XXXIII

El batidor mongol percibió algo. Había seguido a dos hombres hasta las montañas durante tres días enteros, manteniéndose a buena distancia mientras observaba su progreso. Le habían conducido hasta el interior de un laberinto de cañones y altas montañas en torno al valle de Panjshir y la ciudad afgana de Parwan, con su antigua fortaleza. Era un país duro, pero era un explorador experimentado y conocía cada rincón del terreno. La oscuridad era cada vez mayor y, en vista de que ya no podía seguir el rastro, buscó un lugar seguro donde pasar la noche. Le molestaba haber perdido a ambos hombres. Algo en ellos había despertado su curiosidad desde el primer momento en que los vio. Desde la distancia, le había parecido que pertenecían a una de esas tribus afganas de las colinas que se envolvían en telas para proteger sus rostros del sol y del viento. Aun así, había algo extraño en ellos y se había sentido impelido a seguirlos. En el cañón, sintió una punzada en el estómago, como si alguien le estuviera observando. ¿Le habrían preparado una emboscada? Era posible. Las tribus de las colinas conocían el terreno mejor que él mismo. Se movían como fantasmas cuando querían y el explorador se sintió tentado de dar marcha atrás y volver a buscar el rastro cuando saliera el sol. Vaciló y se quedó sentado muy quieto mientras agudizaba el oído para percibir cualquier sonido que destacara sobre el gemido del viento que paseaba girante entre las colinas.

Oyó el chasquido de un arco, pero no se tiró al suelo lo suficientemente rápido. La flecha le golpeó con fuerza en el pecho, donde no tenía armadura que le protegiera. El explorador gruñó, cayendo hacia atrás en la silla. Tomó con las dos manos el cuerno de la silla que tenía entre las piernas, enderezándose mientras su caballo relinchaba, nervioso. Tomó una breve bocanada de aire, escupió sangre y tiró de las riendas. Sus ojos estaban llenos de lágrimas de dolor y, sin ver nada, hizo que su yegua diera media vuelta y confió en ella para encontrar la salida.

Otra saeta salió zumbando de la penumbra y se le hundió en la espalda, perforándole el corazón. El impacto le derribó y su cuerpo se desplomó, deslizándose por delante de la cabeza de su montura. La yegua estuvo a punto de desbocarse, pero unos hombres salieron corriendo hacia ella y agarraron las riendas.

—Ha muerto —le dijo el arquero al hombre que le acompañaba.

Jelaudin le puso una mano en el hombro.

—Buen trabajo, con esta luz era un disparo difícil.

El arquero se encogió de hombros, le quitó la cuerda a su arco, la dobló cuidadosamente y la guardó en una bolsita que colgaba de su cintura. Sabía que era un excelente tirador, quizá el mejor que el príncipe de Peshawar podía ofrecer. Su amo le había puesto al servicio de Jelaudin, pero la lealtad del arquero era sólo para el príncipe, no para aquel harapiento hombre sagrado. Con todo, era evidente que Jelaudin conocía al enemigo. Había sido capaz de predecir el movimiento del explorador, atrayéndole justo lo necesario para que se pusiera a tiro.

Jelaudin pareció leer el rumbo que estaban tomando los pensamientos del arquero, a pesar de la oscuridad que reinaba en el cañón.

—Si les quitas los ojos, los mongoles son mucho menos temibles —aseguró con voz suave—. Dios guiaba tu flecha, amigo mío.

El arquero inclinó la cabeza en señal de respeto, aunque era un artesano y se enorgullecía de sus habilidades.

—¿Seremos capaces de liberar la fortaleza de Parwan, amo? Tengo un viejo amigo que vive en la ciudad. Me gustaría pensar que podré sacarle con vida de allí.

Jelaudin sonrió en la oscuridad.

—No lo dudes ni por un momento, amigo. Por la mañana, con sus batidores muertos, los mongoles estarán ciegos. Saldremos de las colinas y caeremos sobre ellos como una avalancha.

Cuando amaneció, el sol reveló las polvorientas tierras que rodeaban Parwan y la fortaleza que se alzaba a su espalda. Cuatro minghaans mongoles rodeaban la alta torre de su castillo, un vestigio de los días en los que había partidas de asalto procedentes de las colinas deambulando por la región. La población había abandonado sus posesiones y había corrido a protegerse en el interior de sus murallas, a salvo por un tiempo.

Los guerreros mongoles habían cercado la fortaleza por completo, sabiendo que allí dentro dispondrían de poca agua. Un río bastante hondo discurría a través del valle y los mongoles dieron de beber a sus caballos libremente mientras los de la fortaleza sentían sólo polvo en sus gargantas. Algunos de los mongoles deambulaban por la ciudad desierta mientras esperaban. Otros construyeron un puente sobre el río para poder cazar en las arboladas colinas que había al otro lado. No tenían prisa. La fortaleza caería y otra ciudad aceptaría a su nuevo gobernante o sería destruida de raíz. Los oficiales disfrutaban complacidos de ese tiempo de ocio mientras observaban cómo los rayos del sol formaban largas sombras en la arena. No necesitaban la ciudad, ni nada que poseyera, pero se encontraba en mitad de su ruta hacia el oeste y Gengis había ordenado que despejaran el camino.

En los dos años transcurridos desde que Gengis y Tsubodai se enfrentaran a los Asesinos, ese tipo de tarea se había convertido en algo común. Siempre contaban con hombres mutilados o ancianos para dejarles al mando de los fuertes del camino. Recibían tributos en forma de oro, esclavos o caballos y, con el paso de cada nueva estación, su control sobre las tierras afganas era mayor. Siempre había pueblos que se negaban a inclinar la cabeza ante sus nuevos gobernantes, pero si luchaban, eran asesinados hasta el último de sus hombres. La antigua torre de piedra de Parwan era perfecta para las necesidades de los mongoles y, a medida que los días fueron pasando y el único pozo se secó, los habitantes de la ciudad perdieron toda esperanza. No sabían nada de las grandes guerras que se estaban desarrollando a su alrededor, sólo que una implacable fuerza de guerreros despiadados les aguardaba al otro lado de los muros.

Jelaudin abandonó las montañas cuando despuntó el alba, con las palabras de la oración matutina todavía frescas en los labios. Sus mejores rastreadores conocían esa región mejor que cualquier explorador mongol y les habían perseguido por valles y cañones hasta que el último de ellos había caído bajo la atenta mirada del príncipe. Así pues, la fuerza mongola no había recibido aviso alguno del ataque. Jelaudin estaba exultante mientras observaba cómo sus hombres invadían en tropel el valle de Panjshir mientras su río relucía al sol. Los mongoles apenas habían tenido tiempo para correr hacia sus caballos antes de que su ejército formara. Había apelado a sus hombres con fe y ellos habían respondido, llegando hasta él a pie o a caballo desde miles de kilómetros de distancia. Se le habían unido grupos de nómadas turcomanos, algunos de ellos tan buenos con el arco como los propios mongoles. A su izquierda cabalgaban los guerreros bereberes, que compartían su fe aunque no la sangre árabe que corría por las venas de Jelaudin. Auténticos árabes, beduinos, persas, incluso turcos: a todos ellos los había unido a los hombres de Peshawar y su príncipe. En torno a ese núcleo, Jelaudin había entrenado a su ejército.

Los mongoles respondieron lanzando silbantes descargas de flechas, pero Jelaudin conocía bien a sus rivales y todos sus hombres llevaban largos escudos hechos con varias capas de madera y cuero curtido. Con el oro del príncipe respaldándole, había creado un diseño que resistía bien ante los arcos mongoles y sólo unos pocos de sus hombres cayeron en las primeras tandas de certeros disparos. La distancia iba disminuyendo y Jelaudin cabalgaba con coraje, gritando a voz en cuello cuando los mongoles cambiaron de blanco de los hombres a sus valiosos caballos. Ellos también llevaban la mejor armadura que Peshawar podía fabricar, escamas de metal superpuestas que les cubrían el pecho y los largos hocicos. La nueva estrategia ralentizó su carga, pero las flechas no conseguían derribarlos fácilmente.

Se abalanzaron sobre la formación de líneas mongolas que brotó ante ellos del caos, estrellándose con contundente fuerza contra hombres que no cedían ni un milímetro. La última descarga de flechas había mermado sus efectivos y, a escasos pasos de distancia, ni siquiera sus corazas y escudos podían protegerlos. Jelaudin los vio caer pero, de repente, estaba en medio del enemigo, golpeándoles con la espada. En su hambre de venganza, calculó mal su primer golpe, de manera que chocó contra el casco de un guerrero mongol. Su velocidad imprimió potencia a su espada y el mongol salió volando, cayendo de espaldas contra el suelo, donde inmediatamente fue pisoteado por los cascos de un caballo. El ejército de Jelaudin había sobrevivido al primer encontronazo y el centro mongol se retiró, presa de la confusión.

Jelaudin vio cómo se formaban cuernos en las alas mongolas y el príncipe de Peshawar reaccionó enviando a sus hombres por el exterior, envolviendo los cuernos casi antes de que pudiera empezar la maniobra. Los mongoles nunca habían luchado contra hombres que conocieran sus trucos y tácticas tan bien como Jelaudin, que gritó loco de furia y de gozo mientras los mongoles, obedeciendo el toque de retirada de sus cuernos, se replegaban.

Aun así, continuaron luchando y, cada vez que los árabes se acercaban demasiado para luchar, se producía una terrible matanza. Los guerreros mantenían una formación apretada, retrocediendo en grupos mientras las líneas más próximas cubrían sus espaldas con flechas y espadas. Jelaudin alzó una mano y los arcos se tensaron en la primera línea de su ejército. Cuando la separación entre ambas fuerzas aumentó, lanzaron una descarga contra los mongoles, en la que cada uno de los arqueros apuntó contra los arqueros enemigos, que no llevaban escudo. Docenas de ellos cayeron y los hombres de Jelaudin siguieron presionando y avanzando, paso a paso, obligándoles a alejarse de la fortaleza en medio de los vítores de los ciudadanos de Parwan, que observaban desde lo alto de las murallas.

El río que discurría junto a la ciudad estaba a poco más de un kilómetro de distancia cuando los mongoles renunciaron a seguir luchando, huyeron y se dirigieron a galope tendido hacia el puente. Jelaudin los seguía a la carrera con sus hombres, resuelto a darles muerte. Los había visto cabalgar triunfantes demasiadas veces para no disfrutar de aquella visión. Se sentía ligero sobre su montura, con la brisa fresca acariciándole la cara.

Los mongoles no se pararon en el puente. Los guerreros supervivientes cruzaron sin reducir la marcha, arriesgando sus vidas en el tumulto. El puente estaba bien construido y los hombres de Jelaudin no vacilaron en seguirlos.

Jelaudin vio a los guerreros mongoles saltar de sus caballos y empezar a golpear con sus hachas las cuerdas y maderos del puente, ignorando a los que los perseguían. Tal vez cien de sus jinetes habían cruzado y, con terrible claridad, Jelaudin comprendió que pretendían partir al ejército en dos, dejando indefensos a los de la fortaleza mientras ellos se giraban contra el resto como perros salvajes. Al presenciar aquel calmado cálculo, su exaltación se suavizó y tiró de las riendas. Podía mandar a sus hombres a matar a los guerreros que hacían trizas los soportes del puente. Si aguantaba, destruiría las fuerzas mongolas hasta el último hombre, pero si caía, muchos de sus hombres morirían. Había hecho suficiente, pensó. Había herido de gravedad a un enemigo que nunca antes había conocido la derrota. Cogió el cuerno que llevaba colgando de su cintura. Había pertenecido a un explorador mongol, pero sus hombres estaban listos para la estridente nota.

Aquéllos que aún no habían llegado al puente dieron media vuelta y formaron en relucientes filas, celebrando ya con vítores la victoria. Los que ya habían cruzado, se alejaron del enemigo y empezaron a retirarse a través del río. Jelaudin observó con orgullo cómo seguían sus órdenes sin preguntar, alzando sus escudos para recibir las flechas que arremetían contra ellos.

El puente cayó, desplomándose en el río con una enorme salpicadura. Unos cincuenta de sus hombres seguían todavía al otro lado y Jelaudin cabalgó hasta el borde y estudió las aguas: demasiado profundas, se dijo. Otro día tal vez los hombres pudieran haber cruzado a nado con sus caballos, pero no hoy, con los arqueros enemigos listos para atacarlos cuando obligaran a sus monturas a descender por la orilla. Jelaudin alzó su espada como saludo a los que le observaban desde el otro lado del río, tanto enemigos como amigos.

Sus hombres devolvieron el gesto e hicieron que sus caballos dieran la vuelta, cabalgando hacia los mongoles en una última carga. Fueron eliminados, aunque todos y cada uno de ellos se abalanzaron sobre sus rivales sin miedo, matando tantos hombres como pudieron.

Las dos fuerzas quedaron cara a cara a ambas orillas del torrente, jadeantes y ensangrentadas. Jelaudin apenas podía describir el éxtasis del momento. Vio que el oficial mongol trotaba hasta el borde del agua y, por un momento, los dos hombres se miraron. El mongol se encogió de hombros ante el reguero de cadáveres, que llegaba hasta la lejana fortaleza. Entonces alzó su espada, copiando el gesto de respeto del príncipe, antes de hacer girar a su montura y alejarse al galope. Aquello llegaría a oídos de Gengis y el derrotado oficial no tenía que proferir amenazas en su nombre.

—Las noticias van de boca en boca en todas las ciudades, Gengis —dijo Kachiun con resentimiento—. Hasta ahora nos consideraban invencibles. Esto es una grieta abierta en esa creencia, hermano. Si dejamos esa provocación sin respuesta, aunque sea sólo por una estación, su confianza crecerá y más hombres se unirán bajo los estandartes de Jelaudin.

—El éxito de una sola incursión no hace a un general, Kachiun. Esperaré a que regrese Tsubodai. —Gengis señaló con un ademán irritado la llanura abierta que había encontrado, a unos ciento treinta kilómetros al sur del lago donde Kublai y Mongke habían aprendido a nadar. La nación no podía permanecer en ningún lugar durante mucho tiempo. Era difícil encontrar hierba exuberante en tierras árabes, pero el mundo era grande y Gengis había elegido dos lugares hacia los que dirigirse al mes siguiente. Ésa era sencillamente la forma en que vivían y no le daba más vueltas aparte de tomar rápidas decisiones cuando llegaba el momento. La voz de Kachiun le había irritado, interrumpiendo sus pensamientos sobre Jochi y Tsubodai. Era cierto que el ejército de Jelaudin había matado a más de mil de sus hombres y que aquel hecho había provocado una oleada de inquietud en todas las ciudades árabes. El primer tributo que debía entregar la ciudad afgana de Herat no había llegado y Gengis se preguntó si se había retrasado o si habían decidido esperar para ver lo que hacía.

Kachiun aguardó, pero cuando Gengis no dijo nada, volvió a hablar con voz dura.

—Los hombres perdidos eran de mi tumán, Gengis. Permite al menos que me dirija a aquella zona y ponga nervioso a ese príncipe bastardo. Si no me dejas llevar al ejército, déjame lanzar una razia contra sus líneas y desaparecer en la noche como hemos hecho en otras ocasiones.

—No debes temer a esos campesinos, hermano. Me ocuparé de ellos cuando sepa que Tsubodai ha encontrado a Jochi.

Kachiun se quedó muy quieto, tragándose las preguntas que todavía quería hacer. Gengis no había compartido con él las órdenes que le había dado a Tsubodai y no le suplicaría para que lo hiciera, por mucho que deseara conocerlas. Todavía le resultaba difícil creer que Jochi se hubiera llevado a sus hombres y hubiera intentado perderse para siempre. Los espíritus sabían que Jochi había sufrido provocaciones y, en ocasiones, Kachiun no podía por menos de maldecir la ceguera del padre que le había conducido a aquella situación, pero la realidad de la traición los había dejado atónitos a todos. Nadie se había vuelto jamás contra el hombre que había formado la nación. A pesar de sus defectos, Gengis era reverenciado y a Kachiun le costaba imaginar la fuerza de voluntad que había permitido a Jochi separarse de todo cuanto conocía. Vio que Gengis apretaba la mandíbula con gesto obstinado, adivinando sus pensamientos mientras Kachiun volvía a intentar hacerle comprender.

—Eres el que ha construido un imperio en este lugar, Gengis, en vez de dejar sólo ruinas. Has puesto a Arslan en Samarcanda y a Chen Yi en Merv. Gobiernan en tu nombre, del mismo modo que los reyes y los sahs gobernaron antes que ellos en esos lugares. Sin embargo, sigue habiendo invasores y siempre habrá quienes deseen verlos muertos. Muéstrales a esos árabes el más mínimo signo de debilidad y tendremos rebeliones en todas las plazas que hemos tomado. —Suspiró—. Soy demasiado viejo para hacerlo todo de nuevo, hermano.

Gengis parpadeó despacio y Kachiun fue incapaz de decidir si le había escuchado realmente o no. El khan parecía estar totalmente obsesionado por el hijo que se había vuelto contra él, quizá porque hasta entonces nadie lo había hecho jamás. Todos los días inspeccionaba el horizonte buscando algún indicio de Tsubodai. Kachiun sabía que era demasiado pronto. Aunque Tsubodai hubiera cabalgado tan deprisa como los exploradores más ligeros, como mucho acabaría de llegar a la tierra del norte donde Jochi se había escondido. Una vez más, notó que se moría por saber qué le había ordenado hacer a Tsubodai. Sospechaba que lo sabía y Kachiun compadeció a Tsubodai por la tarea encomendada. Kachiun era consciente de que Tsubodai pensaba en Jochi casi como en un hijo. Era típico de Gengis poner a prueba la lealtad de un hombre llevándolo al límite. Su hermano siempre había sido implacable con los que le rodeaban y consigo mismo.

Kachiun se preparó para intentarlo una vez más, desesperado por lograr que Gengis entendiera la importancia de lo que le decía.

Tragó saliva con dificultad, dándose cuenta de que Tsubodai le habría venido bien en aquel momento. Gengis escuchaba a Tsubodai más que a ningún otro y ahora no estaría demorándose allí mientras se abrían grietas en todo cuanto habían construido.

—Rechazaron nuestra formación en cuernos, Gengis, cuando avanzaron para envolverlos. Tienen los mejores escudos que he visto jamás y sus caballos llevan unas corazas que resisten los disparos de nuestras flechas. No es el número de hombres lo que temo, hermano, sino la forma en que Jelaudin los utiliza. Si no vienes, déjame obligarles a dar media vuelta y huir. No sorprenderán a mi tumán con las mismas tácticas. Seremos nosotros los que los rechacemos esta vez y enviaremos un mensaje a cualquiera que imagine que podemos ser derrotados.

Gengis abrió la boca para quitarse algo de una muela trasera.

—Haz lo que quieras, Kachiun —dijo, pero luego se lo pensó dos veces antes de darle completa autoridad para actuar a su hermano—. Llévate tres tumanes, el tuyo y otros dos. Ni el de Ogedai ni el de Tolui. Sus hombres acaban de soltar la teta y no quiero que vayan contigo.

Kachiun respondió enseguida.

—Entonces Jelme, y Khasar.

Gengis asintió, sin retirar la vista del norte, donde seguían estando sus pensamientos, con Tsubodai.

—Una escaramuza, Kachiun, ¿lo entiendes? Si son tan terribles como he oído, no quiero perder a tus hombres en las montañas. Merma un poco sus efectivos, como has hecho otras veces, como hiciste en Yenking y contra el sah. Yo apareceré con Tsubodai.

Kachiun inclinó la cabeza, más aliviado de lo que podía expresar con palabras.

—Así lo haré, hermano —contestó y, cuando estaba a punto de marcharse, se detuvo—. Tsubodai no fracasará. En el pasado pensé que estabas loco por haberle ascendido, pero es el mejor guerrero que conozco.

Gengis gruñó.

—El problema es, Kachiun, que no sé si quiero que fracase o que tenga éxito.

Vio que Kachiun abría la boca para preguntarle qué quería decir y Gengis, irritado, lo despidió agitando la mano.

—Vete, hermano. Enséñale a esos moradores del desierto que no deben interferir conmigo nunca más.