Gengis sonrió al ver a su nieto Mongke chapoteando a la orilla del lago. Sus exploradores habían hallado la masa de agua a unos cientos de kilómetros al noreste de Samarcanda y había llevado hasta allí las gers y las familias, mientras su ejército administraba las tierras y las ciudades de Corasmia. Las caravanas se habían puesto en marcha de nuevo, desde tierras tan remotas como Rusia o los territorios Chin, pero ahora se encontraban en su ruta con los oficiales mongoles entrenados por Temuge, respaldados por tropas de guerreros. Los mongoles tomaban una parte de la carga de todos los comerciantes, pero, a cambio, éstos no necesitaban llevar guardias propios. Desde Samarcanda, la palabra del khan protegía los caminos en todas direcciones a lo largo de miles de kilómetros.
Había montañas rodeando el lago y la llanura, lo suficientemente lejos para que Gengis no se sintiera encerrado. Sabía que sus guerreros estarían vigilando cada uno de los picos y colinas, pero no estaban a la vista. Era una sensación reconfortante en cierto modo saber que las montañas seguirían allí cuando todos los vivos se hubieran convertido en polvo.
Ogedai se había adaptado bien a su nueva posición como heredero. Gengis le había mandado salir con los tumanes para aprender todos los detalles de los hombres a los que comandaría. Eso era lo esperable, pero Gengis también había situado a Ogedai junto a Temuge, que le enseñaba cómo mantener a un ejército alimentado y vestido. Ogedai estaba absorbiendo todas las destrezas que las tribus podían enseñar, además de varios idiomas e incluso la escritura. Nunca se veía al heredero sin un grupo de tutores a sus espaldas, pero al muchacho aquello parecía sentarle muy bien.
Gengis estiró la espalda, sintiéndose en paz. Los sonidos de la guerra resonaban distantes en aquel lugar y estaba disfrutando de los chillidos y las risas de los niños en el agua, tostándose al sol y aprendiendo a nadar como peces. Algunos incluso se sumergían bajo la superficie del lago, arrojándose desde unas rocas con ruidosos chapuzones. Cuando lo hacían, sus madres los llamaban y escudriñaban ansiosas las profundidades, pero los críos siempre volvían a la superficie, soplando y riéndose de los que se habían preocupado por ellos.
Gengis notó que una manezuela le tiraba de los pantalones y se agachó para coger a Kublai y lanzarle por los aires. El muchachito tenía sólo tres años de edad, pero desde que tenía apenas unos meses, en su rostro se dibujaba una ancha sonrisa cada vez que veía a su abuelo. Gengis le había cogido simpatía.
Con un impulso, Gengis se colocó a su nieto sobre los hombros y caminó hacia la orilla, haciendo una leve mueca de dolor cuando Kublai se le agarró al pelo con demasiada fuerza.
—No te voy a dejar caer, hombrecito —aseguró Gengis. Vio que Mongke había visto ese mimo tan poco habitual y alargaba los brazos para que le cogiera a él también. Gengis negó con la cabeza—. Un momento. Por ahora, el que cabalga es Kublai.
—¡Otra historia! —exclamó Kublai desde lo alto de su cabeza.
Gengis se quedó pensando un rato. La madre de Kublai le había dicho que sus relatos eran demasiado violentos para un niño pequeño, pero, a pesar de todo, a Kublai parecían gustarle. Gengis vio que Sorhatani le observaba desde la orilla, a cierta distancia de ellos. Con diecinueve años, se había convertido en una mujer de extraordinaria belleza. A veces Gengis se preguntaba cómo había podido atraparla el pequeño Tolui.
—¿Quieres que te cuente la del khan y los Asesinos?
—¡Cuéntamela! —gritó Kublai, encantado.
Gengis sonrió, y empezó a hacer eses mientras caminaba para hacer reír al niño, que se divertía con los irregulares movimientos.
—Era un hombre enorme —empezó Gengis—, con los brazos tan fuertes que podía doblar una barra de hierro. ¡Su barba era dura como si estuviera hecha de alambres negros y le llegaba casi a la cintura! Me lo encontré hace dos años en su fortaleza. Saltó sobre mi espalda cuando pasaba por debajo de un arco y se agarró a mí de forma que no podía zafarme. ¡Sentí sus manos rodearme la garganta, apretando y apretando hasta que creí que los ojos se me iban a salir de las cuencas!
Imitó la terrible llave mientras Mongke salía del agua y le miraba con ojos como platos.
—¿Cómo te lo quitaste de encima? —preguntó Mongke.
Gengis bajó la vista hacia él y se quedó un instante pensando.
—No pude, Mongke. Intenté liberarme sacudiéndome, como estoy haciendo ahora con Kublai, pero era demasiado fuerte para mí. Apretó con más fuerza todavía y, de repente, vi que mis ojos salían rodando por el suelo delante de mí.
—¿Cómo pudiste verlos si estaban en el suelo? —preguntó de inmediato Kublai.
Gengis se rió y le bajó de sus hombros.
—Eres un chico muy listo, Kublai, pero tienes razón. No podía verlos. De hecho, podía verme a mí, con agujeros donde antes estaban mis ojos y el Asesino todavía aferrado a mi espalda. Pero entonces, mientras mis ojos rodaban, vi un gran rubí que destellaba desde su frente. No sabía que aquél era su punto débil, pero estaba desesperado. Alargué las manos hacia arriba y se lo arranqué. Al quitárselo perdió toda su fuerza porque la gema era la fuente de su poder. Recogí mis ojos y vendí el rubí para comprar un caballo blanco. Sobreviví, pero todavía hoy tengo que tener cuidado para que no se me salgan los ojos cuando estornudo.
—Eso no es verdad —dijo desdeñoso Mongke.
—Sí que es verdad —replicó Kublai, decidido a defender a su abuelo.
El khan se rió entre dientes.
—¿Quién puede decir si me he acordado de todos los detalles correctamente? A lo mejor no tenía barba.
Mongke soltó un bufido y le dio un empujón en la pierna, que Gengis no pareció notar. Cuando Kublai y Mongke alzaron la vista, vieron que su abuelo oteaba la distancia, donde habían aparecido dos hombres a caballo cruzando la playa de guijarros en dirección al khan. Al verlos se había producido un cambio instantáneo en él y ambos niños se miraron divertidos, sin entender por qué se habían acabado las bromas.
—Id con vuestra madre ahora. Os contaré otra historia esta noche, si tengo tiempo.
Gengis no los miró mientras echaban a correr, levantando nubes de arena y pequeños guijarros con los pies desnudos, y, en vez de eso, se enderezó todo lo alto que era para recibir a los exploradores. Conocía a los hombres que se dirigían hacia él. Los había enviado lejos de las familias hacía más de un año, con órdenes claramente formuladas. Su regreso significaba o bien que habían fracasado, o que habían encontrado a su hijo desaparecido. Cuando llegaron hasta él y desmontaron e hicieron una reverencia, le resultó imposible distinguir por sus rostros cuáles eran las noticias.
—Mi señor khan —dijo el primero.
Gengis no tenía paciencia para saludos educados.
—¿Le habéis encontrado? —preguntó con brusquedad.
El hombre asintió nervioso, tragando saliva.
—Muy al norte, señor. No nos detuvimos a comprobarlo cuando vimos tiendas y ponis de la clase que conocemos. Tiene que ser él.
—¿Tiendas? No se llevó ninguna consigo —respondió Gengis—. Entonces, ha creado un hogar, tan lejos de mi recuerdo. ¿Os vieron sus hombres?
Ambos exploradores negaron la cabeza con absoluta certidumbre, manteniéndose en silencio. El khan no querría conocer los detalles de cómo se habían arrastrado hasta las inmediaciones del rudimentario asentamiento de Jochi, escondiéndose en la nieve hasta casi congelarse y morir.
—Bien —contestó Gengis—. Habéis trabajado bien. Tomad seis caballos frescos de mi manada como recompensa: dos yeguas, dos sementales y dos de los caballos castrados más jóvenes. Os elogiaré ante vuestro general por esta misión.
Los exploradores volvieron a hacer una reverencia, exaltados por su éxito mientras montaban y cabalgaban hacia el laberinto de gers que se extendía a lo largo de las orillas del lago. Gengis se quedó solo por un momento, contemplando las aguas. En toda su vida, ninguno de sus generales había rechazado una orden o ni siquiera se había planteado traicionarle. No hasta que Jochi había desaparecido, llevándose a siete mil valiosos guerreros consigo. Gengis había enviado batidores en todas direcciones, registrando tierras exploradas e inexploradas en busca de su hijo. Había tardado casi dos años, pero por fin le había encontrado. Gengis meneó la cabeza a medida que sus pensamientos se ensombrecían. Acabaría en un derramamiento de sangre, después de todo cuanto había hecho para criar al hijo de otro hombre como si fuera suyo. Toda la nación hablaba del ejército desaparecido, aunque no en presencia del khan. Jochi no le había dado elección.
Recorrió la orilla con la vista: a lo largo de kilómetros de tierra en torno al lago, se agrupaban las gers. Era un buen lugar, pero el pasto era muy escaso y todos los días tenían que llevar a sacrificar a varias de sus valiosas cabras y ovejas para alimentarse. Era el momento de continuar avanzando, se dijo, deleitándose en la idea. Su pueblo no estaba hecho para quedarse en un solo lugar, con sólo un paisaje, no cuando el mundo se extendía a su alrededor con un conjunto infinito de cosas extrañas por descubrir. Gengis arqueó la espalda, sintiendo un crujido desagradable. Vio a otro jinete salir de las gers y suspiró para sí. Aunque su vista no era tan aguda como antes, sabía que era su hermano Kachiun por la manera de cabalgar.
Gengis esperó a su hermano bajo el implacable sol, disfrutando de la brisa que salía del agua. No se volvió cuando Kachiun saludó con voz potente a Sorhatani y a los niños.
—Te has enterado, ¿no? —dijo Gengis.
Kachiun se situó junto a él y contempló las mismas pálidas aguas.
—¿Por los exploradores? Les mandé yo a buscarte, hermano. Han encontrado a Jochi, pero no estoy aquí por eso.
Entonces Gengis por fin se giró, enarcando las cejas ante la grave expresión de su hermano.
—¿No? Pensé que vendrías cargado de consejos sobre cómo tratar a mi hijo el traidor.
Kachiun resopló.
—Nada de lo que diga cambiará lo que hagas, Gengis. Eres el khan y quizá deberías convertirle en un ejemplo para los demás, no lo sé. Eso eres tú quien debe decidirlo. Traigo otras noticias.
Gengis estudió a su hermano, advirtiendo cómo en su terso rostro se habían ido dibujando arrugas en torno a la boca y a los ojos. La edad se notaba sobre todo cuando sonreía, lo que había sucedido cada vez con menos frecuencia desde que llegaron a tierras árabes. Gengis no poseía ningún espejo de los que tenían los Chin, pero suponía que su propia cara había envejecido igual que la de Kachiun, o incluso más.
—Dime pues, hermano —pidió.
—¿Has oído hablar de ese ejército del sur? Hace tiempo que tengo algunos hombres vigilándolo.
Gengis se encogió de hombros.
—Tanto Tsubodai como Chagatai han enviado hombres a vigilarlos. Sabemos más sobre esa congregación de campesinos que ellos mismos.
—No son campesinos, Gengis, o si lo son, tienen armaduras y armas de soldado. Los últimos informes hablan de sesenta mil hombres, si mis exploradores han aprendido a contar hasta tan alto.
—¿Debería tener miedo de sólo sesenta mil? Eso es que están creciendo. Los hemos observado durante un año o más. Gritan y entonan cánticos y agitan sus espadas. ¿Van a lanzarse contra nosotros por fin?
Pese a la ligereza de su tono, Gengis sintió que una mano fría le apretaba el estómago. Había oído hablar del ejército que se estaba reuniendo y de su reverenciado líder durante casi un año después de volver del bastión de los Asesinos. Sus generales se habían preparado para el ataque, pero las estaciones se habían sucedido lentamente y ningún ejército había marchado contra ellos. En ocasiones, pensaba que era sólo esa amenaza lo que le mantenía en aquellas tierras en las que el calor y las moscas le molestaban todos los días.
—Mis hombres han capturado a tres de los suyos —respondió Kachiun, interrumpiendo sus pensamientos—. Eran salvajes, hermano, casi echaban espuma por la boca al darse cuenta de quiénes éramos.
—¿Les hiciste hablar? —preguntó Gengis.
—No pudimos; eso es lo que me sorprendió. Sólo escupieron amenazas contra nosotros y murieron mal. Sólo el último me dio algo: el nombre del hombre que los lidera.
—¿Qué me importan los nombres? —inquirió Gengis, en tono incrédulo.
—Éste lo conoces: Jelaudin, cuyo padre era el sah de Corasmia.
Gengis se quedó muy quieto mientras digería la información.
—Lo ha hecho bien. Su padre estaría orgulloso de él, Kachiun. ¿Sesenta mil hombres? Al menos sabemos seguro que vendrá hacia el norte, a por mi cabeza. No hablaremos más sobre purgas en India, no ahora que sabemos que se trata de Jelaudin.
—No pueden avanzar ni un paso sin que yo lo sepa, hermano.
—Eso si nos quedamos esperándolos —dijo Gengis, pensativo—. Me siento tentado de concluir su griterío con mis tumanes.
Kachiun hizo una mueca, sabiendo que si quería guiar a Gengis, tenía que ser sutil.
—El ejército del sah era mucho más grande, pero entonces no teníamos elección. La eficacia de tu propio tumán y el mío están probadas. Los Jóvenes Lobos de Tsubodai y los Pieles de Oso de Jebe traen veinte mil más al campo de batalla. Chagatai, Khasar y Jelme otros treinta mil. Siete tumanes de veteranos. Ogedai casi no ha participado en ninguna batalla. No quiero lanzar a sus hombres contra un enemigo así.
—Le he dado buenos oficiales, Kachiun. No me decepcionarán.
Gengis contempló las gers que habían levantado en la orilla del lago. Cada año las familias tenían miles de hijos, pero muchos de ellos se incorporaban a los tumanes para reemplazar a los muertos y los heridos. Había sido difícil formar un nuevo tumán para Ogedai, pero su heredero tenía que aprender a mandar y los otros generales tuvieron que esperar durante un año. No mencionó sus planes de crear un noveno tumán para que Tolui lo liderara. La esposa de su hijo menor se le había acercado para hablar sobre ello hacía unos cuantos meses. Gengis echó una ojeada hacia donde jugaba con Kublai y Mongke, haciéndoles chillar de gozo, tirándoles al agua a uno después del otro.
—Encuéntrale un buen lugarteniente a Ogedai, Kachiun. Alguien que pueda impedir que haga alguna estupidez mientras aprende.
—Aun así, ¿ocho tumanes contra un número casi igual? —respondió Kachiun—. Perderíamos muchos hombres buenos —vaciló y Gengis se volvió hacia él.
—Antes nunca te habían preocupado las cifras, hermano. Escúpelo, lo que sea.
Kachiun respiró hondo.
—Nos trajiste aquí para vengar a los hombres que mató el sah. Lo has hecho y le has pagado sus muertes con creces. ¿Por qué deberíamos quedarnos y arriesgarnos a que nos destruyan? No quieres esas tierras y ciudades. ¿Cuánto hace que viste las montañas del hogar? —Hizo una pausa para señalar las cumbres que circundaban el lago—. Esto no es lo mismo.
Durante largo tiempo, Gengis no contestó. Cuando por fin habló, sopesó cada palabra con cuidado.
—Reuní a las tribus para retirar el pie de nuestros cuellos. Luego, lo quité y humillamos a su emperador en su capital. Ése era mi camino, el que he recorrido, el que he elegido y por el que he luchado. Quería hacer que los Chin huyeran aún más, Kachiun, hasta el mar, en todas direcciones. Ni siquiera habría venido hasta aquí si no me hubieran provocado.
—No tenemos que luchar contra el mundo entero —dijo Kachiun en voz baja.
—Estás envejeciendo, Kachiun, ¿lo sabías? Estás pensando en el futuro, en el de tus esposas y tus hijos. No resoples, hermano, sabes que tengo razón. Te has olvidado de por qué hacemos esto. Yo estuve igual durante un tiempo en Samarcanda. Le dije a Arslan que esa gente vive más que nosotros, que sus vidas son menos duras. Y es verdad, igual que los camellos y las ovejas, viven felices en las llanuras. Podríamos elegir eso durante un tiempo, pero los lobos seguirían viniendo a por nosotros al final. Somos pastores, Kachiun. Sabemos cómo funciona el mundo realmente y todo lo demás es sólo una ilusión.
Volvió la vista hacia sus nietos, contemplando cómo Sorhatani les peinaba el pelo mientras se retorcían y luchaban por zafarse de sus brazos. Su propio cabello era largo y negro y Gengis le dio vueltas a la idea de buscarse otra esposa joven, como ella, para calentar su cama. Le daría energías renovadas, estaba seguro.
—Hermano —continuó—, podemos vivir nuestras vidas en paz, para que nuestros hijos y nietos vivan sus propias vidas en paz, pero ¿qué sentido tiene eso? Si todos vivimos hasta los ochenta años en unos campos verdes, sin sostener nunca un arco o una espada, habremos desperdiciado nuestros años buenos. Deberías saber la verdad que eso encierra. ¿Nuestros nietos nos darán las gracias por una vida apacible? Sólo si están demasiado asustados para empuñar las armas. No les desearía una vida tranquila a mis enemigos, Kachiun, así que no digamos a mi propia familia. Incluso las ciudades prosperan únicamente cuando hay hombres duros sobre las murallas, hombres dispuestos a resistir y morir para que otros puedan dormir en paz. En nuestro pueblo, todos luchamos, desde el primer llanto hasta el último estertor. Es la única manera de que podamos enorgullecernos de quiénes somos.
—¡Y estoy orgulloso! —soltó Kachiun—. Pero eso no significa…
Gengis levantó una mano.
—No hay ningún pero, hermano. Ese Jelaudin se desplazará hacia el norte con sus hombres y nosotros podemos correr delante de ellos. Podemos dejarle que recupere todas las ciudades que hemos conquistado y se llame a sí mismo sah en el palacio de su padre. Puede que se lo piense dos veces antes de provocarme de nuevo cuando le envíe unos emisarios. Pero llegué a estas tierras porque, cuando un hombre me amenaza y miro hacia otro lado, me ha quitado algo importante. Si lucho y muero, todo lo que puede robarme es la vida. Mi valor, mi dignidad se mantiene. ¿Debería hacer menos por la nación que he creado? ¿Debería permitirles menos honor que el que exijo para mí?
—Lo entiendo —murmuró Kachiun.
—Asegúrate de entenderlo, hermano, porque cabalgarás junto a mí contra esas huestes. Venceremos o moriremos, una cosa o la otra. Pero no miraré hacia otro lado cuando vengan. No inclinaré la cabeza ni dejaré que me pisoteen. —Hizo una pausa y soltó una áspera carcajada—. ¿Sabes?, iba a añadir que nadie dirá nunca que rehuí una batalla, pero Arslan me recordó algo en Samarcanda. No importa lo que los demás piensen sobre cómo viví mi vida. No importa si entramos en las historias de Temuge como tiranos o incluso como cobardes. Lo único que importa es lo que hacemos ahora. Somos nuestros únicos jueces, Kachiun. Recuerda eso. Los que vengan después tendrán otras penurias, otras batallas por las que preocuparse.
Se percató de que Kachiun le había escuchado con atención y al menos estaba intentando comprenderle. Gengis le dio una palmada en el hombro.
—Hemos recorrido un camino muy largo, Kachiun. Todavía me acuerdo de los primeros días, cuando éramos sólo nosotros y nos estábamos muriendo de hambre. Recuerdo matar a Bekter y, a veces, me gustaría que estuviera aquí para ver todo lo que hemos hecho. Quizá tú y yo hayamos creado algo que perdurará durante mil generaciones, o quizá desaparezca con nosotros. No lo sé. Ni siquiera me importa, hermano. Me he hecho fuerte para derrotar a los enemigos más poderosos. Doy la bienvenida a esta horda que viene del sur para hacerme más fuerte todavía.
—Eres un hombre extraño —aseguró Kachiun—. No hay nadie como tú, ¿lo sabías? —Esperaba que Gengis sonriera al oírle, pero su hermano meneó la cabeza.
—Ten cuidado de no ponerme demasiado alto, hermano. No tengo ningún punto fuerte en especial, a menos que se trate de elegir a los mejores hombres para que me sigan. La gran mentira de las ciudades es que somos demasiado débiles para enfrentarnos a los que nos oprimen. Todo lo que he hecho es descubrir esa mentira. Yo siempre lucho, Kachiun. Los reyes y los sah dependen de que sus súbditos sigan siendo corderos, demasiado asustados para rebelarse. Todo lo que hice fue darme cuenta de que puedo ser un lobo para ellos.
Kachiun asintió y sus preocupaciones se disiparon bajo la mirada pálida de los ojos de su hermano. Llevó a su caballo de las riendas junto a Gengis mientras ambos regresaban a pie hacia las tiendas para comer y descansar. Cuando estuvieron cerca, Kachiun recordó la llegada de los batidores.
—¿Y Jochi? ¿Has tomado una decisión?
Gengis apretó la boca al oír mencionar ese nombre.
—Me ha quitado a siete mil hombres, Kachiun. No puedo perdonarle eso. Si se hubiera marchado solo, quizá le habría dejado que encontrara su propio camino. Tal y como están las cosas, me ha robado una décima parte de mi ejército y quiero que me los devuelva.
—¿Los aceptarías de nuevo? ¿En serio? —preguntó, Kachiun, sorprendido.
—Al principio pensé que haría que los mataran, pero he tenido tiempo para reflexionar mientras esperaba información, Kachiun. Abandonaron a sus esposas y a sus hijos y le siguieron, igual que otros me siguieron a mí y dejaron atrás todo lo que conocían y amaban. Yo mejor que nadie sé lo que puede hacer un líder. Ellos permitieron que los guiaran, pero ahora los necesito, si Jelaudin está preparando una tormenta. Envía a unos exploradores a decirle a Tsubodai que venga. Jochi le admiraba más que a ningún otro hombre. A él le dejará hablar.
Tsubodai se presentó al llamado de su khan, pero tenía el corazón encogido. Por todas partes en el gran campamento se comentaba la noticia de que habían encontrado a Jochi y Tsubodai había confiado en que Gengis no le haría llamar. Se encontró a Gengis con Ogedai, observando a su hijo mientras entrenaba a sus jóvenes guerreros. El khan le indicó con un gesto que le siguiera y se alejaron a caballo de los tumanes, llevando a sus monturas una junto a la otra como Viejos amigos.
El corazón de Tsubodai batía con fuerza mientras le escuchaba. Había reverenciado a Gengis desde la primera vez que conoció al hombre que había forjado una nación a partir de un montón de tribus enfrentadas. Había estado allí cuando tomaron su primera fortaleza en el reino Xi Xia y después conquistaron toda la región. Tsubodai no tenía falsa modestia. Sabía que había desempeñado un papel vital en el éxito del khan. Gengis le trataba con respeto y Tsubodai se lo devolvía como no hacía con ningún otro hombre vivo. Aun así, lo que le pedía le causaba una gran amargura y dolor. Tragó aire de repente mientras Gengis le miraba, aguardando una respuesta.
—Mi señor khan, no quiero hacer lo que me pides. Pídeme cualquier otra cosa y la haré, lo que sea.
Gengis tiró de las riendas para detener a su caballo e hizo que se girara para ponerse frente a su general. Era un hombre brillante, con más talento para la guerra que nadie que Gengis conociera, pero antes de nada exigía obediencia y sólo la sorpresa que sentía le impidió dar una respuesta cortante.
—Si mando a Khasar, o a Kachiun, creo que Jochi se resistirá. Sus hombres han roto sus juramentos para seguirle. No rehusarán la lucha para impedir que se lo lleven. Tú eres el único hombre al que dejará hablar, Tsubodai. Eres el único que puede acercarse a él.
Tsubodai cerró los ojos un momento, abrumado. Gengis debía haberse dado cuenta del respeto con el que Jochi le miraba o no le habría elegido para la tarea.
—Mi señor, nunca me he negado a obedecer ninguna de tus órdenes, nunca. Recuérdalo cuando me pides que haga esto.
—Tú le entrenaste cuando era sólo un muchacho enfadado, pero te advertí entonces que tenía mala sangre, que podría volverse contra nosotros en cualquier momento. Tenía razón, ¿no? Confié en él entregándole guerreros y autoridad y los aceptó y huyó con ellos. ¡Cómo mi general, dime cómo debería actuar con un hombre así!
Tsubodai aferró con fuerza las riendas, apretando los puños. No dijo que Gengis se lo había buscado, que el orgullo que mostraba por Chagatai había consumido a Jochi hasta que no quedó en él nada más que odio. Nada de eso le importaría al khan que estaba frente a él. Intentó otra táctica, a la desesperada.
—Al menos espera hasta que nos hayamos enfrentado al hijo del sah, señor. Mis hombres son vitales en esa batalla. Si me envías lejos ahora, estaré fuera seis meses o más. Si nos atacan antes de que regrese, no podré servirte de nada.
Gengis frunció el entrecejo, enfadándose al ver que su general todavía se resistía.
—Este príncipe cuenta con sólo sesenta mil hombres, Tsubodai. Podría enviar dos o tres tumanes y derrotarle allí donde se encuentra. Esto me preocupa más. Eres el único hombre al que Jochi permitirá hablar. Te respeta.
—Lo sé —admitió Tsubodai con suavidad. Se sentía enfermo, debatiéndose entre la obediencia a su khan y su amistad con Jochi. No ayudaba el hecho de que su táctica mente percibiera la verdad de las palabras de Gengis. Tsubodai sabía que podría acercarse a Jochi como ningún otro podría. Siguió sentado sobre su caballo, hundido, junto a la orilla del lago. Gengis pareció intuir el suplicio que estaba experimentando y su rostro y su voz se suavizaron ligeramente.
—¿Creías que todas las órdenes que recibirías serían sencillas, Tsubodai? ¿Que nunca te pediría nada difícil? Dime cuándo es sometido a prueba un hombre. ¿Es cuando su khan le ordena que luche en una batalla con guerreros de demostrada destreza y valor? ¿O es ahora, cuando le imponen una tarea que no desea cumplir? Tienes la mejor mente de todos mis generales, Tsubodai. Eso lo reconozco. Si ves algún otro modo de abordar esto, dímelo ahora y lo probaré.
Tsubodai había considerado y desechado una docena de planes, pero ninguno de ellos merecían que gastara su saliva planteándolos. Desesperado, probó otra vez.
—Los tumanes se están reuniendo, señor. Déjame que me quede con ellos e iremos a la guerra contra el príncipe en el sur. Soy más valioso para ti allí. Si me envías al norte, perderás también mi tumán, justo cuando necesitas a todos tus hombres.
—Me ha llevado más de un año encontrarlo la primera vez, Tsubodai. Si mis exploradores fueron avistados por sus hombres, ya se habrá marchado. Puedes seguir su rastro, pero ¿podrías encontrarle si partieras dentro de un año? Éste es el momento para atraparle con las mínimas complicaciones. Eres mi general, pero empezaré esta guerra sin ti si los árabes nos atacan. Únete a mí cuando vuelvas o ¡dame las insignias de rango que te di!
Su ira había salido por fin a la superficie y Tsubodai casi se encogió ante ella. Los argumentos del khan eran débiles y ambos lo sabían. Gengis estaba obsesionado con castigar a Jochi. Ésa era la verdad que susurraba detrás de las palabras. Era imposible llegar al khan razonando cuando su corazón estaba lleno de resentimiento. Tsubodai agachó la cabeza, derrotado.
—Muy bien —dijo—. Cabalgaré rápido y lejos, señor. Si el príncipe llega con su ejército desde el sur, búscame en las colinas.