El balanceo de la tienda del khan sobre su carromato era una extraña sensación para Yusuf Alghani. El joven beduino había visto muchas cosas asombrosas desde que ofreciera sus servicios a los mongoles. A medida que avanzaba el día y los tumanes se alejaban de Samarcanda con sus tumanes, había esperado ser llamado una vez más ante el khan. Yusuf había observado con interés cómo todo hombre y mujer árabe era inspeccionado buscando la marca de la palabra serenidad. Cuando, por primera vez, Yusuf se fijó en ello, descubrió que había un sorprendente número de rostros de tez oscura en el campamento. A lo largo de los años que los mongoles habían pasado en Corasmia, habían recogido a casi mil árabes en su camino, tanto jóvenes como ancianos. En su mayoría, trabajaban como intérpretes, aunque algunos practicaban la medicina y otros se habían unido a los Chin como ingenieros y artesanos al servicio del khan. A Gengis no parecía importarle que interrumpieran sus tareas para desenrollar las alfombras para orar, aunque Yusuf no estaba seguro de si su tolerancia se debía al respeto o a la indiferencia. Sospechaba que se trataba de esto último, porque el campamento contenía budistas y cristianos nestorianos además de musulmanes, con muchos más infieles que auténticos creyentes.
Yusuf aguardó a que el khan le hablara mientras éste terminaba de comer. Incluso había permitido que los carniceros musulmanes mataran cabras y ovejas de la forma que deseaban y a los mongoles parecía darles igual cómo vivían o comían siempre que obedecieran. Yusuf no podía entender al hombre que estaba sentado frente a él, sacándose algo distraídamente de entre los dientes con un palito. Cuando le habían informado de que debía acudir ante el khan, Tsubodai le había cogido del brazo y le había dicho que hiciera lo que le dijeran.
A Yusuf no le hacía mucha falta la advertencia. Ése era el hombre que había matado a su pueblo, a decenas de miles, o más. Con todo, el difunto sah había hecho lo mismo en sus guerras y persecuciones. Yusuf aceptaba ese tipo de cosas. Mientras él sobreviviera, no le importaba si el khan tenía éxito o quedaba a merced de los cuervos.
Gengis apartó su plato pero dejó el largo cuchillo en su regazo, listo. La advertencia no pasó inadvertida al joven que le observaba.
—En el mercado, parecías nervioso —comenzó Gengis—. ¿Tan larga es la mano de esos Asesinos?
Yusuf respiró hondo. Seguía sintiéndose incómodo hasta hablando de ellos, pero si no estaba seguro allí, rodeado de varios tumanes de guerreros, entonces ya estaba muerto.
—He oído decir que pueden alcanzar a un hombre esté donde esté, amo. Cuando los traicionan, su venganza sobre aquéllos que los desafiaron, sus familiares, amigos, pueblos enteros incluso, es terrible.
Gengis esbozó, una leve sonrisa.
—Yo he hecho lo mismo —sentenció—. El miedo puede encadenar a hombres que, de otro modo, lucharían hasta la muerte. Háblame de ellos.
—No sé de dónde vienen —se apresuró a decir Yusuf—. Nadie lo sabe.
—Alguien tiene que saberlo —le interrumpió Gengis, con la mirada cada vez más fría—, o no podrían aceptar el pago de sus muertes.
Yusuf asintió, nervioso.
—Eso es cierto, amo, pero protegen sus secretos y no me cuento entre los que los conocen. Todo lo que he oído son rumores y leyendas.
Gengis guardó silencio mientras el joven continuaba, deseando encontrar algo que satisficiera a aquel viejo diablo que jugaba con un cuchillo.
—Se dice que los lidera el Anciano de las Montañas, amo. Creo que es un título más que el nombre de alguien, porque ha sido el mismo durante generaciones. Entrenan a jóvenes para matar y los envían a cambio de altas sumas de dinero. Nunca se detienen hasta que han acabado con la vida de su víctima.
—Esta mañana los detuvieron —replicó Gengis.
Yusuf vaciló antes de responder.
—Habrá otros, amo, siempre vienen más hasta que se cumple el contrato.
—¿Todos ellos llevan esa marca en la piel? —preguntó Gengis. Pensó que no sería demasiado difícil proteger a su familia de hombres que se identificaban de esa forma. Para su decepción, Yusuf negó con la cabeza.
—Pensé que era parte de la leyenda, amo, hasta que lo vi en el mercado. Para ellos es un pecado contra Dios marcarse el cuerpo de ese modo. Sólo verlo me sorprendió. No creo que todos ellos lleven la marca, en especial ahora que han visto que la has descubierto. Los que vengan ahora serán jóvenes, con la piel intacta.
—Como tú —dijo Gengis con suavidad.
Yusuf soltó una risa forzada, que resonó hueca en el aire.
—Te he sido fiel amo. Pregúntale a tus generales Tsubodai y Jebe. —Se golpeó el pecho—. Mi alianza es sólo contigo.
Gengis resopló ante aquella mentira. ¿Qué otra cosa iba a decir, aunque fuera uno de ellos? La idea de que cualquiera de los árabes de su campamento pudiera ser un asesino a sueldo era preocupante. Tenía esposas y niños pequeños, al igual que sus hermanos. Podía protegerse de los ejércitos, pero no de enemigos que llegaban por la noche y entregaban sus vidas para quitarle la suya.
Gengis recordó al asesino Chin que había salido de Yenking para matarle en su ger. La suerte le había salvado aquella noche, pero por los pelos. El puñal envenenado le había causado más dolor y debilidad de los que había experimentado jamás. Sólo recordarlo hizo que el sudor brotara de su frente mientras miraba con gesto torvo al joven árabe. Se planteó ordenar que alejaran a Yusuf, que lo separaran de las mujeres y los niños. Sus hombres podrían hacer que les contara todo lo que quisieran oír en cuestión de segundos.
Yusuf se retorció bajo aquella feroz mirada: sus sentidos le alertaban de que estaba en un peligro terrible. Tuvo que hacer el mayor esfuerzo de su vida para no salir como una flecha de la tienda y echar a correr hacia su caballo. Sólo la certidumbre de que los mongoles podían dar caza a cualquier fugitivo le mantuvo en su sitio. El carromato dio una sacudida cuando las ruedas pasaron sobre un surco en el terreno y Yusuf estuvo a punto de lanzar un grito.
—Preguntaré a todo el mundo, amo. Te prometo que si alguien que sepa cómo encontrarlos se cruza en mi camino, te lo enviaré.
Cualquier cosa para hacerse más valioso para el khan, se dijo. No le importaba si los mongoles destruían a los Asesinos, sólo que Yusuf Alghani estuviera en pie cuando parara la matanza. Después de todo, eran ismailíes, una secta Shia, ni siquiera eran auténticos musulmanes. No les debía ninguna lealtad.
Gengis gruñó, jugueteando con el cuchillo.
—Muy bien, Yusuf. Haz eso e informa de inmediato de lo que oigas. Yo investigaré de distintos modos.
El joven notó la despedida implícita en su tono y se marchó con presteza. Cuando estuvo solo, Gengis maldijo entre dientes. Lanzó el cuchillo contra el poste central de la tienda y allí quedó clavado, temblando. Podía destruir ciudades que estuvieran a la vista. Podía arrasar ejércitos y naciones. La idea de unos asesinos dementes atacándole durante la noche le daba ganas de empezar a repartir golpes a diestro y siniestro. ¿Cómo podría proteger a su familia de unos hombres así? ¿Cómo podría mantener a Ogedai a salvo para heredar su puesto? Sólo había un camino. Gengis alargó la mano hacia el puñal y lo extrajo de la madera. Tendría que encontrarlos y hacerlos arder, se escondieran donde se escondieran. Si se movían como su propio pueblo, daría con ellos. Si tenían un hogar, lo arrasaría. La conquista de nuevas ciudades tendría que esperar.
Convocó a sus generales, que se presentaron ante él en su tienda antes de la puesta del sol.
—Éstas son mis órdenes —les dijo Gengis—. Me quedaré con un tumán para proteger a las familias. Si vienen a por mí aquí, estaré listo para ellos. Vosotros saldréis en todas direcciones. Encontrad información sobre esos Asesinos, la que sea, y regresad. Los hombres ricos pueden contratarlos, así que tendréis que tomar pueblos y ciudades ricos para llegar hasta ese tipo de hombres. No hagáis prisioneros, excepto aquéllos que afirmen saber algo. Quiero la localización de los Asesinos.
—La noticia de que hay una recompensa viajará tan rápido como nuestros caballos —afirmó Tsubodai—. Tenemos carros cargados de oro y jade y ésa podría ser su utilidad. Con tu permiso, señor, prometeré también una gran suma a cualquiera que pueda decirnos dónde se forman los Asesinos. Tenemos suficiente riqueza para tentar incluso a los príncipes.
Gengis agitó la mano, aceptando la idea.
—Ofrece la amnistía de las ciudades que nos brinden información si quieres. No me importa cómo se haga, simplemente conseguid la información que necesito. Y llevaos a los árabes del campamento con vosotros. No quiero que se me acerquen hasta que hayamos encontrado y destruido esa amenaza. Hasta entonces, todo lo demás pasa a un segundo plano. El sah ha muerto, Tsubodai. Ésta es ahora la única amenaza a la que nos enfrentamos.
Jelaudin sintió que la muchedumbre se inflamaba como si sostuviera sus corazones en la mano. Escuchaban con total atención cada palabra que pronunciaba y la sensación era embriagadora, a la vez que nueva para él. En el ejército de su padre, había tratado con hombres que habían jurado obediencia. Nunca había tenido que reclutarlos, o convencerlos de seguir su causa. Descubrir en él ese don, descubrir que tenía un gran talento persuasivo le había sorprendido a él casi tanto como a sus hermanos.
Había empezado visitando mezquitas en las ciudades afganas, lugares pequeños en los que había sólo unas centenas de fieles. Había hablado con los imanes y se había sentido satisfecho al ver cómo se horrorizaban cuando les relataba las atrocidades cometidas por los mongoles. Así había ido aprendiendo qué es lo que funcionaba mejor y sus relatos fueron haciéndose cada vez más exagerados. Había salido ya del primer pueblo con cuarenta fornidos hombres de la tribu de los patanes. Hasta que se habían presentado ante ellos, ni siquiera sabían que los infieles habían invadido las tierras árabes, no digamos que habían asesinado al sah de Corasmia. Al principio, su justa ira había sorprendido a Jelaudin, hasta que la vio de nuevo en cada pueblo y ciudad que visitaba. Las cifras de hombres leales habían crecido y más de dos mil se sentaban ahora sobre el polvo, esperando al carismático líder que habían prometido seguir.
—Con mis propios ojos —dijo—, vi cómo los mongoles destruían una mezquita. Los hombres sagrados alzaron sus manos vacías para detenerlos, pero fueron asesinados y empujados a un lado, y sus cuerpos quedaron en el suelo, pudriéndose.
La multitud, la más grande a la que se había dirigido desde que llegara del sur, murmuró indignada. La mayoría de ellos eran jóvenes y entre ellos había numerosos niños, con las cabezas desprovistas de los turbantes que llevaban los hombres. Jelaudin había notado que los jóvenes eran los primeros a los que lograba llegar, aunque habían traído a guerreros experimentados desde las colinas para que le escucharan hablar. Si su padre estuviera vivo, Jelaudin pensó que habría intentado lo mismo, pero su muerte era el acontecimiento perfecto para hacer que los hombres fuertes tomaran las espadas. Habló con pasión de los extranjeros que se habían reído de la fe y habían saqueado los lugares sagrados. Estaban pendientes de cada una de sus palabras. Jelaudin levantó las manos para pedir silencio y le obedecieron, observándole con perfecta atención. Los tenía en sus manos.
—Vi a nuestras mujeres y niños asesinados y secuestrados por sus guerreros, arrancados de las manos de sus esposos y padres. Las que llevaban velo fueron desnudadas y abusaron de ellas en público. En Bujará, mataron a un imán en los escalones de la mezquita Azul y sus jóvenes orinaron sobre el cadáver. ¡Me arrancaría los ojos por lo que han visto, si no necesitara la venganza de Alá!
Muchos de los congregados se pusieron en pie, dominados por la ira y la excitación. Alzaron las espaldas y agujerearon con ellas el aire, entonando palabras sagradas de guerra. Jelaudin se giró para intercambiar una mirada con sus hermanos y descubrió que estaban en pie y rugiendo junto con el resto. Se sorprendió, no esperaba en absoluto que a ellos sus palabras les afectaran tanto. Pero ellos también habían desenfundado sus espadas y sus ojos relucían de furia. Habían visto lo mismo que Jelaudin había visto, pero las palabras, el aire caliente e inmóvil y la necesidad encendía su sangre. Incluso Tamar empezó a cantar con los guerreros del islam, entonando las palabras del profeta. El corazón de Jelaudin se hinchió mientras el estruendo le atravesaba como una ola. ¿Estaba su padre al tanto de esto? Se sentía como si estuviera sosteniendo en equilibrio una espada: si se le caía, lo perdería todo, pero el peso de la fe de aquellos hombres confería realidad a sus sueños. Los hombres habían empezado ya a llegar hasta él desde que las nuevas empezaran a propagarse por la región. Había convocado la guerra santa contra el agresor mongol y sus palabras y promesas habían incendiado aquellas tierras. En mezquitas que nunca había visto, los imanes predicaban que él era un guerrero de Dios. Su tarea era sólo alimentar ese fuego y luego enviarlo hacia el norte.
Jelaudin sonrió al gentío que se había reunido ante él esa noche, sabiendo que partirían con él hacia la siguiente ciudad y después hacia la siguiente. Llegaría a Kabul como el líder espiritual de un ejército y pensó que la ciudad incrementaría sus efectivos hasta una cifra nunca vista. Quizá la mano de Dios realmente le guiara en su empresa, no lo sabía. Era un pobre vasallo de Alá, pero ¿cómo trabajaba Dios si no a través de las manos de los hombres? Tal vez él fuera el instrumento de la venganza. Alá era realmente bondadoso por haberle dado una segunda oportunidad.
Los tumanes mongoles recorrieron cientos de kilómetros en todas direcciones, una explosión de hombres y caballos que atacaban todo lugar en el que hubiera hombres y mujeres a los que atemorizar. La noticia de su búsqueda se difundió casi tan deprisa como ellos y los rumores de los grandes tesoros que ofrecían a cambio de información parecían tener alas. Al décimo día, Jebe encontró a un hombre que decía saber cuáles eran las montañas donde los Asesinos tenían su base de operaciones. Jelme halló otros dos que afirmaban ser parientes de una familia que les servía en su fortaleza. En cada uno de los casos, la destrucción de sus ciudades se detuvo al instante y eso movió a más gente todavía a acercarse a hablar con los generales mongoles, tratando desesperadamente de salvarse. En ambas ocasiones los exploradores mongoles retornaron de expediciones infructuosas, sin haber encontrado rastro alguno de una ciudad de Asesinos. Los hombres que les habían dado las pistas falsas eran necios o mentirosos, pero igualmente fueron asesinados y los tumanes prosiguieron su camino.
Chagatai se había dirigido al norte con Tsubodai, casi por la misma ruta tomada por el general para perseguir y dar caza al sah. Al pie de unas empinadas montañas, encontraron una aldea y la arrasaron por completo, para seguir de inmediato hacia la siguiente. Allí se encontraron con un grupo de ancianos que solicitaron una audiencia privada. Tsubodai la organizó y, cuando oyó lo que tenían que decir, uno de los hombres no regresó a su hogar, sino que partió con el general mongol, cabalgando tan rápido como pudieron de vuelta a donde estaba Gengis. Para cuando alcanzaron al khan, otros tres se habían presentado ante él para reclamar el oro prometido, cada uno de ellos dando una localización distinta del paradero de los Asesinos.
Cuando entró a caballo en su campamento, Gengis saludó a Tsubodai con expresión cansada.
—¿Otro más, Tsubodai?
La excitación del general se desvaneció.
—¿Hay otros? —preguntó.
Gengis asintió.
—O todos son ladrones que creen que voy a entregarles carros de oro a cambio de mentiras, o los Asesinos han dejado caer una serie de localizaciones distintas en una docena de sitios. Si son una secta tan antigua como afirma Yusuf, creo que se trata de esto último.
—Traigo a un hombre que dice que sabe dónde encontrarlos, señor. No creo que sea un tonto o un ladrón como el resto.
Gengis enarcó las cejas, sabiendo que el juicio de Tsubodai era de fiar.
—Llévale a mi ger cuando le hayan cacheado —contestó.
Todavía cubierto de polvo por la larga cabalgada de vuelta al campamento, Tsubodai se presentó con Yusuf, para que hiciera de intérprete. Al enfrentarse al khan, el anciano de la aldea se puso tan nervioso que daba pena. Había empezado a sudar profusamente y despedía un fuerte olor a excremento y ajo que era imposible de ignorar en un lugar tan reducido. Cuando se acercó a él, Gengis respiró superficialmente.
—¿Y bien? Le has dicho a mi general que sabes algo —le dijo con brusquedad, cansado de recibir a hombres que venían con el brillo del oro en los ojos.
Aguardó impaciente a que Yusuf convirtiera sus palabras en un galimatías y el forastero asintió, ya aterrorizado. Había tres cadáveres tirados en una zanja en el exterior de la tienda. Gengis se había asegurado de que el recién llegado viera sus rostros, vueltos hacia arriba, al entrar en la ger del khan. Eso explicaba el olor acre que le rodeaba como una neblina.
—Mi hermana vive en un pueblo de las montañas, amo, a unos dos días al norte de donde encontré a tus hombres. —Tragó saliva, nervioso, mientras Yusuf traducía y Gengis le lanzó un odre de airag para que se aclarara la garganta.
El hombre bebió y se atragantó, creyendo que era agua. Con la cara roja, fue necesario darle un golpe en la espalda para que pudiera continuar.
—Lo siento, amo. Los licores fuertes me están prohibidos —jadeó. Yusuf esbozó una ancha sonrisa al transmitir la información.
—Dile que eso no es un licor fuerte —gruñó Gengis—. Y dile que hable antes de que le arroje a la zanja y le entierre en ella mientras todavía respira.
Cuando Yusuf terminó de hablar, el menudo anciano estaba pálido y ya había empezado a balbucear.
—Mi hermana dice que hay hombres viviendo en las montañas y que cogen comida y criados del pueblo. No responden ante nadie, amo, pero mi hermana dice que a veces transportan rocas de una cantera hasta las altas cumbres.
Mientras escuchaba a Yusuf, Gengis se irritó aún más.
—Pregúntale si eso es todo lo que sabe. No es suficiente.
El árabe palideció de nuevo y negó con la cabeza.
—Me dijo que dos jóvenes del pueblo habían seguido los carros una vez hace tres o cuatro años. Y no volvieron, amo. Fueron hallados muertos cuando sus familias salieron a buscarlos. Les habían degollado.
Gengis le miró fijamente mientras escuchaba la última parte de la traducción. No era una confirmación, pero era el más prometedor de todos los descabellados relatos que le habían contado.
—Es posible, Tsubodai. Has hecho bien trayéndolo ante mí. Dale un carro lleno de oro y dos bueyes para arrastrarlo. —Se quedó pensando un momento—. Tú y yo nos vamos hacia el norte, Tsubodai. Este hombre nos acompañará hasta el pueblo de su hermana. Si encontramos lo que necesitamos, se puede quedar con el oro. Si no, perderá su vida.
El hombrecillo escuchó a Yusuf y cayó de rodillas, aliviado.
—Gracias, amo —gritó mientras Gengis salía de la ger, con la mente ya ocupada por planes de ataque.