Gengis permaneció en Samarcanda hasta que el verano terminó, aunque sus generales recorrieron la región rugiendo como el trueno en su nombre. Las ciudades de Merv, Nishapur, Balkh y Urganj cayeron en veloz sucesión y su población fue asesinada o apresada como esclavos. Ni siquiera las noticias de la muerte del sah o el regreso de Tsubodai y Jebe lograron animarle. Quería regresar a su hogar en las estepas que conoció de niño, pero trató su propia urgencia como una debilidad. Su tarea era ahora preparar a Ogedai para liderar la nación, enseñarle todo lo que había aprendido mientras era khan, durante décadas de guerra. Se había resarcido de los insultos del sah más de mil veces, pero a lo largo del proceso había descubierto también las tierras más vastas que jamás había visto.
Se sentía como un lobo en un redil y no podía llevarse a la nación a casa sin más. Ogedai gobernaría a su pueblo, pero había otros tronos. Con energías renovadas, Gengis recorrió el palacio y la ciudad del sah, aprendiendo todo cuando podía sobre cómo mantenía a su pueblo un lugar así.
Temuge le entregaba los nuevos mapas que iba recopilando o que trazaban los prisioneros. Cada uno de ellos revelaba más y más de las tierras que rodeaban Samarcanda y la forma del propio mundo. A Gengis le costaba creer que al sur hubiera montañas tan altas que ningún hombre las hubiera escalado jamás, donde se decía que el aire estaba tan enrarecido que respirarlo significaba morir. Oyó hablar de extrañas bestias y de príncipes indios que harían que el sah de Corasmia pareciera un gobernador local. La mayoría de la población de Samarcanda había sido liberada y les había permitido regresar a sus hogares. En otras ciudades, Gengis permitió que los jóvenes guerreros practicaran golpes de espada sobre los prisioneros atados. No había mejor manera de demostrar el daño que una espada podía hacer y les ayudaba a prepararse para las batallas reales. En Samarcanda, las calles estaban atestadas de gente, aunque se cuidaban de apartarse de su paso cuando caminaba por ellas con sus guardias y sus mapas. Su curiosidad era insaciable, pero, cuando volvía al palacio cada noche, sentía cómo se cerraba sobre él como una tumba hasta que casi no podía respirar. Había enviado a un explorador a las montañas al lugar donde había dejado a Kokchu. El guerrero había traído consigo un haz de huesos astillados y Gengis los había quemado en un hornillo. Ni siquiera eso le había devuelto la paz. Los muros de piedra del palacio parecían burlarse de las ambiciones basadas en hombres y caballos. Cuando Ogedai fuera khan, ¿qué importaría si su padre había conquistado una vez una ciudad o si la había dejado intacta? Gengis practicaba diariamente con la espada, ejercitándose hasta estar bañado en sudor contra los mejores entre sus guardias. Le deprimía notar cuánta velocidad había perdido con los años. Su aguante todavía estaba a la altura de los hombres más jóvenes, pero después de cada asalto le dolía la pierna derecha y cuando oteaba en la distancia su vista no era tan aguda como antes.
Una mañana en la que flotaba ya el primer aliento del invierno, en su cuarto año en Corasmia, Gengis apoyó las manos en las rodillas tras haber llegado a un punto muerto en una pelea contra un guerrero de veinte años.
—Si te ataca ahora, estás muerto, amigo mío. Deja siempre algo, si puedes.
Gengis alzó la vista sorprendido y luego sonrió lentamente al ver al nervudo anciano al borde del terreno de entrenamiento. Arslan tenía la tez tostada por el sol y estaba flaco como un palo, pero tenerlo ante sus ojos era un placer del que Gengis no había pensado volver a disfrutar.
El khan lanzó una mirada a su oponente, que tenía la espada lista para golpear y apenas jadeaba.
—Confiaba en sorprender a este joven tigre cuando me diera la espalda —dijo—. Me alegro de verte. Pensé que no nos echarías de menos teniendo a tu esposa y a tus cabras.
Arslan asintió.
—Los lobos mataron a las cabras. Por lo visto, no sirvo para pastor. —Entró en el cuadrado de piedra y agarró el brazo de Gengis con gesto familiar, mientras juzgaba con mirada atenta los cambios que se habían producido en el khan.
Gengis vio que el viejo general estaba cubierto de una gruesa capa de polvo que revelaba los largos meses de marcha. Apretó con más fuerza su brazo, mostrándole cuánto se alegraba de verle.
—Come conmigo esta noche. Quiero oír noticias de las estepas de mi hogar.
Arslan se encogió de hombros.
—Siguen igual. Del oeste al este, los mercaderes Chin no se atreven a cruzar tus tierras sin pedir permiso a una de las estaciones del camino. Allí reina la paz, aunque hay idiotas que afirman que nunca regresarás, que los ejércitos del sah son demasiado fuertes incluso para ti. —Arslan sonrió al recordar al comerciante Xi Xia y cómo se había reído en su cara. Gengis era un hombre difícil de matar y siempre lo había sido.
—Quiero que me lo cuentes todo. Invitaré a Jelme a comer con nosotros —dijo Gengis.
El rostro de Arslan se iluminó al oír nombrar a su hijo.
—Me gustaría verle —contestó—. Y hay varios nietos que no conozco.
Gengis hizo una mueca apenas perceptible. La esposa de Tolui había dado a luz a su segundo hijo pocos meses después de que naciera el primogénito de Chagatai. Había sido abuelo tres veces, aunque parte de él no estaba demasiado entusiasmado con la idea.
—Mis hijos son padres ahora —dijo—. Incluso el pequeño Tolui tiene dos bebés, dos niños, en su tienda.
Arslan sonrió, comprendiendo a Gengis mejor de lo que éste creía.
—El linaje debe continuar, amigo mío. Ellos también serán khanes algún día. ¿Cómo los ha llamado Tolui?
Gengis meneó la cabeza, divertido por el interés paternal de Arslan.
—Llamé al primero Mongke y Tolui llamó al segundo Kublai. Tienen mis ojos.
Gengis le mostró Samarcanda al hombre que la gobernaría con un extraño sentimiento de orgullo. Arslan se quedó fascinado por el sistema hidráulico y los mercados, así como por la intrincada red de proveedores que se extendía miles de kilómetros a la redonda. Para entonces, Gengis ya había descubierto las minas de oro que nutrían las arcas del sah. Cuando se dio cuenta de su importancia en los mapas, los guardias originales ya habían sido asesinados y la mina saqueada, pero había puesto a trabajar a un nuevo grupo de hombres y algunos de sus más brillantes jóvenes guerreros estaban aprendiendo el proceso de extraer el oro y la plata del suelo. Había descubierto que ése era uno de los beneficios de la ciudad. Podía sustentar a más hombres que la forma de vida que se practicaba en las estepas. Esos hombres podían servir para construir otras cosas, quizá incluso más grandiosas que Samarcanda.
—Tienes que ver la mina —le dijo Gengis a Arslan—. Han excavado el suelo como marmotas y han fabricado unas enormes forjas para separar la plata y el oro de la roca. Más de mil hombres cavan y unos quinientos se ocupan de machacar la roca y convertirla en polvo. Es como un hormiguero, pero de él proceden las monedas de metal que hacen funcionar esta ciudad. Todo lo demás depende de eso. Hay veces que estoy a punto de entender cómo han llegado a tener valor. Parece algo construido a partir de mentiras y promesas, pero funciona, de algún modo, funciona.
Arslan asintió, observando a Gengis más que escuchar con verdadera atención su descripción de cosas que no le importaban en absoluto. Había respondido a su llamado porque sabía que Gengis no le habría convocado sin ninguna razón. Todavía no había conseguido entender por qué las ciudades se habían convertido de repente en algo importante para su amigo. Durante dos días, recorrió Samarcanda con Gengis, hablando y constatando la tensión interior del khan. A la esposa de Arslan se le habían entregado varias estancias del palacio y parecía extasiada con los amplios baños y con las esclavas Chin que Gengis le había procurado. A Arslan le resultó interesante que ninguna de las esposas de Gengis hubiera abandonado el campamento de gers que se extendía a las afueras de la ciudad.
El tercer día, a mediodía, Gengis se detuvo en un mercado y se sentó en un viejo banco con Arslan. Había mucho bullicio en los puestos, cuyos propietarios parecían nerviosos por la presencia de los mongoles entre sus tenderetes. Ambos estaban sentados relajada y cómodamente, y alejaban con un gesto de la mano a aquéllos que se acercaban a ofrecerles zumo de fruta o pan con sal y carne.
—Samarcanda es una ciudad maravillosa, Gengis —admitió Arslan—, pero a ti antes nunca te habían importado las ciudades. He visto cómo miras el campamento de tiendas cada vez que caminamos por las murallas y no creo que te quedes aquí mucho más tiempo. Dime entonces por qué yo sí debería quedarme.
Gengis disimuló una sonrisa. El paso de los años no había mermado la aguda inteligencia de aquel viejo.
—Durante un tiempo pensé que conquistaría ciudades para mi pueblo. Que ése sería nuestro futuro. —Meneó la cabeza—. No lo es, al menos para mí. El lugar tiene su belleza, sí. Es quizá el más bello nido de ratas que nunca haya visto. Pensé que si llegaba a comprender de verdad cómo funciona, quizá pudiera gobernar desde una ciudad y pasar mis últimos días en paz, mientras mis hijos y mis nietos se dedicaban a la conquista de otras tierras. —Gengis se estremeció como si una brisa le hubiera rozado la piel—. Pero no puedo. Si tú sientes lo mismo, puedes marcharte y regresar a las estepas con mi bendición. Destruiré Samarcanda y continuaré mi camino.
Arslan miró a su alrededor. No le gustaba estar rodeado de tanta gente. Estaban por todas partes y para un hombre que había pasado gran parte de su vida en amplias llanuras con sólo un hijo o una esposa, su cercanía le resultaba incómoda. Sospechaba que Samarcanda no era lugar para un guerrero, aunque podría haber sido un lugar para un anciano. Eso pensaba su esposa, desde luego. Arslan no estaba seguro de si alguna vez llegaría a sentirse a gusto allí, pero intuyó que Gengis estaba tratando de llegar a algún sitio y se esforzó en entender.
—Hubo un tiempo en que lo único que querías era asaltar ciudades —dijo por fin.
—Entonces era más joven —contestó Gengis—. Pensé que un hombre podía dedicar sus mejores años a luchar contra sus enemigos y luego morir, temido y amado a la vez. —Se rió entre dientes—. Sigo pensándolo, pero cuando me haya ido, las ciudades serán reconstruidas y no me recordarán.
Arslan parpadeó sorprendido ante las palabras que había pronunciado el gran khan, el hombre que conocía desde que era un muchacho.
—¿Y qué importa? —preguntó incrédulo—. Me parece que has estado escuchando a Temuge. Siempre hablando sobre la necesidad de la historia, de que quede constancia de lo vivido en documentos.
Gengis cortó el aire con la mano, impaciente por el giro que estaba tomando la conversación.
—No, es una idea que ha surgido de mí. He luchado durante toda mi vida y lucharé una y otra vez hasta que sea viejo y débil. Después, mis hijos gobernarán tierras aún más extensas que las mías y después de ellos, lo harán mis nietos. Ése es el camino que hicimos juntos, Arslan, cuando no tenía nada más que el odio para sustentarme y Eeluk era el jefe de los Lobos.
Notó el asombro de Arslan y prosiguió, eligiendo las palabras para dar voz a sus confusos pensamientos.
—El pueblo que habita en esta ciudad no caza para comer, Arslan. Viven más que nosotros y su vida es menos dura, sí, pero no hay ningún mal en eso por sí mismo.
Arslan resopló, cortándole sin preocuparse por el arrebato de ira que provocaba. Hacía mucho tiempo que nadie interrumpía a Gengis mientras hablaba, ni siquiera los miembros de su familia.
—Hasta que nosotros llegamos y matamos a sus reyes y a sus sahs y derribamos sus murallas —aseguró Arslan—. De todos los hombres del mundo, tú eres el que más claramente ha demostrado la debilidad de las ciudades. ¿Y ahora quieres protegerlas? Tal vez quieras que te hagan una estatua como las que hay en las murallas. Así, todos podrían mirar ese rostro de piedra y decir: «Ése era Gengis». ¿Es eso?
El khan se había quedado muy quieto mientras Arslan hablaba y los dedos de su mano derecha tamborileaban sin ruido en el banco de madera. Arslan percibió peligro irradiando de Gengis, pero el anciano guerrero no temía a nadie y se negó a dejarse intimidar.
—Todos los hombres mueren, Gengis. Todos. Piensa lo que eso significa por un momento. Ninguno de nosotros es recordado por más de una o dos generaciones. —Alzó la mano cuando Gengis abrió la boca para hablar otra vez—. Oh, sé que recitamos los nombres de los grandes khanes junto a las hogueras y que los Chin poseen bibliotecas que se remontan a miles de años. ¿Y qué? ¿Crees que a los muertos les importa algo que leamos sus nombres en voz alta? No les importa, Gengis. Se han ido. Lo único que importa es lo que hicieron mientras estaban vivos.
Gengis asintió con lentitud mientras Arslan hablaba. Le confortaba más de lo que podía expresar poder escuchar el consejo de aquel anciano una vez más. Se había perdido a sí mismo durante un tiempo con el sueño de las ciudades. Oír a Arslan era como un jarro de agua fría sobre sus sueños, pero lo recibió con deleite. Oír aquella voz era casi como ser joven de nuevo, cuando el mundo era más sencillo.
—Cuando tienes miedo y no haces nada, es importante —continuó Arslan—. Pensar que son unos cobardes consume a los hombres. Cómo educas a tus hijos e hijas es importante. La esposa que te abraza por las noches es importante. La alegría que te produce estar vivo, el placer de las bebidas fuertes, la compañía y las historias… todo eso es importante. Pero cuando eres polvo, los demás hombres continúan sin ti. Déjalo todo, y encuentra la paz.
Gengis sonrió ante la severidad de su tono.
—Intuyo que no gobernarás Samarcanda en mi nombre, viejo amigo.
Arslan negó con la cabeza.
—Oh, aceptaré tu oferta, pero no para ser recordado. La acepto porque estos viejos huesos están cansados de dormir sobre el duro suelo. A mi esposa le gusta esto y quiero que ella sea feliz también. Ésas son buenas razones, Gengis. Un hombre debería preocuparse siempre de agradar a su esposa.
Gengis se rió entre dientes.
—Nunca sé si estás hablando en broma o en serio —dijo.
—Siempre en serio, Gengis, soy demasiado viejo para bromas. Soy casi demasiado viejo para mi esposa también, pero eso no importa hoy.
Gengis le dio una palmada en el hombro y se puso en pie. Estuvo a punto de tenderle su brazo a Arslan para ayudarle a levantar, pero lo retiró justo antes de que el viejo general se ofendiera.
—Te dejaré cinco mil hombres. Puede que tengas que arrasar parte de la ciudad para construirles barracones. No permitas que se ablanden, anciano. —Sonrió al ver el desdén con el que Arslan recibía la mera mención de esa posibilidad.
Gengis cruzó al trote los mercados hasta la puerta principal de Samarcanda. La simple idea de cabalgar junto a las familias y los tumanes otra vez bastaba para apartar de sí la sensación de opresión que había experimentado en el interior de la ciudad. El invierno, en su versión árabe, había llegado de nuevo a las tierras del sah, aunque seguía habiendo días cálidos. Sin darse cuenta, Gengis se rascó una llaga de la mano mientras conducía a su montura por el camino pavimentado. Sería un placer sentir la hierba fresca bajo los cascos de su caballo una vez más. Ocho tumanes le aguardaban, listos para dejar la ciudad, dispuestos en formación de batalla en las tierras de cultivo que circundaban Samarcanda. Llenando los huecos en las filas con muchachos que apenas habían cumplido los catorce, al final había reunido cinco mil buenos hombres para dejarle a Arslan.
Detrás de los tumanes, las gers estaban empaquetadas sobre los carromatos y el pueblo estaba listo para moverse de nuevo. Todavía no sabía dónde los llevaría. No importaba y se repitió a sí mismo la antigua idea nómada mientras se aproximaba a la puerta bajo la luz invernal. No tenían que defenderse para vivir, no como los que estaban a su alrededor. En las tribus, las partes importantes de la vida continuaban tanto si estaban acampados en una soleada ribera como si estaban asaltando una ciudad enemiga o esperando a que pasara un cruel invierno. En Samarcanda había perdido de vista eso durante un tiempo, pero Arslan le había ayudado a reordenar sus ideas.
Las multitudes que habitaban la ciudad se mantenían a distancia del hombre que podría ordenar la muerte de cualquiera sobre el que posara la vista. Gengis apenas había notado las miradas que se clavaban en él mientras se acercaba a la puerta y se asomaba para ver las filas de sus guerreros.
Su poni dio un respingo sin previo aviso y el cuerpo de Gengis se vio impulsado hacia delante. Vio que un hombre había salido del gentío y había agarrado las tiras de cuero atadas al bocado. Con un fuerte tirón, había girado la cabeza de su montura y detenido el avance del khan. Sus guardias estaban desenvainando sus espadas y abriendo la boca para gritar, pero Gengis se volvió con demasiada lentitud para ver a un segundo agresor aparecer como un rayo a su lado, un rostro imberbe que aullaba en un idioma extranjero. Sintió el impacto de un cuchillo: el joven trataba de llegar a la carne atravesando las capas metálicas de la armadura.
Instintivamente, Gengis le dio un fuerte golpe en la cara. Con la armadura completa, llevaba el antebrazo cubierto por láminas de hierro batido y el metal rasgó la mejilla del chico y le tiró al suelo. Gengis desenfundó su espada. La violencia de la muchedumbre estallaba a su alrededor. Vio más cuchillos en diversos puños y atacó al que sostenía su caballo, hincando la hoja hacia abajo en su pecho. Aquel hombre iba a morir, pero aferró el pie de Gengis y movió el brazo con fuerza, abriendo un tajo con un cuchillo en la cadera del khan. Gengis rugió de dolor y volvió a golpear, casi seccionándole la cabeza esta vez. Oía a los atacantes aullando a su alrededor, pero sus guardias habían avanzado para proteger a su khan. Ni sabían ni les importaba especialmente quién entre el gentío estaba atacándole. Se abalanzaron contra todos ellos, despedazando a hombres y mujeres hasta que hubo cadáveres por todas partes.
Mientras Gengis se subía jadeante a su montura, el muchacho de la mejilla herida se recuperó y saltó sobre él. Uno de sus guardias lo empaló desde atrás y luego le sacó de la espada de una patada, arrojándole al montón con los demás. En aquel momento, el mercado ya estaba vacío, aunque en las calles cercanas seguían resonando los gritos y el rápido golpeteo de pies que corrían. Gengis alargó la mano para tocar la herida que había recibido. Las había tenido peores. Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza en dirección a los guardias, sabiendo que temían su ira por haber permitido que recibiera un corte, grande o pequeño. De hecho, Gengis ya había decidido hacer que los colgaran a todos por su falta de atención, pero el momento para informarles no era ése, cuando estaban tan cerca y aún preparados para matar.
Gengis aguardó a que llegaran hasta él nuevos soldados de los tumanes, a los que acompañaban Tsubodai y Kachiun. Con una breve mirada a los guardias, se pasó un dedo por la garganta y todos se hundieron en sus sillas, perdiendo toda la energía de la lucha mientras les quitaban las armas.
—Debería haberlo previsto —dijo Gengis, furioso consigo mismo. Puede que la propia ciudad le hubiera hecho descuidado. Un hombre que destruye imperios siempre tendría enemigos que le odiaran. Nunca debería haberse relajado en el interior de una ciudad, ni siquiera en Samarcanda. Maldijo entre dientes al pensar que sus enemigos habían sabido exactamente dónde encontrarle durante meses. Ésa era una de las ventajas de la vida nómada: los enemigos tenían que esforzarse incluso para localizarte.
Kachiun había desmontado para comprobar el número de muertos. Casi cuarenta personas habían sido derribadas por los guardias, y algunos de ellos aún vivían y sangraban. El general no tenía ningún interés en distinguir a culpables de inocentes, ni le despertaban ninguna piedad. Su hermano había sido atacado y estaba a punto de ordenar a sus hombres que acabaran con aquéllos que todavía se arrastraban cuando vaciló, alzando una mano.
Dos jóvenes habían caído muy juntos, justo al lado del lugar del primer ataque. Los dos llevaban una de esas túnicas que protegen a los árabes del desierto de las tormentas de arena. Debajo llevaban el pecho desnudo y, en ambos muertos, Kachiun descubrió la misma marca al final de sus cuellos. Abrió aún más la prenda y, a continuación, indicó con un gesto a un guerrero que hiciera lo mismo con el resto de los cadáveres. Las ropas de hombres y mujeres por igual fueron desgarradas. Kachiun encontró otros seis hombres con esa marca, ninguno de ellos con vida.
Gengis vio cómo se volvía hacia un joven árabe que estaba junto a Tsubodai.
—Tú. ¿Qué significa?
Yusuf Alghani negó con la cabeza, apretando los labios.
—No la había visto nunca —contestó.
Gengis le miró fijamente, sabiendo que ocultaba algo.
—Es una palabra en tu lengua —dijo—. Léemela.
Yusuf fingió inspeccionar al primer hombre que Kachiun había revisado. La leyó de derecha a izquierda y Kachiun notó que le temblaban las manos.
—Amo, es la palabra «serenidad». Es todo lo que sé.
Gengis asintió como si aceptara su palabra. Cuando Yusuf no miró a los demás muertos, emitió un ruido áspero con la garganta y desmontó, dejando los dientes al descubierto cuando el peso cayó sobre su pierna herida.
—Sujetadle —ordenó.
Antes de que Yusuf pudiera reaccionar, tenía la espada de Tsubodai en la garganta, el tacto del metal, caliente contra su piel.
—Sabías que todas las demás marcas serían iguales, chico —dijo Gengis—. Dime quién llevaría esa palabra escrita en el pecho. Dímelo y vivirás.
A pesar de la amenaza, los ojos de Yusuf recorrieron el desierto mercado, buscando a alguien que pudiera estar vigilando. No vio a nadie, pero sabía que habría alguien. Sus palabras llegarían hasta los hombres que habían ordenado el asesinato.
—¿Vas a marcharte de esta ciudad, amo? —preguntó, con la voz ligeramente ahogada por la presión de la hoja de Tsubodai.
Gengis enarcó las cejas, sorprendido por el valor del joven. O su locura, o su miedo, aunque no sabía qué podía inspirar más miedo que una espada en la garganta.
—Me marcharé hoy, chico, sí. Ahora, habla.
Yusuf tragó con dificultad.
—Los Asesinos llevan esa marca, esa palabra, amo. Eso es, de verdad, todo cuanto sé.
Gengis asintió lentamente.
—Entonces será fácil encontrarlos. Baja la espada, Tsubodai. Le necesitamos.
—Me ha sido útil, señor —respondió Tsubodai—. Con tu permiso, enviaré a un corredor con las noticias al general. Querrá inspeccionar a todo su personal en busca de esa marca, quizá a todos los habitantes de la ciudad. —A la vez que el pensamiento se dibujaba en su mente, se giró y agarró a Yusuf, tirándole de la túnica antes de que pudiera reaccionar. La piel estaba limpia y Yusuf lanzó una mirada hostil al general mientras recomponía sus ropas.
—Eso sería muy sensato —aprobó Gengis. Recorrió con la mirada los cadáveres, que ya habían empezado a atraer a las moscas. Samarcanda había dejado de ser su problema.
—Cuelga a mis guardias antes de reunirte conmigo, Tsubodai. Hoy me han fallado.
Haciendo caso omiso del dolor de su cadera, volvió a subir a su caballo y salió para unirse a los tumanes.