XXVI

Pasaron tres días antes de que Gengis convocara a sus hijos en la cámara de audiencias del palacio de Samarcanda. Por orden suya, Kachiun, Khasar y Jelme habían regresado con sus tumanes, dejando tras de sí ciudades en ruinas.

El día había sido caluroso y el olor a fuego, sudor y grasa era penetrante en el espacio cerrado. También Temuge había recibido orden de asistir y con él casi setecientos oficiales de alta graduación llenaban la sala de ecos mientras aguardaban la llegada de Gengis. Yao Shu estaba presente, quizá el único hombre entre ellos que no tenía a otros bajo su mando. El chamán, Kokchu, estaba acuclillado al pie del trono de frente a la multitud, con la mirada vacía clavada en el suelo.

Cuando el sol se puso y se encendieron las antorchas de las paredes, Gengis entró sin fanfarria ni séquito alguno y su mirada fue recorriendo la muchedumbre reunida y fijándose en los rostros de sus hermanos e hijos, desde Jochi, Chagatai, Ogedai y Tolui hasta la niña de menos edad que le había dado su esposa Chakahai. Los más pequeños estaban con su madre y con Borte, mirando asombrados el alto techo. Nunca antes habían visto una ciudad y alzaban los ojos con nerviosismo, preguntándose qué impedía que se desplomara sobre sus cabezas. Uno de los niños de Chakahai empezó a berrear, pero fue Borte quien lo cogió en brazos y le canturreó para serenarle. Otras esposas de hombres de alto rango aguardaban también allí, aunque faltaba la madre de Gengis, Hoelun, que seguía aislada en el dolor por la pérdida de su hija. Desde que Temulun había muerto, Hoelun se había retirado de los asuntos de las tribus y tanto Chakahai como Borte notaban vivamente la pérdida que suponía no contar con su sabiduría.

Aquel día el khan había prescindido de la armadura y había adoptado el sencillo atuendo que llevaban sus pastores. Un deel le cubría la túnica y los pantalones que acompañaban sus flexibles botas de cuero. Su limpia tez, sobre la que acababa de extender grasa de cordero, relucía saludable. Llevaba los cabellos atados a la espalda bajo un sombrero cuadrado, con un bordado ornamental apenas perceptible. A medida que la estancia se iba inundando de luz amarilla, los que estaban más cerca de él notaron el tono gris en las sienes, pero su aspecto era vital y alerta, y su presencia suficientemente poderosa para hacer que cualquier movimiento de la multitud cesara al instante. Sólo faltaban Tsubodai y Jebe, junto con todos sus oficiales minghaan y sus jaguns. A Gengis le habría gustado esperarles, pero no se había sabido nada de la persecución del sah y los demás asuntos se presentaban ante él, insoslayables, cada uno más urgente que el siguiente.

Con el trono a su espalda, Gengis miró a Jochi y a Chagatai, situados en la primera fila de la silenciosa multitud. Ambos exhibían las marcas de la batalla que habían entablado. Chagatai se apoyaba con todo su peso en un bastón para aliviar su pierna entablillada y sudaba visiblemente. En la cara de Jochi había graves magulladuras y también cojeaba. Sus cortes acababan de dejar de sangrar y se empezaban a formar costras. No consiguieron leer la expresión de su padre. Había adoptado la expresión impasible del guerrero y ni siquiera los que le conocían bien podían juzgar cuál era su estado de ánimo o adivinar para qué los había llamado. Mientras Gengis le miraba, Jochi alzó la cabeza con una expresión idéntica a la de su padre. Al menos, él no tenía esperanzas de que el resultado de la reunión fuera favorable, pero se negaba a mostrarse asustado. Había pasado tres días aguardando un llamamiento de algún tipo. Ahora que había llegado, era casi un alivio.

Gengis dejó que el silencio creciera mientras se situaba frente a ellos. Conocía a muchos de los hombres y mujeres que llenaban la sala. Aun aquéllos que eran extranjeros pertenecían ahora a su pueblo. Conocía sus defectos y debilidades tan bien como los suyos propios, o mejor. Los había llevado hasta allí desde las colinas de su hogar, había tomado los distintos senderos de sus vidas y los había unido a la fuerza en un solo camino. Mientras esperaban a que el khan hablara, ya no eran un grupo de tribus independientes entre sí. Todos ellos eran suyos, hasta el último niño. Cuando por fin tomó la palabra, su voz llenó la estancia, con un tono más calmado de lo que ninguno de ellos hubiera esperado.

—Esta noche nombraré a un heredero —anunció.

El hechizo se mantuvo y nadie osó moverse, aunque Chagatai y Jochi intercambiaron una silenciosa mirada furtiva, ambos muy conscientes de la presencia del otro.

—No viviré eternamente —continuó Gengis—. Soy suficientemente viejo para recordar la época en la que todas las tribus estaban enfrentadas entre sí. No permitiré que esos días regresen cuando yo no esté. En esta habitación, he reunido a todos los hombres y mujeres de poder que posee la nación, salvo los que están con Tsubodai y Jebe. Todos vosotros habéis prestado juramento ante mí, entregándome vuestras vidas y vuestro honor. Haréis lo mismo con mi hijo.

Hizo una pausa, pero nadie se atrevió a moverse. En el asfixiante aire, algunos contuvieron el aliento. Gengis asintió para sí.

—Doy las gracias delante de todos a mi hermano Kachiun, quien asumió la carga de ser mi heredero mientras mis hijos crecían hasta alcanzar la edad adulta. —Buscó a su hermano con la mirada y éste le contestó con una mínima inclinación de cabeza—. Tus hijos no gobernarán la nación, Kachiun —dijo Gengis, sabiendo que su hermano comprendía la necesidad de pronunciar aquellas palabras en voz alta—. Puede que lleguen a gobernar otros pueblos y otras tierras, pero el Gran Khan surgirá únicamente de mi elección y mi semilla. Serás el primero en prestar juramento ante mi hijo, después mis hermanos Khasar y Temuge y, a continuación, todos los demás hombres y mujeres congregados en esta estancia.

Volvió a alzar la vista para mirarlos y todos sintieron como si sus ojos ambarinos los dejaran desnudos.

—No somos nada más que la palabra que damos. Si no podéis arrodillaros ante mi hijo, podéis marcharos y llevaros vuestras vidas con vosotros antes de que salga el sol. Ésa es la única elección que permitiré.

Volvió a hacer una pausa, cerrando los ojos durante un instante cuando el dolor y la furia amenazaron con abrirse paso y salir al exterior.

—Da un paso adelante, Ogedai, mi heredero —ordenó.

Todos los ojos se posaron en el guerrero de dieciséis años. Durante el tiempo pasado en tierras árabes, casi había alcanzado la estatura de su padre. El esbelto muchacho que había regresado con Kachiun de una ciudad Chin apenas era ya visible en los duros trazos de su rostro, pero, conmocionado por las palabras de su padre, seguía pareciendo muy joven. Tenía los ojos tan pálidos como los del khan, grandes y fijos. No se movió y Borte tuvo que darle un suave empujón para que avanzara a través de la abarrotada sala, mientras hombres de más edad se hacían a un lado para dejarle pasar. Sólo Chakahai y ella sabían lo que iba a suceder. Ambas mujeres habían aconsejado a Gengis a lo largo de los anteriores días y, por una vez, había escuchado. Lágrimas de orgullo asomaban a los ojos de ambas.

Gengis hizo caso omiso de la airada mirada de Chagatai y Jochi mientras hacía que su tercer hijo, estupefacto, diera la vuelta para situarle de frente a la muchedumbre.

—El hombre que lidere la nación no deberá ser débil —dijo Gengis—. No debe ser propenso a actuar de manera impetuosa o por rencor. Debe utilizar su mente primero, pero cuando decida actuar, debe ser tan rápido como las fauces de un lobo, y no tener piedad. Las vidas de muchos hombres dependen de él y una decisión equivocada puede destruir todo lo que mis hermanos y yo hemos construido.

Los puños apretados de Gengis dejaban traslucir un poco de la furia que le embargaba por dentro y respiró profundamente.

—Soy el khan del mar de hierba, del pueblo de plata. He elegido a mi heredero, como es mi derecho. Que el padre cielo y la madre tierra destruyan a cualquier hombre o mujer que se interponga en su camino.

Las cabezas se inclinaron con nerviosismo entre la multitud, que Kachiun atravesó para situarse ante Gengis y Ogedai. Gengis esperaba con la mano apoyada en la empuñadura de su espada, pero Kachiun se limitó a sonreír. Al ver a Ogedai tan inquieto, Kachiun le guiñó el ojo antes de postrar una rodilla ante él.

—Presto mi juramento por propia voluntad, Ogedai, ante ti, el hijo de mi hermano y su heredero. Esperemos que el día que heredes el puesto llegue dentro de muchos años, pero hasta entonces, prometo honrar la orden de tu padre. Ese día juraré seguirte con gers, caballos, sal y sangre.

Khasar había seguido a Kachiun de cerca y él también se arrodilló y habló, con la mirada llena de orgullo. No podían prestar el juramento completo al khan mientras Gengis viviera, pero todos juraron honrar al chico como su heredero. Cuando la tensión disminuyó, Gengis retiró su mano derecha de la espada y la posó en el hombro de Ogedai. Temuge finalizó el juramento y Jochi y Chagatai dieron un paso adelante. De todos los presentes en aquella habitación, era de aquellos dos generales de quienes Gengis necesitaba oír cómo daban su palabra públicamente, para que no hubiera ningún tipo de duda. Por encima de todo, los hombres y mujeres de más rango de la nación estaban allí como testigos de ese momento.

Jochi hizo una mueca de dolor al arrodillarse, aunque se obligó a sonreír a Ogedai. En lo más hondo de su corazón, Jochi siempre había sabido que él no sería el heredero. Todavía no estaba seguro de si su padre dejaría las cosas así, o si le impondría algún otro castigo por la locura de su pelea con Chagatai. Allí al menos había salido triunfante: Chagatai tampoco heredaría el poder y él sí se había sentido seguro de que algún día lideraría la nación. Las esperanzas truncadas de Chagatai actuaban como airag caliente en la sangre de Jochi.

Con la pierna rota, Chagatai no podía arrodillarse como los demás. Vaciló ante la mirada de su padre y los oficiales que los rodeaban le miraron fascinados cuando el problema se hizo evidente.

—Toca el suelo al estilo Chin, tendido en el suelo, Chagatai —ordenó Gengis con frialdad—. Ya que estás herido, puedes hacer eso.

El rostro de Chagatai se tiñó de rojo intenso mientras descendía con cuidado y tocaba la fría piedra con la frente. No era difícil adivinar que su padre le infligiría un castigo brutal si intentaba demorarse.

Por su parte, Ogedai parecía estar encantado de ver a Chagatai tendido a todo lo largo en el suelo. Esbozó una ancha sonrisa mientras su hermano pronunciaba las palabras rituales antes de apoyarse en su bastón para volver a ponerse en pie con dificultad. En la muchedumbre, Yao Shu tampoco pudo evitar que una sonrisa se dibujara en su rostro. Verdaderamente, el karma tenía su lugar en el mundo si él había vivido para ver a ese estúpido joven humillarse delante de toda la nación. La necesidad de venganza le abandonó, dejándole vacío y usado. Yao Shu meneó la cabeza con tristeza al darse cuenta de en lo que había permitido que le convirtieran los campamentos mongoles. Aquélla era su segunda oportunidad y se prometió renovar sus estudios y volver a enseñar a los hijos del khan. Su rostro se iluminó al pensar en trabajar con Ogedai. El muchacho era ingenioso y si la violencia que llevaba en la sangre podía templarse, algún día sería un excelente khan.

Pasó mucho tiempo hasta que todos los hombres y mujeres de la sala hicieron su juramento ante Ogedai. Cuando terminaron, la noche casi había acabado y hacia el este el cielo brillaba gris. Gengis no se había preocupado de hacer que les trajeran agua. Cuando el último oficial de un arban se puso en pie, el resto de los presentes prorrumpió en vítores, comprendiendo que aquella noche habían visto el comienzo de una dinastía, en una ciudad situada sobre una colina. Bajo la mirada del gran khan, incluso los oficiales de Jochi y Chagatai se unieron con entusiasmo al júbilo general, aliviados de que no hubiera habido derramamiento de sangre. Gengis alzó la mano para hacerles callar.

—Ahora marchaos, y decidles a vuestras familias lo que habéis visto aquí. Hoy celebraremos una fiesta en Samarcanda para marcar la ocasión.

Su gesto se tornó tirante mientras el gentío empezaba a charlar y a sonreír, dirigiéndose hacia las grandes puertas que se abrían en ambos extremos de la sala.

—¿Kachiun? Khasar y tú quedaos. Tú también, Temuge. Necesito a mis hermanos a mi lado para hacer lo que me queda por hacer.

Mientras sus tres hermanos se detenían, con expresión sorprendida, Gengis se volvió hacia donde Kokchu seguía acuclillado junto a él.

—He preparado unos caballos ahí fuera, chamán. Me acompañarás.

Kokchu inclinó la cabeza, ocultando su confusión.

—Como desees, mi señor khan.

Cuando salió el sol, Gengis abandonó lentamente Samarcanda, sus tres hermanos y el chamán iban con él y les acompañaba una montura extra. Al principio, Temuge había hecho varias preguntas, pero cuando Gengis no respondió, se había quedado tan callado como su hermano. Ninguno de ellos sabía hacia dónde les conducía Gengis, o por qué su estado de ánimo parecía tan oscuro aquel día.

Las familias de la nación habían acampado a unos cuantos kilómetros de Samarcanda, lejos del alcance de las líneas de batalla. Gengis no vaciló cuando llegó a las primeras filas de gers, cada una de ellas adornada por una línea de humo blanco que ascendía con morosidad en el aire. Ya había bullicio en el campamento. Los mongoles disfrutaban de esa parte del verano, antes de que el calor se intensificara. Con el río y los lagos al norte, había incluso suficiente humedad en el aire para cubrir la hierba de rocío y el sol lo hacía relucir por un breve periodo antes de que se evaporara a causa de su calor.

Los que ya estaban levantados y fuera de las tiendas saludaron con respeto al khan y a sus hermanos cuando pasaron por su lado, manteniendo las cabezas gachas y evitando mirar a los grandes de la nación. Los perros ladraron, nerviosos, pero Gengis hizo caso omiso de todos ellos mientras avanzaba con su caballo a través del laberinto. Pasó junto a su propia tienda sobre el carro y, por fin, desmontó junto al pequeño hogar de su madre.

—Nokhoi Khor —dijo con suavidad, un saludo tanto como una petición a su madre para que agarrara a su viejo perro antes de que pudiera salir corriendo y atacar. A Gengis nunca le habían gustado los perros y no tenía ninguno propio. Esperó unos momentos y luego se volvió hacia el pequeño grupo que lo acompañaba. Entre ellos, representaban el poder gubernamental de la nación mongola. Únicamente Ogedai estaba por encima de ellos y eso sólo después de aquella noche.

—Esperadme —ordenó Gengis y se agachó antes de abrir la puerta de madera pintada que daba a la casa de su madre.

El interior estaba oscuro. Su madre todavía no había retirado la cobertura de fieltro que dejaba entrar la luz en la ger durante el día. La claridad que penetraba a través de la puerta abierta le permitió ver una figura acurrucada en la cama. Su viejo perro dormía hecho un ovillo junto a sus piernas y le enseñó los dientes cuando se acercó, haciendo brotar un suave y sordo gruñido de su garganta.

Gengis tragó saliva.

—Dile a tu perro que salga, madre. Tengo que hablar contigo.

Con cara de sueño, Hoelun abrió los ojos. Todavía los tenía enrojecidos por el airag que utilizaba para poder dormir sin soñar. Volvió a cerrar uno casi inmediatamente, crispando el rostro por el dolor que martilleaba su cabeza. Gengis percibió el penetrante olor a orina de la tienda y el olor más fuerte a carne que llevaba tiempo sin lavarse. Le entristeció ver los cabellos canos de su madre revueltos y descuidados y supo que debería haberla hecho salir de su pena mucho antes de ese momento. Cuando le miró, parecía una anciana agotada. Mientras que él había enterrado su tristeza en el ataque a la ciudad, llenando sus días con planes y acción, ella se había quedado sola con el dolor y el proceso había ido desgastándola.

Gengis suspiró para sí. Sacó la cabeza fuera de la tienda una vez más, parpadeando por el cambio de luz.

—Necesito que cojas a su perro, Kachiun. Y necesito comida y té y leña para la estufa. ¿Puedes traerlos tú, Khasar?

Dio un paso atrás para permitir que Kachiun cogiera al viejo can de la cama de su madre. Cuando Kachiun alargó los brazos hacia él, el perro dio un salto e intentó morderle. Kachiun simplemente le propinó un golpe en el morro y lo arrastró fuera de la cama. Luego le dio un puntapié en dirección a la puerta y el perro salió corriendo hacia el exterior, todavía ladrando.

—Deja al perro en paz —dijo Hoelun, irritada.

Cuando se incorporó y se dio cuenta de que dos de sus hijos estaban en la ger, se pasó una mano por el pelo de manera automática y les lanzó una mirada furiosa. Gengis notó que, a lo largo de los últimos meses, había perdido peso de manera alarmante. La culpa le inundó por no haberse asegurado de que alguien la cuidaba. Chakahai y Borte le habrían traído comida y le habrían cambiado la ropa, ¿no?

—¿Qué pasa? —preguntó Hoelun, haciendo una mueca al sentir cómo el dolor de cabeza se redoblaba. Renunció a intentar arreglarse el pelo y dejó que sus manos cayeran sobre las mantas que había en su regazo, dejando a la vista unas uñas amarillas y sucias.

Se había dirigido a Kachiun, pero éste sólo se encogió de hombros y miró a Gengis.

—Métete un poco de té salado caliente en el cuerpo y después hablaremos —pidió Gengis en tono neutro. En la pequeña tienda, oyó cómo la barriga de su madre rugía llena de gas y no se sorprendió cuando retiró las grasientas mantas y se puso en pie. No habló mientras metía los pies en un par de suaves botas y abandonaba la ger para visitar unas letrinas cercanas.

Kachiun miró a su hermano con expresión avergonzada.

—¿Por esto nos has llamado? —inquirió—. No sabía que su estado era tan malo; lo siento.

—Ni yo tampoco —confesó Gengis—. ¿No he tenido las manos ocupadas con mil y una cosas desde que Temulun murió?

Entonces apartó la mirada, consciente de la debilidad de sus palabras.

—Lo arreglaremos, después de hoy —afirmó Gengis.

Khasar regresó justo antes que su madre, de modo que ella le siguió al interior de la tienda. También él se sintió impresionado por la esquelética figura que se acomodó en la cama. Khasar la abrazó formalmente, pero hizo una mueca para sí mientras preparaba el fuego en la estufa y encendía la yesca con pedernal y acero, soplando hasta que una pequeña llama apareció en su mano.

Tenían la sensación de que el té estaba tardando años en hacerse y fue el propio Gengis quien sirvió la primera taza para su madre. Ella dio un sorbo y sus ojos fueron perdiendo parte de su vacuidad a medida que el calor se propagaba por su anciano cuerpo.

—¿Qué quieres, Temujin? —preguntó por fin, utilizando su nombre de niño, algo que nadie más en el campamento se atrevía a hacer.

—Venganza para mi hermana —contestó Gengis, con una voz que era casi un susurro.

Los ojos de Hoelun, grandes y oscuros en la penumbra, se cerraron como si le hubiera pegado.

—No quiero oírlo —dijo Hoelun—. Vuelve mañana y estaré más fuerte.

Pero Gengis fue implacable. Tomó el tazón vacío de té de sus manos y negó con la cabeza.

—No, madre. Vístete o enviaré a un criado para que lo haga. Vendrás con tus hijos hoy, lejos del campamento.

—Sal de aquí, Temujin —ordenó ella, con la voz más potente que antes—. Llévate contigo a tus hermanos. Estoy esperando para morir, ¿no lo entiendes? He desempeñado mi papel en vuestra vida y en la de vuestra nación. He estado allí desde el principio y sólo me ha traído dolor. Marchaos y dejadme atrás como siempre habéis hecho.

Cuando Gengis contestó, su tono era amable.

—No me iré, madre. ¿Kachiun? Dile a Temuge que tendrá que esperarnos un rato. La lavaré y la vestiré para el viaje.

Vencida, Hoelun se dejó caer hacia atrás en la cama como un fardo. No movió ni un músculo mientras Gengis le arreglaba el pelo con un cubo de agua y un paño. Su hijo encontró un peine de hueso en el suelo de la tienda y ella se sentó, en silencio, mientras él empezaba a pasarlo por la enmarañada masa gris, prestando un cuidado infinito para no hacerle aún más daño.

Para cuando terminaron de vestir a Hoelun, el sol ya había ascendido en el cielo. No había vuelto a hablar, aunque le había dado la bienvenida a su perro cuando, entrando como una flecha en cuanto vio una oportunidad, regresó a su lugar junto a ella. La voluntad para resistirse parecía haber abandonado a su madre y tanto Gengis como Kachiun permanecieron callados mientras la ayudaban a subir a la silla y le colocaban los pies en los estribos. Hoelun se sentó en una mala postura, así que Khasar pasó las riendas por encima de la cabeza del caballo y las enganchó al cuerno de su silla para llevarla.

Gengis montó también y recorrió con la mirada a los supervivientes de aquella familia que se había escondido de sus enemigos en una grieta perdida y distante de una colina cuando sólo era un niño. En aquellos días habían caminado junto a la muerte y los recuerdos emergieron fríos en su piel. Imaginó que el espíritu de Bekter estaba con ellos y supo que el hermano que había matado aprobaría lo que iba a suceder ese día. Confió en que Bekter pudiera verlo. También faltaba Temulun en ese pequeño grupo de supervivientes, aunque cuando se habían visto obligados a salir huyendo, ella era sólo un berreante bebé. En su lugar, el chamán cabalgaba inmerso en un silencio hosco, observando al khan desde debajo de sus pesados párpados. Cuando inició el trote y el campamento empezó a alejarse a sus espaldas, Gengis oyó los chillidos de los halcones sobre sus cabezas. Sus agudas voces le recordaron a los chillidos infantiles de Temulun, cuando toda comida era una victoria y todas las batallas estaban aún por luchar.

Cabalgaron hacia el sureste a través del caluroso día, bebiendo agua de los odres con los que Gengis había provisto a cada una de las monturas. Había preparado bien el viaje y las alforjas estaban llenas de cordero seco y queso duro. Por la tarde, cuando el terreno empezó a hacerse más elevado, Gengis hizo un alto para partir el queso en una piedra plana, utilizando la empuñadura de su cuchillo para desmenuzar los bloques antes de mezclarlos en un odre de agua tibia y pasarles los paquetes para que los colocaran debajo de las sillas de montar. El amargo caldo sería su sustento cuando se detuvieran de nuevo al atardecer, aunque lo hacía principalmente por su madre, que no estaba habituada a cabalgadas largas.

Hoelun había salido de su estupor matutino, pero el intenso sol aún hacía que crispara el rostro por el dolor y tuvo que parar en una ocasión para vomitar débilmente antes de continuar. Sus ojos buscaron a Gengis cuando prosiguió la marcha y ella también recordó los primeros días de penurias, cuando toda mano de hombre se alzaba contra ellos. Cinco hijos y una hija la habían acompañado entonces, y ahora sólo le quedaban cuatro. ¿No había hecho suficiente para que se cumplieran las ambiciones y los sueños de Gengis? Vio las montañas elevarse frente a ella mientras cabalgaba, entrando en una zona en la que su caballo, desaparecidos incluso los senderos de cabras, tenía que elegir con cuidado donde pisaba. Mientras el sol caía implacable sobre ellos, el terreno fue haciéndose más y más empinado y, entretanto, Hoelun seguía sin dirigir la palabra a los hombres que montaban con ella.

Kokchu sudaba profusamente y bebía más que Gengis y Khasar juntos. Tampoco él estaba acostumbrado a cabalgar sobre terreno accidentado, pero, observando el silencio de Hoelun, no osó quejarse, sabiendo que eso sólo lo humillaría a los ojos de su khan. No tenía ni idea de por qué le habían llamado para acompañar a Gengis, aunque al alzar la vista hacia la línea de nieve de las cumbres, supo que los espíritus eran poderosos en los lugares elevados. Los mongoles nunca estaban realmente contentos en tierras cálidas, donde les acosaban las moscas y el sudor y extraños sarpullidos y se pudría la carne limpia. En el límpido aire de las montañas, Kokchu supo que se encontrarían más próximos a su hogar. Quizá le hubieran llamado para interceder por Gengis en aquel lugar.

Treparon por un risco hasta que el sol estuvo bajo en el oeste, arrojando largas sombras frente a ellos como si caminaran por la oscuridad. La marcha era dura, pero los caballos avanzaban con paso firme, siguiendo a Gengis por la cresta del risco. Sólo en contados puntos el desnivel era tan pronunciado como para tener que desmontar para poder seguir adelante. Habían guiado a sus caballos a pie únicamente en dos ocasiones y el sombrío silencio parecía haber calado en todos ellos. A sus gargantas y secos labios les resultaría difícil volver a hablar.

El lúgubre ánimo terminó al alcanzar la línea de nieve, al menos para Temuge, Khasar y Kachiun. No habían visto la nieve desde que abandonaron las montañas de su hogar y aspiraron con gusto el frío aire, disfrutando al sentir cómo su filo penetraba hondamente en sus pechos.

Gengis no parecía sentirlo ni oír cómo el golpeteo de los cascos en la piedra se convertía en el mudo y lento avance sobre la nieve. La cumbre del peñasco todavía estaba lejos. El khan fijó allí la mirada y no bajó la vista ni siquiera una vez a las vastas tierras reveladas por esa altura.

El largo y fatigoso día estaba tocando a su fin cuando por fin tiró de las riendas para frenar a su montura. El sol estaba medio oculto tras el horizonte occidental y la dorada luz luchaba contra las sombras, obligándoles a entornar los ojos al desmontar. Khasar ayudó a su madre a descender del caballo y le pasó un odre de airag, que ella aceptó con gratitud. El potente licor reavivó un poco su agotado rostro, pero empezó a temblar allí de pie, mirando a su alrededor con expresión desconcertada. A través de las tierras de cultivo, vieron Samarcanda como una mancha borrosa y, todavía más lejos, una brillante línea de lagos al norte. Hoelun tuvo la sensación de que podría llegar a avistar su hogar y aquel pensamiento hizo que se le saltaran las lágrimas.

Gengis desenfundó su espada y el sibilante sonido atrajo sobre él todas las miradas. Él también notó cómo la nieve le reconfortaba. En lugares elevados, era más fácil sentir el aliento del padre cielo y la presencia susurrante de los espíritus. Aun en una tierra tan distante, podía sentirlos en la piel. Aunque la sensación le confortó, apenas logró rozar el duro nudo de ira que le había lacerado el pecho durante tantos días.

—Sitúate frente a mí, Kokchu —ordenó, observando con detenimiento al chamán mientras se aproximaba. Su rostro tenía una expresión recelosa y una línea de sudor relucía en lo alto de su cuero cabelludo, pero Gengis reconoció el brillo de algo más en sus ojos. El viento arreció súbitamente cuando los hermanos se reunieron con su madre en torno a Gengis, lanzando unos cuantos copos de nieve contra ellos.

Gengis no retiró la mirada del chamán mientras hablaba con sus hermanos y con Hoelun.

—Éste es el hombre que mató a Temulun y no uno de los guardias del sah. El asesino es él.

Tal vez Kokchu habría intentado escabullirse de un salto si Khasar no hubiera estado detrás de él.

—¡Eso es mentira! —escupió el chamán—. Sabéis que es mentira.

—No, yo creo que no —dijo Gengis. Estaba preparado para reaccionar si Kokchu atacaba o trataba de huir, y todos sus nervios se tensaron mientras proseguía—. El cadáver de mi hermana no fue hallado hasta la noche y ese hombre vino a mí directamente. Y, sin embargo, te vieron saliendo de su ger mucho antes de eso.

—¡Más mentiras! Mi señor khan, alguien está intentando destruirme. Hay gente que cree que me otorgas demasiada confianza, que me favoreces demasiado abiertamente. Tengo muchos enemigos, señor, por favor…

Temuge habló de repente y Kokchu se volvió hacia él con una esperanza desesperada.

—Podría tener razón, hermano —sugirió Temuge—. ¿Quién puede decir en qué tienda le vieron cuando había incendios por todo el campamento?

Kokchu cayó de rodillas y sus manos, similares a garras, temblaron mientras cogían puñados de nieve.

—Lo que dice es verdad, señor. Te he dado todo, gers, caballos, sal y sangre, todo. Esto es un terrible error.

—No —murmuró Gengis—. No lo es.

El chamán alzó su rostro aterrorizado cuando vio la espada del khan levantarse en el aire.

—No puedes derramar la sangre de un chamán, señor. ¡Está prohibido!

No se volvió a tiempo de ver a Hoelun darle una bofetada. El golpe fue débil, pero Kokchu lanzó un grito al caerse de espaldas en la nieve. Cuando se puso en pie frente a los pies de Khasar, el general arremetió contra él sin pensar, dándole una fuerte patada en las costillas.

Gengis permaneció muy quieto y su familia se volvió hacia él con aire inquisitivo cuando dejó caer la espada a su lado.

—No puedes dejarle vivir, Temujin —dijo Hoelun, con los ojos mucho más brillantes que al principio del día. Había recuperado parte de su antigua vitalidad al ver al chamán sufriendo en esa fría cima y ya no parecía notar el viento. Gengis le entregó la espada y detuvo su muñeca cuando pensó que podría atacar con ella al asesino.

Flexionó sus manos vacías por un instante y Kokchu se encogió ante él, atrapado entre las piernas de la familia a la que había servido. Su mente giraba enloquecida, buscando nuevas palabras. El necio rostro de Temuge estaba lleno de dudas y debilidad e incluso el khan había dejado a un lado la espada. Todavía había esperanza.

—No he hecho nada, señor. Fuera quien fuera quien me acusara comete un error y eso no debería costarme la vida, o impedirme servirte más. Si muero aquí, la mala suerte te seguirá hasta el final de tus días. Sabes que estoy diciendo la verdad.

Gengis se agachó y le tomó por los hombros con manos férreas. Por un momento, Kokchu pensó que le iba a poner en pie y suspiró aliviado. Luego, notó cómo la mano de Gengis se desplazaba a una de sus huesudas piernas y los duros dedos agarraban su rodilla y se hundían en la carne. El chamán se debatió con violencia mientras su khan lo levantaba con un gruñido.

—Por favor, mi señor, ¡soy inocente! —chilló Kokchu.

Gengis levantó todavía más al chamán y luego lo dejó caer, al tiempo que se apoyaba en el suelo con una rodilla. Kokchu chocó con limpieza contra el muslo extendido del khan. Todos oyeron cómo se rompía la columna vertebral y vieron cómo la boca de Kokchu se abría sin emitir sonido alguno. Sus piernas cayeron lacias mientras sus manos arañaban la nieve bajo la pálida luz del sol. En aquel momento, Temuge dio media vuelta y se alejó, mareado, pero Kachiun y Khasar no desviaron la mirada ni un instante, como si se hubieran propuesto recordar todos y cada uno de los detalles.

Gengis se arrodilló al lado del chamán y le habló en voz baja.

—Hay lobos en estas montañas —dijo—. Algunos de mis hombres los han cazado para quitarles la piel. Esta noche te encontrarán aquí y, al principio, sólo te observarán. A medida que el frío te vaya debilitando, se irán acercando más y más y empezarán a rozar con su hocico tus piernas y tus manos. Se dispersarán cuando grites y rebullas, pero no irán lejos y regresarán con valor renovado. Cuando empiecen a desgarrarte la carne, cuando el olor de la sangre los excite, entonces, piensa en mí.

Se puso en pie y los desesperados ojos del chamán siguieron sus movimientos, nublados por las lágrimas. Abrió la boca, dejando al descubierto sus marrones dientes. Vio a Hoelun rodear con su brazo a Gengis y apretar su hombro con afecto mientras retornaban junto a sus caballos. Kokchu no podía oír las palabras que intercambiaba la familia. Nunca había experimentado un dolor así y todos los trucos y rituales que conocía se desmoronaron ante la llama que le atravesaba.

La oscuridad cayó con rapidez después de eso y, al descubrir que las piernas no le respondían, el chamán emitió un largo gemido. En una ocasión, casi logró sentarse impulsándose con los brazos, pero la nueva ola de dolor le hizo perder el sentido. Cuando se despertó de nuevo, la luna había ascendido y oyó el sordo sonido de unas patas sobre la nieve.