XXII

El joyero Abbud sopesó al hombre que tenía ante sí casi con tanto cuidado como el rubí que le había entregado. Ambos despertaban sus sospechas, aunque su cuñado tenía un olfato para los buenos negocios que igualaba el del propio Abbud.

Aquel hombre, que decía ser el hijo de un mercader, no tenía ninguna experiencia comercial, eso era evidente. La expresión pasmada con la que se había quedado mirando a los vendedores del zoco mientras se abría paso hasta la tiendecita de Abbud había sido realmente extraña. ¿Qué tipo de hombre no ha visitado nunca un Zoco? Después, su arrogancia había erizado el vello de la nuca de Abbud: todos sus instintos le alertaban de que había algún peligro. Para empezar, las manos mostraban los callos de los que están habituados a blandir espadas. Su aspecto era más de soldado que de comerciante y caminaba por el mercado como si esperara que los demás se apartaran a su paso. Abbud había observado divertido cómo todos se quedaban en su sitio hasta que el joven había chocado contra dos bravucones que vendían pollos. Si no hubiera sido por la espada que colgaba de su cadera, sus burlas podrían haber dado paso a una buena paliza.

La espada también era de excelente calidad. Abbud se moría por tomarla entre sus manos y no lograba entender que alguien fuera tan estúpido como para llevar algo así en el zoco. A juzgar por la plata labrada de la vaina, valía todavía más que el rubí que había dejado en el cajón exterior del puesto, a la vista de todos. Abbud había tapado la gema con la mano y le había indicado con un gesto que entrara antes de que aquel necio consiguiera que los mataran a los dos, aunque igual lo hacía la espada de todos modos. Las vidas eran mercancía barata en Khuday y, para algunos pobres diablos armados con cuchillos, una espada así merecería la pena correr el riesgo. Si se la vendían al hombre adecuado, alimentaria a sus familias durante todo un año. Abbud suspiró para sí, preguntándose si debía avisar a su cliente. Lo más probable es que acabaran ofreciéndole la espada a él mismo antes de que acabara el día, quizá con la mancha de sangre todavía fresca en su hoja.

Su rostro no dejaba intuir ninguno de sus pensamientos mientras conducía a Jelaudin hasta la trasera de su pequeño puesto. Allí tenía una mesa, lejos de las indiscretas miradas del mercado. Dio unos golpecitos en una silla ofreciéndosela a Jelaudin y él mismo tomó asiento en otra antes de alzar la gema hacia la llama de una vela, buscando defectos antes de pesarla con gran delicadeza sobre una minúscula balanza de bronce.

¿Era robada? No lo creía. Un ladrón no la hubiera dejado sobre la tela tan abiertamente. Aquel hombre era su dueño, sin duda, y, sin embargo, la punzada de inquietud no abandonaba a Abbud. Sabía que el motivo de su éxito residía en su habilidad a la hora de medir la desesperación de aquéllos que acudían a él. Ya le habían contado que su cliente necesitaba a un médico. Sospechaba que podría obtener la gema por una mínima parte de su valor, pero la apoyó en la mesa como si le quemara. Había demasiadas cosas que no cuadraban en aquel hombre y su rubí. Abbud se dijo que debería pedirle que se marchara. Lo habría hecho si la gema hubiera sido menos perfecta.

—No puedo vender una joya como ésta en Khuday —dijo a su pesar—. Lo siento.

Jelaudin parpadeó. ¿Aquel viejo estaba diciéndole que se marchara?

—No entiendo —espetó.

Abbud extendió las manos.

—Mi negocio se basa en obtener un porcentaje en la venta de artículos de oro de calidad. Khuday es pobre y es muy poco probable que alguien de aquí me dé más de lo que yo podría darte. Tendría que enviar la joya con una caravana a Bujará o a Samarcanda, o quizá a Ashgabad o Mashhad, al sur. —Hizo girar la gema con un dedo como si fuera sólo una pieza de bisutería—. Tal vez en Kabul hubiera un comprador, pero el coste de llevarlo tan lejos anularía el beneficio que podría sacar. Como digo, lo siento, pero no puedo comprarla.

Jelaudin no supo cómo reaccionar. Nunca en la vida había regateado para conseguir nada. No era un idiota y se daba cuenta de que era muy posible que aquel hombre estuviera jugando con él, pero no sabía qué ofrecer. En un repentino arrebato de ira, pensó en cogerlo y largarse. Sólo la idea del médico para su padre llegando al caer la noche le mantuvo en su asiento. Abbud lo observó con detenimiento, ocultando su propio deleite ante las transparentes emociones de su joven interlocutor. No pudo resistirse a retorcer el cuchillo un poco más y empujó la joya a través de la mesa como si pusiera fin al encuentro.

—¿Pido que traigan un té? —sugirió Abbud—. No me gustaría despedir a un cliente sin haberle dado siquiera un refrigerio.

—Tengo que venderlo —dijo Jelaudin—. ¿No puedes recomendarme a alguna otra persona que lo acepte esta noche y me dé un buen precio?

—Haré que nos traigan té —Abbud respondió como si la pregunta no hubiera sido formulada.

Hizo caso omiso de las voces de alerta que le habían preocupado al principio. «¿Tengo que venderlo?». Ojalá Alá le enviara una fila de necios como ése. Se retiraría a un palacio bendecido por frescas brisas.

Mientras el muchacho que le hacía de criado les traía el té en una tetera de plata, Abbud tomó nota de que su cliente se asomaba buscando el sol en el cielo. Su ingenuidad era embriagadora.

—Tu situación es muy apurada, amigo mío —continuó Abbud—. No me gustaría que dijeran que me he aprovechado de esa situación, ¿comprendes? Mi reputación lo es todo.

—Por supuesto, lo entiendo —respondió Jelaudin. El té era muy bueno y dio un sorbo de la caliente bebida. Confundido, se preguntó qué debía hacer. El viejo joyero se inclinó hacia delante y se atrevió a darle unas palmaditas en el brazo como si fueran amigos.

—Mi cuñado me ha dicho que tu padre está enfermo. ¿Tengo que rechazar a un buen hijo? Nunca en la vida. Te haré una oferta por la gema, suficiente para pagar al menos al médico. Si me quedo el rubí, quizá encuentre a un comprador en los próximos años, ¿no? Mi negocio no se basa en absoluto en el provecho rápido. Hay veces en las que tengo que pensar en mi alma. —Abbud suspiró de forma audible. Pensó que tal vez se hubiera excedido con la última sensiblería, pero el joven se animó y le sonrió.

—Eres muy amable, señor —dijo Jelaudin, y su alivio era tan evidente que daba pena.

—¿No seremos todos juzgados? —añadió Abbud hipócritamente—. Mi puesto no ha sido rentable últimamente, con toda esta palabrería sobre la guerra. —Entonces hizo una pausa, observando cómo la cara del joven se tensaba—. ¿Has perdido a alguien, amigo mío? Alá da y quita. Todo cuanto podemos hacer es soportar esta vida.

—No, no es nada —dijo Jelaudin—. He oído hablar de grandes batallas en el este.

—En efecto. Son tiempos difíciles. —La alerta había vuelto a encenderse en su cabeza y de nuevo Abbud consideró decirle a aquel hombre que se marchara. El rubí relució sobre la mesa y su mirada volvió a ser atraída hacia él—. Por ser tú, amigo mío, te voy a ofrecer cuatro monedas de oro. No es lo que vale la gema, no es siquiera la mitad de su valor, pero cubrirá tu deuda con el médico. No puedo ofrecer nada más.

Se echó hacia atrás esperando empezar el regateo, pero, para su asombro, Jelaudin se puso en pie.

—Muy bien. Eres un buen hombre —dijo.

Abbud ocultó su turbada confusión poniéndose también de pie y estrechando la mano que le tendían. ¿Era posible? ¡La piedra valía cuarenta veces lo que le había ofrecido!

Abbud escondió su alegría lo mejor que pudo mientras le pasaba cuatro monedas pequeñas. La funda de la espada resplandeció fulgurante en la penumbra y tuvo que retirar la vista de ella. Le debía algo a ese tonto.

—Amigo, te daré un trozo de tela para tapar la espada que llevas. Hay ladrones en el Zoco, aunque me duela admitirlo. Puede que ya hayan notado tu llegada aquí. Si tienes amigos, permíteme que les haga llamar para que te acompañen a tu lugar de alojamiento.

Jelaudin asintió con aire vacilante.

—Muy amable, señor. Más de lo que podría haber esperado de un lugar así.

Abbud se rió entre dientes.

—Yo mismo tengo hijos. Rezaré por la pronta recuperación de tu padre.

El criado de Abbud tardó casi hasta el atardecer en traer a tres hombres de la casa de su cuñado. Eran tan altivos y extraños como el que había traído la gema y Abbud se preguntó si debería poner vigilancia en la casa. Si tenían más gemas para vender, no quería que acudieran a uno de sus competidores. Desplumarían a esos inocentes. Sí, sería conveniente estar sobre aviso si iba a haber problemas. Algo en los cuatro jóvenes le decía que los problemas estaban a punto de llegar. Mientras se abría paso con amplias Zancadas entre la muchedumbre con sus hermanos, Jelaudin se sintió eufórico. Casi había anochecido y el médico estaría de camino. Había negociado y había conseguido regresar con el oro en la bolsa. Era una sensación vertiginosa y al principio no vio la expresión nerviosa de sus hermanos. Caminaban deprisa a su lado y la visión de sus adustos rostros fue suficiente para disuadir a un par de jovencitos flacuchos que andaban merodeando por el puesto de Abbud, mirando descaradamente.

Cuando estaban cerca de la casita en la que habían tomado habitaciones, Jelaudin percibió por fin la tensión de sus hermanos.

—¿Qué pasa? —murmuró.

Sus hermanos intercambiaron una mirada.

—Los mongoles, Jelaudin. Los hemos visto en los mercados. Están aquí.

El médico presionó el vientre del sah con sus largos dedos, manipulando sus órganos. Jelaudin observó con desagrado cómo se arrugaba y caía la piel de su padre, como si ya no estuviera pegada a la carne. No podía recordar haber visto a su padre tan desnudo y vulnerable como en aquel momento. El médico parecía fríamente profesional, pero Jelaudin estaba habituado a los médicos de la corte. Todos ellos se habían labrado una reputación establecida antes de que el sah los aceptara. Jelaudin suspiró en silencio. Por lo que sabía, aquel hombre era un mero charlatán.

El médico masajeó la carne de su paciente, escudriñándolo con detenimiento y escuchando su torturada respiración. El padre de Jelaudin estaba despierto, aunque en torno al iris sus ojos estaban amarillos y su tez pálida. Todo cuanto Jelaudin podía hacer era observar mientras aquel hombre bajaba con un dedo el párpado inferior de su padre y chasqueaba la lengua para sí con gesto de preocupación.

El médico murmuró velozmente unas cuantas órdenes y el criado puso agua a hervir y le añadió unas hierbas desmenuzadas. Para Jelaudin era un alivio dejar a su padre al cuidado de otros y, por primera vez en meses, no se sintió completamente impotente.

Por fin, el examen concluyó y el médico se incorporó.

—Su hígado se ha debilitado —le dijo a Jelaudin—. Puedo daros algo para eso, pero sus pulmones son el problema más urgente.

Jelaudin no señaló que cualquiera podría haber llegado a ese diagnóstico. Estaba pagando en oro la atención de ese hombre y absorbía cada una de sus palabras. El médico le tomó del brazo y le llevó hasta el hornillo, donde las hojas oscuras saltaban y burbujeaban en su jugo.

—Dile a tus compañeros que le mantengan incorporado y que le enrollen una tela en la cabeza. Estas hierbas despiden un poderoso aroma que le ayudará a respirar.

Jelaudin asintió mirando a sus hermanos y éstos ayudaron a su padre a incorporarse. El silbido, al instante, empeoró.

—¿Le curará con rapidez? —preguntó Jelaudin.

El médico parpadeó.

—No le curará con rapidez en absoluto, jovencito. Tu padre está muy, muy enfermo. Debe sentarse y aspirar esos vapores hasta que el líquido se enfríe, al amanecer, a mediodía y por la noche. Dale caldo de ternera para que recupere las fuerzas y asegúrate de que bebe tanta agua como pueda aguantar. Dentro de una semana, volveré a veros y juzgaré hasta qué punto ha mejorado.

Jelaudin hizo una mueca al pensar en pasar otra semana en aquellas estrechas habitaciones. ¿Habrían pasado los mongoles por allí para entonces? Seguro que sí. Dio gracias por haber tomado la decisión de esconderse en la ciudad. A menos que los mongoles la destruyeran por pura maldad, estaban tan a salvo en Khuday como en cualquier otro sitio.

Con alfombras enrolladas como sostén, su padre se encorvó sobre sus piernas extendidas. Jelaudin observó cómo tendían otra manta en el regazo del sah para protegerle del calor. Con unas pinzas metálicas, el asistente del médico alzó el recipiente humeante y lo situó frente al anciano. El sibilante resuello sonó ligeramente amortiguado cuando los hermanos de Jelaudin colocaron una tela sobre su cabeza. El sah tosió dos veces al aspirar los acres gases, pero luego pareció acostumbrarse y el silbido realmente mejoró.

El médico escuchó con atención antes de asentir para sí.

—Puedo dejaros suficientes hierbas para unos cuantos días. Después de eso, tendréis que comprarlas vosotros mismos en los mercados. —Esbozó una pequeña sonrisa—. Pedid bordi o pala. No conocerán su nombre latino. Para el hígado, la silimarina, el cardo mariano, nos vendrá bien. Haced que lo beba con un poco de miel.

—Gracias —contestó Jelaudin. Intentó no dejar traslucir su alivio, pero el médico pareció percibirlo de todos modos.

—No te preocupes demasiado por tu padre. Es viejo, pero fuerte. Un mes de descanso y volverá a ser él mismo. Veo que no tenéis hornillo propio.

Jelaudin negó con la cabeza. Sus hermanos habían estado comprando comida de los puestos callejeros del zoco.

—Os prestaré éste, aunque tendréis que conseguir vosotros el carbón.

Jelaudin hizo una inclinación de cabeza y se quedó mirando cómo el médico recogía sus materiales y medía varias dosis de las amargas hierbas, guardándolas en paquetes sellados de papel encerado. Fue el joven criado el que se ocupó de extender la mano para recibir el pago y Jelaudin se sonrojó porque hubieran tenido que recordárselo. Puso cuatro monedas de oro en la mano del muchacho, notando lo limpias que estaban en comparación con las de los golfillos de la calle.

Cuando el dinero cambió de manos, el médico se enderezó de forma apenas perceptible, relajándose.

—Excelente. Haced lo que os he dicho y todo irá bien, Inshallah. —Salió de las minúsculas habitaciones a la brillante luz solar, dejando a los hijos con su padre.

—No tenemos más oro —dijo de pronto el hermano pequeño de Jelaudin—. ¿Cómo podremos comprar las hierbas y el carbón?

Jelaudin torció el gesto al pensar en volver al mercado, pero al menos contaba con un amigo allí. Seguía teniendo una docena de rubíes de menor tamaño, aunque a la velocidad que los estaba gastando, dudaba de que le fueran a durar mucho. Aun así, sus hermanos y él estaban a salvo. Dentro de un mes, seguro que los mongoles se habrían ido y, una vez su padre hubiera recuperado las fuerzas, podrían dirigirse por fin hacia el este. En cuanto llegara a una guarnición leal, haría que el infierno y la destrucción cayeran sobre la cabeza del khan mongol. Muy lejos, al sur, había muchos hombres del islam que cabalgarían bajo su estandarte contra el infiel. Sólo tenía que mandar llamarlos. Jelaudin rezó en silencio, para sí, mientras su padre se atragantaba y respiraba con dificultad sobre los gases. La piel del cuello estaba roja por el sudor y el vapor. Les habían ofendido en mil y una maneras, pero se vengarían.

Al atardecer, dos hombres habían pasado por separado a tomar el té por el puesto rojo de Abbud. Era poco habitual en él retrasar el proceso de recoger el toldo y caminar hacia la pequeña mezquita del pueblo como acto final del día. Mientras los últimos rayos de sol encendían los callejones del zoco, oyó la llamada a la oración resonando en toda la ciudad. Abbud despidió al último de los hombres, poniendo unas monedas en su mano como obsequio por la información que le había dado. Perdido en sus pensamientos, Abbud se lavó las manos en un pequeño cuenco mientras se preparaba para la oración vespertina. El ritual liberó su mente y le permitió reflexionar sobre lo que había oído. Los mongoles habían estado haciendo preguntas. Abbud se alegró de haber puesto a un muchacho a vigilar la casa de su último cliente. Se preguntó cuánto valdría esa información.

A su alrededor, el mercado estaba desapareciendo. Algunos de los puestos fueron cargados sobre los lomos de burros y camellos mientras que otros negocios más establecidos abrían puertas de madera situadas en el propio suelo que podían ser bloqueadas y candadas hasta el amanecer. Mientras terminaba de enrollar el último rollo de tela, Abbud saludó con un gesto al guardia armado que había contratado para dormir a la puerta de su puesto. Le pagaba bien para poder completar sus rezos y Abbud dejó al hombre extendiendo su alfombra y frotándose las manos simbólicamente con polvo.

El súbito incremento de actividad que se produjo al llegar el ocaso pareció sorprender a los mongoles que merodeaban por la ciudad. Mientras los vendedores embalaban los puestos, los forasteros quedaron revelados uno tras otro, reunidos en pequeños grupos y mirando en derredor como niños fascinados. Abbud evitó que sus miradas se cruzaran mientras caminaba con amplias zancadas hacia la mezquita. Su esposa estaría entrando en el ornamentado edificio a través de otra entrada y no podría verla hasta que los rezos hubieran concluido. Sabía que las mujeres no entendían los negocios de los hombres. Sólo veían los riesgos y no las recompensas que sólo se obtienen corriendo riesgos. Como para recordárselo, sintió cómo el rubí golpeaba contra su muslo mientras avanzaba, la prueba de que Alá bendecía su casa.

Por el rabillo del ojo, Abbud vio a un alto joven árabe junto a los guerreros mongoles. La multitud que se dirigía a la mezquita hacía caso omiso de ellos, como si no estuvieran allí, una combinación de desprecio y de miedo. Abbud no pudo resistirse a echar un vistazo al beduino mientras pasaba por su lado, notando los característicos pespuntes de su túnica que le marcaban como morador del desierto con tanta exactitud como una señal en su pecho.

Al forastero no se le perdía nada y captó la rápida mirada de Abbud: dio un veloz paso a un lado para cerrarle el paso. El joyero se vio obligado a detenerse o perder la dignidad tratando de esquivarle con un gesto rápido.

—¿Qué pasa, hijo mío? —preguntó Abbud con irritación. No había tenido tiempo para considerar cuál era el mejor modo de utilizar la información que había comprado. Los mejores beneficios nunca se obtenían con acciones precipitadas y su intención había sido dedicar el tiempo de la mezquita para meditarlo. Observó con recelo cómo el beduino hacía una profunda reverencia. No se podía confiar en ninguno de los habitantes del desierto.

—Discúlpame, maestro. No te molestaría en tu camino hacia la oración si el tema no fuera importante.

Abbud notó las miradas de los demás comerciantes posarse en él al pasar. Ladeó la cabeza para escuchar la llamada a la oración, calculando que sólo tenía unos momentos.

—Rápido, hijo mío, rápido.

El joven hizo otra reverencia.

—Estamos buscando a cinco hombres, cuatro hermanos y su padre. ¿Sabes de algunos forasteros que hayan llegado a la ciudad en los últimos días?

Abbud permaneció muy quieto mientras pensaba.

—Toda información puede comprarse, hijo mío, si estás dispuesto a pagar el precio.

Vio cómo cambiaba la cara del joven, revelando su interés. Se giró y pronunció unas extrañas palabras hacia los mongoles, que los observaban. El joyero sabía quién era el líder antes de que hablara por la forma en que los demás deferían a él. Era extraño pensar que esos hombres estuvieran dejando un rastro de fuego por todo el mundo. No parecían capaces de algo así, aunque todos ellos llevaban arco, espada y puñal, como si esperaran que la guerra estallara en el propio zoco.

La cháchara del beduino fue recibida con un encogimiento de hombros del líder. Abbud observó con atención cómo desataba una bolsa que llevaba colgando del cinturón. Se la lanzó casi con desdén al joyero y éste la cogió en el aire. Una mirada al oro que contenía fue suficiente para que el sudor empezara a brotar de su frente. ¿Con qué se había topado aquel día? Necesitaría contratar a guardias armados en la mezquita incluso para llegar a casa con esa fortuna. Sin duda algunos ojos peligrosos habrían visto la bolsa y no sería difícil adivinar los contenidos.

—Te veré después de las oraciones, en este lugar —dijo, volviéndose para irse. Como una serpiente del desierto atacando, el líder mongol le cogió el brazo, sujetándole incluso mientras le gruñía al beduino.

—No lo entiendes —le espetó Yusuf a Tsubodai—. Tiene que irse para asistir a las oraciones. Pese a la edad que tiene, luchará si intentamos mantenerle aquí. Déjale ir, general. No puede escapar —Yusuf señaló con deliberación hacia el guardia de Abbud, que estaba sentado en la trampilla que guardaba sus bienes. El gesto no pasó inadvertido al joyero, aunque sintió una punzada de ira al ver que su estúpido guardia ni siquiera estaba haciéndoles frente. El hombre ya podía ir buscándose otro trabajo, se juró a sí mismo. Que le pusieran las manos encima en plena calle ya era bastante malo, pero ver a ese tonto en babia toda la tarde hacía que el insulto fuera casi insoportable. Casi. El oro que llevaba en la mano le repitió esa palabra mil veces más.

Con un brusco gesto, Abbud liberó su brazo, con el corazón palpitante. Se sintió tentado de devolver el oro y alejarse con dignidad, pero la verdad era que Khuday era un pueblo pequeño y en aquella bolsa llevaba los beneficios de cinco años o más. Podía incluso plantearse retirarse y dejarle el negocio a su hijo. Realmente, Dios era bondadoso.

—Mi amigo no te dejará marcharte con el oro —aseguró Yusuf, con la cara colorada—. No comprende que se haya ofendido tu honor, maestro. Estaré aquí, si tienes la información que necesitamos.

Muy a su pesar, Abbud devolvió la bolsa, deseando haber podido contar antes las monedas. Se dijo que sabría si la habían aligerado para cuando regresara.

—No hables con nadie más —sentenció Abbud con firmeza—. Soy el hombre que necesitas.

Captó el fantasma de una sonrisa en el rostro del joven mientras se inclinaba una tercera vez ante él y Abbud pasó entre los guerreros que, nerviosos, no separaban la mano de la empuñadura de sus espadas.

Cuando el joyero se marchó, Yusuf soltó una risita.

—Están aquí —le dijo a Tsubodai—. Tenía razón, ¿eh? Éste es el único pueblo en sesenta kilómetros a la redonda y se han escondido aquí.

Tsubodai asintió con un gesto. No le gustaba depender de Yusuf, pero la lengua seguía siendo un guirigay de sonidos para él, más parecido al canto de los pájaros que a un idioma real.

—No tendremos que pagar a este hombre si los encontramos nosotros mismos —aseguró.

Las calles se habían vaciado a su alrededor y el mercado, lleno de bullicio durante todo el día, había desaparecido. La llamada ululante desde la mezquita había concluido para ser sustituida por un canto débil y sordo.

—Yo diría que vosotros, los árabes, no mataríais unos buenos caballos —dijo Tsubodai—. Estarán por aquí cerca, en algún sitio, en unos establos. Mientras todos rezan, nos dedicaremos a registrarlos. ¿Cuántas buenas monturas puede haber en este sucio pueblucho? Si encontramos a los caballos, encontraremos al sah.