Desde lo alto, entre dos pilares de roca, Kachiun observó el valle de Panjshir, donde se extendían las tiendas y los caballos del ejército de Jelaudin. La mañana, ya avanzada, era calurosa, y el hermano menor del khan estaba sudando y rascándose sin darse cuenta una axila, donde tenía un forúnculo que había que sajar. Junto a Jelme y Khasar, había cabalgado tan deprisa como el mejor explorador, forzando brutalmente a los caballos para vengar lo antes posible la derrota de Parwan.
El ejército de Jelaudin sabía que los mongoles habían llegado. Kachiun había descubierto a diversas figuras ataviadas con túnicas observándolos desde todos los picos, hombres que habían trepado por la roca desnuda con la sola ayuda de sus manos hasta situarse en sus posiciones. Uno de ellos estaba muy por encima de su cabeza, fuera del alcance de cualquier flecha. Kachiun no podía derribarlos y se sentía incómodo bajo su silencioso escrutinio. Todos los ojeadores estaban girados hacia él y algunos hacían señales ocasionales con sus banderas al ejército del valle, manteniendo informado a Jelaudin.
También en eso reconoció Kachiun la evidencia de que había una mente controlándolo todo, una mente que finalmente había aprendido de su enemigo. El campamento árabe estaba a unos cinco kilómetros de la ciudad de Parwan, al otro lado del río, en una abierta llanura con una cadena de montañas al fondo que se elevaban como espadas del plano terreno. La posición no le permitía organizar una emboscada ni rodear al ejército y atacar por atrás. Tampoco contaba con el refuerzo de unas murallas, aunque Kachiun vio que habían arrastrado algunos bloques de piedra y estacas de madera y los habían colocado frente al campamento enemigo, perfectamente dispuestos para obstruir una carga. Los cuadrados de tiendas ondeaban en la brisa matutina y, mientras Kachiun los observaba, los hombres se habían ido situando en sólidas filas tras recibir las señales enviadas desde las cumbres con las banderas. Desde su protegida posición, se mostraban confiados, desafiando a los mongoles a que cargaran contra ellos.
—Tenemos que cruzar el río —dijo Jelme, junto al hombro de Kachiun—. Ahora sabemos dónde están. Podemos buscar un vado.
El mando general de los tres tumanes era de Kachiun, que asintió, sin dejar de mirar fijamente el valle mientras Jelme enviaba a los exploradores a buscar el mejor lugar para cruzar el obstáculo. Se mordió el labio mientras pensaba, sabiendo que Jelaudin habría marcado los vados a lo largo de kilómetros. No había ninguna posibilidad de realizar un ataque sorpresa cuando el hijo del sah sabía exactamente por dónde iban a aparecer. Con todo, tenían que cruzar. Jelaudin había elegido el lugar donde se desarrollaría la batalla. Conocía el terreno, los números estaban de su parte, así como cualquier otra ventaja de importancia. Una vez más, Kachiun deseó que Gengis le hubiera permitido traer más hombres, al menos en esta ocasión.
Kachiun entornó los ojos para ver mejor al ojeador que le vigilaba desde lo alto, a cientos de metros por encima de su cabeza. Llevaba una larga túnica blanca y se había puesto en cuclillas después de haber escalado la cara de una roca que acababa prácticamente en punta. Kachiun resistió el vivo deseo de enviar a unos guerreros a acabar con él. Posiblemente, el hombre hubiera tardado días en alcanzar esa precaria posición sobre la entrada del valle. Si llevaba odres de agua y provisiones, podría defenderla frente a los que se aventuraran a escalar tras él tanto tiempo como quisiese.
Su hermano Khasar se aproximó con su caballo a la línea del frente. Kachiun vio que él también lanzaba una mirada hostil al hombre de las alturas.
—No podemos quedarnos aquí todo el día, hermano —dijo Khasar tras frenar a su lado—. Yo podría descender y destruir aquel pueblecillo, al menos. Tal vez los árabes se desanimen si ven ascender una columna de humo desde allí.
Kachiun recorrió el valle con la vista. Los oficiales minghaan que habían sido derrotados habían descrito el terreno con gran lujo de detalles, penosamente deseosos de agradarle tras la vergüenza de su fracaso. Kachiun no vio ninguna figura moviéndose en el pueblo y supuso que la gente se había vuelto a retirar a la fortaleza que se alzaba imponente sobre la planicie. Si hubiera pensado que tenía el más mínimo sentido, habría enviado a Khasar hacia allá como un rayo, pero negó con la cabeza.
—¿Qué importancia tiene un pueblo más, para nosotros o para ellos? Cuando hayamos vencido a este ejército, podremos tomar la fortaleza como queramos.
Khasar se encogió de hombros ante su respuesta y Kachiun continuó, expresando sus pensamientos en voz alta para que fueran comprendidos con claridad.
—Se siente seguro, Khasar, con las montañas a su espalda.
—Entonces es un idiota —aseguró Khasar, con ligereza.
—No es ningún idiota, hermano. Ese hombre nos ha visto arrasar el ejército de su padre. Conoce nuestras tácticas y nuestros puntos fuertes, quizá también nuestras debilidades. Mira cómo ha colocado esos bloques de piedra para interponerse en el camino de nuestros lanceros y líneas de arqueros. Se siente seguro y eso me preocupa.
—Piensas demasiado, Kachiun. Cuando Jelme haya encontrado un lugar por donde cruzar el río, le clavaremos contra esas colinas. Servirá de ejemplo para los demás.
Kachiun asintió con cautela. Gengis no había pedido una victoria rápida, sino que sangraran un poco al enemigo. No obstante, la primera regla de la guerra era evitar que el enemigo eligiera el terreno y las condiciones de la lucha. Kachiun hizo crujir los nudillos de ambas manos, luego su cuello, y deseo que Tsubodai estuviera allí para preguntarle cuál era su opinión.
No pasó mucho tiempo antes de que los batidores de Jelme regresaran, informando de que había un vado de escasa profundidad a apenas ocho kilómetros más abajo en el curso del río. Kachiun ordenó a los tumanes que avanzaran sin poder evitar lanzar una rápida mirada a las brillantes banderas que empezaron a ondear de una cima a otra informando del movimiento de sus tropas.
—Ya vienen —murmuró Jelaudin, leyendo las banderas.
—No tienen alternativa —respondió Nawaz.
Jelaudin miró al rajá desde debajo de su ceño fruncido, disimulando una sonrisa divertida mientras recorría en un instante con la vista al pavo real a quien había nombrado su lugarteniente. Bajo su armadura, el raja iba vestido de seda púrpura y oro, e iba tocado con un turbante azul pálido. A los ojos de Jelaudin, parecía que había sido vestido por una prostituta o un actor, pero no ponía en duda su determinación.
De nuevo, Jelaudin pasó revista a los hombres en formación, aunque los había inspeccionado un millar de veces ya. No había fallos, estaba seguro. Las montañas protegían su retaguardia, mientras que, delante de ellos, había montones de pesados bloques sacados de los muros de Parwan, situados exactamente donde más obstaculizarían el paso de los jinetes mongoles. Si el enemigo había enviado a alguien al pueblo, habrían descubierto que faltaban grandes secciones de muro, que flotaban en el río sobre balsas fabricadas con tablones tomados de las casas. La población de aquel lugar había perdido mucho en los preparativos de esa defensa, pero no lamentarían el sacrificio, no cuando el ejército ya había obtenido un éxito contra los infieles. La fortaleza en la que se refugiaban estaba demasiado lejos para que Jelaudin pudiera distinguir rostros individuales, pero sabía que observaban desde las alturas. Ellos, al menos, tendrían unas vistas espectaculares de la batalla que estaba a punto de comenzar.
—Tenemos hasta el comienzo de la tarde si utilizan el primer vado para cruzar el río —dijo Jelaudin—. Vamos a caminar entre los hombres una vez más. Algunos estarán nerviosos y les ayudará vernos a nosotros calmados y alegres.
Sus propios ojos desdecían sus palabras, pero Nawaz no hizo ningún comentario, sino que simplemente agachó la cabeza y desmontó para caminar a su lado.
—Había esperado más de treinta mil hombres —aseguró Nawaz mientras pasaban entre dos tiendas—. ¿Tan arrogantes son?
Jelaudin asintió.
—Su arrogancia está justificada, amigo mío. Destrozaron el ejército de mi padre cuando los superaba tres veces en número. Ésta será una dura batalla, aun después de mis preparativos.
Nawaz dejó salir un soplido, mostrando su seguro desdén ante esa posibilidad.
—He vaciado las arcas de mi tesoro para darte los escudos y las armaduras que querías. A cambio, tú has encendido los corazones de los hombres. —Vio que Jelaudin le miraba y continuó—. No soy ningún idiota. Los conoces mejor que ningún otro hombre, pero esta misma noche estaremos quemando pilas de cadáveres mongoles.
Jelaudin sonrió ante la confianza del rajá. Era cierto que conocía bien la impresionante fuerza que eran los mongoles en la guerra. Podía albergar la esperanza de obtener la victoria, pero nada en este mundo estaba garantizado.
—Guiaré a los hombres en sus oraciones hoy a mediodía. Si Alá nos observa con clemencia, arrasaremos la leyenda de este khan, robándole toda su fuerza. Ganemos aquí y todas esas ciudades que están observando, a la expectativa, se unirán a nosotros para expulsar para siempre a ese hombre de nuestras tierras. Perdamos y nunca jamás podremos volver a desafiarle. Eso es lo que se juega aquí hoy, Nawaz.
El rajá bajó la cabeza, abstraído. Admiraba enormemente a Jelaudin, incluso antes de que hiciera que los mongoles salieran huyendo por aquel puente. Más que ninguna otra cosa, deseaba impresionar a aquel hombre que conoció cuando era un muchacho, sólo un año mayor que él. Su mirada recorrió las líneas de hombres que Jelaudin había reunido bajo un único estandarte. Turcomanos, bereberes, beduinos de los distantes desiertos y guerreros de tez oscura de Peshawar, diferenciados del resto por la armadura de su guardia personal. También había afganos en las filas, hombres adustos que habían descendido de las colinas con pesadas espadas curvas. Ninguno de ellos llevaría montura en la batalla de hoy. Jelaudin había elegido una posición que eliminaría la ventaja de los caballos mongoles. Su ejército lucharía a pie. Vencerían o serían destruidos.
Había trabajado mucho a lo largo de los anteriores días para preparar la posición, sabiendo que la respuesta de los mongoles no se demoraría. Nawaz había colaborado incluso físicamente con sus hombres a llevar las piedras de Parwan al otro lado del río. El rajá esperaba que notaran que podía dejar a un lado su dignidad para trabajar con ellos, aunque sus afectados esfuerzos habían despertado las risas de Jelaudin. Nawaz se ruborizó al recordar las palabras de Jelaudin sobre el tema del orgullo. ¡Él era un príncipe de Peshawar! El orgullo nacía en él de forma natural, aunque se esforzaba en ser humilde.
Nawaz arrugó la nariz mientras Jelaudin y él pasaban junto a una hilera de letrinas, en torno a la que volaban nubes de moscas airadas ante los hombres que echaban tierra sobre ellas. Incluso en eso había desempeñado Jelaudin un papel: había elegido la localización para que cuando estuvieran llenas, crearan un tosco banco de tierra en su flanco derecho. Nawaz retiró la vista de los hombres que echaban tierra en la zanja, pero Jelaudin los saludó por su nombre y disminuyó su vergüenza por estar realizando una labor tan impura. Nawaz lo observaba con febril intensidad, tratando de aprender todo cuanto pudiera. Para equipar al ejército, había gastado el oro de su padre como si fuera agua. De algún modo, no era suficiente y confiaba en demostrarle a Jelaudin que podía comandar y luchar con tanto valor como cualquiera de los hombres que los rodeaban.
El sol se desplazó a través de los cielos, arrojando una sombra sobre el ejército que aguardaba. Se iría desvaneciendo hasta desaparecer a medida que se acercara el mediodía, pero hasta entonces, los hombres estaban frescos. Los tumanes mongoles estarían acalorados y sedientos para cuando hubieran cruzado el río y cabalgado de vuelta hasta ellos. Jelaudin había pensado en todo y asintió con gesto aprobador en dirección a los jóvenes que esperaban con odres llenos de agua para salir corriendo entre los hombres cuando la lucha comenzara. Los caballos estaban a salvo, atados en retaguardia, donde no pudieran ser presa del pánico y desbocarse. Vio los haces de flechas amarrados con cuerdas, así como miles de escudos y espadas nuevas.
—Esta mañana no he comido nada, Nawaz —dijo Jelaudin de repente—. ¿Compartirías un bocado conmigo?
De hecho, no tenía apetito en absoluto, pero sabía que sus hombres sonreirían y señalarían a los demás a su líder al verle comer despreocupadamente mientras el temido enemigo se aproximaba.
Nawaz le condujo a su propia tienda, más grande que las demás. Era tan opulenta como las ropas que vestía y Jelaudin volvió a sonreír para sus adentros ante la ostentación que rodeaba al príncipe. Cuando llegó a la entrada, Jelaudin miró hacia la llanura que había elegido para vengar al sah de Corasmia, buscando algo que no estuviera en su sitio o que pudiera mejorar. No encontró nada. Todo lo que quedaba por hacer era esperar.
—Diles a tus criados que saquen la comida ahí fuera, Nawaz —murmuró—. Que los hombres me vean sentado como uno más de ellos. Pero que la comida sea simple, como la que podrían tomar ellos mismos.
El rajá de Peshawar inclinó la cabeza, precipitándose hacia el interior de la tienda para cumplir los deseos de Jelaudin.
Tras cruzar el vado, los tumanes salieron chorreando agua y lodo, pero el sol absorbió la humedad mientras recorrían los ocho kilómetros que los separaban del valle de Panjshir. Hacía tiempo que el sol había pasado el mediodía cuando volvieron a ver al enemigo en la distancia. Con Jelme y Khasar a su lado, Kachiun avanzaba al paso al frente de los tres tumanes, conservando la fuerza del animal.
—Va a ser una batalla muy dura, hermano —dijo Kachiun a Khasar—. Sigue mis órdenes y quítate de la cabeza la idea de que va a ser una victoria fácil.
Khasar se encogió de hombros mientras el valle se abría ante ellos. Habían encontrado otra entrada a la llanura central, pero también había un hombre apostado en lo alto de uno de los picos que, al avistarlos, se puso en pie y alzó en el aire un estandarte que podría ser visto a kilómetros de distancia. El río discurría a su izquierda mientras trotaban hacia el campamento de Jelaudin. Los tres generales vieron que su ejército había formado a pie formando un arco sobre el terreno. Sesenta mil hombres de pie eran una visión formidable y los mongoles siguieron cabalgando con una sombría concentración, atentos a las órdenes de sus generales.
Mientras cruzaban la llanura, Kachiun notó que tenía la vejiga llena. Si tuvieran ante sí una larga cabalgada, sencillamente dejaría que el líquido se deslizara por el flanco del caballo. Con el enemigo tan cerca, hizo una mueca y se contuvo antes que permitir que sus hombres pensaran que se orinaba de miedo.
Cuando las líneas enemigas se encontraban a unos dos kilómetros de distancia, Khasar y Jelme retrocedieron con sus monturas por entre los tumanes para retornar a sus posiciones. Habían escuchado con atención a Kachiun mientras cabalgaban hacia el vado y tras salir del río, y ambos sabían lo que tenían que hacer. Al menos en eso, Kachiun no tenía ninguna duda de que estaba bien servido. Alzó una mano y treinta mil guerreros se pusieron al trote. Frente a ellos, la primera línea de Jelaudin levantó espadas y escudos, apoyando sobre los hombros las pesadas hojas, que relumbraban bajo el sol vespertino.
Kachiun clavó la mirada en los bloques de piedra que salpicaban el terreno. No sabía si Jelaudin había cavado fosas delante de sus hombres y se torturó tratando de adivinar dónde podían estar localizadas. ¿Debería dejar el centro abierto y concentrarse sólo en los flancos? Era desesperante saber que Jelaudin conocía sus tácticas. Sin duda esperaría que adoptaran la formación de media luna, en cuyo caso, Kachiun debería enviar a los tumanes por el centro. Eso dejaría en situación de vulnerabilidad sus propios flancos y sintió un sudor frío resbalando por sus axilas mientras cabalgaba. Sus generales conocían el plan, pero estaban preparados para cualquier cosa y podía cambiar las órdenes en cualquier momento antes de que se lanzaran contra el enemigo.
Jelaudin había visto luchar a Gengis, se dijo Kachiun. O bien uno o ambos flancos encontrarían trampas en su camino. A menos de un kilómetro de sus rivales, lo supo de repente con absoluta certeza. Ese príncipe pensaba que se había puesto a salvo colocándose en una posición en la que no podía maniobrar. Kachiun decidió demostrarle el defecto existente en su razonamiento.
—¡Todos hacia la derecha! —bramó, levantado el brazo y agitándolo en círculo. Los exploradores que estaban a su lado alzaron sus banderas rojas por la derecha y los tumanes obedecieron. Atacarían sólo el flanco derecho, enviando todo cuanto tenían únicamente contra esa parte del ejército de Jelaudin. Entretanto, que los otros se pusieran nerviosos detrás de sus rocas y sus trampas con pinchos.
Eran necesarios años de práctica para mover a tantos hombres sin obstaculizar las líneas de los demás. Los mongoles lo hacían como si no les costara ningún esfuerzo: como deslizándose, los tumanes adaptaron otra formación lejos del ala del enemigo. Aumentaron su velocidad hasta el medio galope imitando a Kachiun y tendieron sus arcos. A sus espaldas, una columna de humo se elevó lo suficiente para atravesar el valle con su sombra. Tenían el sol detrás y, al avanzar, negras siluetas corrían frente a ellos.
Kachiun vio cómo las espadas enemigas se sacudían airadas cuando pasó como un trueno junto a las primeras pilas de piedras a su izquierda y las dejó atrás. Si él hubiera liderado a los hombres de Jelaudin, ya habría hecho que avanzaran, como una puerta cerrándose de golpe sobre los tumanes. Pero allí estaban, de pie, inmóviles, como les habían ordenado.
A cuatrocientos pasos, Kachiun iba contando en voz alta mientras la distancia disminuía a una velocidad terrorífica. Cabalgaba en la quinta fila, sin exponerse en exceso para poder dirigir la batalla. El corazón le latía con fuerza en el pecho y tenía la boca seca. Se obligó a respirar por la nariz: cada aliento, un resoplido. Los tres tumanes se abalanzaban a toda velocidad sobre el enemigo. Se habían abierto tanto que golpearían a los árabes prácticamente junto a la hilera de colinas.
Las primeras filas se toparon con las zanjas ocultas con juncos y tierra. A galope tendido, los caballos cayeron con violencia, haciendo que sus jinetes salieran despedidos por los aires. A algunos se les quedaron los pies atrapados en los estribos y se dislocaron las piernas al frenar de forma tan repentina. El ejército de Jelaudin rugió, pero los mongoles se recuperaron con rapidez. Más de cien hombres habían caído, pero los que todavía seguían vivos se hicieron un ovillo y utilizaron sus monturas como protección mientras las filas que los seguían saltaban sobre ellos. Unos cuantos más cayeron al calcular mal la barrera de maltrechos caballos, pero la línea apenas redujo el paso. Ningún otro ejército habría podido disparar una lluvia de flechas en la franja de terreno que separaba las zanjas del enemigo. Los mongoles lanzaron una descarga tan densa como una nube de moscas contra los árabes, derribando la primera fila. Cuando llegaron a las líneas de espadas, algunos de los guerreros arrojaron sus arcos, aunque la mayoría dedicaron un momento a asegurarlos en un gancho de la silla de montar, mientras empuñaban la espada con la otra mano. En su impulso no había preocupación por los muertos que habían dejado en aquellas fosas, sino sólo el deseo de vengarlos.
La atronadora línea se abalanzó sobre los soldados de Jelaudin casi a la máxima velocidad posible, de manera que el peso y la potencia de los caballos eran tan peligrosos para un ejército a pie como las propias espadas. Los mongoles utilizaron a sus monturas sin piedad como arietes para romper en pedazos las filas enemigas.
Kachiun vio cómo se defendían los árabes: sus espadas curvas ondeaban destellando al sol. Sus tumanes habían atacado sólo una pequeña parte de la línea y a más de la mitad de sus hombres les era imposible utilizar sus armas y lo que hicieron fue lanzar una descarga de flechas por encima de sus propias filas que se elevó en lo alto buscando como blanco cualquier punto de las huestes enemigas. Los proyectiles mermaron las filas árabes, pero, tal y como le habían relatado a Kachiun, los escudos enemigos eran de excelente calidad y mantuvieron la disciplina. Vio varios escudos elevándose por encima de las cabezas de los soldados para formar un muro contra las flechas que llovían sobre ellos mientras los hombres se resguardaban debajo.
Los hombres de Jelaudin luchaban con furia y disciplina mientras les obligaban a retroceder un paso y luego otro más pasando por encima de sus propios muertos. La carga mongola perdió velocidad contra sus apretadas filas y las espadas curvas siguieron alzándose y cayendo al unísono. Algunos guerreros fueron derribados de la silla por el golpe de sus hojas y Kachiun contempló horrorizado cómo oleadas de soldados hacían retroceder a sus hombres y los iban rodeando uno a uno, dejándolos solos a merced de la marea árabe, como islas en el mar.
El resto del ejército de Jelaudin empezó a arremeter contra él. Habían abandonado la seguridad de su posición, pero no avanzaban en una loca avalancha, sino en orden. Al ver cómo se adelantaba el flanco más alejado, Kachiun maldijo entre dientes. Su columna había chocado contra una sola parte del ejército enemigo y alargó la mano hacia el cuerno que llevaba colgado al cuello para responder a esta nueva amenaza. Cuando hizo sonar la nota, Khasar respondió, haciendo que sus hombres se retiraran con una única orden que fue descendiendo por la cadena de mando. Kachiun captó su mirada inquisitiva y señaló hacia la cortina de hombres que se cerraba sobre ellos en la planicie. Los hombres de Jelaudin sabían dónde estaban las zanjas y atravesaron el terreno casi sin detenerse. En escasos momentos habrían rodeado a los tumanes mongoles y, a partir de entonces, empezaría la verdadera matanza.
Khasar contaba con diez mil arqueros, cada uno de ellos con un carcaj de treinta flechas a la espalda. Formaron la línea más amplia posible, pero el extremo delantero fue rápidamente absorbido por la batalla del ala. El resto tensó sus arcos y apuntaron hacia los que marchaban contra ellos. Khasar dejó caer su brazo y mil flechas surcaron el aire, penetrando en hombres y armaduras. Al instante, lanzaron otra descarga, y luego otra más.
Kachiun gritó, frustrado, mientras observaba cómo se estremecían las líneas árabes. Cientos de ellos cayeron, pero caminaban con los escudos en alto y apenas gruñeron al recibir los disparos. Kachiun estaba expuesto y, por primera vez, temió verdaderamente la derrota.
Volvió a hacer sonar el cuerno, una doble nota repetida que haría que sus hombres echaran a correr. Los que estaban más cerca fueron los primeros que reaccionaron, pero la orden se fue propagando como una onda por los tumanes. Khasar chilló enfadado, pero luego él también hizo que su caballo diera media vuelta y, dejando atrás a sus enemigos, se retiró.
Las fuerzas árabes bramaron triunfantes al ver cómo huían sus rivales. Miles de ellos intentaron derribar a los mongoles que se alejaban al galope, saliendo tras ellos con las espadas listas para descargar un golpe brutal. Kachiun aguardó a sus hombres, asegurándose de no cabalgar tan deprisa que los demás quedaran atrás. La falsa retirada habría sido más fácil contra hombres a caballo, donde cada jinete cabalga solo en un frenesí salvaje y ávido de sangre.
Kachiun tomó una rápida bocanada de aire cuando una nueva señal del cuerno resonó en la llanura. No era una de las suyas. Para su asombro, vio que las líneas árabes que habían salido corriendo tras ellos se detenían con una sacudida y regresaban a sus puestos. Un príncipe con ropajes chillones había soplado la nota entre sus filas y sus hombres abandonaron la persecución al instante. Kachiun ya había planeado el punto en el que daría media vuelta y los despedazaría, lejos de la protección del terreno que habían preparado. En vez de eso, vio cómo volvían a formar colocándose en sus posiciones iniciales y los tumanes se quedaban solos en la planicie, jadeando ensangrentados mientras se ahogaban en frustración.
Sólo unos cuantos árabes fueron demasiado lentos para reaccionar a tiempo y fueron eliminados por los guerreros mongoles. El resto se mantuvo en sus sólidas filas y rugieron insultos hacia ellos, alzando sus espadas y escudos como si desafiaran a los mongoles a acercarse y llevárselos. Kachiun notó la expresión consternada de Khasar cuando ambos hermanos se encontraron a menos de un kilómetro del campo de batalla.
—Jelaudin —dijo Khasar, respirando con dificultad—. Ese bastardo nos conoce demasiado bien.
Kachiun asintió con gesto sombrío. El hijo del sah había visto las falsas retiradas cuando se enfrentó a su padre y estaba preparado para ellas. Los mongoles habían quedado como unos idiotas al salir huyendo del enemigo y el general tuvo que hacer un esfuerzo para recobrar la calma que necesitaba.
El sol había recorrido un trecho sorprendentemente largo en el cielo durante la lucha y las primeras sombras de la tarde brotaron con un salto de él cuando desmontó y se llevó un odre de agua a la boca. Había tiempo para otro ataque, pero Jelaudin había previsto cada paso que habían dado y toda su confianza se había desvanecido. Khasar percibió su confusión y volvió a hablar, sabiendo que lo que necesitaban era que su hermano empezara a pensar.
—¿Y si adoptamos una posición alejada de sus líneas durante la noche y les lanzamos descargas de flechas? Podría hacer que se separaran de las colinas que resguardan su retaguardia.
Kachiun negó con la cabeza.
—Sin otra amenaza, simplemente se agruparían bajo los escudos. Desperdiciaríamos las flechas.
—¿Entonces qué, hermano? ¿Dejamos que celebren su triunfo? —preguntó Khasar. Cuando Kachiun no respondió, se le abrieron los ojos como platos. Estaba escandalizado—. ¿Permitirás que esos campesinos follaperros obtengan la victoria?
—A menos que tengas una idea mejor —soltó Kachiun con brusquedad.
Khasar lo miró atónito y ambos alzaron la vista agradecidos cuando apareció Jelme a caballo, cubierto de polvo.
—Por fin hemos cortado la ruta que los comunicaba con el río —anunció Jelme—. Por muchas reservas de agua que tengan, se les acabarán con el tiempo. Podemos esperar.
La expresión de Khasar mostró su desdén por la idea.
—Ojalá estuviera aquí Tsubodai —dijo—. Con él no esperaríamos a que el enemigo se muriera de sed o de viejo.
Kachiun hizo una mueca, aunque pensaba lo mismo que él.
—La situación está así —sentenció—. Sin trucos ni maniobras. Sólo arcos y espadas contra un enemigo que nos dobla en número.
—¿Eso es todo lo que tienes? —preguntó Khasar, incrédulo—. Gengis te cortará los pulgares como sigas un plan como ése. Perderemos más de la mitad de nuestros hombres.
—Nunca antes nos hemos enfrentado a un enemigo así, Khasar, y es imprescindible que ganemos. —Se quedó pensativo un momento mientras los otros dos hombres lo miraban con gesto ansioso—. Si no abandonan su posición, podemos acercarnos despacio, despejando el terreno a medida que avanzamos. —Alzó la vista y vieron que había recobrado la confianza—. Los arqueros al frente, para mantenerlos agachados bajo los escudos mientras arremetemos contra ellos. Los lanceros tras los arqueros, listos para cargar. Sin las zanjas y las rocas, son sólo un ejército de soldados a pie. Acabaremos con ellos. —Echó una ojeada al sol, que se aproximaba a las colinas occidentales y su rostro se crispó—. Pero no será hoy. Tenemos que esperar a que amanezca. Que los hombres descansen y coman y se venden las heridas. Mañana será una prueba para todos nosotros, pero no podemos fallar en este lugar.
Cuando Khasar habló, en su voz no había ni rastro de su habitual tono burlón.
—Hermano, debes enviar a unos hombres a hablar con Gengis. Haz que traiga refuerzos.
—No llegaría hasta nosotros en menos de medio mes, Khasar.
—¡Pues esperemos! Esperemos y veamos cómo a esos campesinos les entra la sed mientras nos bebemos su río.
Jelme se aclaró la garganta y ambos hermanos se sintieron aliviados cuando su intervención rompió la tensión entre los dos.
—Las pérdidas serían menores si tuviéramos con nosotros al resto de los tumanes. Eso es verdad.
Kachiun sabía que era un buen consejo, aunque todo en él deseaba reanudar la batalla. No podía recordar que nadie le hubiera puesto en una posición así y dolía. Maldijo durante un buen rato, en tres idiomas.
—¡Que se pudran en el infierno! Muy bien, enviaré unos jinetes a ver a Gengis.
Khasar sabía que la decisión había obligado a su hermano a dejar a un lado su orgullo y por una vez eligió no burlarse de él, sino que solamente le palmeó el hombro.
—El objetivo de una guerra es ganarla, Kachiun. No importa cómo lo hacemos, o cuánto tardemos. Para cuando llegue Gengis, tendrán la garganta seca como pollos al sol. Disfrutaré de lo que suceda después de eso.
Cuando salió el sol al día siguiente, arrojando una luz gris sobre el valle de Panjshir, los mongoles se levantaron en su campamento al otro lado del río, donde no podían atacarlos durante la noche. Al principio, Kachiun no podía comprender por qué sus exploradores estaban gritando. Había helado por la noche y había dormido con los brazos metidos dentro del deel que llevaba encima de la armadura. Se metió las mangas para liberar la mano de la espada y la cogió por instinto cuando los exploradores llegaron corriendo hasta él.
—¿Nos atacan? —preguntó, todavía entumecido por el sueño y el frío. Los exploradores parecían aterrorizados por tener que darle la noticia.
—No, general. El enemigo se ha marchado durante la noche. La llanura está vacía.
El cuerpo de Kachiun desfalleció. El valle de Panjshir era un laberinto de grietas y de pasos. Sin duda los hombres de Jelaudin los conocerían todos.
Su mente saltó a los exploradores que había enviado a buscar a Gengis la noche anterior. No había hecho una gran labor en el valle de Panjshir y ahora tendría que mandar a más hombres para mantener informado a Gengis. Aún peor era el pensamiento que no quería escuchar, que los hombres de Jelaudin se habían llevado consigo otra victoria a las colinas. Era un terreno difícil para rastrear a un enemigo en movimiento. La perspectiva de buscarlos en el laberinto de rocas y valles que conformaban esa parte del mundo casi le enfermaba de furia. No importaba que la mayor parte de su ejército estuviera intacto. El enemigo les había visto batirse en retirada. Kachiun tragó con dificultad cuando se dio cuenta de que había dejado escapar del valle una chispa que podría hacer arder el mundo. Se correría la voz de que los mongoles podían ser derrotados y, le gustara o no, Gengis tendría que ser informado.
—Que vengan los rastreadores —exclamó con voz áspera—. Tendremos que darles caza.