Samarcanda era una ciudad atractiva. Gengis recorrió con su poni una amplia calle flanqueada de casas, seguido por el repicar de los cascos sin herrar sobre el irregular empedrado. En algún lugar, más adelante, había humo flotando en el cielo y se oía el fragor de una pelea, pero esa parte de la ciudad estaba desierta y sorprendentemente tranquila.
Sus hombres velaban por él, caminando a ambos lados con los arcos en ristre, dispuestos a castigar el más mínimo amago de movimiento. Habían hecho que la guarnición se retirara al interior de la ciudad en un orden que habría honrado a sus propios tumanes. Gengis se sorprendió al descubrir que habían preparado una segunda posición dentro de la propia ciudad, pero, después de todo, Samarcanda era un lugar sorprendente. Como con Yenking, había empezado a pensar que tendría que sitiarlos para vencerlos por el hambre, pero lo habían arriesgado todo en cuanto el ejército de liberación estuvo cerca. Su insistencia en la velocidad había dado fruto una vez más, al enfrentarse a un enemigo que subestimaba enormemente la fuerza de los tumanes.
Si se quedaba en las tierras del sah, sospechaba que en algún momento las ciudades árabes acabarían comunicándose entre sí y los oficiales más capaces idearían maneras de responder a sus ataques. Sonrió para sus adentros al pensarlo. Para cuando lo hicieran, toda Corasmia estaría bajo su control.
Había árboles a los lados de las calles, totalmente desarrollados, pero bien cuidados. Al pasar, Gengis vislumbró los discos de pálido blanco de las ramas podadas, así como las oscuras manchas en las polvorientas raíces que marcaban el nivel alcanzado por el agua de riego esa misma mañana. Meneó la cabeza, fascinado ante la dedicación que eso implicaba. Supuso que los hombres de ciudad disfrutaban de la sombra que los árboles arrojaban en el verano y tuvo que admitir que en la cálida brisa flotaba un aroma agradable. Tal vez incluso los hombres de ciudad necesitaban ver el extremo de las verdes hojas desde los balcones de piedra. De pie sobre los estribos, Gengis vio una pequeña hondonada de tierra rodeada de bancos de madera escalonados. Samarcanda albergaba muchas cosas extrañas en el interior de sus muros. Tal vez fuera un lugar donde los árabes se reunían para escuchar a sus oradores, o incluso para celebrar carreras de caballos. Sus hombres estaban llevando allí a los prisioneros y ya se había oscurecido con la apretada masa de gente, atados y enmudecidos por el terror.
Pasó junto a un pozo de piedra situado en un cruce de caminos y desmontó para examinarlo. Al asomarse, vio un oscuro círculo de agua al fondo. Siguiendo un impulso, cogió el cubo de cuero con su cuerda y lo dejó caer en el interior, sólo para oír el ruido del agua. Cuando lo sacó, bebió un largo trago, limpiándose el polvo de la garganta antes de pasárselo a uno de sus arqueros y regresar a la silla. Samarcanda estaba bien emplazada, en su posición entre un río y unos lagos. En ese tipo de terreno se podía cultivar cualquier cosa y Gengis había visto mercados desiertos llenos de fruta y verdura fresca junto a la puerta principal. Se preguntó qué harían los habitantes de la ciudad con su tiempo si la comida y el agua eran tan abundantes. Después de la forma en la que la guarnición se había retirado, era evidente que no lo dedicaban a practicar con las armas. Sus tumanes, simplemente, los habían seguido hasta el interior de la ciudad, situándose demasiado cerca como para que pudieran cerrar las puertas. Era difícil abarcar las inmensas dimensiones de Samarcanda. Gengis estaba rodeado de caminos y casas, edificios grandes y pequeños. El palacio del sah dominaba el laberinto que lo circundaba, pero Gengis dirigió su montura hacia un minarete en forma de aguja al oeste de la ciudad: ese tipo de extrañas estructuras que se cernían sobre el resto despertaba su curiosidad. Si acaso, pareció crecer aún más a medida que se aproximaba.
El minarete se erguía sobre una amplia plaza rodeada de edificios achaparrados con contraventanas. Gengis casi no se dio cuenta de que sus oficiales iban abriendo las puertas de una patada y las inspeccionaban una a una buscando enemigos. Se oyeron gruñidos y refriegas, pero los guerreros conocían su oficio y los ruidos no duraron mucho. Más prisioneros fueron maniatados y arrastrados a la pista de carreras, y algunos de ellos miraron con ferocidad al hombre solitario que examinaba el minarete.
Gengis pasó la mano por la base de la estructura, disfrutando del tacto de los intrincados azulejos de la superficie. Cada uno estaba entrelazado con el siguiente y se sintió tentado de coger su cuchillo y extraer uno para mirarlo bien. La delgada torre brillaba bajo la luz del sol y, desde donde estaba, tenía que alargar el cuello para ver la parte superior. Al echarse hacia atrás, el sombrero que llevaba se desequilibró y cayó a sus pies. Sonrió, admirado de que los hombres pudieran construir cosas así, y luego se agachó para recogerlo.
Gengis se rió entre dientes mientras se volvía a colocar el sombrero en la cabeza. Uno de los hombres oyó el sonido.
—¿Mi señor khan? —preguntó, listo para recibir una orden.
—Estaba pensando que no me he inclinado ante nadie desde que llegué a estas tierras —respondió Gengis en tono despreocupado—, hasta que me he topado con esta torre.
El hombre sonrió al ver a su khan de tan buen humor. Tal vez se debiera a la naturaleza abierta de la ciudad que estaban recorriendo. En las ciudades chinas había muy poco espacio entre casa y casa en comparación con las ciudades árabes y Gengis no había conseguido imaginarse gobernar un lugar así. Allí, bajo el sol, lo veía posible. Los ciudadanos tendrían agua potable y los víveres de los mercados para alimentar a sus familias. Los granjeros los traerían todas las mañanas antes del amanecer y recibirían su pago en monedas de bronce y plata. Durante un instante, Gengis imaginó con claridad el funcionamiento de la ciudad, desde los mercaderes hasta los artesanos, los profesores y los escribas. De algún modo, todo el sistema funcionaba, aunque todavía no lograba comprender de dónde llegaban todas las monedas en primer lugar. ¿Había minas en las proximidades? Y si las había, ¿quién convertía el metal en monedas y las entregaba para dar comienzo al comercio en Samarcanda? ¿El sah? Los detalles eran confusos y complejos, pero volvió el rostro hacia el sol y se sintió en paz. Había ganado otra batalla aquella mañana y enviado a sus hijos a destruir un ejército más que había llegado a liberar Samarcanda. Era un buen día.
El olor del humo se intensificó al llegar a la plaza y Gengis dejó a un lado sus divagaciones. Sus hombres deambulaban por todas partes haciendo prisioneros, pero la guarnición seguía luchando y volvió a montar para ir a supervisar la lucha. Con su línea de arqueros, se dirigió hacia las nubes de humo gris que se elevaban sobre la aturdida ciudad. Mientras cabalgaba, apretó con firmeza la boca. ¿Para qué servían los pozos y los patios si no podías defenderlos? Siempre había hombres hambrientos dispuestos a robar lo que tú habías construido. Un gobernante tenía que ser un necio para permitir que espiaran sus ciudades y tomaran cuanto quisieran de ellas. No obstante, Gengis sabía que era posible defender una ciudad. Había derribado suficientes murallas a lo largo de su vida como para tener una idea clara de qué era más resistente frente a sus catapultas y ganchos. Se sintió tentado de probar su idea con uno de sus generales el invierno siguiente, Tsubodai preferentemente. Su general favorito disfrutaría del desafío. Si Tsubodai podía defender una de esas ciudades contra los tumanes mongoles, quizá Gengis consideraría dejarlas intactas para que las gobernara su propia familia. Si no, podría dejarlas atadas a una estaca, como las cabras que se utilizaban para cazar lobos en su patria.
Al entrar en una calle principal, Gengis vio cadáveres despatarrados en el suelo, la mayoría con la armadura que solían emplear los árabes de Samarcanda. Había un umbral salpicado de sangre que, aún brillante, se iba secando al sol, pero no había ningún indicio de cómo había llegado hasta allí. El chasquido de los arcos sonaba cada vez más fuerte y el khan pasó dos calles más antes de alcanzar el terreno del palacio del sah y los altos muros que lo circundaban. El humo era más denso allí, aunque parecía limitado a unas cuantas casas cercanas. Seguro que alguien había tirado al suelo una lámpara durante una pelea o le había dado una patada a un hornillo encendido al escapar a la carrera. Las llamas rugían con fuerza, aumentando la temperatura del ya caluroso día. Sus hombres pululaban en torno a la muralla del sah como hormigas furiosas, y redoblaron sus esfuerzos al descubrir de repente que su khan los estaba observando.
Gengis frenó para contemplar cómo sus hombres asaltaban el hogar del sah Ala-ud-Din. Al otro lado del muro, divisó una colina adornada con jardines de flores y, sobre la cumbre, vio un gran palacio. Ya fuera por azar o por diseño, los muros del terreno llegaban justo hasta la propia calle, interrumpidos sólo por amplias puertas de pesados barrotes de hierro a lo largo de toda su extensión. Gengis recorrió con la vista la calle que discurría junto a las dependencias palaciegas. Las casas tenían un tono oscuro, pero estaban más limpias de lo que había esperado. Quizá la gente de Samarcanda tuviera cloacas bajo las viviendas o algún sistema para deshacerse de los residuos nocturnos. Reunir a tanta gente en un solo lugar tenía sus problemas y Gengis estaba empezando a apreciar la compleja inteligencia de Samarcanda.
Después de que sus hombres se hubieran esforzado para arrastrar las catapultas por las calles hasta aquel lugar, no había espacio para situarlas. Aunque los muros no medían ni tres metros de alto, la guarnición había elegido un buen emplazamiento para defender el palacio hasta la muerte.
Gengis observó cómo los mejores arqueros daban un paso atrás y disparaban sus flechas contra todo rostro que aparecía sobre el borde superior. ¿Había una plataforma al otro lado? Tenía que haberla. Gengis vio a algunos hombres dotados de armadura agachándose mientras las saetas pasaban silbando junto a sus cabezas. Pocos sobrevivían a esa distancia, a pesar de que llevaban pesados escudos y empuñaban las espadas y arcos desde detrás de aquella protección. Gengis vio a su chamán, Kokchu, exhortando a los guerreros a esforzarse al máximo. Todo cuanto llevaba era un taparrabos cubriéndole las caderas, mientras que el resto de su piel, pintada con líneas azul oscuro, se contorsionaba cada vez que se movía.
Con el chamán y el khan presentes, el ánimo de los guerreros se exaltó hasta el frenesí y golpearon la parte superior del muro con palos acabados en pinchos intentando derribarlo. Ya habían derribado parte y Gengis vio que una enorme grieta aparecía en el aparejo. Había estado a punto de ordenarles que se detuvieran mientras traían las catapultas. Las casas más próximas podrían haberse arrasado para crear una plataforma y entonces la muralla habría caído fácilmente, pero al ver la grieta se relajó. No tardaría mucho.
Por supuesto, Kokchu le había visto. Gengis notó cómo el chamán le observaba por el rabillo del ojo. Recordó la vez que se conocieron, cuando Kokchu había llevado al khan naimano hasta la cima de una colina, alejándole de la batalla. Gengis le había otorgado sólo un año de vida, pero habían pasado muchos más desde entonces y su influencia había aumentado, hasta el punto de que ahora formaba parte del puñado de hombres leales que gobernaban a las órdenes del khan. A Gengis le gustaba la descarnada ambición del chamán. Le venía bien que sus guerreros respetaran a los espíritus, ¿y quién podía decir realmente si el padre cielo había bendecido a su khan? Las victorias se habían producido y Kokchu había desempeñado su papel.
De repente, Gengis frunció el ceño: sus pensamientos se detuvieron en otro recuerdo. Algo le daba vueltas en la cabeza pero no conseguía dar con las palabras que lo expresaran con claridad. Con un brusco gesto, llamó a uno de sus exploradores, siempre alerta a la espera de órdenes.
—Ve al campamento situado fuera de la ciudad —le dijo Gengis al saludable y joven guerrero—. Busca a mi esposa, Chakahai, y pregúntale por qué no puede mirar a Kokchu sin pensar en mi hermana. ¿Entiendes?
El joven hizo una profunda reverencia y asintió, memorizando la pregunta. No sabía por qué el khan estaba tan alterado en el día en el que habían conquistado una nueva ciudad, pero su tarea era obedecer y lo hizo sin cuestionar nada, alejándose al galope enseguida, sin volverse siquiera cuando el muro cayó hacia fuera, aplastando a dos guerreros que no se habían retirado a tiempo. Bajo la fría mirada del khan, Kokchu saltaba como una araña pintarrajeada y los guerreros entraron a la carrera con un bramido.
Chagatai observó cómo su hermano se dirigía hacia él. El grueso de su tumán estaba recorriendo a pie el campo de batalla, saqueando a los muertos o acabando con aquéllos que todavía se movían. Un núcleo de guerreros y oficiales seguían junto a él y Chagatai no tuvo que dar ninguna orden. Sabían por qué se aproximaba Jochi y se desplazaron sutilmente para rodear a su general. Muchos de los hombres de más edad envainaron deliberadamente sus espadas para no enfrentarse a un general con la hoja desnuda, aunque Chagatai se burló de ellos y les gritó enfadado cuando les vio hacerlo. Los que estaban más cerca de él eran jóvenes y estaban seguros de sí. Mantenían las armas en alto, bien visibles, con una expresión arrogante dibujada en el rostro. No les importaba que Chagatai hubiera dejado a su hermano en la estacada para que lo mataran. Su lealtad no estaba con el hijo de una violación, sino con el auténtico hijo, que un día heredaría el poder de su padre y sería khan.
Hasta los guerreros más jóvenes se pusieron nerviosos al ver a los hombres de Jochi. La guardia personal de Chagatai no había peleado ese día y los que venían con Jochi estaban húmedos de sangre, desde el pelo hasta las caras manchadas, pasando por la empapada tela de sus pantalones. Apestaban a sudor y a muerte y las sonrisas burlonas desaparecieron de los rostros de los jóvenes guerreros de Chagatai a medida que se iban acercando. Aquello no era ningún juego. Jochi temblaba, presa de una fuerte emoción, y ese día ya había matado.
No disminuyó la marcha al llegar a los guerreros que rodeaban a Chagatai. Su mirada no se separó ni un instante de su hermano mientras su montura empujaba a dos hombres que estaban a su lado y habían abierto la boca para advertirle de que no se acercara. Si se hubiera detenido un momento, sus nervios se habrían templado y le habrían hecho parar, pero no lo hizo. Pasó junto a dos hombres más antes de que un oficial más antiguo hiciera girar con brusquedad a su caballo y bloqueara el camino de Jochi hacia Chagatai.
El oficial era uno de los que había enfundado su hoja. Al situarse al alcance de la espada de Jochi, empezó a sudar y rezó para que el general no le derribara de un golpe. Notó que la mirada de Jochi se retiraba de su hermano y se posaba en el que se interponía en su camino.
—Quítate de mi camino —le ordenó Jochi.
El oficial palideció, pero negó con la cabeza. Jochi oyó cómo Chagatai se reía y su mano apretó la empuñadura con cabeza de lobo.
—¿Tienes algún problema, hermano? —exclamó Chagatai, con un brillo malicioso en los ojos—. ¿Aun después de una victoria así? Hay demasiadas manos nerviosas por aquí. A lo mejor deberías regresar con tus hombres antes de que haya un accidente.
Jochi suspiró, ocultando bien la intensidad de su furia. No quería morir en un sitio así, pero se habían burlado de él demasiadas veces en su vida. Había contenido su ira hasta que los músculos se le habían agarrotado, pero aquel día se llevaría con él a su hermanito y su sonrisa.
Hincó los talones en su montura y el caballo dio un salto hacia delante. Jochi abofeteó al oficial, tirándole de la silla y dejando el paso libre para su montura. Detrás de él, sus hombres rugieron y atacaron.
Jochi tuvo el placer de ver la expresión de susto pintarse en el rostro de Chagatai antes de que varios hombres se interpusieran entre ellos. Los guerreros que le rodeaban se quedaron boquiabiertos ante el súbito choque de armas y se unieron a la lucha a la carrera. Jochi sabía que lo harían, pero sus propios hombres estaban lo suficientemente cerca para abrirse paso a la fuerza y su sangre ya estaba encendida. Asesinaron sin ningún reparo, pues su cólera era tan honda como la suya.
La respuesta de los exaltados jóvenes de Chagatai no fue lenta. En apenas unos instantes, estaban luchando y dando tajos a los hombres que los atacaban con sus espadas. Jochi sintió que su caballo desaparecía bajo sus piernas y resbalaba hasta el suelo. La rodilla le falló y se tambaleó. Tenía la pierna derecha amoratada por la sangre de una herida anterior. Dio otro paso hacia delante, se agachó ante un golpe salvaje y hundió profundamente su irregular filo en la axila de un rival.
Chagatai vio a su hermano herido y a pie y gritó, espoleando a su caballo a través de sus propios hombres. Los hombros del animal los derribaron y, de repente, estaba frente a Jochi. Dio un golpe en forma de arco y, al apartarse, Jochi estuvo a punto de caer bajo los cascos de su caballo cuando la pierna le volvió a fallar. Chagatai abandonó cualquier pretensión de estilo y blandió la espada como un loco. Le habían atacado mientras estaba con sus propios hombres y nunca había tenido una oportunidad mejor para sacarse esa espina que era su hermano.
Con un escalofriante crujido, un guerrero enloquecido que estaba junto a Jochi le rompió la pata al caballo de Chagatai. El animal se desplomó hacia un lado y a Chagatai no le dio tiempo a sacar los pies de los estribos. Cuando su barbilla chocó contra el suelo, chilló y estuvo a punto de perder el conocimiento por el dolor. Sintió que alguien le quitaba la espada de la mano con una fuerte patada y, cuando levantó la vista, se encontró a Jochi frente a él con una terrible expresión de triunfo en el rostro.
El tumán de Chagatai bramó al verle caer y en aquel momento perdieron toda precaución, atacando a los hombres de Jochi con una furia enardecida.
Jochi sentía que la sangre que manaba de sus heridas le iba arrebatando las fuerzas. Alzó la espada con gran esfuerzo clavando la mirada en los ojos de Chagatai. La dejó caer sin pronunciar palabra. No notó la flecha que le golpeó en el pecho, haciéndole girar antes de poder descargar la hoja. Su conciencia empezó a abandonarle y no sabía si había matado al hermano que deseaba con tanta desesperación matarle a él.
Chagatai lanzó nuevas órdenes y, si acaso, la lucha se intensificó a medida que llegaban más y más hombres de Jochi. La contienda continuó y cientos de hombres murieron para vengar a su general caído, o para salvarle. No lo sabían. Un apretado grupo de hombres de Jochi lograron liberarse de la melé llevándose entre ellos su cuerpo lacio, del que la flecha todavía sobresalía. Mientras se alejaban, en ambos bandos, algunos guerreros de más edad hicieron sonar la señal de retirada.
Entre gruñidos y gemidos de dolor, los tumanes se separaron y por fin se abrió un terreno vacío entre ellos. Los oficiales minghaan insultaron y alejaron a sus hombres a puntapiés, recurriendo a la empuñadura de sus espadas para derribar a más de uno que trataba de colarse entre ellos. La cadena de mando fue recuperando a los hombres y en cada jagun de cien, en cada arban de diez, los respectivos oficiales bramaban ordenando a sus guerreros que no atacaran.
Los tumanes se miraron, jadeantes, horrorizados al ver a los muertos, al comprender lo que habían hecho. El nombre de Gengis podía oírse en susurros y todos los hombres empezaron a temer la reacción de su khan cuando se enterara de lo sucedido. Nadie se movió mientras los guerreros de Jochi comprobaban su estado y, de pronto, un desordenado coro de gritos de júbilo retumbó en toda la hondonada entre colinas. La flecha no había penetrado en su armadura. Todavía vivía, y cuando Chagatai lo oyó escupió en el suelo, furioso por la suerte que seguía a aquel cachorro nacido de una violación. Aguantó el dolor mientras le entablillaban la pierna con una larga astilla de una lanza rota, mordiéndose el labio mientras le ataban la carne inflamada a la madera en tres lugares entre la rodilla y el tobillo. Le ayudaron a montar y el mismo eco de júbilo se escuchó cuando los suyos le vieron con vida, aunque sonaba apagado por el miedo. Habían obtenido la victoria en la batalla y ahora se marcharían juntos de aquel valle entre colinas, pero había surgido una enemistad a muerte que sólo podía concluir con la sangre o las llamas.
Por la noche, Chakahai atravesó sobre su poni gris las oscuras calles, con hombres más oscuros aún cabalgando a su lado. El aire en la ciudad era más cálido que en el campo, como si el empedrado mantuviera el calor para luego dejarlo salir poco a poco en la oscuridad. Era fácil dejar volar la imaginación mientras avanzaba hacia el palacio de la colina, donde Gengis la esperaba. La ciudad estaba llena de pájaros que murmuraban desde todas las cornisas y tejados. Se preguntó si les habría inquietado el movimiento de los soldados, o si siempre se posaban en las cálidas tejas de Samarcanda. Por lo que ella sabía, se trataba de un hecho benigno, natural, pero su presencia le hacía sentirse incómoda y le inquietaba el continuo sonido de alas batiéndose sobre su cabeza.
Lejos, a su derecha, se oyó el grito de una mujer, invisible. Vislumbró el débil refulgir de las antorchas de los guerreros sin esposa, que se habían dirigido a las pistas de carreras y estaban arrancando a las muchachas de los brazos de padres y maridos, dejando al resto allí para que Gengis decidiera sobre su destino al próximo amanecer. El rostro de Chakahai se crispó al imaginarse la escena, afligiéndose por las que aquella noche sentirían las ásperas manos de los guerreros. Había vivido entre los mongoles durante muchos años y había encontrado numerosos motivos para amar al pueblo del mar de hierba. Y, sin embargo, seguían robando a las mujeres de los que conquistaban sin darle la más mínima importancia. Suspiró para sí mientras llegaba al agujero en el muro que daba paso a los perfumados jardines del sah. El deseo que despertaban, que movía a los hombres a secuestrarlas durante la noche, era la tragedia de las mujeres. Sucedía en el reino de su padre, en las tierras Chin, y también entre los árabes. Su marido no veía nada reprobable en esa costumbre, decía que las razias en busca de mujeres mantenían despiertos a sus hombres. Chakahai se estremeció como si un frío repentino le hubiera rozado los brazos desnudos.
Olió el aroma de la muerte ahogando el de las flores en los jardines del sah. Los cadáveres yacían amontonados en enormes pilas junto al muro, y ya habían empezado a corromperse por el calor. Allí el aire parecía arder, olía a viciado y no podía refrescar a la princesa, que respiraba por la nariz y trataba de no pensar en los ojos fijos de los muertos. Sabía que el hedor transmitía la enfermedad. Por la mañana se aseguraría que Temuge hiciera que los alejaran de allí y los quemaran antes de que alguna plaga hiciera estragos en el ejército de su esposo.
Flanqueado por los guardias armados, su caballo ascendió con cuidado los amplios escalones diseñados para la anatomía humana en dirección al palacio que se alzaba imponente sobre la cumbre de la colina. Mientras avanzaba, reflexionó sobre la pregunta de Gengis y su posible significado. No la comprendía y eso le provocaba una sensación de náusea en el estómago de la que no podía deshacerse. Kokchu no estaría presente cuando hablara con su marido, ¿no? La idea de los feroces ojos del chamán atravesándola hizo que sus náuseas se acentuaran. Suspiró, preguntándose si se habría vuelto a quedar embarazada, o si el mareo era sólo la consecuencia de tanto dolor e ira a su alrededor durante tanto tiempo.
Su amigo Yao Shu no tenía demasiado talento para la medicina, pero conocía los principios del estado de equilibrio. Chakahai decidió ir a visitarle cuando regresara al campamento. Los mongoles no buscaban la paz interior, pero ella creía que era peligroso concentrarse en la violencia y en la sangre caliente durante largos periodos de tiempo. El descanso y la calma eran necesarios, incluso para quienes no tuvieran ninguna noción de las enseñanzas de Buda.
Chakahai desmontó cuando los escalones llegaron a un patio cercado por unos muros. Sus guardias la cedieron a otros guerreros que estaban esperándola y Chakahai los siguió a través de oscuros pasillos, preguntándose por qué nadie se había preocupado de encender las lámparas que colgaban a ambos lados. En verdad la raza de su marido era un pueblo extraño. La luna ascendió en el cielo y arrojó una luz gris que se filtraba por las altas ventanas en forma de arco, haciéndole sentir como un fantasma que caminaba entre los muertos. Todavía podía oler los cadáveres en el pesado aire y tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la calma.
Chakahai encontró a Gengis sentado en un trono en una gran cámara abovedada. Aunque llevaba unas zapatillas ligeras, sus pasos resonaron como susurros en todos los rincones. Los guardias se detuvieron a la puerta y ella se aproximó a su marido, buscando nerviosamente con la mirada algún rastro del chamán.
Gengis estaba solo en la sala del trono del sah, contemplando la ciudad que se revelaba ante él bajo un gran arco. La luna hacía que Samarcanda pareciera una intrincada maqueta que se extendía en todas direcciones.
Chakahai siguió su mirada y por un momento permaneció de pie, en silencio, absorbiendo lo que veía. Su padre había gobernado desde un palacio así y las vistas le provocaron una punzada de nostalgia sorprendentemente intensa. Sin duda su marido continuaría avanzando pronto y tendría que volver a la vida en las gers, pero allí, por un momento, le fue posible recordar la paz y la belleza de un gran palacio y olvidar a los muertos que cubrían los terrenos que lo circundaban.
—Aquí estoy, esposo mío —dijo por fin Chakahai.
Gengis se giró hacia ella, saliendo de su ensueño.
—¿Has visto? —inquirió, señalando con un gesto la ciudad iluminada por la luna—. Es muy hermosa.
Chakahai sonrió y asintió.
—Me recuerda un poco a los Xi Xia y a la capital de mi padre.
Gengis asintió, pero Chakahai notó que algo le atormentaba y que su mente apenas estaba con ella.
—Enviaste a un hombre a hacerme una pregunta —le animó.
Gengis suspiró, apartando sus pensamientos sobre el futuro. El día había comenzado tan bien, pero había terminado con Jochi y Chagatai peleando delante de los hombres, abriendo heridas en su ejército que incluso a él le costaría cerrar. Volvió sus fatigados ojos hacia su segunda esposa.
—Sí. Estamos solos —dijo. Chakahai lanzó una mirada hacia los guardias que todavía ocupaban las esquinas de la estancia, pero Gengis no pareció consciente de su presencia mientras proseguía—. Dime por qué no puedes mirar a Kokchu sin pensar en mi hermana. ¿Qué quieres decir con eso?
Chakahai dio un paso hacia Gengis y posó sus frescas manos en la frente de su marido mientras él abría los brazos para acogerla.
El khan emitió un suave gruñido al sentir su tacto, y dejó que la princesa le aliviara.
—Él fue quien la encontró, esposo, después del ataque contra el campamento. Cuando le veo, veo el momento en el que Kokchu salió de la tienda de Temulun. Su rostro estaba desfigurado por el dolor y esa imagen todavía me persigue.
El khan permaneció inmóvil como una estatua mientras hablaba y Chakahai notó que se alejaba de ella. Gengis le tomó las manos y las separó con suavidad, pero las apretó tanto que casi le hizo daño.
—No fue él quien la encontró, Chakahai. Uno de mis hombres me dio la noticia cuando inspeccionaba las gers después de que el sah saliera huyendo.
Bajo la luz de la luna, sus ojos despedían un resplandor frío mientras meditaba sobre lo que su mujer le había dicho.
—¿Le viste? —susurró Gengis.
Chakahai asintió, con un nudo de horror cerrándole la garganta. Tragó saliva para poder responder, empujando las palabras para que brotaran de su boca.
—Fue cuando terminó la lucha. Yo iba corriendo y le vi salir de la tienda de tu hermana. Cuando oí que había sido asesinada, pensé que era él quien te había comunicado la noticia.
—No —contestó Gengis—. Él no me dijo nada, ni entonces ni más tarde.
Gengis le soltó las manos y Chakahai se tambaleó ligeramente, abrumada por lo que acababa de comprender.
—No digas nada, Chakahai —le pidió su esposo—. Trataré con el chamán a mi manera. —Maldijo en voz baja, ladeando de repente la cabeza y dejándole ver la pena que le invadía—. Éste ha sido un día aciago.
Una vez más, la princesa avanzó hacia sus brazos, acariciándole el rostro para suavizar el dolor.
—Lo sé, esposo mío, pero ahora ha acabado y podrás dormir.
—Esta noche no, no después de esto —dijo Gengis en un susurro.