XXIX

Gengis se obligó a ser paciente mientras se preparaba para enfrentarse a un enemigo distinto a cualquier otro contra el que hubiera luchado nunca. Volvió a llevar a las familias hasta el refugio cerca de Samarcanda, dejando a Jelme y a Kachiun con ellos como protección. Jelme se presentó ante él para agradecerle personalmente que le hubiera encomendado esa misión, lo que pintó en el rostro de Gengis una expresión de sorpresa que rápidamente ocultó. No se le había ocurrido que el general prefiriera pasar un tiempo con su padre en la ciudad en vez de salir a buscar a los Asesinos que los amenazaban.

Para esa tarea, llevó consigo a su propio tumán, así como el de Tsubodai. Una cifra próxima a los veinte mil hombres seguía siendo una fuerza respetable para él cuando recordaba sus primeras bandas de asalto, de apenas unas docenas de guerreros. Con ellos, podía derribar una montaña si era necesario. Un grupo así podía también atravesar de cien a ciento treinta kilómetros diarios si viajaban con poco bagaje, pero Gengis no tenía ni idea de qué les esperaba. Los artesanos de Samarcanda estaban allí a su servicio y les había hecho construir equipamiento para asedios y carromatos nuevos, en los que amontonaron todo lo que le pareció que podrían necesitar, atándolo con unas cuerdas tras cubrirlo con un lienzo. Mientras planificaba el ataque, el khan desarrollaba la energía de un torbellino y a ninguno de sus hombres les quedó ninguna duda de lo grave que juzgaba aquella amenaza. Entre todos los hombres de la tribu, Gengis era el que mejor comprendía el peligro que constituían los Asesinos, y estaba deseoso de lanzarse sobre ellos.

Los nuevos carros tenían las ruedas reforzadas con radios que Tsubodai había traído de Rusia, pero empezaron a crujir y chirriar cuando ambos tumanes se pusieron en marcha por fin. Aun después de un mes de preparativos, Jochi no había regresado al campamento. Era posible que todavía estuviera buscando información sobre los Asesinos, pero los acontecimientos habían seguido su curso. Gengis envió a dos guerreros en dirección al este a buscarle y luego otros dos más a buscar a Khasar, dándoles mano libre. La región estaba llena de ricas ciudades y, mientras él daba caza a los Asesinos, Gengis sabía que Khasar y Jochi disfrutarían conquistándolas como les viniera en gana.

Chagatai había solicitado ayudar a su padre en la búsqueda del bastión en la montaña, pero Gengis le había rechazado. Nada de lo que sabía sobre los Asesinos hacía pensar en grandes efectivos. Su fuerza residía en el secreto y, una vez roto, Gengis esperaba sacarlos de su guarida como quien mete un puñal en un hormiguero de termitas. Chagatai todavía no había recuperado el favor de su padre y Gengis apenas podía mirarle sin sentir ira y sin que sus esperanzas frustradas resurgieran. No había tomado a la ligera la decisión de elegir a Ogedai. El khan llevaba muchos meses pensando en su legado, pero el tiempo durante el que había pensado que Chagatai heredaría su puesto era mucho más largo. La decisión había sido tomada. Sin embargo, Gengis conocía bien su propio mal genio. Sabía que si Chagatai mostraba el más mínimo resentimiento, existía la posibilidad de que lo matara.

En vez de permitirle que le acompañara al norte, le mandó al sur con Jebe para arrasar esas tierras en su nombre. Todos sus generales fueron alertados de no dejar que los árabes se les acercaran demasiado, aun aquéllos que conocían y en quienes confiaban como intérpretes. Gengis dejó a casi todos los árabes de su tumán tras los muros de Samarcanda, prohibiéndoles aproximarse en absoluto al campamento. Arslan sería implacable con cualquiera que desobedeciera esa orden y, mientras se dirigía hacia el norte, Gengis tenía la sensación de que había protegido a su pueblo en todos los modos posibles.

Con los carros cargados, apenas avanzaban cincuenta kilómetros diarios, empezando al amanecer y cabalgando al paso durante todas las horas del día. Dejaron atrás los verdes campos que rodeaban Samarcanda, cruzando con los carros por un vado de escasa profundidad del río que estaba situado más al norte antes de entrar en tierras de polvo y matorral, colinas y valles.

Al cuarto día, a Gengis empezó a irritarle la lentitud del paso. Cabalgaba arriba y abajo de las filas de carromatos, instando a los conductores a ir tan veloces como pudieran. Lo que le había parecido sentido común y moderación en Samarcanda ahora estaba minando su confianza. Los Asesinos sabrían que estaba llegando, sin duda. Le preocupaba pensar que abandonarían su posición en las montañas sin más y se la encontrarían vacía al llegar.

Tsubodai estaba de acuerdo con su opinión, aunque no dijo nada, sabiendo que un buen general no critica a un khan, ni siquiera ante alguien de confianza. Pero Tsubodai estaba convencido de que Gengis había manejado mal la situación. Lo único que podría funcionar era un ataque masivo, sorprendiendo a los Asesinos donde eran más fuertes antes siquiera de que supieran que había enemigos en la zona. Esa pesada caravana de carros era casi exactamente lo contrario de lo que Tsubodai hubiera querido. Cabalgando con poco más que polvo con sangre y leche de yegua como alimento, sus hombres y él habían tardado doce días en llegar hasta Gengis desde las montañas. Ahora que la luna había crecido y menguado en un ciclo casi completo, Tsubodai albergaba cada vez más dudas sobre el futuro mientras la observaba.

Cuando llegaron a la última aldea que habían saqueado, Tsubodai ya estaba planeando qué hacer si los Asesinos se habían evaporado. Esta vez Gengis no se detuvo, aunque había varias figuras manchadas de ceniza escondiéndose y escarbando entre los escombros, buscando cualquier cosa de valor que pudieran rescatar. Los tumanes mongoles pasaron junto a ellos sin dedicar ni un solo pensamiento a los que se ocultaban de ellos.

Las montañas estuvieron a la vista durante días antes de que alcanzaran sus estribaciones. Para consumir su propio nerviosismo y energía, Tsubodai obtuvo permiso de Gengis para cabalgar hasta los exploradores que habían partido en busca de nueva información. Encontró el segundo pueblo cuando los carros todavía estaban a más de sesenta kilómetros y más de un día de marcha detrás de él. Allí era donde Tsubodai se había reunido con el consejo del pueblo y el hombre que había llevado ante Gengis.

Nadie vivía allí ya. El corazón de Tsubodai se encogió en su pecho mientras pasaba con su caballo entre las cáscaras vacías de los antiguos hogares. No había sido obra de sus hombres y en ese lugar muerto no había siquiera golfillos removiendo las ruinas buscando alimento o monedas. Si Tsubodai hubiera necesitado alguna confirmación final de la presencia de los Asesinos, la halló en los cadáveres que yacían por todas partes, despedazados y quemados allí donde habían caído. En la aldea sólo quedaban con vida las moscas, los pájaros y los perros salvajes, y el zumbido y el batir de alas resonaba a su alrededor, elevándose en densas nubes por donde él pasaba con su montura.

Gengis llegó cuando los jinetes de Tsubodai le dieron la noticia. Mantuvo la expresión impasible mientras cabalgaba hacia su general, dando sólo un súbito respingo cuando una mosca se posó en sus labios.

—Es una advertencia —dijo Tsubodai.

Gengis se encogió de hombros.

—Una advertencia o un castigo. Alguien te vio hablando con el mercader. —Se rió entre dientes al pensar en la llegada del comerciante, que no sabía nada, con un carro lleno de oro. Su repentina riqueza no valdría nada en aquel lugar.

—Podríamos encontrarnos la misma escena en el siguiente pueblo de las colinas del que nos habló, donde vive su hermana.

Gengis asintió. No le importaba en especial que las aldeas hubieran sido destruidas. Si las casas quemadas significaban realmente una advertencia, había pocos hombres en el mundo que la habrían asumido con tanta despreocupación como él. Había visto cosas mucho peores a lo largo de sus años como khan. Ese pensamiento le recordó a Gengis algo que su madre solía decirle cuando era pequeño y sonrió.

—Nací con un coágulo de sangre en la mano derecha, Tsubodai. Siempre he caminado con la muerte. Si me conocen, aunque sea poco, sabrán eso. Esta destrucción no es una advertencia para mí, sino para cualquiera que pudiera estar considerando negociar conmigo. —Entonces frunció el ceño para sí y tamborileó en su silla de montar—. De hecho, es lo que yo haría si fuera a marcharme de la zona.

Tsubodai asintió, sabiendo que el khan no necesitaba escuchar en voz alta que coincidía con él.

—Aun así, tenemos que continuar para ver el lugar donde se escondían —prosiguió Gengis, y su humor empezó a agriarse—, aunque lo hayan abandonado.

Tsubodai simplemente inclinó la cabeza y llamó con un silbido a los batidores para que le acompañaran a las montañas. El pueblo de la hermana se encontraba a un día de marcha al ritmo de un guerrero rápido y quizá a tres para los carros. Cada dos por tres, era necesario comprobar que no había emboscadas apostadas en los senderos y Tsubodai tuvo que contener la urgencia que sentía por adelantarse para ver si los Asesinos habían dejado a alguien atrás. Las montañas eran muy empinadas a partir de ese punto y sólo había un estrecho camino que llevaba a los exploradores a través de los profundos valles y las cumbres. Era un terreno difícil para el asalto y preocupantemente fácil de defender. Incluso el sonido quedaba ahogado en ese tipo de lugar, absorbido por empinadas laderas a ambos lados, de manera que los cascos de los caballos resonaban como un eco, mientras que el resto del mundo se alejaba. Tsubodai avanzaba con pies de plomo, sin separar ni por un momento la mano de su arco y su espada.

Jochi detuvo a su tumán cuando oyó una nota de aviso procedente de los cuernos de los exploradores. Llevaba más de un mes cabalgando sin apenas hacer altos y había cubierto una vasta distancia en dirección al este, tantos kilómetros que estaba convencido de que las estepas de su patria estaban a mil quinientos kilómetros de distancia hacia el norte. Más allá, el mundo era interminable, desconocido incluso para Tsubodai.

Jochi sabía que su padre enviaría hombres a buscarle antes o después. Parte de él se había planteado girar hacia el norte antes de aquel punto, aunque habría importado muy poco. Todos los exploradores podían rastrear a un único jinete, no digamos a los siete mil que componían su tumán. Hasta un ciego podría haber seguido el rastro que dejaban. Si hubieran llegado las lluvias, las huellas de los cascos se habrían borrado, pero, para frustración de Jochi, el cielo se había mantenido frío y azul durante todo el camino, exhibiendo sólo mínimas volutas de nubes.

Sus guerreros permitieron que sus ponis mordisquearan la hierba seca que crecía a sus pies mientras aguardaban nuevas órdenes. Hasta que llegaron los batidores, se habían sentido contentos y relajados, sin pensar más en el futuro que una manada de perros salvajes. Jochi no podía decir si adivinaban su lucha interna. En ocasiones, creía que tenían que haberlo notado. Sus ojos parecían saber, pero intuía que era probable que se tratara de una ilusión. Mientras los exploradores del khan se aproximaban, Jochi convocó a sus oficiales, desde los que comandaban a mil hombres hasta los que lideraban sólo a diez. Todos ellos habían estado presentes en el palacio de Samarcanda y habían jurado honrar a Ogedai como khan, y las palabras todavía estarían frescas en sus mentes. No sabía qué decidirían hacer.

Más de setecientos acudieron a su orden, alejando sus monturas de aquéllos a quienes lideraban. Todos ellos habían sido ascendidos por el propio Jochi, que les había honrado otorgándoles la confianza de poner las vidas de otros en sus manos. Sintió sus miradas inquisitivas posarse sobre él mientras esperaban a que llegaran los batidores de su padre. Las manos le temblaban ligeramente y las detuvo agarrando con fuerza las riendas.

Los exploradores eran dos jóvenes del propio tumán de Gengis. Llevaban túnicas ligeras que el sudor y el uso continuado habían oscurecido y engrasado. Entraron juntos y desmontaron para saludar con una reverencia al general de Gengis. Jochi se mantuvo muy quieto sobre su montura y le inundó una gran calma. Había pensado que estaba preparado para lo que iba a suceder, pero no lo estaba. Ahora el momento finalmente había llegado y sintió que se le hacía un nudo en el estómago.

—Comunicad vuestro mensaje —ordenó Jochi, mirando al hombre que estaba más cerca.

El explorador volvió a inclinarse, todavía moviéndose con la relajación y la espontaneidad que confería una larga cabalgada.

—El gran khan ha avanzado para atacar a los Asesinos, general. Posee información fiable sobre dónde se encuentra su baluarte. Eres libre de nuevo para someter ciudades y ampliar las tierras bajo su control.

—Habéis cabalgado mucho hoy —dijo Jochi—. Os doy la bienvenida a mi campamento. Tenéis que quedaros para comer y descansar.

Los batidores intercambiaron una mirada veloz antes de que el primero contestara.

—Mi señor, no estamos cansados. Podemos partir de nuevo.

—No lo permitiré —exclamó Jochi en tono autoritario—. Quedaos. Comed. Volveré a hablar con vosotros al atardecer.

Era una orden clara y los exploradores no podían hacer otra cosa que obedecer. Ambos hombres inclinaron la cabeza antes de volver a montar y encaminarse al trote hacia el grueso del tumán, alejándose de la reunión de oficiales. Ya habían encendido fogatas improvisadas para cocinar y los que querían conocer las últimas noticias les hicieron hueco entre ellos.

Jochi alzó la mano indicándoles a sus oficiales que le siguieran, haciendo descender a su montura por una colina para apartarse de sus guerreros. Un río fluía al fondo, a la sombra de viejos y retorcidos árboles cuyas ramas se combaban sobre el agua. Jochi desmontó y dejó que su caballo bebiera antes de alargar la mano y tomar varios tragos de agua en las manos ahuecadas.

—Sentaos conmigo —pidió con voz suave.

Sus hombres no entendían qué sucedía, pero ataron sus monturas a los árboles y se congregaron a su alrededor sobre el polvoriento terreno hasta que la mitad de la ladera estuvo cubierta de guerreros. El resto del tumán podía verse a lo lejos, demasiado lejos para oír sus palabras. Nervioso, Jochi tragó saliva. Tenía la garganta seca a pesar del agua que había bebido. Conocía el nombre de cada uno de los hombres que le miraban desde aquel claro junto al río. Habían luchado con él contra los caballos árabes, el ejército del sah, ciudades, guarniciones. Habían acudido en su ayuda cuando estaba perdido y solo entre los guerreros de su hermano. Estaban ligados a él por algo más que un juramento, pero no sabía si eso sería suficiente. Respiró hondo.

—No voy a regresar —dijo.

Del primero al último de los hombres, todos se quedaron inmóviles, algunos de ellos a mitad del gesto de masticar un trozo de carne o sacar un odre de airag de sus alforjas.

Para Jochi, pronunciar aquellas palabras fue como si se hubiera roto una presa. Volvió a tomar aire con ansia, como si hubiera estado corriendo. Sentía el corazón latiéndole con fuerza y una gran tensión en la garganta.

—No es una decisión repentina. Llevo años pensando que este día llegaría, desde el día que luché contra el tigre e iniciamos nuestro viaje por estas tierras. He sido leal a mi padre, al khan, en todas y cada una de mis acciones. Le he dado mi sangre y la de los hombres que me seguían. Le he dado suficiente.

Recorrió con la vista los silenciosos rostros de sus oficiales, evaluando cómo habían recibido sus palabras.

—Después de esto, me dirigiré al norte. No deseo entrar en las tierras meridionales de los Chin, ni acercarme a los Xi Xia, al este. Veré el hogar de nuevo y me refrescaré en los arroyos que nos han dado la vida durante diez mil años. A continuación, cabalgaré tan lejos y tan rápido que ni siquiera los sabuesos de mi padre me podrán encontrar jamás. Hay cientos de tierras que todavía no conocemos. Vi algunas de ellas con el general Tsubodai. Le conozco bien y ni siquiera él será capaz de encontrarme. Cabalgaré hasta el fin del mundo y estableceré allí mi casa, mi propio reino. No dejaré rastros de adónde voy. Para cuando mi padre averigüe que no voy a volver, estaré perdido para él.

Podía ver el blanco de los ojos de muchos de sus hombres mientras le escuchaban, atónitos.

—No os ordenaré que permanezcáis a mi lado —continuó—. No puedo. No tengo familia en las gers, mientras que muchos de vosotros tenéis esposas e hijos a los que no volveríais a ver. No os exijo nada, estáis vinculados por vuestro juramento a mi padre y a Ogedai. Incumpliríais vuestra promesa si os unís a mí y sabed que no regresaremos con la nación ni habrá reconciliación con mi padre. Gengis enviará hombres a darnos caza y nos buscarán durante años. No mostrará piedad. Soy su hijo y lo sé mejor que nadie.

Mientras hablaba, retorcía con los dedos el duro pelo de la piel de tigre junto al cuerno de la silla de montar, sintiendo el áspero borde del sitio donde Gengis había arrancado la cabeza. Vio que uno de los oficiales minghaan Chin se ponía lentamente de pie y Jochi se detuvo para escucharle.

—Mi señor… general —dijo el hombre, con la voz entrecortada por la inmensa tensión—. ¿Por qué consideras algo así?

Jochi sonrió, aunque le embargaba una honda amargura.

—Porque soy el hijo de mi padre, Sen Tu. Creó su tribu reuniendo a todos los que le rodeaban. ¿Por qué yo tengo que ser menos? ¿Debería seguir también a Ogedai hasta que sea viejo y en mi vida no quede más que arrepentimiento? Os lo digo ahora: no está en mi naturaleza. Mi hermano pequeño será el khan de la nación. No me buscará cuando llegue el momento. Hasta entonces, encontraré a mis esposas e hijos en un lugar donde no hayan oído el nombre de Gengis.

Recorrió con la vista al grupo de hombres que se habían congregado junto al río. Todos ellos sostuvieron su mirada aunque algunos se habían quedado estupefactos al oír sus palabras.

—Seré mi propio dueño, quizá durante sólo unos años, hasta que me den caza y me maten. ¿Quién puede decir cómo acabará esto? Sin embargo, durante un tiempo, podré decir que soy libre. Por eso estoy aquí.

El oficial Chin se sentó, despacio, con aire meditativo. Jochi esperó. Todos y cada uno de sus oficiales habían adoptado la impasibilidad del guerrero, ocultando sus pensamientos a los que les rodeaban. Nadie haría una arenga en un sentido o en otro en aquel lugar junto al río. Cada uno tomaría la decisión solo, como él mismo había hecho.

De pronto, Sen Tu habló de nuevo.

—Tendrás que matar a los exploradores, general.

Jochi asintió. Aquellos dos jóvenes habían metido la cabeza en la boca del lobo, sin saberlo. No podía permitirles que regresaran junto a Gengis y le informaran de su posición, aunque cambiara el rumbo y se dirigiera hacia el norte cuando se marcharan. Jochi se había planteado mandarlos de vuelta con alguna historia falsa para su padre, pero matarlos era mucho más seguro que arriesgarse a jugar y confiar en despistar a hombres como Tsubodai. No subestimaba su aguda inteligencia, ni la de su padre. Si los batidores desaparecían sin más, aguardarían meses antes de enviar a otros. Para entonces ya estarían muy lejos.

Sen Tu estaba inmerso en sus pensamientos y Jochi le observó con atención, presintiendo como los demás que el oficial Chin hablaría por muchos de ellos. Sen Tu había conocido épocas de gran agitación, desde la aparición del khan en su patria Chin, hasta la llegada a las naciones árabes y a aquel apacible rincón junto al río. Se había mantenido en primera línea de batalla contra los mejores jinetes del sah y Jochi todavía no sabía qué iba a decir.

—Tengo esposa y dos hijos en las tiendas, señor —dijo Sen Tu, alzando la cabeza—. ¿Estarán a salvo si no regreso?

Jochi deseó poder mentir, decir que Gengis no tocaría a las mujeres y a los niños. Luchó consigo mismo un instante y luego se relajó. Le debía la verdad a aquel hombre.

—No lo sé. No nos engañemos. Mi padre es un hombre vengativo. Puede perdonarles la vida o no, según decida.

Sen Tu asintió. Había visto a aquel joven general atormentado por su propio pueblo durante años. Sen Tu respetaba al gran khan, pero quería a Jochi como a un hijo. Había entregado su vida al joven que ahora se estaba desnudando ante ellos, vulnerable, esperando otro rechazo más. Sen Tu cerró los ojos un momento, suplicando a Buda que sus hijos conservaran la vida y que un día conocieran a un hombre a quien seguir, como él mismo.

—Estoy contigo, general, vayas donde vayas —anunció Sen Tu.

Aunque habló en voz baja, las palabras llegaron hasta los que le rodeaban. Jochi tragó saliva.

—Te doy la bienvenida, amigo mío. No quería cabalgar solo.

Otro oficial minghaan tomó entonces la palabra.

—No estarás solo, general. Yo estaré allí.

Jochi asintió y los ojos empezaron a escocerle. Su padre había conocido esa alegría, esa promesa solemne de seguir a un hombre, incluso si eso significaba la muerte y la destrucción de las demás cosas amadas. Valía más que el oro, más que las ciudades. Una ola se propagó a través del grupo de oficiales a medida que uno a uno fueron gritando su nombre, uniéndose a él. Para cada uno de ellos había sido una elección personal, pero los tenía a todos y siempre los había tenido. Cuando concluyeron, lanzaron un vítor estentóreo, un grito de batalla que pareció estremecer el terreno sobre el que se encontraban.

—Cuando los exploradores hayan muerto, se lo comunicaré a los hombres —dijo.

—General —intervino de pronto Sen Tu—. Si alguno de ellos decide no seguirnos, si decide volver junto al khan, nos traicionarán.

Jochi miró a los oscuros ojos del oficial Chin. Llevaba mucho tiempo meditando sobre sus planes. Parte de él sabía que debería ordenar que mataran a aquellos hombres. Era menos peligroso dejar a los exploradores vivos que permitir que sus propios hombres regresaran junto a Gengis. Si los dejaba con vida, sus propias posibilidades de supervivencia se reducían hasta casi desaparecer. Sabía que su padre habría tomado la decisión en un segundo, pero Jochi se debatía entre las dos opciones. Sentía los ojos de los oficiales posados en él, esperando para saber cuáles eran sus órdenes.

—No los detendré, Sen Tu —replicó—. Si alguno de los hombres quiere retornar con su familia, dejaré que se marche.

Sen Tu hizo una mueca.

—Vamos a ver qué sucede, señor. Si sólo son unos pocos, puedo apostar a unos cuantos de mis arqueros para acabar con ellos.

Jochi sonrió ante la implacable lealtad del oficial Chin. Su corazón estaba colmado cuando miró al nutrido grupo de hombres que se habían reunido a su alrededor en la orilla del río.

—Mataré a los exploradores —contestó—, y después veremos.