momento.

Jochi despidió con un gesto a los guerreros que los rodeaban y Tsubodai subió los dos escalones que mantenían la pequeña casa separada del fangoso terreno. Jochi se echó a un lado para dejarle pasar primero y Tsubodai entró en la habitación que había tras el umbral.

Mientras Jochi cerraba la puerta, Tsubodai alcanzó a vislumbrar movimiento de hombres armados congregándose en el exterior. El mensaje era suficientemente claro y trató de relajarse mientras una tetera de hierro empezaba a silbar en la cocina y Jochi le servía un té aguado y le añadía una pizca de sal de una bolsa que colgaba de la puerta. Sólo había una cama baja en aquel lugar y Tsubodai se sentó en un taburete, le dio un sorbo al tazón de té y se deleitó al sentir cómo la infusión iba deshaciendo el frío de su pecho. Jochi parecía nervioso y, mientras sostenía su propio tazón, le temblaban las manos.

—¿Mi madre está bien? —preguntó Jochi.

Tsubodai asintió.

—A ella le encantan las tierras cálidas, más que a la mayoría de nosotros. Tus hermanos están más fuertes cada año que pasa. Ahora Ogedai tiene un tumán propio y Tolui también, aunque sus hombres no son más que muchachos. No me gustaría tener que verlos luchar. Tu padre…

—No me importa cómo está mi padre, Tsubodai —soltó Jochi, interrumpiéndole—. ¿Te ha enviado para matarme?

El rostro de Tsubodai se crispó como si se hubiera quemado los labios. Con cuidado, dejó a un lado el tazón, todavía medio lleno. Había repasado esa conversación muchas veces, pero nada podía haberle preparado para la sensación de desolación que sentía al ver a Jochi de nuevo. En aquel momento, habría dado cualquier cosa por estar muy lejos, conquistando tierras para su khan.

—Gengis me ha dado órdenes muy duras, Jochi. Yo no las quería.

—Y, sin embargo, aquí estás, su fiel sabueso —replicó Jochi, sin ablandarse—. Dime pues qué quiere de mí.

Tsubodai respiró hondo.

—Apenas tienes siete mil hombres, Jochi. Nunca podrían vencer a mi tumán. Su destino depende de lo que tengo que pedirte.

Jochi permaneció quieto como una estatua, sin darle nada hasta que Tsubodai continuó.

—Si regresas solo, les dejaremos en paz. Si no, tengo que matarlos a todos.

—Eso si puedes —gruñó Jochi, montando en cólera.

—Sí, pero sabes que sí puedo.

—No si ordeno que te maten aquí, general. Conozco estos bosques. Mis hombres lucharán para defender sus hogares.

—Si rompes la tregua —continuó Tsubodai con voz calmada—, los míos lucharán para vengarme. Piensa como un líder, Jochi. Les has traído hasta aquí, alejándolos de tu padre. Esperan que tú les des honor y vida. ¿Permitirás que todos ellos mueran?

Jochi se puso en pie, tirando al suelo su tazón de té, que se rompió en mil pedazos.

—¿Esperas que regrese para que mi padre me mate? ¿Que deje todo lo que he construido aquí? Estás loco.

—Tu padre no quiere a tus hombres, Jochi. Al traicionarle, le has ofendido públicamente. No le importa darles caza o no, si tú regresas. Sí, morirás. ¿Esperabas que te mintiera? Serás ejecutado como ejemplo para cualquier otro hombre que pudiera pensar en volverse contra él. Pero a tu pueblo lo dejará en paz. Cuando abandonen este campamento, nadie vendrá a buscarlos, no mientras yo viva. —Él también se puso en pie y se situó frente a Jochi, con expresión severa—. Tú los has llevado a esta situación, Jochi. Su vida está enteramente en tus manos. O bien morirán, o bien vienes conmigo y vivirán. Ésa es la elección que debes hacer, y debes hacerla ahora.

El pecho de Tsubodai se encogió al ver el dolor en el rostro del joven. Él mismo también lo sentía, pero, como Jochi, no tenía elección. Vio que Jochi concluía la lucha interna expulsando una lenta bocanada de aire y sentándose de nuevo sobre la cama. Sus ojos miraban muertos hacia la nada.

—Debería haber sabido que mi padre nunca me dejaría marchar —dijo casi en un suspiro—. Le he dado todo y, aun así, continúa persiguiéndome.

La cansada sonrisa que volvió hacia Tsubodai estuvo a punto de romper el corazón del general.

—¿Qué es una vida después de todo, Tsubodai? Incluso la mía.

Jochi enderezó la espalda y se frotó la cara con fuerza con las manos para que Tsubodai no viera el brillo de sus ojos.

—Éste es un buen sitio, Tsubodai. Hemos empezado incluso a comerciar con pieles, vendiéndolas a otros lugares. Mis hombres han encontrado esposas en sus razias y, en poco tiempo, habrá niños aquí que nunca habrán oído el nombre de Gengis. ¿Te lo imaginas?

—Sí. Les has dado una buena vida, pero esa vida tiene un precio.

Jochi le miró fijamente, en silencio, durante largo rato. Por fin, cerró los ojos.

—Muy bien, general. Parece que mi padre ha enviado al hombre adecuado para hacerme regresar.

Se levantó de nuevo, recobrando parte de su compostura mientras abría la puerta y dejaba que el viento entrara rugiendo en la pequeña estancia.

—Recoge tus armas, general —musitó, señalando el montón sobre la nieve.

Muchos hombres se habían reunido alrededor de la cabaña. Al ver a Jochi, sus rostros se iluminaron. Tsubodai salió y se agachó a recoger su espada y sus puñales haciendo caso omiso de los hostiles guerreros que los custodiaban. Dejó las escamas rotas de la armadura donde estaban mientras se colgaba la espada y se metía las dagas en las botas. No miró a Jochi mientras hablaba con los hombres de más rango. Creía que no podría soportarlo. Su caballo estaba listo para él, sus riendas en manos de un extraño. Tsubodai le dio las gracias con una inclinación de cabeza por costumbre, pero el hombre estaba mirando hacia otro lado, por encima de su hombro.

Tsubodai se giró al ver que Jochi se aproximaba. El joven parecía fatigado y, de algún modo, de menor estatura, como si le hubieran robado algo.

—Vuelve con tu tumán, general. Me reuniré contigo dentro de tres días. Hay algunas cosas que tengo que decir aquí.

Tsubodai inclinó la cabeza desde la silla, devorado por la vergüenza.

—Esperaré por ti, general —dijo.

Jochi dio un ligero respingo al oír el término, pero luego asintió y, dando media vuelta, se alejó de él.

En el tercer atardecer, la nieve seguía cayendo bajo la luz cada vez más débil del sol. Tsubodai no estaba seguro de si Jochi se presentaría ante él como había prometido, pero no había desperdiciado el tiempo. Sus hombres estaban listos para atacar, helados y expectantes. Sus batidores se habían desperdigado en todas direcciones y no había modo de que le sorprendieran. Se había situado en un extremo del tumán, observando cómo el sendero desaparecía bajo los copos de nieve. Deseó poder borrar sus recuerdos por completo, rehacerlos de nuevo, limpios y frescos, en vez de soportar que le torturaran mientras le daba vueltas a lo que podría haber hecho. Todavía se acordaba de cómo se sintió al recibir el paitze de oro de manos del propio Gengis, cuando tenían todo el mundo ante ellos. Se había entregado al khan, esforzándose siempre por demostrar que era merecedor de ese honor. Tsubodai suspiró. El khan era un líder nato, pero no le habría gustado ser su hijo.

Sus exploradores llegaron hasta él antes que Jochi, e informaron que un jinete solitario se abría paso entre los bosques. Durante un momento, Tsubodai deseó que no fuera Jochi, que hubiera decidido utilizar las vidas de sus hombres para obtener la libertad. Gengis habría hecho exactamente eso, pero Jochi había vivido una vida diferente y Tsubodai le conocía demasiado bien.

Cuando vio que era Jochi, Tsubodai se quedó sentado sobre su montura. Aun entonces, confió en que Jochi cambiaría de opinión, pero siguió acercándose más y más hasta detener su caballo frente al general.

—Llévame a casa, entonces, Tsubodai. Llévame a mí y deja que ellos se vayan.

Tsubodai asintió y Jochi guió a su montura entre los guerreros de Tsubodai, que le miraban fijamente, sin llegar a entender qué había hecho. El tumán dio media vuelta para regresar y los dos generales atravesaron las filas para situarse al frente de los hombres.

—Lo siento —murmuró Tsubodai.

Jochi le miró con una expresión extraña, luego suspiró.

—Eres mejor hombre que mi padre —sentenció. Vio que la mirada de Tsubodai se posaba en la espada con cabeza de lobo que llevaba ceñida a la cintura—. ¿Me permitirás conservarla, Tsubodai? La gané justamente.

Tsubodai negó con la cabeza.

—No puedo. La llevaré yo por ti.

Jochi titubeó, pero estaba rodeado de hombres de Tsubodai. De repente, en su rostro se dibujó una mueca terrible, estaba cansado de toda la lucha que había conocido en su vida.

—Tómala, pues —dijo, desabrochando el cinturón con la funda.

Tsubodai alargó la mano como si fuera a aceptar la espada. Jochi la estaba mirando, con la cabeza gacha, cuando Tsubodai le cortó el cuello con un rápido gesto: antes de caer del caballo, el joven ya estaba inconsciente. La blanca nieve quedó salpicada por su brillante sangre.

Mientras desmontaba para inspeccionar el cadáver, Tsubodai lloraba, sacudido por sollozos que apenas le permitían respirar.

—Lo siento, amigo mío —musitó—. Soy el hombre de tu padre. —Se arrodilló ante el cuerpo despatarrado durante largo rato. Sus hombres sabían muy bien que no debían decir nada.

Por fin, recuperó el control y se puso en pie, inspirando una larga bocanada de aire helado, como si pudiera limpiarle la sangre que le manchaba las manos. Había obedecido órdenes de Gengis, pero eso no era ningún consuelo.

—Al amanecer, regresaremos a su campamento —ordenó—. Atacarán, ahora que ha muerto.

—¿Qué haremos con el cuerpo? —preguntó uno de sus oficiales minghaan. Él también había conocido a Jochi cuando era un muchacho y Tsubodai fue incapaz de mirarle a los ojos.

—Lo llevaremos con nosotros. Tratadlo con suavidad. Era el hijo del khan.