El pueblo de las montañas estaba intacto. Durante tres días, Tsubodai había cabalgado con Gengis y los tumanes, en ocasiones siguiendo un estrecho sendero por el que apenas cabían tres caballos. Los mongoles no podían comprender cómo un pueblo podía siquiera sobrevivir en un lugar así, aunque antes del mediodía del tercer día se habían topado con un carro cargado hasta los topes tirado por una mula. Con el precipicio que se abría a uno de los lados, los tumanes no podían pasar sin riesgo de caer y Jebe obligó al propietario a soltar a la mula mientras sus hombres arrojaban el carro por el borde. Tsubodai observó con interés cómo caía hasta estrellarse contra las rocas, desparramando el grano y los rollos de tela por un área muy amplia.
El aterrorizado propietario no se atrevió a protestar y Tsubodai le lanzó una bolsa de oro por su estoicismo, que se deshizo al instante cuando se dio cuenta de que poseía más riqueza de la que había visto nunca.
La aldea en sí había sido construida con rocas sacadas de las montañas y las casas y la única calle estaban hechas con bloques del color de las colinas, de modo que se mezclaban con ellas, quedando camufladas como si se tratara de formaciones rocosas naturales. Detrás de la pequeña colección de edificios, un delgado curso de agua caía desde alturas vertiginosas, creando una húmeda neblina en el aire. Los pollos escarbaban el polvo y la gente, horrorizada, se quedaba mirando un momento a los mongoles para luego agachar la cabeza y echar a correr.
Tsubodai observaba todo con curiosidad, pero no podía evitar una sensación de inquietud. Los guerreros y los carros formaban una hilera que se extendía muchos kilómetros por el sendero de las montañas y, si se desencadenaba una batalla, sólo los hombres del frente podrían luchar. El terreno obligaba al general a romper todas las normas que había concebido para la guerra a lo largo de los años y le era imposible relajarse mientras recorría la calle con Gengis.
Tsubodai envió a un explorador a buscar al hombre cuya hermana vivía en la aldea. Con él fueron una docena de guerreros para recoger el oro y tirar el carro por el precipicio. Si no lo hubiera hecho, todos los hombres situados detrás habrían quedado bloqueados y el ejército habría quedado seccionado por la mitad. Tal y como estaban las cosas, Tsubodai no veía cómo podrían llevar los suministros que iban en la cola. Sin una zona de parada, la fila de carromatos tenía que permanecer detrás de los guerreros. Tsubodai continuó dándole vueltas al problema de las posiciones y el terreno.
Cuando llegó el comerciante, estaba al borde de las lágrimas por la emoción de ver que la aldea seguía intacta, habiendo temido durante los días de viaje que hubiera sido destruida. Encontró enseguida la casa de su hermana e intentó calmar el terror que le inspiraban a la mujer los mongoles que deambulaban por la calle. Ella observó boquiabierta cómo los mongoles dejaban caer bolsas repletas de monedas de oro en el umbral de su casa, pero aquella visión no la tranquilizó. Al contrario, se fue poniendo más y más pálida a medida que el montón crecía. Cuando los guerreros se retiraron, le propinó un bofetón a su hermano y trató de cerrar la puerta para impedirle entrar.
—¡Me has matado, imbécil! —gritó mientras forcejeaban en la entrada.
El mercader retrocedió un paso, estupefacto ante su arrebato de ira, y al hacerlo, la puerta se cerró de un portazo y todos pudieron oírla llorar en el interior.
—Muy conmovedor —murmuró Gengis a Tsubodai.
Tsubodai no sonrió. El pueblo estaba rodeado de cerros rocosos y estaba seguro de que los estaban vigilando. Desde luego, eso era lo que pensaba la llorosa mujer. Tsubodai había visto cómo sus ojos se alzaban como una flecha hacia los picos circundantes durante un instante antes de cerrarle la puerta en la cara a su hermano. Tsubodai levantó la cabeza y revisó todos los puntos altos, pero no vio nada que se moviera.
—No me gusta este lugar —dijo Tsubodai—. Este pueblo existe para servir a los Asesinos, no tengo ninguna duda. ¿Por qué si no estaría tan lejos de cualquier otro sitio en las montañas? ¿Cómo pagan siquiera los víveres que traen por carro? —Al pensarlo, acercó a su caballo al de Gengis, sintiendo cómo la estrecha calle se cerraba sobre él. Una sola flecha con suerte podría acabar con todo si los aldeanos eran lo suficientemente estúpidos o estaban suficientemente desesperados.
—No creo que debamos detenernos aquí, mi señor khan —continuó—. Hay dos senderos que se adentran en las montañas y sólo uno de regreso. Permite que mande exploradores a recorrerlos y encontrar la manera de entrar.
Gengis asintió y en aquel momento sonó una campana cuyo apagado repiqueteo les llegó rebotando contra las montañas. Los mongoles habían empuñado espadas y arcos antes de que las notas se desvanecieran por completo y dieron un respingo, atónitos, cuando las puertas del pueblo se abrieron con un golpe y empezaron a salir de ellas hombres y mujeres armados.
En cuestión de segundos, el pueblo pasó de ser un lugar silencioso y desierto para convertirse en un sangriento campo de batalla. El caballo de Tsubodai coceó a una mujer que estaba a su espalda, haciendo que saliera volando por los aires. Todos los atacantes se dirigían hacia Gengis que, dibujando un gran arco, acababa de darle un tajo en el cuello a un joven que se había lanzado aullando sobre él.
Para sorpresa de Tsubodai, los aldeanos se mostraban resueltos y desesperados. Sus hombres tenían experiencia enfrentándose a multitudes descontroladas, pero hoy no podían sofocar la violencia con el impacto de un repentino derramamiento de sangre. Vio que uno de sus guerreros era derribado de su montura por un hombre que llevaba una flecha clavada en el pecho y que moría mientras tiraba del mongol con cada vez menos fuerza. Algunos de ellos no dejaban de gritar ni un solo instante mientras luchaban y el ruido, que brotaba de cien gargantas diferentes y rebotaba en las colinas circundantes, resultaba casi doloroso. Pero no eran guerreros. Tsubodai recibió un golpe de un largo cuchillo en el protector de su antebrazo y transformó el bloqueo en un breve puñetazo que se estrelló contra la mandíbula de su atacante. Los aldeanos no tenían defensa contra unos hombres provistos de armadura y sólo su ferocidad hacía difícil detenerlos. Tsubodai luchaba con fanática concentración, arriesgando su vida para proteger a Gengis. Únicamente estuvieron solos durante unos momentos, hasta que más guerreros del tumán del khan se abrieron paso con esfuerzo hasta alcanzarlos y se giraron hacia fuera con sus espadas y sus arcos. A partir de entonces, las flechas silbaron atravesando las gargantas de todo el que se movía y el círculo de hierro fue avanzando entre ellos, desplazándose con Gengis en el centro.
Las calles quedaron cubiertas de muertos tan deprisa que el sol no se había movido sobre las colinas cuando acabaron. La hermana del mercader yacía entre ellos, había sido una de las primeras en caer. Su hermano había sobrevivido y estaba arrodillado ante su cuerpo desgarrado, llorando sin disimulo. Cuando uno de los guerreros desmontó para abrirle la ropa, el hombre luchó brevemente con una furia llorosa antes de que lo tiraran de espaldas de un empujón. Los hombres de Tsubodai no encontraron a nadie con la palabra «serenidad» grabada junto a sus gargantas.
Tsubodai se apoyó en la silla, jadeando por el esfuerzo y el alivio de haber sobrevivido. Realmente odiaba ese estrecho espacio entre colinas, y la sensación de que había unos ojos posados sobre él era aún más fuerte que antes.
—Si no son Asesinos, ¿por qué nos han atacado con tanta brutalidad? —preguntó a uno de sus oficiales minghaan, que, al no poder responder a una pregunta así, simplemente inclinó la cabeza y desvió la mirada.
Gengis se acercó al trote a Tsubodai, que miraba en todas direcciones a su alrededor, todavía impresionado por lo que había sucedido.
—Imagino que les ordenaron que se interpusieran en nuestro camino —dijo Gengis, despreocupado. Estaba exasperadamente calmado y ni siquiera respiraba con dificultad—. Contra unos ladrones, o contra una banda de asalto, les habría ido muy bien. Haría falta un ejército lleno de determinación para cruzar este pueblo y llegar al baluarte de nuestros enemigos —sonrió de oreja a oreja—. Por suerte, yo tengo un ejército así. Ordena a tus exploradores que salgan, Tsubodai. Encuéntrame el camino hasta allí.
Bajo la mirada amarilla de su khan, Tsubodai se recuperó al instante y envió a dos arbans de diez hombres hacia las profundidades de las montañas. Ambas rutas giraban bruscamente tras un corto trecho, de manera que los guerreros desaparecieron enseguida de su vista. Ordenó a otros guerreros que registraran todas las casas para asegurarse de que no había más sorpresas escondidas en su interior.
—Espero que esto signifique que los Asesinos no han abandonado sus hogares —masculló.
El rostro de Gengis se iluminó todavía más al pensarlo.
Al atardecer, los hombres de Tsubodai habían apilado los cadáveres en un extremo del pueblo, junto a la helada cascada. Allí se creaba una poza antes de que el agua siguiera su camino de descenso entre las peñas. Tsubodai se ocupó de que los caballos abrevaran, una tarea que era fastidiosamente lenta y laboriosa, pero vital. Para los que estaban demasiado lejos para poder entrar, empleó cubos del pueblo y ordenó a sus guerreros que caminaran kilómetros hasta llegar a ellos. Muchos se verían obligados a dormir en el estrecho sendero, a escasos metros de una caída hacia la muerte. No hubo protestas, a menos ninguna que alcanzara los oídos del general. Aceptaron su suerte como siempre habían hecho.
Sólo un grupo de los batidores de Tsubodai regresó cuando las colinas estaban encendidas de oro y el sol estaba a punto de desaparecer. El otro se había desvanecido en el aire y Tsubodai hizo un gesto de asentimiento en dirección a Gengis al ver que el camino permanecía vacío. Un único explorador podría haberse caído, o haberse roto una pierna. Para que diez guerreros jóvenes desaparecieran en las montañas tenía que existir otra fuerza, implacable y paciente.
Los mongoles habían encontrado el camino que llevaba hacia los Asesinos y durmieron allí donde se encontraban, medio congelados y con sólo unos pocos bocados de carne seca para mantenerse con vida mientras aguardaban el amanecer.
Tsubodai se levantó antes de que rayara el alba, en parte para estar seguro de que podía poner a una fila de hombres en el estrecho sendero antes de que Gengis intentara liderarlo. El general estaba convencido de que los primeros morirían y eligió a varios arqueros provistos de buenas armaduras que pertenecían a su propio tumán, dándoles las mejores posibilidades a su alcance. No quería que Gengis se arriesgara contra un enemigo invisible en un lugar así. Era demasiado fácil defender las paredes de piedra que flanqueaban el sendero. Mientras Tsubodai clavaba la mirada en la oscuridad, que iba clareando, intuyó que tendrían que enfrentarse a piedras y flechas como mínimo. Confiaba en que los Asesinos no contaran con reservas de aceite inflamable, pero no las tenía todas consigo. No tenía sentido lamentar decisiones del pasado, pero los Asesinos habían dispuesto de mucho tiempo para preparar el sendero. Si habían decidido luchar, sería muy duro recorrer ese camino y muchos de sus hombres no volverían de las montañas.
El sol estuvo oculto durante gran parte de la mañana en ese lugar de cimas y de piedra y Tsubodai se asombró al darse cuenta de que la existencia de los aldeanos discurría en la penumbra. Hasta en pleno verano, sus hogares estarían fríos durante la mayor parte del día. Sólo cuando el sol estaba en lo alto, la luz y el calor alcanzarían aquella calle. Para entonces, no dudaba de que los aldeanos eran siervos de aquéllos a quienes iba a sacar de su guarida. Ninguna otra cosa explicaría por qué elegían ese tipo de vida.
Tsubodai cabalgaba en la segunda fila y sólo se volvió en una ocasión cuando el ejército empezó a avanzar, una vasta y lenta hilera que se extendía casi hasta la primera aldea que habían hallado destruida. Algunos de sus hombres todavía no sabían nada de lo que había sucedido el día anterior, pero siguieron sus pasos y se adentraron serpenteando en el terreno hostil.
Cuando el pueblo quedó atrás, el sendero se estrechó todavía más obligando a sus hombres a montar de dos en dos. Era poco más de una grieta en la montaña y el aire soplaba frío por la penumbra y la sombra constantes. Tsubodai mantenía sus armas en ristre, agudizando la vista en busca de algún indicio del arban. Sólo quedaban las huellas de los cascos y los hombres de Tsubodai los siguieron lentamente, previendo una posible emboscada, pero sin dejar de avanzar.
La sensación de encierro pasó a resultar asfixiante cuando la pendiente empezó a ascender. Para preocupación de Tsubodai, el camino se estrechó de nuevo haciendo que sólo pudiera pasar un hombre con su caballo de cada vez. Las huellas de pezuñas siguieron guiándolos. Tsubodai nunca se había sentido tan impotente en su vida y tuvo que luchar contra su creciente pánico. Si los atacaban, los primeros en caer bloquearían el camino de los que los seguían, convirtiéndolos en blancos fáciles. No creía que pudiera siquiera hacer girar a su montura en un paso tan estrecho y su rostro se crispaba cada vez que sus piernas rozaban las rocas cubiertas de musgo a ambos lados.
Tsubodai levantó la cabeza con brusquedad cuando uno de sus hombres emitió un suave silbido que hizo que los caballos frenaran en seco. Lanzó una maldición entre dientes cuando se dio cuenta de que ni siquiera podía cabalgar hasta el frente para ver qué habían encontrado. El mejor ejército del mundo había quedado reducido a una sola fila de hombres nerviosos. No era de extrañar que los Asesinos no hubieran abandonado su fortaleza. Entornando los ojos, Tsubodai alzó la vista hacia la luminosa franja de cielo que se extendía sobre su cabeza. Sólo hacían falta unos cuantos hombres con piedras allí arriba y las montañas se convertirían en una tumba para todas sus esperanzas y ambiciones. Tragó aire con brusquedad cuando un guijarro cayó de algún lugar ahí arriba, pero eso fue todo.
Uno de sus hombres regresó a pie, agachándose para pasar por debajo de las patas de los caballos y haciéndoles respingar con nerviosismo. Los animales también se sentían encerrados por las rocas que los rodeaban por todas partes y Tsubodai temió que alguno de ellos fuera presa del pánico. En un espacio tan pequeño, sería el caos.
—Hay un muro que atraviesa el sendero más adelante, general —informó el guerrero—. Tiene una puerta, pero es de hierro. Si ordenas que envíen hacia delante los martillos, podemos arrancar los goznes, pero no será tarea rápida.
Tsubodai asintió, aunque la idea de hacer que las órdenes fueran pasando a lo largo de una línea de caballos parados habría sido cómica si no fuera por la constante amenaza de un ataque. A su pesar, volvió a mirar hacia arriba con una mueca.
—Tendrás que ir personalmente. Haz que los martillos vayan pasando de hombre a hombre y que un oficial le arranque los manteletes al carro más próximo que los lleve. —Al menos las barricadas de madera portátiles resultarían útiles. Gengis había insistido en que trajeran docenas de cosas fabricadas en Samarcanda para proteger a sus arqueros, una decisión que sólo ahora empezaba a dar fruto.
Tsubodai aguardó con impaciencia mientras el corredor recorría con dificultad la hilera de hombres y monturas. Los carromatos con los suministros para el asedio estaban muy atrás y el tiempo pasaba despacio mientras los hombres conversaban entre sí y aguardaban. Cuando Tsubodai se volvió hacia él, sólo Gengis parecía de buen humor. El khan estaba afilando su espada con una piedra que había sacado de su alforja, levantando la hoja cada cierto tiempo para inspeccionar el filo. Pilló a Tsubodai mirando y se rió, y el eco de su risa resonó en el aire mientras continuaba con la tarea.
En aquella quietud, el instinto hizo que Tsubodai levantara la vista una tercera vez. Vio que en la franja de cielo azul aparecían unas motas oscuras. Se quedó boquiabierto y gritó a los que le rodeaban que se agacharan, levantando sus antebrazos blindados por encima de la cabeza justo antes de que la primera piedra le golpeara.
Los impactos de las piedras, que caían en oleadas, hicieron que los mongoles gruñeran y rugieran de dolor. Los que tenían escudos los alzaron, pero eran sólo unos pocos. Sus caballos corcoveaban y pataleaban soportando la descarga sin cascos ni armadura, asustados y doloridos. Muchos de ellos se habían quedado aturdidos, desplomándose y escarbando la tierra al notar que les fallaban las patas. Tsubodai apretó los puños sobre la cabeza al ver que algunos, con el cráneo abierto, ya no se levantarían más. Vio que los brazos de varios hombres colgaban sin fuerza: sus huesos se habían roto a pesar de la coraza, y las piedras seguían cayendo en el limitado espacio. Lo único por lo que Tsubodai podía dar las gracias era el hecho de que las piedras fueran pequeñas. Las rocas que podrían romper la columna vertebral de un hombre o bien se atascaban en el paso que había sobre sus cabezas, o rebotaban y se desmenuzaban en pedazos más menudos. Justo cuando tomaba nota de eso, una de las piedras grandes sobrevivió a la caída y golpeó la testuz de un caballo a pocos metros de él, matando al animal de manera instantánea. El general recordó el primer fuerte que había conquistado con Gengis. En aquella ocasión había hombres apostados sobre ellos en un agujero infernal, arrojando flechas hacia abajo en una línea recta casi completa. Se habían salvado sosteniendo barricadas de madera sobre la cabeza. Tsubodai sintió que el corazón le latía dolorosamente cuando se dio cuenta de que se había olvidado de los carros que iban detrás de ellos. No podían arrastrarlos hasta el estrecho camino y tuvo una visión en la que todo el ejército quedaba bloqueado, incapaz de dar marcha atrás con esas paredes de roca cerrándose sobre ellos. Sus hombres se tambaleaban a su espalda bajo el aluvión de piedras, aullando de dolor y frustración.
—¿Dónde están esos manteletes? —rugió Tsubodai—. ¡Necesitamos manteletes aquí! —Su voz llegó hasta muy lejos en las líneas, chocando y rebotando en los muros de piedra. Donde el camino giraba, vio a varios hombres hacer ademanes urgentes a los que estaban tras ellos, pasando su orden. ¿Tan lejos estaban los carros? Aguardó, torciendo el gesto al oír cómo se estrellaban las piedras a su alrededor mientras se encogía sobre la silla protegiéndose la cabeza con los brazos.
Pensó que llevaba toda la vida oyendo gemidos y el sonido de su propia respiración cuando oyó un grito. Tsubodai se arriesgó a mirar por encima del hombro. Las piedras siguieron golpeando su armadura, haciendo que se balanceara. Hasta las pequeñas hacían daño. Suspiró aliviado al ver los pesados escudos de madera pasando de jinete a jinete por encima de sus cabezas. Por muy deprisa que avanzaran, nunca sería demasiado rápido.
La cola de barricadas de madera se detuvo cuando los hombres sobre los que caían las piedras se las quedaron en vez de pasarlas a lo largo de la fila. Tsubodai les gritó, furioso. Había visto que venían más. Ya se oía el choque de las piedras contra la madera, lo suficientemente fuerte para herir los oídos. Tsubodai agarró el primer mantelete que llegó a él tras comprobar que Gengis ya estaba a salvo. No creía que el khan fuera a renunciar al suyo y le costó un gran esfuerzo de voluntad pasarle el suyo a los que estaban delante. Sólo podían moverlos inclinándolos. Cuando los manteletes estaban colocados como caparazones para proteger a los hombres, con frecuencia se atascaban en los muros y apenas era necesario sostenerlos.
Con la cabeza descubierta una vez más, Tsubodai miró a Gengis y vio que el khan había perdido la calma. Gengis hizo una mueca cuando vio a su general desprotegido y luego se encogió de hombros como si no pasara nada. Levantó su mantelete de donde lo habían colocado y se volvió para coger otro. Tsubodai vio varias rocas cayendo alrededor del khan. Una empujó la cabeza de Gengis hacia atrás al golpear su casco, pero otro mantelete se adelantó y el general respiró con alivio al verle a salvo una vez más.
La lluvia de piedras disminuyó y luego se detuvo, dejando a hombres maltrechos y moribundos bajo los pesados tableros. Sin armadura, habrían quedado destrozados. Tsubodai no sabía si los Asesinos habían visto las barreras de madera o si simplemente se les habían agotado los proyectiles. Lo que sí sabía es que movería cielo y tierra para vengarse por el tormento de la impotencia.
Uno a uno, los hombres fueron pasando los martillos bajo el caparazón de manteletes hasta que unos sonoros golpes empezaron a resonar en un punto situado más adelante. Tsubodai comprobó exasperado que no podía ver las filas del frente. El muro que intentaban derribar estaba a doce cuerpos de caballo por delante de él y todo lo que podía hacer era aguardar y sudar.
Tsubodai pensó que podía ordenar que descuartizaran a los caballos muertos y que fueran pasando los trozos a lo largo de la línea. Rechazó la idea tan rápido como se le había ocurrido. Necesitaban salir de la chimenea de roca y destripar a los caballos llevaría demasiado tiempo, aun cuando tuvieran espacio para blandir las hachas.
En vez de eso, Tsubodai se dio cuenta de que los manteletes podían ser utilizados para cubrir los cadáveres de hombres y animales, permitiendo que los demás caminaran sobre ellos. Sería una experiencia truculenta, pero sin un camino por el que avanzar, no importaría si la puerta de hierro podía ser echada abajo o no.
El eco del estruendo de la puerta al caer se oyó hasta casi el final de la fila, despertando una oleada de vítores en los guerreros.
Tsubodai vio que los hombres que estaban en primera línea se abalanzaban hacia delante y luego los oyó gritar al ser golpeados por algo invisible. Tsubodai entrecerró los ojos para ver mejor, pero había poca luz en aquel lugar y los manteletes la reducían a prácticamente nada con su sombra. Justo delante de él yacía el caballo que había visto desplomarse bajo el impacto de las rocas. Su jinete había quedado clavado contra el muro cuando el animal cayó. Le salía sangre de la nariz y estaba pálido e inmóvil. Tsubodai no sabía si aún vivía, pero repartió órdenes sin vacilar.
Pasó su propio mantelete hacia delante para cubrir a la destrozada pareja. Con Tsubodai alentándole, el guerrero más próximo hincó los talones en su montura, obligando al caballo a subir y avanzar por la inestable plataforma.
La tabla se tambaleaba bajo el peso y el aterrorizado poni se resistió, pero Tsubodai y el jinete le gritaron. El guerrero le pegó en los flancos con la funda de su espada hasta que el animal avanzó vacilante, lanzando nerviosos relinchos. El rostro de Tsubodai se crispó y le siguió, tratando de no oír el sonido de huesos rompiéndose bajo su peso. Se dijo que seguro que el hombre de debajo estaba muerto.
El caballo de Tsubodai casi se escapó desbocado al ver el sendero vacío que se abría ante él. Desesperado, tiró de las riendas para frenar, sabiendo que fuera lo que fuera lo que había silenciado a sus hombres seguía allí, esperando. Sólo un guerrero cabalgaba por delante de él y ese hombre corría como un loco, lanzando un grito de guerra y blandiendo su espada.
Tsubodai atravesó la chatarra de la puerta y la luz del sol le hirió los ojos, casi cegándole. Más allá, vislumbró una amplia mancha en el camino. Su caballo corría hacia allí, desesperado por alejarse del terror y el hedor a sangre del paso. Tsubodai tiró de las riendas con un ímpetu salvaje, haciendo girar a su montura mientras las flechas silbaban junto a él. El otro guerrero se había adentrado de lleno y varias flechas brotaron de su pecho. Tsubodai lo vio tambalearse, pero su armadura resistió y tuvo tiempo para matar a un arquero antes de que otra saeta se le clavara bajo la barbilla en un disparo de corto alcance.
El general jadeó tratando de coger aire y parpadeó mientras más guerreros salían con estruendo del paso para unirse a él. Los que tenían brazos y clavículas rotas eran incapaces de utilizar sus armas, pero se dirigieron hacia las flechas para despejar el paso a sus espaldas.
Los arqueros a los que se enfrentaban estaban vestidos con túnicas blancas, que se abrían por la acción de tensar los arcos. Tsubodai vio que llevaban la marca de la serenidad y la furia le invadió. Hundió los talones en su montura dirigiéndola hacia las masas de hombres en hileras. No había espacio para huir o para maniobrar. Sus guerreros debían romper la línea o morirían en parejas y tríos al salir del paso.
El hecho de que los caballos corrieran como locos les ayudaba. Los guerreros mongoles apenas intentaron frenarlos al cargar. El caballo de Tsubodai se abalanzó sobre un arquero que intentaba poner otra flecha en la cuerda. El disparo pasó junto al general y le golpeó con su espada al dejarle atrás, mientras su caballo pisoteaba al siguiente hombre de la fila. Tsubodai enseñó los dientes con cruel placer mientras sus guerreros empezaban a penetrar en las filas de enemigos. El pecho de todos los hombres se erizó de flechas, pero la armadura era buena y los arqueros eran malos. Los Asesinos no eran guerreros, por mucho miedo que supieran inspirar. No habían entrenado todos los días desde el mismo momento en que aprendieron a andar. No podían reprimir el miedo y el dolor para abrir un último tajo en un rival. Los guerreros del khan podían y lo hacían.
El paso que se abría más adelante era suficientemente ancho para permitir que los caballos galoparan de cinco en fondo. Habría unos cien arqueros situados en distintas alturas en las rocas, que estaban cortadas casi como escalones. Si hubieran lanzado descargas en grupo, habrían destruido las primeras filas, pero Tsubodai comprobó que cada arquero disparaba solo. Dio un mandoble con su espada a otro enemigo, abriendo un enorme corte en su costado mientras pasaba velozmente por su lado. Su caballo, con dos flechas hundidas hasta el fondo en el pecho, estaba dando traspiés. Sólo el pánico hacía que continuara corriendo, pero Tsubodai estaba listo cuando las fuerzas abandonaron al animal y cayó como un plomo contra el suelo. Saltó con agilidad, pero fue a caer prácticamente en brazos de un árabe. Con un veloz y enérgico impulso, giró en el aire de modo que su espada golpeó a su rival a la altura del cuello. El hombre se desplomó muerto y Tsubodai se topó con el siguiente, que estaba indefenso, en el intervalo entre dos disparos. El general dio dos rápidas zancadas y le hundió la hoja en el pecho desnudo, justo a la altura del tatuaje de la serenidad. Un guerrero que había logrado pasar sin perder su montura lanzó una patada cuando Tsubodai se preparaba para bloquear a un tercero, tirando de espaldas al atacante. Tsubodai levantó la vista con agradecimiento y vio a Gengis, ensangrentado y exultante.
Tsubodai pensó que los arqueros habrían conseguido la victoria contra hombres desarmados, aun cuando los efectivos hubieran sido muchos. La chimenea de roca era la mejor defensa que había visto nunca y comprendió por qué los Asesinos habían permanecido allí para luchar. Sin duda creyeron que podrían rechazar a cualquier enemigo. Tsubodai se limpió la boca, donde notaba el sabor de algo inmundo y pegajoso. Retiró la mano teñida de rojo y escupió en el suelo.
A su alrededor, los últimos arqueros eran eliminados y los jinetes mongoles lanzaron un grito de victoria, liberando todo el miedo y la ira que no habían mostrado antes. Tsubodai no se unió a ellos. Tenía el cuerpo dolorido por cien impactos y se sentó en las gradas de piedra, empujando un cadáver con el pie para hacerse sitio. Se dio cuenta de que estaba resollando, esforzándose por tomar suficiente aire, como si no pudiera llenar del todo los pulmones. El sol estaba alto sobre sus cabezas, sin haber llegado siquiera al mediodía, y Tsubodai se rió débilmente al verlo. Tenía la sensación de haber estado atrapado en aquel oscuro lugar durante años y cada aliento que tomaba era una lucha por recobrar la calma.
Miró hacia la parte superior del sendero, más allá de los guerreros y de los muertos. Mientras peleaba, había visto todo el tiempo la fortaleza que se alzaba sobre ellos, pero sólo ahora penetró en sus pensamientos.
Los Asesinos habían construido su baluarte con las rocas de la montaña, erigiéndola justo en medio del camino de manera que no hubiera modo de rodearla. Los despeñaderos que se abrían a ambos lados eran demasiado lisos para trepar por ellos y Tsubodai suspiró mientras estudiaba la única, enorme, puerta que seguía bloqueando el paso.
—¡Martillos, aquí! —gritó—. ¡Martillos y manteletes!