En las afueras del pueblo de Nur, junto a sus esposas y hermanos, Gengis caminaba con amplias zancadas tras un carro arrastrado por camellos. Aunque en invierno los días eran cortos, la brisa apenas se había refrescado. Para aquéllos que habían vivido entre hielo y nieve todos los años de su infancia, era casi un día de primavera. Su mente estaba clara y calmada por primera vez en meses y miró con orgullo cómo el pequeño Tolui manejaba a los animales con un golpe de las riendas. Su hijo menor apenas había cumplido los catorce años, pero la ceremonia nupcial se había celebrado por petición del padre de la muchacha. Era dos años mayor que Tolui y ya amamantaba a un bebé en su ger y estaba embarazada de otro niño. Habían sido necesarias unas palabras de Borte a Gengis para hacer que el matrimonio se produjera antes de que uno de los parientes de la niña se viera obligado a declarar, a regañadientes, la enemistad de su clan con el hijo del khan.
A la chica se le estaba empezando a notar el embarazo, aunque su familia había hecho lo que había podido para ocultarlo vistiéndola con ropas muy amplias. Sin duda su madre estaba cuidando del primer niño, pensó Gengis mientras caminaba. Tolui y la chica, Sorhatani, parecían perdidamente enamorados el uno del otro, aunque también indiferentes a las leyes de las tribus. No era raro que chicas muy jóvenes se quedaran embarazadas, pero Sorhatani había demostrado tener un temple especial al unirse a Tolui sin el consentimiento de su padre. Incluso se había dirigido a Borte para pedirle que Gengis le pusiera el nombre al primer hijo. El khan siempre había admirado esa especie de valor descarado y se sintió complacido con la elección de Tolui. Había llamado al niño Mongke, que significa «eterno», un nombre apropiado para alguien que llevaba su sangre. Mientras avanzaba, Gengis consideró declarar legítimos a todos los niños, tanto si habían nacido dentro del matrimonio como si no. Les ahorraría problemas en el futuro, estaba seguro.
—Cuando yo era pequeño —dijo Gengis con cierta añoranza—, un joven podía llegar a viajar durante días para alcanzar a la tribu de su prometida.
Khasar soltó un resoplido al pensar en ello.
—Tengo cuatro esposas, hermano. Si tuviera que hacer eso cada vez que quisiera una nueva, nunca haría otra cosa.
—Me asombra que cualquiera de ellas te aguante —intervino Borte, con una dulce sonrisa en los labios. Le hizo un gesto con el índice a Chakahai, que se echó a reír disimuladamente.
Gengis sonrió a su primera esposa. Le alegraba verla sonreír, tan alta y fuerte, con los brazos desnudos bronceados por el sol. Hasta la pálida tez de Chakahai había adquirido un tono dorado durante los meses cálidos y ambas mujeres rebosaban salud. Se sintió complacido al ver que Borte le guiñaba un ojo al darse cuenta de que la estaba mirando. Chakahai y ella parecían haber llegado a entenderse después del ataque del sah contra las familias. Al menos ya no tenía que vigilarlas demasiado cuando estaban juntas para evitar que se pelearan como perro y gato. Se podría decir que habían firmado la paz.
—La nación necesita niños, Borte —contestó.
Khasar soltó una risita lasciva como respuesta, haciendo que Borte y Chakahai se miraran y pusieran los ojos en blanco. Khasar había engendrado a diecisiete hijos, que él supiera, y estaba justamente orgulloso de que catorce de ellos siguieran con vida. Con la excepción de Temuge, los hermanos de Gengis habían contribuido al crecimiento de la nación con un buen grupo de mocosos berreantes que corrían asilvestrados por entre las gers. Temuge también se había casado, pero la unión no había producido ningún hijo de momento. Su hermano menor se dedicaba más bien a la administración de las disputas tribales. Gengis le miró, pero Temuge hacía caso omiso de Khasar y observaba cómo Tolui descendía del carro. Por una vez, sintió que su corazón se conmovía hacia su hermano pequeño. Temuge había creado su propio pequeño imperio dentro de la nación y contaba con un grupo de ochenta hombres y mujeres que trabajaba para él. Gengis había oído que incluso les enseñaba a leer y escribir. Todo parecía funcionar y Gengis estaba encantado de que su hermano no acudiera a él a consultarle los problemas con los que se enfrentaba todos los días. A diferencia de caminar con largas zancadas como sus hermanos guerreros, Temuge caminaba con pasos cortos y nerviosos y llevaba los largos cabellos recogidos al estilo Chin. Se lavaba demasiado a menudo y Gengis detectó un aroma a aceite perfumado a su alrededor cuando sopló la brisa. Había habido un tiempo en el que Gengis se había avergonzado de él, pero Temuge parecía satisfecho y, poco a poco, las tribus habían ido aceptando su autoridad.
La familia de la novia había establecido su pequeño campamento al oeste de Nur, plantando las tiendas al estilo tradicional. Gengis vio que Tolui vacilaba cuando un grupo de hombres armados apareció a la carrera para interceptarle. La camisa azul y la túnica dorada de su hijo eran inconfundibles incluso desde la distancia.
Gengis sonrió mientras los hombres de la familia llevaban a cabo su representación. Parecían no ser conscientes de los miles de personas que se habían reunido para presenciar la unión y agitaban sus espadas como si estuvieran genuinamente ofendidos. Tolui hizo una honda reverencia ante el padre de Sorhatani y Gengis no pudo evitar torcer el gesto. Al fin y al cabo, Tolui era el hijo del gran khan. Teniendo en cuenta que Sorhatani ya era madre, su padre no habría rechazado a Tolui por no mostrar suficiente respeto.
Gengis suspiró mirando a Borte, sabiendo que ella le entendía. Tolui era un buen hijo, aunque parecía carecer del fuego de su padre y sus tíos. Tal vez estuviera creciendo a la sombra de Jochi y Chagatai. Gengis echó un vistazo sigiloso a su derecha, donde los dos jóvenes caminaban con Ogedai. Sus dos hijos mayores no habían dejado a un lado sus diferencias, pero ése era un problema para otro día.
Finalmente, el padre de la novia se ablandó, dejando que Tolui entrara en sus tiendas para saludar a su futura esposa. Gengis y sus mujeres se aproximaron a la reunión familiar mientras Kokchu bendecía la tierra y arrojaba al aire gotas de airag negro para los espíritus, que los observaban.
—Es un hijo excelente —aseguró Kachiun, palmeando a su hermano y a Borte en la espalda—. Debes estar orgulloso de él.
—Lo estoy —respondió Gengis—. Aunque dudo que pudiera llegar a ser un líder. Es demasiado blando para tener las vidas de los hombres en sus manos.
—Todavía es joven —dijo Borte de inmediato, meneando la cabeza con mirada de reprobación—. Y no ha tenido tu vida.
—A lo mejor debería haberla tenido. Si hubiera dejado que los chicos lucharan por su vida en los inviernos del hogar en vez de traerlos aquí, a lo mejor todos ellos serían khanes. —Había notado que Jochi y Chagatai estaban escuchando, aunque fingían no hacerlo.
—Y aún llegarán a serlo, hermano —intervino Khasar—. Ya lo verás. Las tierras que hemos conquistado necesitan hombres que las gobiernen. Dale unos cuantos años y nómbrale sah de uno de esos reinos desiertos. Deja un tumán con él para que le respalde y hará que te sientas orgulloso de él, no tengo ninguna duda.
Gengis asintió, complacido ante el cumplido para su hijo. Vio a Temuge volverse con repentino interés por las palabras de Khasar.
—Ésa es una buena idea —admitió Temuge—. En las tierras Chin, con frecuencia tenemos que conquistar la misma ciudad más de una vez. Algunas se resistieron incluso después de un segundo ataque y tuvieron que ser destruidas. No podemos pasar por encima de ellas sin más y esperar que consideren la derrota como algo definitivo. Gengis hizo una pequeña mueca al oír el «podemos». No recordaba a Temuge abalanzándose con su montura sobre las ciudades, pero en un día como aquél lo dejó pasar. Su hermano menor continuó con aire risueño y despreocupado.
—Dame tu autorización y haré que algunos hombres buenos se queden en cada una de las ciudades que le arrebatamos a su ausente sah, para gobernar en tu nombre. En diez o veinte años, tendrás un imperio tan grande como el de los Chin y los Sung juntos.
Gengis se acordó de una antigua conversación con el líder de un tong en la ciudad Chin de Baotou que había sugerido algo similar en aquel momento, muchos años atrás. Era un concepto difícil para él. ¿Por qué querría un hombre gobernar una ciudad cuando las llanuras estaban abiertas y vacías? Sin embargo, la idea le intrigaba y no se burló de las palabras de su hermano.
La familia de la novia no podía alimentar a tantos invitados, pero Temuge había ordenado que todos los fogones del campamento se encendieran para el banquete nupcial. Amplias alfombras de fieltro fueron desenrolladas sobre el polvoriento suelo y Gengis y sus hermanos se sentaron en una de ellas. Con una breve inclinación de cabeza, aceptaron un odre de airag y un cuenco humeante. A su alrededor, el ánimo era festivo y las canciones empezaron a brotar de las gargantas de su pueblo, que celebraba con él el matrimonio de su benjamín. En aquel lugar, sólo dos días después de que la ciudad de Nur se hubiera rendido ante él, Gengis se sintió más relajado de lo que había estado en meses de guerra. La destrucción de Otrar no había servido para sajar el quiste de su ira. Al contrario, había crecido. Había presionado a todos con dureza, pero, sabiendo que el sah seguía con vida, a Gengis le movía el irrefrenable impulso de sembrar la destrucción en sus tierras. Una línea invisible había sido cruzada cuando los árabes atacaron a las mujeres y a los niños y, en ausencia del propio sah, Gengis había castigado a su pueblo de la única manera que sabía.
—No me gusta la idea, Temuge —dijo por fin. La desilusión se pintó en el rostro de su hermano mientras Gengis proseguía—. Pero no lo prohíbo. No quiero que esos árabes se arrastren con sigilo hasta nosotros y nos ataquen por la espalda cuando hayamos pasado. Si sobreviven, será como esclavos. —Hizo un esfuerzo para contener la ira que volvía a reavivarse en él antes de continuar—. Tal vez gobernar una ciudad sea una buena recompensa para algunos viejos guerreros. Un hombre como Arslan podría sentir que sus energías se renovaban ante el desafío.
—Enviaré a unos exploradores a buscarle —contestó Temuge al instante.
Gengis frunció el ceño. Estaba hablando en general, no pensaba en el propio Arslan. Pero seguía añorando a aquel viejo y no encontró ninguna razón para oponerse a la propuesta.
—Muy bien, hermano. Pero manda buscar también a Chen Yi, en Baotou, aunque no sé si sigue vivo.
—¡Ese pequeño criminal! —exclamó Temuge, farfullando—. No me refería a darle poder a cualquiera, sin más. Él ya tiene la ciudad de Baotou, hermano. Puedo nombrar a una docena de hombres más apropiados para el trabajo que tengo en mente.
Gengis agitó una mano, con impaciencia. No pretendía iniciar una discusión y ahora la pelea amenazaba con afectar su ánimo y arruinarle el día.
—Chen Yi comprendía ese tipo de cosas a las que te refieres, Temuge, y eso lo hace valioso. Ofrécele oro y poder. Puede que, aun así, rechace la proposición, no sé. ¿Tengo que repetir lo que he dicho?
—Por supuesto que no —aseguró Temuge—. Hemos pasado tanto tiempo luchando que se me hace difícil pensar qué habrá después, pero…
—Precisamente tú no has pasado demasiado tiempo luchando —dijo Khasar, dándole un codazo—. Tú más bien has pasado mucho tiempo rodeado de fajos de papeles, o jugando a ser el khan con tus criadas.
Temuge se sonrojó al instante, y habría replicado si Gengis no hubiera alzado la mano para imponer la paz.
—Hoy no —ordenó, y sus dos hermanos se calmaron, aunque se fulminaban mutuamente con la mirada.
Cerca de la ciudad, Gengis vio que un grupo de sus guerreros se ponía en pie. Los imitó de inmediato, recelando súbitamente al ver que tres de ellos se dirigían al trote hacia él atravesando entre la animada muchedumbre. Fuera lo que fuera lo que había perturbado su comida, todavía no se había propagado al resto de los invitados y más de una familia maldijo en voz alta mientras los guerreros saltaban por encima de ellos o pasaban como una flecha por su lado. Muchos invitados habían traído a sus perros al banquete y algunos, nerviosos, se habían puesto a ladrar.
—¿Qué pasa? —preguntó Gengis en tono autoritario. Si algún muchacho idiota había iniciado una riña en el día de la boda de su hijo, le arrancaría los pulgares.
—Hay gente saliendo de la ciudad, señor —contestó el guerrero, haciendo una profunda reverencia ante él.
Sin decir nada más, Gengis, Kachiun y Khasar atravesaron la multitud a grandes zancadas dirigiéndose hacia el extremo que daba a la ciudad. Aunque iban a pie, estaban bien armados, como acostumbraban a hacer aquéllos que siempre habían tenido una espada o un arco al alcance de la mano.
Los hombres y mujeres que salían de Nur no parecían peligrosos. Gengis observó con curiosidad a aquel grupo de unas sesenta personas que cruzaban a pie el terreno que separaba la ceremonia nupcial y la ciudad. Estaban vestidos con colores vivos, que hacían juego con la túnica matrimonial de Tolui y no parecía que llevaran armas.
Los invitados a la boda se habían quedado en silencio y muchos más hombres habían empezado a caminar hacia su khan, listos para matar en su nombre si era necesario. Para cuando el grupo de Nur había logrado acercarse, se había formado ante ellos una fila de feroces veteranos, hombres que Gengis había honrado con su invitación. Al ver a tantos guerreros ante sí, su paso vaciló, pero uno de ellos habló a los demás en su extraña lengua y el efecto tranquilizador de sus palabras sobre ellos resultó evidente.
Cuando estuvieron suficientemente cerca como para hablar, Gengis reconoció a algunos de los ancianos del pueblo que le habían comunicado que se rendían. Hizo que Temuge se adelantara para hacer de intérprete entre ellos.
Su hermano escucho al líder de Nur y luego asintió para sí antes de hablar.
—Han traído regalos para el hijo del khan, en el día de su boda —tradujo Temuge.
Gengis soltó un gruñido, y se sintió tentado de mandarles de regreso a sus casas. Quizá debido a la conversación que acababa de tener, se ablandó. Los enemigos debían ser destruidos, por supuesto, pero éstos se habían declarado a su favor y no habían hecho nada que despertara sus sospechas. Era consciente de que el hecho de que hubiera un ejército acampado en torno a la ciudad hacía que las conversaciones de paz discurrieran con sorprendente fluidez, pero al final asintió con la cabeza.
—Diles que les damos la bienvenida entre nosotros, sólo por hoy —le dijo a Temuge—. Pueden entregarle los regalos a Tolui cuando acabe el festín.
Su hermano soltó una retahíla de sonidos guturales y los miembros del grupo de Nur, visiblemente más relajados, se unieron a los mongoles en las alfombras de fieltro y aceptaron té y airag.
Gengis se olvidó de ellos cuando vio al pequeño Tolui salir de la tienda de su suegro y esbozar una ancha sonrisa hacia la multitud. Había tomado el té con la familia y había sido formalmente aceptado por ellos. Llevaba a Sorhatani de la mano y, aunque su túnica se abultaba claramente por delante, nadie lo comentó estando Gengis allí. Kokchu estaba preparado para dedicar la unión al padre cielo y a la madre tierra para que bendijera a la nueva familia y les diera hijos gordos y fuertes que llenaran sus gers.
Cuando el chamán comenzó su salmodia, Chakahai se estremeció y retiró la vista de él. Borte pareció comprenderla y le puso la mano en el brazo.
—No puedo mirarle sin pensar en la pobre Temulun —murmuró Chakahai.
Al oír ese nombre, el buen humor de Gengis se desvaneció al instante. Había vivido con la muerte toda su vida, pero la pérdida de su hermana había sido dura. Su madre ni siquiera había abandonado la reclusión que se había autoimpuesto para la boda de su nieto. Sólo por eso, las ciudades árabes lamentarían el día que se burlaron de sus hombres y le obligaron a presentarse en sus tierras.
—Éste es un día para nuevos comienzos —dijo Gengis con voz fatigada—. No hablaremos de muerte aquí.
Kokchu danzaba y giraba mientras cantaba y su voz flotaba hasta muy lejos en la brisa que secaba su sudor. La novia y su familia permanecieron inmóviles, con las cabezas agachadas. Sólo el pequeño Tolui se movía mientras acometía su primera tarea como marido. Gengis observó con frialdad cómo Tolui empezaba a montar la tienda con los entramados de mimbre apilados a sus pies y el grueso fieltro. Era una labor ardua para alguien que apenas era un hombre, pero su hijo era hábil con las manos y la morada pronto empezó a tomar forma.
—Vengaré a Temulun y a todos los demás —añadió Gengis de repente, en voz baja.
Chakahai le miró y asintió.
—Eso no la hará resucitar —se lamentó.
Gengis se encogió de hombros.
—No es por ella. El sufrimiento de mis enemigos será un festín para los espíritus. Cuando sea viejo, recordaré las lágrimas que han derramado y el recuerdo calmará mis huesos.
El ánimo alegre de la boda se había perdido y Gengis contempló, con impaciencia, cómo el padre de la novia se aproximaba para ayudar al pequeño Tolui a erigir el poste central de la tienda, blanca y nueva. Cuando terminaron, su hijo abrió la puerta pintada para dejar paso a Sorhatani hacia el interior de su nuevo hogar. En teoría, sellarían el matrimonio esa noche, aunque era obvio que esa tarea en particular ya había sido llevada a buen término. Gengis se preguntó distraídamente cómo se procuraría su hijo un paño ensangrentado para mostrar a los demás que ella había perdido la virginidad. Confiaba en que el muchacho fuera lo suficientemente sensato para dejarlo correr.
Gengis dejó a un lado un odre de airag y se puso en pie, sacudiéndose las migas del deel. Podría haber maldecido a Chakahai por estropearle el día, pero al menos la boda había sido una breve pausa en el difícil trabajo que tenía ante sí. Notó que su mente empezaba a llenarse de planes y estratagemas y adoptaba el frío ritmo que le serviría para conquistar nuevas ciudades y limpiar aquellas tierras de arena de todos aquéllos que se le resistieran.
Los que le rodeaban parecieron percibir el cambio. Ya no era el padre devoto. Ante ellos se erguía de nuevo el gran khan y ninguno de ellos osaba mirar directamente a sus tranquilos ojos.
Gengis recorrió el campamento con la vista, contemplando a los que seguían tendidos, comiendo o bebiendo, disfrutando del calor y de la ocasión. Por algún motivo, su indolencia le irritó.
—Dile a los guerreros que regresen al campamento, Kachiun —ordenó—. Haz que pierdan la grasa del invierno con una larga cabalgada y prácticas de arco. —Su hermano hizo una breve inclinación de cabeza y se alejó, empezando a dispersar los grupos de hombres y mujeres con órdenes secas y directas.
Gengis respiró hondo y estiró los hombros. Después de Otrar, la ciudad del sah, Bujará, había caído casi sin que se hubiera intercambiado un solo golpe. Toda su guarnición, formada por diez mil hombres, había desertado y los soldados enemigos seguían merodeando en algún lugar en las colinas, aterrorizados ante Gengis.
El khan chasqueó la lengua para hacer que Jochi alzara la vista.
—Lleva tu tumán a las colinas, Jochi. Encuentra esa guarnición y destrúyela.
Cuando Jochi se hubo marchado, Gengis experimentó un ligero alivio. Tsubodai y Jebe retenían al sah en el oeste, muy lejos. Aun cuando lograra esquivarlos y regresar, su imperio sería reducido a cenizas y escombros.
—¿Temuge? Ordena a tus batidores que viajen hasta Samarcanda y se informen de todos los detalles posibles sobre las defensas. Lideraré el ataque con Chagatai y con Jochi cuando vuelva. Convertiremos en polvo sus preciadas ciudades.
Jelaudin estaba de pie, apoyado contra la puerta de una de las habitaciones que habían alquilado en la ciudad de Khuday, tratando de olvidarse del ruido y el hedor del zoco. Odiaba ese rincón mugriento situado al final de una gran extensión de arena donde sólo vivían lagartos y escorpiones. Se estremeció. Había visto mendigos antes, por supuesto. En las grandes ciudades de Samarcanda y Bujará proliferaban como ratas, pero nunca había tenido que caminar entre ellos, o soportar sus manos infectas tirándole de la ropa. No se había parado para dejarles una moneda en las palmas y todavía estaba furioso por las maldiciones que le habían lanzado. En otro momento, habría ordenado que quemaran toda la ciudad por la ofensa, pero, por primera vez en su vida, Jelaudin estaba solo, despojado de un poder y una influencia que apenas había notado hasta que desaparecieron.
Jelaudin dio un respingo al oír un golpe justo al lado de su cabeza. Desesperado, recorrió con la vista la minúscula habitación, pero su padre estaba tumbado en la otra y sus hermanos habían salido a comprar comida para la cena. Jelaudin se enjugó el sudor de la cara con gesto brusco y luego abrió la puerta de par en par.
Frente a él estaba el propietario de la casa, escudriñando con expresión desconfiada el interior como si Jelaudin hubiera podido meter a escondidas otra docena de hombres en la diminuta casucha que había alquilado. Jelaudin se agachó al mismo tiempo que el propietario, bloqueando su visión.
—¿Qué quieres? —preguntó.
El casero frunció el ceño ante el arrogante joven y habló con un aliento acre, cargado de especias.
—Es mediodía, señor. He venido a cobrar el alquiler.
Jelaudin asintió, con fastidio. Le parecía un signo de desconfianza cobrar a diario en vez de cada mes. Supuso que no venían demasiados forasteros a la ciudad, sobre todo desde que los mongoles habían llegado a la zona. Aun así, para un príncipe era irritante ser tratado como alguien que podía salir huyendo durante la noche dejando una deuda atrás.
Jelaudin rebuscó en su bolsa sin hallar ninguna moneda y tuvo que cruzar la habitación hasta una desvencijada mesa de madera. Allí halló un montoncito, que había contado la noche anterior. Sólo les duraría una semana más y su padre seguía demasiado enfermo para poderle trasladar. Jelaudin cogió cinco monedas de cobre, pero no se movió con suficiente rapidez para impedir que el propietario entrara en la habitación.
—Aquí tienes —dijo Jelaudin, poniéndole el dinero en la mano.
Le habría ordenado que saliera, pero no parecía tener ninguna prisa por marcharse y Jelaudin era consciente de que sus propias maneras eran inapropiadas en alguien que se había visto reducido a un alojamiento tan pobre. Intentó parecer humilde, pero el propietario se quedó donde estaba, pasándose las monedas grasientas de una mano a la otra.
—¿Sigue mal su padre, señor? —preguntó el hombre, de pronto. Jelaudin avanzó un paso para no dejarle ver lo que había en la otra habitación mientras continuaba—. Conozco a un buen médico. Es caro, pero se formó en Bujará antes de volver con su familia aquí. Si puede pagarle…
Jelaudin miró otra vez el pequeño montón de monedas. En la bolsa que escondía, tenía un rubí del tamaño de medio pulgar. Con él podría comprar aquella casa, pero, por encima de todo, buscaba no llamar la atención sobre su familia. Su seguridad dependía del anonimato.
En la habitación de atrás, oyó la respiración sibilante de su padre y asintió, rindiéndose.
—Sí, puedo pagarle. Antes necesito encontrar a un joyero, uno que compre.
—Hay muchos hombres de ésos, señor. ¿Puedo preguntarle si hay alguna demanda sobre la joya que desea vender?
Por un momento, Jelaudin no comprendió lo que le estaban preguntando. Cuando lo hizo, se sonrojó lleno de ira.
—¡No es robado! Yo… lo heredé de mi madre. Quiero un hombre honesto que me dé un buen precio por él.
El dueño de la casa agachó la cabeza, avergonzado por haber causado una ofensa.
—Mis disculpas, señor. Yo mismo he atravesado momentos difíciles. Le recomiendo a Abbud, el que tiene el puesto rojo en el zoco. Trata con oro y artículos valiosos de todo tipo. Si le dice que le envía su cuñado, le ofrecerá un precio justo.
—¿Y un médico? —continuó Jelaudin—. Hazle venir esta noche.
—Lo intentaré, señor, pero hay pocos hombres con su preparación en Khuday. Está muy ocupado.
Jelaudin no estaba acostumbrado a regatear, ni a pagar sobornos. Transcurrió un tiempo prolongado y el propietario lanzó una mirada intencionada al montón de dinero antes de que el joven príncipe cayera en la cuenta de lo que sugería. Jelaudin arrastró las monedas por la mesa dejándolas caer en su mano y se las entregó al hombre, esforzándose por no retroceder cuando las manos de ambos se tocaron.
—Le diré que es un favor para mí, señor —contestó el propietario con una enorme sonrisa—. Vendrá cuando se ponga el sol.
—Bien. Ahora, sal de aquí —dijo Jelaudin, a quien se le estaba agotando la paciencia. Aquél no era su mundo. Casi no había visto monedas antes de la edad adulta y aun entonces sólo las había utilizado para apostar con los oficiales de su padre. Se sintió contaminado por el comercio realizado, como si se hubiera permitido un contacto excesivamente íntimo. Cuando la puerta se cerró de nuevo, suspiró para sí, desesperanzado.