XXIII

Tendido en la oscuridad, Jelaudin no conseguía conciliar el sueño: su mente le atormentaba con multicolores imágenes. Era difícil no caer en la melancolía mientras se rascaba picaduras de pulgas y se ponía de nuevo la delgada manta alrededor de los hombros tratando de calentarse. Al menos en la oscuridad, ninguno de sus hermanos le estaría mirando esperando que les dijera qué debían hacer, y la mirada de su padre, que una vez fuera tan penetrante, no le encontraría. Se retiraba a descansar tan pronto como podía todas las noches, buscando el sueño como una liberación y deseando que cada día se disolviera en la nada. Sin embargo, no conseguía dormir y su mente trabajaba como si fuera un ente aparte que se agitaba con vida propia en su cabeza. Cuando cerró los ojos, distintas visiones de celebraciones en los palacios de su padre, iluminados por mil velas y lámparas, siguieron hostigándole. En muchas ocasiones había bailado hasta el amanecer y ni una sola vez pensó en el coste del sebo o del aceite. Ahora necesitaban restringir el consumo de su única vela para que no se les acabara, del mismo modo que el de la comida o el carbón. Ocuparse de llevar una casa estaba siendo una revelación para él, incluso una tan pobre y exigua como las habitaciones de Khuday.

Cuando Jelaudin, frustrado, abrió los ojos, vio la luz de la luna a través de las grietas del tejado. El aire estaba cargado del hedor del cubo de desechos. En su primera noche en Khuday lo había sacado a la calle, pero se lo habían robado por la mañana y habían tenido que comprar otro. Había aprendido a pagar a un chico para que lo llevara a una fosa comunal en las afueras del pueblo, pero, por supuesto, a sus hermanos se les había olvidado llamarlo. Todo costaba dinero en Khuday. La vida era más complicada de lo que había creído y, en ocasiones, se preguntaba cómo podían sobrevivir aquellos pobres mercaderes.

Jelaudin se incorporó de un salto al oír un ruido y notar cómo la pequeña puerta se estremecía en su marco. Alguien estaba llamando y el corazón le dio un vuelco en el pecho mientras alargaba la mano hacia su espada.

—¿Jelaudin? —dijo uno de sus hermanos, aterrado.

—Prepárate —susurró Jelaudin, vistiéndose a tientas. Los pantalones olían a sudor, pero el cubo del agua estaba tan vacío como el otro lleno, no había ni unas gotas con las que salpicarse la cara. Los golpes sonaron de nuevo y respiró hondo antes de aferrar su espada. No quería morir en la oscuridad, pero si los mongoles los habían encontrado, sabía que no podía esperar compasión.

Jelaudin abrió la puerta de un tirón con la espada en ristre. Su pecho desnudo subía y bajaba agitadamente. La luna brillaba lo suficiente para permitirle ver a un muchacho de pie frente a él y el alivio inundó al joven príncipe.

—¿Por qué perturbas nuestro sueño? —le preguntó en tono severo.

—Mi amo Abbud me ha mandado venir mientras estaba en la mezquita para los rezos vespertinos, amo. Me ha dicho que os avise de que los mongoles saben dónde os alojáis. Debéis abandonar Khuday.

Una vez transmitido el mensaje, el chico se volvió para irse. Jelaudin alargó el brazo y le agarró, haciéndole soltar un grito asustado. La vida de un muchacho en Khuday era todavía más precaria que las suyas y el pequeño se retorció bajo su mano.

—¿Vienen para acá? —exclamó Jelaudin—. ¿Ahora?

—Sí, amo —contestó el chico intentando quitarse de encima la mano de Jelaudin con sus menudos dedos—. Por favor, tengo que volver corriendo.

Jelaudin soltó al chico, que se alejó tambaleándose. Por un momento miró la calle iluminada por la luna, viendo enemigos en todas las sombras. Pronunció una breve oración de gracias por la bondad del viejo joyero, luego volvió dentro y cerró la puerta como si así pudiera frenar el avance de su temor.

Sus tres hermanos estaban vestidos y listos, una vez más esperando que él actuara como líder. Jelaudin los miró con el rostro crispado por la preocupación.

—Encended la vela y vestid a padre. Tamar, corre a los establos y trae los caballos.

—¿Tienes alguna moneda, hermano? —preguntó Tamar—. El propietario del establo querrá que le pague.

Jelaudin sintió como si una soga se estuviera cerrando en torno a su cuello. Abrió la bolsa y le entregó un pequeño rubí a su hermano, tras lo cual toda su riqueza terrenal se reducía a cinco gemas.

—Dale esto y dile que somos devotos seguidores del profeta. Dile que no habrá honor para un hombre que ayude a nuestros enemigos.

Su hermano menor salió como una flecha hacia la oscura calle y Jelaudin empezó a ayudar a los demás a preparar a su padre. Cuando le movieron, el sah Ala-ud-Din gruñó y su respiración afanosa se aceleró en la penumbra. Jelaudin torció el gesto al notar el calor enfermizo que despedía la piel del anciano, pero no había nada que pudiera hacer. Su padre murmuró algunas palabras sin sentido, pero ninguno de ellos se detuvo a escucharle.

Una vez que su padre estuvo vestido y la vela encendida, dos de sus hijos lo sostuvieron en pie mientras Jelaudin echaba un vistazo al cuchitril que había sido su hogar durante un tiempo. A pesar de ser muy humilde, les había dado refugio. La idea de retornar a la vida de acoso continuo les horrorizaba a todos, pero Jelaudin no podía desoír el aviso. El joyero le había hecho ese favor y no lo desperdiciaría.

Posó la vista en el pequeño hornillo, pero el médico se lo había dejado de buena fe y Jelaudin no robaría por primera vez en su vida. Aunque cogió los paquetes de hierbas amargas, eso lo dejó allí. Le consumía la urgencia de salir y apenas osó pararse a pensar en la enfermedad de su padre. No estaba bien que el anciano tuviera que salir huyendo de nuevo. Las esperanzas de Jelaudin murieron en su interior en aquel momento y fueron reemplazadas por una furia desesperada. Si se le brindaba al menos una oportunidad de vengarse del khan mongol, la aprovecharía aunque supusiera perder la propia vida. Rezó para que esa oportunidad se presentase ante él.

Jelaudin cerró la puerta cuando se marchó con su padre y hermanos. No quería que los ladrones robaran el hornillo del médico, aunque si alguien quería el cubo de residuos, podía quedárselo, con su contenido incluido.

La noche acababa de empezar y las calles no estaban vacías. Jelaudin vio a muchos hombres que volvían de las oraciones a reunirse con sus familias, deseando confortarse con el calor y la comida. Sólo él y sus hermanos habían intentado hacer desaparecer una noche más hundiéndose en el sueño. Los establos estaban a cierta distancia, una decisión que había tomado pensando en su protección. Su padre avanzaba entre ellos dando tumbos y Jelaudin no sabía si entendía siquiera lo que estaba pasando. Cuando oyó que le formulaba una pregunta arrastrando las palabras, Jelaudin le hizo callar con suavidad.

—Los hombres que buscáis están ahí dentro —dijo Abbud.

Tsubodai dio unas cuantas órdenes breves y secas y los guerreros obedecieron como un resorte, abriendo la puerta de una patada y desapareciendo en el interior.

Abbud aguardó, sudando, escuchando extraños ruidos. Los guerreros regresaron casi tan deprisa como habían entrado y no le pasaron inadvertidas las miradas de ira que le lanzaron. El joven beduino agarró a Abbud del brazo, tan fuerte que casi le hacía daño.

—Viejo, ésta no es una noche para jugar, ¿entiendes? He registrado los establos durante la mitad de la noche mientras te esperaba. Ahora me conduces a una casa vacía. Será difícil impedir que te maten.

El rostro de Abbud se crispó, pero no intentó liberarse.

—¡Estaban aquí! Es la casa de mi cuñado y me habló de ellos en el mercado. Cuatro jóvenes y un viejo que estaba muy enfermo. Eso es todo lo que sé, lo juro.

A la luz de la luna, los ojos del beduino estaban en sombra, su expresión más fría que la noche. Soltó el brazo de Abbud y luego intercambió una ráfaga de palabras con Tsubodai que Abbud no podía entender.

El que Abbud había identificado como líder clavó la mirada en el viejo joyero durante un largo momento de silencio. Después, dio nuevas órdenes. Todo cuanto Abbud podía hacer era mirar cómo abrían otras puertas a patadas y la noche se llenaba de chillidos. En una casa vecina se inició una pelea y Abbud gritó horrorizado al ver que uno de los guerreros desenvainaba y le clavaba la espada en el pecho a un hombre joven, pasando por encima de él para registrar su casa.

—¡Eso no es necesario! —gritó Abbud—. ¡No están aquí!

El beduino se giró hacia él y, para asombro de Abbud, parecía sonreír mientras le decía:

—Ya no puedo pararlos, viejo. Registrarán todas las casas de la calle, quizá todo el pueblo. Luego quemarán Khuday a tu alrededor.

Aquello era demasiado para el joyero.

—Hay unos establos cerca. Si han ido a algún sitio, será allí.

—Llévame, viejo —ordenó el beduino—. Si estás en lo cierto, puede que Khuday no sea destruido.

Jelaudin llevó su caballo a un grupo desordenado de arbustos en la cima de una colina. En el aire flotaba el dulzor de las hojas del limonero y el corazón le pesaba cuando se volvió a mirar el pueblo que los había acogido. A su derecha, la estrella polar relucía en el firmamento sobre un aire limpio y claro.

Al este, muy lejos, podía vislumbrar el apagado fulgor de las hogueras del campamento mongol. Al oeste aguardaba el mar Caspio, la barrera final para su familia de fugitivos. Sabía que no podía cabalgar a lo largo de sus orillas durante más de cien kilómetros con los mongoles buscándolos. Los atraparían tan fácilmente como a liebres. Al mirar el este sintió como un hambre, una urgencia desesperada por volver y visitar las ciudades que había conocido de niño.

La noche estaba tranquila y daba pena oír la torturada respiración de su padre. Jelaudin y sus hermanos habían atado al viejo a la silla y conducido a su caballo fuera del pueblo, atravesando una zona desierta de matorrales y evitando el camino del este.

Si los mongoles hubieran estado seguros de que estaban en Khuday, habrían rodeado la ciudad. Pero ése no era el caso y los hijos del sah habían guiado a sus caballos a pie hacia la salida del pueblo sin ver ni un alma. No obstante, escapar de un lugar así era una victoria pequeña. Si no podían desviarse hacia el sur, el mar los atraparía tan firmemente como una red. Por un momento, al notar un empeoramiento en el sibilante resuello de su padre, Jelaudin se sintió abrumado. Estaba demasiado cansado para salir huyendo de nuevo, demasiado cansado incluso para montar.

Su hermano Tamar oyó el sonido de su llanto y le puso la mano en el hombro.

—Tenemos que irnos, Jelaudin —dijo—. Mientras estemos vivos, siempre habrá esperanza.

Restregándose los ojos, Jelaudin no pudo evitar asentir. Se colocó a horcajadas en la silla y tomó las riendas del caballo de su padre. Mientras se adentraban en la oscuridad, oyó a Tamar emitir un grito ahogado y se volvió hacia Khuday.

El pueblo resplandecía en la noche. Al principio, Jelaudin no comprendía qué era aquella extraña luz que parpadeaba en las estrechas callejuelas. Meneó la cabeza mientras veía cómo se propagaba la luz y entonces supo que los mongoles habían prendido fuego al pueblo.

—Se regodearán destruyendo ese lugar hasta el amanecer —dijo otro de sus hermanos.

Jelaudin percibió una nota de triunfo en su voz y sintió deseos de golpearle por su estupidez. Se preguntó si Abbud y su pequeño criado sobrevivirían a las llamas que él había traído a Khuday, y sintió que él y sus hermanos dejaban a su paso una estela de pestilencia y destrucción.

Todo cuanto podían hacer era cabalgar hacia el mar. Aunque sentía su propia muerte batiendo sus oscuras alas sobre él, Jelaudin hincó los talones en su caballo y bajó al trote la pendiente que descendía ante él.

Pasaron otros cuatro días antes de que los hermanos, que se turnaban a la hora de tirar del caballo de su padre, vieran a un grupo de jinetes siguiéndolos. No podían esconder su rastro en un suelo tan polvoriento, por lo que Jelaudin ya había contado con que los seguirían, aunque había albergado una pequeña esperanza de que los mongoles les hubieran perdido la pista. Había cabalgado hasta el agotamiento noche y día hasta que olió el aroma de la sal y oyó chillar a las gaviotas. Por un momento, el limpio aire hizo que todos ellos revivieran y, entonces, Jelaudin había avistado las oscuras figuras en la distancia, una masa de guerreros a sus espaldas, a punto de alcanzarlos.

El príncipe miró el rostro ceroso de su padre. No habían tenido tiempo para hacer un alto y encender un fuego para hervir las hierbas amargas y la enfermedad del anciano había empeorado. Más de una vez, Jelaudin había acercado el oído a los labios de su padre, escuchando para asegurarse de que aún respiraba. No podía abandonarle y dejar que la jauría del khan le hiciera pedazos, pero su padre los retrasaba a todos.

Durante un instante, Jelaudin, lleno de odio y terror, deseó rugir hacia las lejanas líneas de los que le perseguían. Apenas le quedaban fuerzas, ni siquiera para eso, y meneó la cabeza fatigado, alzando la vista cuando sus hermanos y él subieron una duna y vieron la brillante inmensidad azul del mar abriéndose ante ellos. La oscuridad se aproximaba y contaban con una noche más antes de que los mongoles los encontraran y les dieran muerte. Jelaudin recorrió la orilla con la vista y vio sólo unas cuantas casuchas y barcas de pesca. No había ningún lugar donde esconderse, ya no había ningún lugar hacia donde huir.

Todo su cuerpo se resintió mientras desmontaba y su caballo se estremeció al ser liberado de su carga. Las costillas del animal sobresalían y Jelaudin palmeó el pescuezo de su montura premiando su lealtad. No podía recordar cuándo había comido por última vez y se tambaleó, mareado.

—Entonces, ¿vamos a morir aquí? —preguntó uno de sus hermanos con voz lastimera.

La respuesta de Jelaudin fue apenas un gruñido. Cuando partió, era joven y fuerte, y había perdido hombres y fuerza a cada paso durante la mayor parte del año. Allí, en esa remota orilla, se sintió viejo. Tomó un guijarro gris y lo arrojó al agua salada. Los caballos inclinaron las cabezas para beber y Jelaudin no se molestó en impedírselo. ¿Qué importaba que bebieran sal cuando los mongoles estaban llegando para matar a los hijos del sah?

—¡No me quedaré aquí parado esperándolos! —gritó Tamar, el hermano que seguía a Jelaudin. Caminaba arriba y abajo por la arena a grandes Zancadas, tratando de agudizar la vista para encontrar una vía de escape. Con un suspiro, Jelaudin se dejó caer al suelo y hundió los dedos en el húmedo terreno.

—Estoy cansado, Tamar —dijo—. Demasiado cansado para ponerme en pie de nuevo. Dejemos que acabe aquí.

—¡No! —chilló su hermano. La falta de agua había hecho que la voz de Tamar sonara ronca y tenía los labios escareados, cubiertos de delgadas llagas sangrantes. Aun así, sus ojos relucían bajo el sol del atardecer—. Allí hay una isla. ¿Saben nadar esos mongoles?

Cojamos uno de esos botes y destruyamos los demás. Así estaremos a salvo.

—A salvo como un animal atrapado está a salvo —se lamentó Jelaudin—. Mejor sentarnos aquí a descansar, hermano.

Para su sorpresa, Tamar se acercó a él y le abofeteó con fuerza.

—¿Permitirás que nuestro padre sea descuartizado en esta playa? Levántate y ayúdame a colocarle en una barca o lo haré yo mismo.

Jelaudin se rió con amargura, sin responder. No obstante, se levantó, aturdido, y ayudó a sus hermanos a transportar al sah hasta la orilla. Mientras avanzaba con dificultad por la arena húmeda, sintió que sus miembros se recobraban un poco y parte de su desesperación se desvaneció.

—Lo siento, hermano. Tienes razón —se disculpó.

Tamar sólo asintió con la cabeza, todavía furioso.

Los pescadores salieron de sus cabañas de madera gritando y haciendo gestos cuando vieron a los jóvenes destrozando sus botes. Al verles desenvainar las espadas, quedaron reducidos a un hosco silencio y, conteniendo su ira, observaron cómo aquellos extraños rompían los mástiles, agujereaban los cascos y luego arrastraban los restos hasta aguas profundas haciéndolos desaparecer bajo espumosas burbujas.

Cuando se puso el sol, los hermanos empujaron la última barca hasta el mar en calma, adentrándose en el agua y trepando por los costados. Jelaudin izó la pequeña vela y la brisa la hinchó, y ese momento hizo que sus espíritus se reanimaran extrañamente. Habían dejado atrás a sus caballos y los pescadores los sujetaron por las riendas, atónitos, sin dejar de maldecirlos a gritos a pesar de que las bestias valían mucho más que aquellas rudimentarias barcas. La brisa se fue enfriando poco a poco y Jelaudin se sentó y hundió el timón en el agua, atándole una cuerda para mantenerlo en su sitio. A la última luz del día, vieron la blanca línea de la rompiente de una pequeña isla mar adentro. Jelaudin miró a su padre, puso rumbo hacia allí y sintió que le invadía un calmo entumecimiento mientras la tierra iba quedando atrás. El anciano no duraría mucho más y era cierto que merecía una muerte tranquila.