Samarcanda significaba «ciudad de piedra» y Gengis comprendió por qué mientras contemplaba sus poderosos muros, reforzados con contrafuertes. De todas las ciudades que había conocido, sólo Yenking estaba más fortificada. Vio los minaretes de numerosas mezquitas detrás de las murallas. Construida en el terreno de crecida de un río que discurría entre dos enormes lagos, Samarcanda estaba rodeada por la tierra más fértil que Gengis había visto desde que llegara a tierras árabes. No se sorprendió al saber que el sah Ala-ud-Din había hecho de aquel lugar su joya más preciada. Allí no había polvo ni arena. La ciudad estaba en una encrucijada de caminos y las caravanas de mercaderes que viajaban a lo largo de miles de kilómetros se detenían en ella, sintiéndose seguras bajo su protección. En tiempos de paz, avanzaban lentas y pesadas por las llanuras, llevando seda desde las ciudades Chin y recogiendo grano en Samarcanda que llevarían aún más lejos hacia el oeste. Ese comercio no existiría durante un tiempo. Gengis había destruido la línea de ciudades que se enriquecían y apoyaban entre sí. Otrar había caído, luego Bujará. Hacia el noreste, había enviado a Jelme, Khasar y Kachiun a atacar otras ciudades hasta que se rindieran. Estaba a punto de borrar del mapa la espina dorsal de las rutas comerciales del sah. Sin comercio ni mensajes, todas las ciudades estaban aisladas unas de otras y sufrían sin remedio mientras ellos esperaban a sus guerreros. Mientras el sah siguiera con vida, todavía no era suficiente, todavía estaba muy lejos de ser suficiente.
A lo lejos, Gengis vio una columna de humo blanco elevándose en el aire desde la última de las caravanas comerciales que había intentado llegar a Samarcanda antes de que él entrara en la zona. Ninguna más vendría ahora, no mientras los mongoles no continuaran camino. Una vez más, consideró las palabras de Temuge sobre la necesidad de establecer un gobierno más permanente. El concepto le intrigaba, pero seguía sin ser nada más que un sueño. Con todo, ya no era joven y, cuando le doliera la espalda por las mañanas, pensaría que el mundo había seguido avanzando sin él. A su pueblo nunca le había interesado la permanencia. Cuando morían, los problemas del mundo los abandonaban. Tal vez porque había visto imperios, podía imaginar uno que perdurara después de su muerte. Le gustaba la idea de que otros hombres gobernaran en su nombre, mucho después de que él se hubiera ido. Había algo en ella que aliviaba algo en él que apenas se había dado cuenta de que estaba allí.
Mientras Gengis miraba, los tumanes de Jochi y Chagatai regresaron a caballo desde las murallas de la ciudad, tras pasar la mañana cabalgando lo suficientemente cerca para aterrorizar a la población. Habían plantado una tienda blanca frente a Samarcanda cuando comenzó el asedio, pero las puertas habían permanecido cerradas. Con el tiempo, la sustituirían por una roja y, a continuación, por la tela negra que significaba la muerte de todos los habitantes.
Con el sah ausente, los árabes no tenían a nadie que organizara la defensa de Corasmia y todas las ciudades luchaban solas. Ese tipo de estado de las cosas convenía extraordinariamente a Gengis. Mientras las ciudades temblaban de miedo, podía llevar dos o tres tumanes a un único punto, rompiendo su resistencia y avanzando hasta el siguiente, dejando sólo la muerte y las llamas a su paso. Ésa era la forma de guerra que prefería, arrasar ciudades y pequeñas guarniciones. Sus intérpretes árabes afirmaban que, tras los muros de Samarcanda, vivía medio millón de personas, quizá más ahora que las granjas de los alrededores habían quedado vacías. Los intérpretes esperaban que la cifra impresionara a Gengis, pero había visto Yenking y no dejaba que los números le preocuparan.
Sus hombres y él cabalgaban impunemente por aquellas tierras y todo cuanto podían hacer los que vivían detrás de las murallas de piedra era aguardar y temer. Era difícil imaginar que alguien eligiera esa clase de vida frente a la capacidad de moverse y golpear cuando se quisiera, pero el mundo estaba cambiando y Gengis se esforzaba por comprender nuevos conceptos todos los días. Sus hombres habían llegado hasta los páramos del norte y hasta Koryo en el este. Se paró a pensar en esas tierras conquistadas. Pero estaban muy lejos. Serían reconstruidas y sus habitantes olvidarían que le debían tributo y obediencia.
Apretó los labios al pensar en los habitantes levantando nuevos muros y enterrando a sus muertos. Ese pensamiento fastidiaba al khan de los mongoles. Cuando derribaba a un hombre, éste permanecía en el suelo, pero una ciudad podía ser reconstruida. Entonces pensó en Otrar, en los yermos territorios que habían dejado atrás. No había permitido que ni una piedra quedara colocada sobre otra y no creía que establecieran ninguna ciudad allí de nuevo, ni en un plazo de cien años. Quizá para matar una ciudad era necesario clavar el cuchillo muy hondo y retorcer la hoja dentro hasta que soltara su último aliento. Ésa era también una perspectiva que le complacía.
Mientras daba lentamente la vuelta a Samarcanda a caballo, los pensamientos de Gengis se vieron interrumpidos por las débiles notas de varios cuernos. Tiró de las riendas, moviendo la cabeza de un lado a otro para oír el sonido con más claridad. Vio que Jochi y Chagatai los habían oído. También ellos, que estaban entre Gengis y la ciudad, se habían detenido para escuchar.
En la distancia, Gengis vio a los exploradores acercándose a galope tendido. Habían sido ellos quienes habían hecho sonar los cuernos. ¿Podía haber un enemigo a la vista? Era posible.
Cuando su montura se agachó para arrancar un bocado de hierba seca, Gengis vio las puertas de Samarcanda abrirse y una columna salir. Desnudó los dientes, sonriendo ante el exceso de confianza del enemigo. Contaba con el tumán de Jebe, además de diez mil de sus propios veteranos. Entre ellos y los tumanes de Jochi y Chagatai, aplastarían a cualquier ejército que Samarcanda pudiera enviarles.
Cuando los exploradores alcanzaron a Gengis, sus caballos estaban medio muertos por la loca carrera.
—Hombres armados al este, señor —exclamó el primero antes que sus otros dos compañeros—. Hasta tres tumanes de guerreros árabes.
Gengis maldijo con suavidad. Una de las otras ciudades había respondido al sufrimiento de Samarcanda, después de todo. Jochi y Chagatai tendrían que enfrentarse a ellos. Tomó sus decisiones con rapidez, de modo que sus guerreros sólo percibieran seguridad en sus reacciones.
—Id a buscar a mis hijos —ordenó Gengis al explorador, aunque el joven guerrero seguía jadeando como un perro al sol—. Diles que ataquen a los del este. Yo resistiré ante cualquier ejército que Samarcanda saque al campo de batalla.
Los tumanes de sus hijos se alejaron rápidamente, dejando a Gengis con sólo veinte mil hombres. Sus líneas formaron con el khan en el centro de una delgada media luna, listos para convertirse rápidamente en dos cuernos envolventes.
Más y más jinetes y hombres salieron de la ciudad, casi como si Samarcanda fuera un cuartel de una de las alas del ejército del sah. Mientras ponía a su montura a un lento trote y comprobaba sus armas, Gengis deseó no haberse desprendido de tantos guerreros. La victoria era posible, pero si atacaba sólo una ciudad cada vez, someter las tierras árabes sería una labor que llevaría tres vidas. Las ciudades de los Chin habían sido más numerosas incluso, pero sus generales y él habían tomado noventa en un solo año antes de llegar a Yenking. El propio Gengis había conquistado veintiocho de ellas.
Si Tsubodai o Jebe hubieran estado allí, o incluso Jelme o uno de sus hermanos, no se habría preocupado. Mientras la llanura se oscurecía con un rugiente hormiguero de árabes, Gengis lanzó una sonora carcajada ante su propia cautela, haciendo que los guerreros que le rodeaban se rieran entre dientes. No necesitaba a Tsubodai. No temía a su enemigo, ni a una docena de ejércitos como ése. Él era el khan del mar de hierba y ellos eran sólo hombres de ciudad, blandos y gordos por mucho que bramaran y blandieran hojas afiladas. Los aplastaría.
Jelaudin estaba sentado con las piernas cruzadas en una estrecha playa, observando a través de las agitadas aguas del Caspio la negra orilla que había dejado hacía apenas unas horas. Distinguió unas hogueras encendidas con maderas arrastradas por el mar y numerosas sombras en movimiento a su alrededor. Los mongoles habían llegado al mar y no había ningún lugar a donde huir. Abstraído, Jelaudin se preguntó si sus hermanos y él deberían haber matado a los pescadores y a sus familias. Los mongoles no habrían sabido dónde había llevado al sah y quizá hubieran abandonado la búsqueda. El rostro de Jelaudin se crispó, consciente de lo desesperado que estaba. No le cabía ninguna duda de que los pescadores habrían luchado. Armados con cuchillos y palos, aquella docena de barqueros probablemente habría vencido a su pequeña familia.
La isla estaba a poco más de una milla de la costa. Jelaudin y sus hermanos habían arrastrado el bote hasta el amparo de un desordenado bosquecillo, pero les hubiera dado igual dejarlo a la vista. Sin duda las familias de pescadores les habían dicho a los mongoles dónde habían ido. Jelaudin suspiró para sí, más cansado de lo que recordaba haber estado nunca. Incluso los días en Khuday parecían un vago sueño. Había llevado a su padre hasta allí para morir, y después de eso, empezaba a sospechar que su propio fin llegaría enseguida. Nunca había conocido enemigo tan implacable como los mongoles, que les seguían el rastro por nieve y lluvia, acercándose siempre más y más hasta que había empezado a oír el ruido de sus caballos en sueños. El sonido viajaba por el agua que los separaba y, de vez en cuando, Jelaudin oía gritos atiplados o voces que entonaban una canción. Sabían que estaban a punto de concluir la cacería, después de perseguirlos durante más de mil quinientos kilómetros. Sabían que la presa finalmente se había ocultado, con toda la indefensión de un zorro que desaparece en su guarida, aguardando aterrorizado a que lo saquen de allí.
Una vez más, Jelaudin se preguntó si los mongoles sabrían nadar. Si sabían, al menos no lo harían con la espada. Oyó a sus hermanos hablando entre ellos y no logró reunir la energía necesaria para alzarse y decirles otra vez que se callaran. Los mongoles ya sabían dónde estaban. El deber final de los hijos del sah era estar a su lado mientras moría, conseguir que disfrutara de la dignidad que merecía.
Jelaudin se puso en pie y, cuando se enderezó e hizo crujir su cuello, sus rodillas protestaron. Aunque la isla era diminuta, estaba cubierta de árboles y espeso follaje, por lo que sus hermanos y él se habían visto obligados a abrirse camino a golpes de espada. Siguió la ruta que habían abierto, arrancando con las manos las ramitas que se le enganchaban a la túnica al pasar.
En un claro creado por un árbol caído, su padre yacía tendido de espaldas, con sus hijos en derredor. Jelaudin se alegró al ver que el anciano estaba despierto y miraba las estrellas, aunque cada vez que inspiraba y espiraba su pecho temblaba por el esfuerzo. A la luz de la luna, vio que los ojos de su padre se volvían hacia él y Jelaudin inclinó la cabeza en señal de saludo. Le hizo un débil gesto con las manos y Jelaudin se aproximó para oír las palabras del hombre que siempre creyó demasiado vital para caer. Aquellas verdades de su infancia se habían desmoronado a su alrededor. Se arrodilló para escucharle y aun allí, tan lejos de casa, parte de él añoró oír la antigua fuerza de su padre, como si su enfermedad pudiera desterrarse con voluntad y por necesidad. Sus hermanos se aproximaron arrastrando los pies y, por un instante, olvidaron a los mongoles que acechaban al otro lado de las aguas.
—Lo siento —dijo el sah de forma entrecortada—. No por mí. Por vosotros, hijos míos. —Se interrumpió para coger aire, con el rostro enrojecido y un reguero de sudor cayendo por su frente.
—No tienes que hablar —murmuró Jelaudin. La boca de su padre se estremeció levemente.
—Si no hablo ahora —contestó casi sin aliento—, entonces ¿cuándo? —Tenía los ojos brillantes y a Jelaudin se le encogió el corazón al ver el destello de su antiguo humor mordaz—. Estoy… orgulloso de ti, Jelaudin —continuó el sah—. Lo has hecho bien. De repente, el anciano se atragantó y Jelaudin le puso de costado y utilizó los dedos para sacarle un trozo de flema de los labios. Mientras giraba la espalda de su padre, tenía los ojos húmedos. El sah exhaló un largo suspiro y luego llenó poco a poco sus pulmones.
—Cuando me vaya… —susurró el viejo. Jelaudin empezó a objetar, pero las palabras murieron en sus labios—. Cuando me vaya, me vengarás —sentenció.
Jelaudin asintió, aunque hacía mucho tiempo que había dejado atrás sus esperanzas. Sintió la mano de su padre agarrarle la túnica y la tomó con firmeza en la suya.
—Sólo tú, Jelaudin. Te seguirán —dijo el sah.
El esfuerzo de pronunciar aquellas palabras estaba precipitando el final y cada aliento que tomaba era más difícil. Jelaudin quería que el anciano encontrara la paz, pero no podía retirar la vista de él.
—Ve al sur y organiza la guerra santa contra… este khan. Llama a los devotos a la yihad. A todos ellos, Jelaudin, a todos.
El sah intentó incorporarse, pero el esfuerzo fue excesivo para él. Jelaudin hizo un gesto a Tamar y juntos ayudaron a su padre a sentarse. Cuando lo hicieron, echó todo el aire de los pulmones y la boca cayó, flácida. Su delgado cuerpo tembló entre sus manos al luchar por coger aire y Jelaudin lloró al sentir la barba de su padre rozarle los dedos. El sah echó la cabeza hacia atrás en un gran espasmo, pero no salió aire y el temblor se convirtió en pequeñas sacudidas y luego nada. Jelaudin oyó el siseo de aire fétido que salió al exterior cuando las tripas del viejo se aflojaron y su vejiga se liberó, dejando escapar un chorro de acre orina en el terreno arenoso.
Con delicadeza, los dos hermanos posaron de nuevo al viejo en el suelo. Jelaudin aflojó los dedos que se le clavaban en la carne, acariciándole la mano mientras lo hacía. Observó cómo Tamar le cerraba los ojos a su padre. Seguían esperando, casi sin creer que se hubiera ido realmente. Su pecho estaba inmóvil y, uno a uno, los hijos se alzaron y lo miraron desde arriba. El mundo estaba silencioso y las estrellas brillaban en el cielo. Jelaudin sentía que no debería ser así, que debería haber algo más que el suave vaivén de las olas para marcar la muerte de un gran hombre.
—Se ha acabado —dijo Tamar, con la voz contenida.
Jelaudin asintió y, para su sorpresa y su vergüenza, sintió que se le retiraba un gran peso de los hombros.
—Las bestias mongolas acabarán llegando hasta aquí —habló con voz suave, girándose para mirar en dirección a donde sabía que estaban acampados, aunque los oscuros árboles los ocultaban—. Encontrarán el… encontrarán a nuestro padre. Tal vez les baste.
—No podemos dejarle aquí a su merced —contestó Tamar—. Tengo un barril de pólvora, hermano. Hay suficiente leña seca y ahora, ¿qué importa si nos ven? Deberíamos quemar el cadáver. Si vivimos para regresar, construiremos un templo para honrarle.
—Es una buena idea, hermano —admitió Jelaudin—. Muy bien, pero cuando la hoguera esté ardiendo, abandonaremos esta isla y cruzaremos el mar. Los mongoles no son navegantes. —Se acordó de los mapas que había visto en la biblioteca de su padre en Bujará. Allí el mar no parecía tan ancho—. Que traten de seguirnos a través de las hondas aguas, donde no dejamos ninguna huella.
—No conozco las tierras al otro lado del mar, hermano —contestó Tamar—. ¿Dónde iremos?
—Al sur, Tamar, como nos ha dicho nuestro padre. Provocaremos una tempestad con los afganos y en India. Regresaremos con un ejército para aplastar a Gengis. Por el alma de mi padre, lo juro.
Jochi y Chagatai alcanzaron al ejército árabe cuando empezaba a descender hacia una hondonada entre colinas al este de Samarcanda. La cifra de efectivos calculada por los exploradores, si acaso, había sido baja. Mientras Jochi hablaba brevemente con su hermano menor, se dijo que más de cuarenta mil hombres habían acudido en ayuda de la preciada ciudad del sah. No dejó que aquel pensamiento le abrumara. En las tierras árabes y Chin, Gengis había demostrado que la calidad de los guerreros era más importante que los números. Tsubodai era famoso por haber conseguido ganar en situación de enorme desventaja cuando había arrasado la guarnición de una ciudad de doce mil con sólo ochocientos hombres en una incursión de reconocimiento, pero todos los generales habían probado su valía contra fuerzas mayores a las suyas. Sus tropas siempre luchaban contra ejércitos superiores en número.
La hondonada era un regalo y, tras avistar al enemigo, ninguno de los hermanos quiso perder tiempo. Veteranos de muchas batallas a caballo, conocían el inmenso beneficio de encontrarse en una posición elevada. Las flechas llegaban más lejos y los propios caballos se convertían en proyectiles imparables cuando caían sobre sus rivales. Chagatai y Jochi intercambiaron impresiones, dejando su enemistad a un lado temporalmente. Chagatai emitió un mero gruñido de asentimiento cuando Jochi le sugirió que rodeara el pequeño valle con sus jinetes y atacara las formaciones árabes por el flanco izquierdo. Sería tarea de Jochi lanzarse sobre ellos de frente al pie del valle.
Siguiendo sus órdenes, los hombres de Jochi formaron en una línea que ocupaba tanto espacio como el terreno permitía, mientras el resto se reunía en un bloque tras los guerreros provistos de las armaduras más pesadas. Jochi vio lanzas y arcos en las filas árabes, pero se sintió decepcionado al ver que no habían traído consigo a sus elefantes. Los príncipes árabes parecían muy apegados a la idea de emplear elefantes en la guerra. Por su parte, los mongoles se deleitaban volviéndolos locos con sus flechas y observando después con regocijo cómo pisoteaban a sus propias tropas.
Jochi observó la hondonada que se abría a sus pies valorando la empinada ladera que tendría que descender. La atravesaban infinidad de caminos de cabras en zigzag, pero estaba cubierta de matorrales y los caballos no tendrían problemas cargando en ese tipo de suelo. Echó una ojeada a izquierda y a derecha a lo largo de sus filas mientras se situaba en el mismo centro de la fila del frente. Sería su arco el que marcara la primera descarga de flechas y sintió la creciente confianza de los hombres a su alrededor mientras observaban el ejército que marchaba impasible hacia ellos. Los árabes hacían sonar sus cuernos y tambores mientras avanzaban, y era evidente que los jinetes de los flancos estaban nerviosos. El terreno en declive ya les estaba obligando a comprimirse y Jochi pensó que su líder tenía que ser un joven necio ascendido por su linaje y no por su talento. Cuando dio la orden de empezar a descender por el desfiladero central, la ironía de su propia posición le pareció divertida. Debía de haber muy pocos hijos de reyes o khanes que comandaran un ejército a pesar de sus padres, en vez de gracias a ellos.
Mientras su tumán adoptaba un lento trote, Jochi no dejó de vigilar la formación de las líneas para detectar cualquier fallo. Sus batidores estaban situados en un radio de muchos kilómetros, como Tsubodai le había enseñado. No se produciría ninguna emboscada, ninguna súbita aparición de reservas. Fuera quien fuera el líder de aquellas tropas que se encaminaban a liberar Samarcanda, se había tomado a los mongoles demasiado a la ligera y pagaría por ello. Jochi tocó una única nota en el cuerno que colgaba de su cuello y vio cómo sus guerreros extraían las pesadas lanzas de las vainas de las sillas de montar y se las colocaban sobre hombros y brazos entrenados y poderosos. Jochi aumentó la velocidad al medio galope, hizo un gesto de asentimiento a un portaestandartes y observó cómo la orden de ampliar la línea se propagaba entre sus hombres.
Se oyó una orden seca como un ladrido y el ejército rival lanzó una lluvia de flechas contra ellos. Demasiado pronto, pensó Jochi, viendo que la mitad se quedaban cortas mientras que el resto rebotaba inútil en los escudos y los cascos. Entonces aceleró su galope y, a partir de ese momento, le habría sido imposible detener a sus hombres aunque hubiera querido. Se deshizo de su nerviosismo y, de pie sobre los estribos, dejó que el ritmo de su montura controlara sus movimientos mientras colocaba una flecha en la cuerda de su arco.
A todo lo largo de las líneas mongolas, los hombres le imitaron. Los lanceros bajaron los afilados extremos de sus armas, calculando el mejor momento para golpear y matar.
Jochi disparó su flecha y otras seiscientas la siguieron al instante. Mientras alargaban la mano para coger otra, los lanceros hincaron los talones en sus cabalgaduras y se unieron formando una punta blindada que se adelantó al resto del ejército. Se lanzaron a galope tendido, atravesando o aplastando cualquier cosa que tocaban, abriendo un orificio como una boca roja. Los que les seguían no podían detenerse y Jochi, arrastrado hacia las entrañas del enemigo, perdió de vista a los hombres que caían mientras preparaba una vez más su arco.
Frente a él, sus lanceros arrojaron al suelo los astillados mástiles y, todos a una, desenfundaron sus espadas. Los arqueros que iban tras ellos dispararon otra descarga hacia los lados, ampliando la brecha y haciendo que los hombres se retiraran a su paso como si quemaran. Jochi había dado con el mejor uso posible de las lanzas y los arcos y se sentía exultante ante la destrucción que había causado en apenas unos instantes. Sus filas de retaguardia se abrieron para envolver a las alas enemigas en una táctica que era casi la inversa de la maniobra de media luna que prefería su padre. Al poco, la cabeza de la columna rival empezó a bullir y, replegándose, perdió todo orden.
La montura de Jochi frenó hasta casi pararse, incapaz de avanzar más entre las filas que tenía delante, y el joven general desenvainó la espada. Presintió que aquél era el momento perfecto para iniciar el ataque por los flancos y alzó la vista hacia su hermano. Sólo tuvo tiempo para una mirada veloz y ya estaba defendiéndose con desesperación, desviando la punta de una lanza que amenazaba con derribarle de la silla. Volvió a mirar, incrédulo, pero el tumán de Chagatai seguía donde estaba, en la pendiente.
Jochi distinguió con total claridad la figura de su hermano menor, sentado sobre su caballo, con las manos relajadas apoyadas en la cabeza de cuero de su silla. No habían acordado ninguna señal para indicarle que debía atacar el flanco, pero Jochi hizo sonar su cuerno de todos modos y la nota vibró largamente por encima de las cabezas de sus hombres. También ellos vieron la inmovilidad de sus compatriotas y los que no comprendían lo que estaba sucediendo empezaron a hacer ademanes furiosos instándoles a que se unieran a la batalla antes de que las tornas se volvieran.
Lanzando una maldición, Jochi dejó caer el cuerno y la ira le invadió con tal virulencia que los siguientes dos golpes no le costaron ningún esfuerzo, como si la fuerza brotara sola de su brazo derecho. Al clavarle la espada a su rival en la juntura entre la armadura y el cuello, abriéndole un profundo tajo y haciéndole caer entre los móviles cascos de las monturas, deseó que aquel hombre fuera Chagatai.
Jochi se levantó sobre los estribos una vez más, buscando una salida por la que liberar a sus hombres del tumulto. Con las filas del frente enemigo todavía enredadas en los cuernos formados por sus mejores guerreros, lo más probable es que pudieran retirarse a tiempo. Si no los hubieran traicionado, podrían haberse liberado luchando, pero notó que el impacto de la traición sacudía las filas de sus hombres y se estaba cobrando su precio en vidas. El enemigo no tenía ni idea de por qué un general mongol había decidido quedarse quieto y no hacer nada, pero no tardó mucho en aprovechar esa ventaja.
Frustrado, Jochi gritó algunas órdenes, pero las líneas de jinetes árabes se abrieron, formando un arco de caballería pesada que ascendió por el terreno en cuesta para luego abalanzarse como una avalancha contra sus fatigados guerreros. Aun entonces, no se atrevieron a pasar demasiado cerca del flanco izquierdo, donde Chagatai aguardaba para poder ver cómo despedazaban a Jochi. En fugaces momentos entre golpes, Jochi vio que algunos de los hombres de más rango discutían con su hermano, pero luego se vio absorbido de nuevo por la lucha.
Sus propios oficiales le miraban esperando que ordenara la retirada, pero Jochi era presa de la ira. Le dolía el brazo y la espada de su padre había perdido parte de su filo contra las armaduras de sus enemigos, pero sentía una furia desenfrenada y todo el que mataba era su hermano o el propio Gengis.
Sus hombres se dieron cuenta de que ya no miraba hacia las colinas. El hijo de Gengis peleaba con los dientes desnudos y blandía su espada con ligereza mientras clavaba los talones en su montura y ordenaba a su poni avanzar sobre los muertos. Su falta de miedo pintó una ancha sonrisa en sus rostros y le siguieron con un rugido. Los que habían sido heridos ignoraron sus heridas o dejaron de sentirlas. También ellos se sumergieron en la lucha cuando su sangre respondió a la llamada. Un juramento había ligado sus vidas a Jochi y habían derrotado juntos a un inmenso ejército. No había nada que no pudieran hacer.
Sus soldados Chin luchaban con desaforada intensidad, abriendo una brecha cada vez más honda en la columna enemiga. Cuando la caballería árabe los empalaba con sus lanzas, aferraban las armas, arrancaban a los jinetes de sus monturas y hundían sus filos en ellos salvajemente hasta que ambos morían. No rehuirían las espadas y las flechas del enemigo con sus amigos rodeándolos. No podían.
Bajo la implacable presión de aquellos dementes guerreros, que agarraban con la mano las hojas ensangrentadas que los mataban, los árabes se desmoronaron y dieron media vuelta, propagando su terror a aquéllos que todavía no se habían unido a la lucha. Jochi vio a uno de sus oficiales Chin blandir una lanza rota como un garrote y pisotear a un moribundo para golpear con ella la cara de un árabe que montaba un excelente semental. El árabe cayó y el soldado Chin rugió triunfante, gritando un desafío en su propia lengua a hombres que no podían entenderle. Los mongoles se rieron al oír su tono fanfarrón y siguieron peleando mientras sus brazos se iban tornando pesados como el plomo y las heridas iban mermando su fuerza.
Más y más enemigos huyeron del feroz ataque y, durante un instante, Jochi quedó cegado por un chorro de sangre ajena. Le invadió el pánico al pensar que podían golpearle mientras no veía, pero entonces oyó el gemido de los cuernos de Chagatai atravesar el valle, seguidos por fin por el sonido atronador de sus caballos.
El tumán de Chagatai se abalanzó sobre un enemigo ya desesperado por escapar de sus atacantes. Jochi observó jadeante cómo se abría un espacio a su alrededor y nuevas flechas se clavaban en sus rivales, que huían en desbandada. Por un instante, vio de nuevo a su hermano, cabalgando como un rey antes de alcanzar el pie del valle y desaparecer de su vista. Jochi escupió una flema caliente y su cuerpo maltrecho deseó ardientemente asestar un golpe en el cuello de Chagatai. Sus hombres sabían lo que había sucedido. Le iba a resultar difícil evitar que se enfrentaran con aquéllos que se habían quedado parados observando, a salvo. Jochi maldijo para sí al imaginar a Chagatai defendiendo el retraso, las palabras brotando como suave grasa de sus labios.
No había enemigos cerca de Jochi cuando pasó un pulgar por el filo de su espada, notando las muescas en el acero. Estaba rodeado de cadáveres, muchos de ellos hombres que habían cabalgado a través de las colinas y destruido a los mejores jinetes del sah. Otros hombres le miraron con la cólera todavía viva en los ojos. Chagatai se dedicó a destripar el resto de la columna árabe, derribando y pisoteando con sus caballos las banderas y estandartes en un suelo empapado de sangre.
Si trataba a Chagatai como su hermano merecía, ambos tumanes lucharían hasta la muerte, se alertó Jochi a sí mismo. Los oficiales de su hermano no le dejarían aproximarse a él con una espada, no cuando sabían la razón de su furia. Su vergüenza no impediría que desenfundaran las espadas y, entonces, sus propios hombres responderían. Jochi luchó contra el poderoso deseo de atravesar al galope el campo de batalla y hacer pedazos a su hermano. No podía acudir a Gengis para pedir justicia. Era demasiado fácil imaginar a su padre desdeñando sus quejas, considerando que se trataba de una crítica a la táctica de su hermano en vez de una acusación de asesinato. La frustración le cortaba la respiración mientras notaba cómo los sonidos de la batalla se alejaban de él, dejándole vacío. Y aun así, había obtenido la victoria, a pesar de la traición. Sintió que el orgullo por el valor de sus hombres se mezclaba con un odio y una impotencia que no podía evitar.
Poco a poco, Jochi limpió la sangre de la espada que le había ganado a Chagatai. Aquella noche se había enfrentado a la muerte luchando contra un tigre y este día lo había vuelto a hacer. No podía dejar pasar sin más lo que le habían hecho.
Salpicó el suelo con las gotas de sangre y empezó a cabalgar lentamente hacia su hermano. Intercambiando adustas miradas, sus hombres le siguieron, listos para volver a luchar.