Las catapultas que Gengis había ordenado traer desde Samarcanda no podían pasar a través del estrecho paso, ni siquiera por piezas, y el trabajo recayó en hombres que blandían martillos y ganchos para escalar muros. El portón de la fortaleza estaba hecho de bronce y latón, enmarcado en unas columnas de piedra de mucho grosor. El progreso era increíblemente lento y la labor era agotadora. Tsubodai organizó equipos de hombres para trabajar con los martillos, mientras que otros guerreros traían los manteletes para que pudieran hacerlo bajo su protección. Al final del primer día, las columnas de ambos lados de la puerta estaban desportilladas y abolladas, con grandes boquetes donde las barras de hierro habían recibido el envite de los martillos. Todavía seguía en pie. Por encima de sus cabezas llegaban a intervalos las lluvias de flechas, pero los mejores arqueros de la nación estaban apostados para responder al ataque y enviaban sus propios proyectiles antes de que los Asesinos pudieran apuntar. Aun entonces no había demasiados defensores y Tsubodai se preguntó si la fuerza principal de los Asesinos yacería ya muerta sobre los ensangrentados escalones que conducían a la fortaleza. El campo de batalla ideal de los Asesinos eran la oscuridad y el sigilo. No contaban con suficientes efectivos para defenderse de un enemigo resuelto, como había dicho Gengis. Toda su fuerza residía en que su hogar nunca fuera descubierto.
Transportar los suministros a través de aquella grieta en las montañas era una tarea tediosa, pero Tsubodai preparó antorchas y comida cuando fue a relevar a sus hombres y nuevos guerreros asumieron la labor de derribar las columnas de la puerta. A los arqueros de las murallas les era más fácil trabajar por la noche. Podían ver a los mongoles trabajando, aunque seguían sosteniendo los manteletes sobre sus cabezas. Los guerreros que pasaban cerca de la luz de las antorchas se arriesgaban a que, de repente, una flecha cayera zumbando sobre ellos. Cuando llegó el alba, siete de los hombres de Tsubodai habían sido heridos y uno de los que sostenía las barras de hierro se había resbalado y se había roto la muñeca con un martillo. Sólo había tres muertos. Los otros fueron arrastrados a la zona inferior de los escalones, donde los asistieron y vendaron sus heridas, mientras esperaban la luz del día.
Cuando vio que por la mañana la puerta todavía resistía, Gengis dio orden de allanar el pueblo de piedra que se encontraba a sus espaldas. Sus oficiales minghaan regresaron para allá con instrucciones de derribar las casas de piedra y tirarlas por el barranco para que más hombres pudieran utilizar el espacio abierto. Casi veinte mil hombres aguardaban impotentes, incapaces de llegar hasta el enemigo mientras unos pocos sudaban junto al muro. Tsubodai parecía seguro de que sus hombres lograrían entrar, pero a medida que avanzaba el segundo día, Gengis tuvo que obligarse a adoptar una expresión impasible para ocultar su impaciencia.
El Anciano de las Montañas observaba cómo los soldados trabajaban bajo el sol. Apenas podía contener la furia que lo embargaba. A lo largo de su vida, había sido honrado por príncipes y sahs, desde el Punjab en India hasta el mar Caspio. Exigía respeto, incluso deferencia, de los escasos hombres que sabían quién era, independientemente de su riqueza o linaje. Su fortaleza no había sido atacada ni una sola vez desde que su antepasado encontrara aquella grieta en las montañas y formara el clan que llegaría a ser la fuerza más temida en las tierras árabes.
El Anciano se aferró al alféizar de piedra de la ventana a la que estaba asomado con la vista clavada en las hormigas que trataban de llegar hasta él. Maldijo al sah de Corasmia, que había intentado comprar la muerte de ese khan, así como su propia suerte por haber prestado oído a su petición. En aquel momento no había sabido que las ciudades del sah caerían ante el invasor y que las reservas de oro se perderían con ellas. Había enviado a varios hombres selectos para eliminar a uno solo, pero, de algún modo, todo cuanto había conseguido había sido espolear al khan para emprender aquella profanación. El Anciano había recibido noticia del fracaso en Samarcanda a los pocos días. Sus seguidores se habían confiado en exceso, seducidos por el hecho de tener a su enemigo a tan fácil alcance. Habían muerto, como merecían, pero, al hacerlo, habían traído a esos salvajes atacantes hasta las puertas de su santuario.
A los mongoles no parecía preocuparles cuántas vidas perdían. El Anciano casi llegaba a admirarlos por ello, si no fuera porque los consideraba menos que humanos. Parecía que era su destino ser derrotado por unos lobos impíos, después de todo cuanto había logrado. El khan era un enemigo implacable y compulsivo y las antiguas normas estaban desmoronándose a su alrededor. Llevaría una generación reconstruir el clan después de aquel día, quizá más. Juró entre dientes que sus Asesinos se cobrarían algún día esa deuda de sangre, pero al mismo tiempo se sintió asustado, casi aterrorizado ante ese hombre que se arrojaba con tal dureza contra las rocas de su fortaleza. Ningún árabe lo habría hecho. Habrían sabido que el fracaso suponía la destrucción de tres generaciones de todos sus seres queridos. Incluso el gran Saladín había dejado de importunar a los Asesinos después de que le visitaran en su propia tienda de mando.
El Anciano oyó ruido de pasos detrás de él y, a regañadientes, se retiró del arco de la ventana. Allí, en la fría estancia, estaba su hijo, con ropa de viaje. A sus cuarenta años de edad, conocía todos los secretos del clan. Y los necesitaría todos para empezar de nuevo. Con él se marchaba la última esperanza del Anciano. Intercambiaron una mirada de dolor y furia antes de que su hijo se tocara la frente, los labios y el corazón y se inclinara ante él respetuosamente.
—¿No vendrás conmigo? —preguntó su hijo una última vez.
El Anciano meneó la cabeza.
—Estaré aquí hasta el final. Nací en esta fortaleza. No me expulsarán de aquí.
Pensó en el jardín del paraíso en la parte trasera del baluarte. Las mujeres ya habían muerto por orden suya: un vino envenenado les había permitido dejarse ir en el sueño. Con los últimos de sus hombres sobre la muralla, no había nadie que retirara los cadáveres y en el aire del jardín pesaba el olor de la carne en proceso de putrefacción. Con todo, ese destino era mejor para ellas que caer en manos de los invasores. El Anciano pensó que podría pasar un rato allí mientras aguardaba al khan. El jardín siempre había calmado la turbulencia de su alma.
—Recúerdame y reconstruye esto, hijo mío. Si sé que tú alargarás la mano y eliminarás a ese khan del mundo, o a sus hijos, puedo morir en paz.
Los ojos de su hijo se posaron ardientes en él antes de hacer otra reverencia.
—No lo olvidaré —prometió.
El Anciano observó cómo se alejaba con amplias, seguras y fuertes zancadas. Había un sendero oculto tras la fortaleza y su hijo lo tomaría, dejando atrás únicamente destrucción. Dos hombres viajarían con él, Asesinos experimentados, bien versados en todas las formas de muerte. Hasta ellos habían necesitado que él les diera la orden para marcharse. Para ellos no había ningún deshonor en morir defendiendo su hogar. Sólo treinta hombres más esperaban a que los mongoles derribaran el muro. Sabían que serían asesinados y entrarían en el paraíso y se sentían llenos de gozo.
De nuevo a solas, el Anciano de las Montañas se volvió hacia el sol poniente. Descendió los escalones de mármol que conducían al jardín por última vez, inspirando el aire con placer mientras se iba cargando del aroma de las flores y de los muertos.
La columna situada a la derecha de la puerta se rompió en dos pedazos al mediodía del siguiente día, combándose hacia fuera por el peso de las piedras que se apoyaban sobre ella. El khan dio un paso adelante, deseoso por ver qué había en el interior. La puerta se abrió con un crujido sin el soporte de la columna y los hombres de Tsubodai introdujeron en el vano sus varas terminadas en ganchos y tiraron de ella, de modo que el borde frontal hizo un surco en el polvoriento terreno.
Gengis llevaba la armadura completa y tenía la espada y el escudo en ristre mientras aguardaba a que se abriera el paso. Tsubodai notó que tenía la intención de ser el primero en entrar en la fortaleza y el general se unió a sus hombres junto a la puerta, agarrando el borde con sus manos desnudas para estar más cerca. No sabía si Gengis le había leído el pensamiento, pero fue Tsubodai el primer hombre que entró en el patio que había más allá de la puerta. Oyó el repiqueteo de flechas rompiéndose contra las piedras del suelo y se agachó hacia un lado mientras inspeccionaba la fortaleza que tanto habían luchado por conquistar. Todavía había hombres sobre las murallas, pero cuando Gengis traspasó el umbral, se protegió con su escudo de las flechas, que fue recogiendo del aire como flores y quedaron vibrando, clavadas en su superficie.
A continuación entraron en el patio los arqueros de Tsubodai, caminando de espaldas y lanzando saetas hacia cualquier cosa que se moviera en lo alto de las murallas. En el interior, los Asesinos no contaban con ninguna protección. La silueta de las figuras, vestidas de negro, destacaba contra el color más claro de la roca y cayeron enseguida. Gengis observó cómo chocaban contra el suelo del patio sin ninguna expresión en el rostro, y luego asintió, satisfecho, cuando el silencio retornó. Los hombres de los martillos avanzaron también, con el rostro todavía colorado y sudoroso, mientras el general y el khan se adentraban aún más en la fortaleza. Otros ascendieron por las escaleras de piedra hasta los muros, determinados a acabar con todo posible superviviente, además de comprobar que los caídos estaban realmente muertos. Tsubodai no miró atrás cuando oyó cómo forcejeaban sobre las murallas antes de que alguien se desplomara con un grito. Sabía que sus hombres arrasarían el patio y las siguientes estancias. No tenía que vigilarlos, pero tampoco habría podido permitírselo mientras su khan caminara tan despreocupadamente hacia el nido de los Asesinos.
Al otro lado del patio, un claustro rodeado de pilares soportaba el edificio principal. Gengis halló una puerta allí, pero era de simple madera y los martillos la destrozaron con unos pocos golpes. No había nadie esperándoles, pero Tsubodai contuvo el aliento cuando Gengis caminó hacia las sombras como si paseara entre sus gers. El khan parecía resuelto a enfrentarse con su miedo de cabeza y Tsubodai sabía que no debía intentar detenerle mientras registraban el bastión.
El hogar de los Asesinos era un laberinto de habitaciones y pasillos. Tsubodai atravesó salas llenas de armas y pesos de hierro, un espacio abierto con arcos colocados en estantes, e incluso una fuente seca, con el agua recogida en un estanque en el que todavía nadaban unos peces dorados. Encontraron habitaciones individuales con camas de fino lino, así como dormitorios en los que había toscas literas pegadas a las paredes. Era un lugar extraño y Tsubodai tuvo la sensación de que hacía muy poco que lo habían abandonado, que en cualquier momento los ocupantes regresarían y llenarían las estancias vacías de ruido y de vida. A sus espaldas, oyó a sus hombres llamándose entre sí, sus voces amortiguadas a medida que más y más hombres iban entrando en la fortaleza y empezaban a buscar cualquier cosa que mereciera la pena llevarse. En una sala con rejas en las ventanas, Tsubodai y Gengis hallaron una copa de vino caída con el vino apenas seco en el fondo. Gengis siguió avanzando, asimilándolo todo, pero sin pararse en ningún momento a descansar.
Al final de una sala adornada con estandartes de seda, otra pesada puerta les bloqueaba el paso. Tsubodai ordenó a los hombres de los martillos que avanzaran, pero cuando levantó la barra de hierro que la candaba, corrió sin dificultad y la puerta se abrió de par en par dejando ver unos escalones. Gengis se demoró sólo un instante, pero Tsubodai se adelantó con presteza y subió tan rápido como pudo, con la espada en ristre. Notó que en el aire flotaban densos y extraños aromas, pero, aun así, no estaba preparado para lo que se encontró y frenó en seco.
El jardín estaba situado en la parte trasera de la fortaleza, mirando a las montañas que se extendían hacia la azul lejanía. Había flores por todas partes, pero su perfume no escondía el olor a muerte. Tsubodai encontró a una mujer de incomparable belleza tendida junto a un parterre de flores azules. Sus labios estaban teñidos de oscuro por el vino tinto que también había manchado su mejilla y garganta. Empujó su cuerpo suavemente con el pie, olvidando por un momento que Gengis estaba justo detrás de él.
El khan no miró hacia abajo al pasar. Recorrió con amplias zancadas los cuidados senderos como si las mujeres no estuvieran allí, adentrándose más en el jardín. Había numerosas jóvenes yaciendo en el suelo, todas hermosas y todas ataviadas con muy pocas prendas, dejando al descubierto la mayor parte de la perfecta musculatura de sus cuerpos. Incluso para alguien acostumbrado a la muerte, resultaba escalofriante, y Tsubodai se encontró a sí mismo alzando la cabeza y aspirando profundamente en busca de aire puro. Gengis no parecía notar el hedor: tenía la mirada clavada en las distantes montañas, limpias y coronadas de nieve.
Al principio, Tsubodai no vio al hombre que estaba sentado en un banco de madera. La figura, vestida con una túnica, estaba tan quieta que podría haber sido otro ornamento en aquel extraordinario escenario. Gengis estaba casi a su altura cuando Tsubodai dio un respingo y gritó una advertencia.
El khan se detuvo y alzó la espada, casi tan rápido como cuando era joven. No vio que el anciano supusiera ninguna amenaza y bajó la hoja mientras Tsubodai los alcanzaba.
—¿Por qué no has salido huyendo? —le preguntó al hombre.
Habló en el idioma Chin y el anciano levantó la cabeza y esbozó una sonrisa cansada antes de responder en la misma lengua.
—Éste es mi hogar, Temujin.
El cuerpo de Gengis se puso rígido al oír su nombre de infancia en labios de un extraño. La espada se agitó en su mano por instinto, pero el hombre del banco alzó lentamente las palmas vacías y luego las dejó caer.
—Lo voy a desmantelar de arriba abajo, ¿sabes? —le dijo Gengis—. Tiraré las rocas por el precipicio para que nadie recuerde siquiera que una vez hubo una fortaleza en estas montañas.
El Anciano se encogió de hombros.
—Por supuesto. La destrucción es todo cuanto conoces.
Tsubodai se aproximó más al hombre, cerniéndose sobre él, listo para matarlo al primer movimiento brusco que hiciera. No parecía representar ninguna amenaza, pero tenía una mirada oscura bajo las pobladas cejas y sus hombros eran enormes a pesar de las arrugas que surcaban su rostro. Por el rabillo del ojo, vio a Gengis enfundar la espada y Tsubodai, que no se atrevió a alejarse al ver que el khan se sentaba en el banco, lanzó un largo suspiro de alivio.
—Aun así, me sorprende que no hayas salido huyendo —insistió Gengis.
El Anciano se rió entre dientes.
—Cuando hayas entregado tu vida a construir algo, entonces quizá lo entiendas, no sé. —Su voz adquirió un timbre amargo mientras proseguía—. No, no lo entenderías, ni siquiera entonces.
Gengis sonrió y luego se echó a reír a carcajadas hasta que tuvo que enjugarse las lágrimas de los ojos. Mientras le observaba, la cara del Anciano se transformó en una máscara de odio.
—Ay, cómo necesitaba reírme —dijo Gengis—. Necesitaba sentarme en un jardín rodeado de mujeres muertas y que un Asesino me dijera que no he construido nada en mi vida. —Volvió a reírse y entonces incluso Tsubodai sonrió, aunque su espada seguía estando lista para atacar.
La intención del Anciano de las Montañas había sido demostrar su desprecio hacia el khan antes de ir hacia la muerte con la dignidad intacta. Ver a un hombre lanzando risotadas ante su cara le hizo sonrojarse y destruyó su sensación de fría superioridad.
—¿Crees que has conseguido algo con tu vida? —siseó el Anciano—. ¿Crees que te recordarán?
Gengis meneó la cabeza y la hilaridad estuvo a punto de invadirle de nuevo. Cuando volvió a levantarse, todavía se reía entre dientes.
—Mata a este viejo tonto por mí, ¿quieres, Tsubodai? No es más que un odre lleno de viento.
El Asesino resopló, furioso, mientras trataba de contestar, pero Tsubodai ya había descargado un fuerte mandoble contra él y sus palabras quedaron gorgoteando en la sangre. Gengis ya había alejado al hombre de sus pensamientos.
—Me dejaron un aviso destruyendo aquella aldea, Tsubodai. No puedo hacer menos por ellos, si alguno todavía sigue vivo. Quiero que recuerden el coste de atacarme. Haz que los hombres comiencen por el tejado y tiren las tejas y las piedras por los despeñaderos. No quiero que quede nada que recuerde que alguna vez hubo un hogar aquí.
Tsubodai asintió, inclinando la cabeza.
—Como desees, mi señor khan —dijo.
Jelaudin encendió un cono de incienso por su padre, recordándole en el aniversario de su fallecimiento. Sus hermanos vieron lágrimas en sus ojos cuando se enderezó y pronunció con suavidad unas palabras en la brisa matutina.
—¿Quién dará la vida a los huesos cuando sean polvo? Les dará vida el que los hizo por primera vez. —Hizo una pausa y se agachó, tocando el suelo con la frente para honrar al sah que, al morir, se había convertido en la luz de los seguidores de su hijo.
Jelaudin sabía que había cambiado en el año transcurrido desde que fuera presa de la desesperación en aquella diminuta isla del Caspio. Había hallado una vocación y muchos de los hombres que se habían presentado para defender la fe le consideraban un hombre santo. Su número había crecido, y muchos habían recorrido cientos de kilómetros para unirse a su guerra contra el khan invasor. Suspiró cuando notó que no conseguía mantener la mente despejada para la oración en ese preciso día. Sus hermanos se habían convertido en su Estado Mayor, aunque ellos también parecían mirarle con reverencia. Sin embargo, a pesar de toda su fe, alguien tenía que conseguir alimento y tiendas y armas para los que no tenían nada. Era por ese tipo de cosas por lo que había aceptado la invitación de reunirse con el príncipe de Peshawar. Se habían conocido una única vez en Bujará, cuando ambos eran unos niños mimados, gordos de tanto comer golosinas. Jelaudin conservaba sólo un recuerdo borroso del chico y no sabía nada del hombre en el que se había convertido. Con todo, el príncipe gobernaba una región cuyos campos estaban rebosantes de grano y Jelaudin se había desplazado más al sur de lo que nunca había estado. Había caminado hasta que se le rompieron las sandalias, y luego, había seguido avanzando, hasta que las suelas de sus pies estaban tan curtidas como lo había estado una vez el cuero de sus zapatos. Las lluvias habían saciado su sed y el ardiente sol había quemado su delgada figura, haciendo que sus ojos relucieran con fiereza sobre una barba que crecía poblada y negra.
El humo ascendía del hornillo mientras recordaba a su padre. El sah se sentiría orgulloso de su hijo, se dijo Jelaudin, aunque desconcertado por los harapos que había elegido como atuendo. Su padre no comprendería que ahora desdeñara toda ostentación de riqueza y se sintiera más limpio por ello. Cuando Jelaudin echaba la vista atrás hacia la blanda vida que había llevado, no podía evitar estremecerse. Ahora leía el Corán y rezaba y ayunaba hasta que sus pensamientos se centraban completamente en la venganza y en el ejército que crecía en derredor suyo. Apenas podía imaginar al presumido joven que debía haber sido, con su excelente caballo negro y sus ropajes de seda y oro. Todas esas cosas habían desaparecido y Jelaudin las había sustituido por una fe que ardía con suficiente intensidad para destruir a todos los enemigos de Dios.
Cuando retiró la vista del fuego, vio que sus hermanos aguardaban pacientemente con las cabezas gachas. Posó la mano en el hombro de Tamar al pasar por su lado para subir los escalones que conducían al palacio del príncipe. Los soldados que lo guardaban desviaron la mirada y luego la clavaron en la espalda de la harapienta figura que había venido a visitar a su amo. Nadie alzó la mano para detener al hombre santo que había traído un ejército a Peshawar. Jelaudin caminó con paso firme hasta alcanzar la sala de audiencias. Unos esclavos le abrieron las puertas y cuando vio al hombre que le había llamado para invitarle a su hogar, no se inclinó ante él.
El rajá de Peshawar era un guerrero esbelto que llevaba una túnica de seda atada con un fajín que le caía, flojo, sobre la cadera y que ocultaba apenas la dorada empuñadura de una espada. Sus rasgos eran suaves y carnosos a pesar de su estrecha cintura, y había poco en él que le recordara a Jelaudin al muchacho que había conocido tanto tiempo atrás. Cuando Jelaudin se aproximó, el príncipe indio despidió a sus dos consejeros y descendió de su trono haciendo una reverencia.
Jelaudin hizo que se levantara con una mano, aunque el gesto le agradó.
—¿No somos iguales, Nawaz? Me haces un gran honor con tu hospitalidad. Mis hombres no habían comido tan bien en meses.
El joven rajá se sonrojó complacido. Su mirada se posó en los morenos pies de Jelaudin, endurecidos por los callos y la suciedad.
Jelaudin esbozó una ancha sonrisa, preguntándose cómo habría recibido él a un visitante tan andrajoso cuando era el hijo de Corasmia.
—He oído contar cosas maravillosas, Jelaudin —contestó al fin el rajá—. Algunos soldados de mi propia guardia se han presentado voluntarios para servir contra ese khan extranjero.
—Son bienvenidos, amigo mío, pero necesito provisiones más que hombres. Si tienes caballos y carros para mí, me lanzaré a tus brazos, lleno de gratitud. Si tienes alimento para mi ejército, incluso besaré esas zapatillas doradas que llevas en los pies. El príncipe Nawaz, abrumado, se puso aún más colorado ante el tono irónico.
—Tendrás todas esas cosas. Sólo te pido que me dejes cabalgar a tu lado cuando vayas hacia el norte.
Jelaudin sopesó al joven y vio en él un destello del mismo fuego que había en el ejército que aguardaba a las afueras del palacio. Esos jóvenes ardían, tanto ricos como pobres, tanto los que habían sido bendecidos en la vida como los que habían sido maldecidos. Querían ser guiados. Ése era el gran secreto que había descubierto, que las palabras adecuadas podían encender en ellos un fervor que ya no podía apagarse de nuevo. Bajo el influjo de su calor, se volverían contra sus tribus, incluso contra sus familias, para seguirle. Había presenciado cómo padres se alejaban de esposas e hijos deshechos en lágrimas sin mirar atrás ni una sola vez mientras avanzaban hacia él. Si su padre hubiera descubierto alguna vez las palabras correctas, Jelaudin estaba seguro de que habría liderado a sus ejércitos hasta el fin del mundo.
Jelaudin cerró los ojos un instante. Estaba agotado por la larga marcha a través de las montañas y ni siquiera la visión del río Indo, que regaba un continente, había podido hacerle olvidar su fatiga. Al principio, había caminado porque no tenía caballo. Después de eso, había caminado porque haciéndolo impresionaba a sus hombres. Sin embargo, los kilómetros y las colinas habían socavado sus energías y era tentador pedir sólo una noche en una cama fresca antes de enviar a sus hermanos de aquí para allá para alimentar al ejército y de tener que caminar por esas colinas de nuevo. Se resistió, sabiendo que eso le haría parecer menos a los ojos del príncipe. El joven no se sentía su igual, independientemente de que llevara una túnica que podría despreciar un mendigo. Muy al contrario, Nawaz veía su fe y se sentía humillado en su presencia.
Jelaudin volvió en sí con un sobresalto al darse cuenta de que llevaba largo tiempo sin hablar, balanceándose ante el príncipe en silencio.
—¿No se opondrá tu padre, Nawaz? —dijo por fin—. He oído que él no sigue la gran fe. —Observó que el rostro del príncipe se torcía en un gesto de disgusto.
—Él no entiende nada, con sus mil santuarios y sus estúpidos templos. Me ha prohibido que vaya contigo, ¡pero no tiene ningún poder sobre mí! Estas tierras son mías y toda su riqueza te la entrego. Mis hombres me han jurado lealtad a mí y sólo a mí y mi padre no puede arrebatármelos. Permíteme que te llame amo y que recorra a tu lado este camino.
Jelaudin esbozó una sonrisa cansada, sintiendo cómo el entusiasmo del joven aliviaba parte del dolor de sus huesos.
—Muy bien, Nawaz. Llevarás a tus hombres a una guerra santa para expulsar al infiel. Te situarás a mi derecha y juntos obtendremos el triunfo.