Era un verano sin brisa. El aire estaba inmóvil y el ardiente sol vaciaba las calles durante horas todos los mediodías. La ciudad de Almashan era poco más que una fortaleza amurallada, antigua y polvorienta, aunque un río reluciente recorría uno de sus flancos. Ese día no había mujeres ni niños en sus orillas. Almashan estaba cerrada, atrancada, repleta de personas y de los animales de las granjas circundantes. Los mercados olían a miedo y a cloacas que rezumaban inmundicia hasta la superficie y no podían ser vaciadas.
A lo lejos, los comerciantes de la ciudad oyeron un susurro atronador, que fue creciendo más y más. Los que estaban a nivel de suelo sólo podían alzar la vista hacia los puestos de guardia de las murallas y rezar para que los salvaran. Incluso los mendigos habían dejado de pedir limosna.
—¡Listos! —gritó Ibrahim a los hombres situados abajo, en las puertas. Observó fijamente el terreno que se extendía al otro lado de las murallas, con el corazón batiéndole fuertemente en el pecho. Las tierras que circundaban Almashan eran muy pobres, tanto que no se podían cultivar bien. Pero su riqueza nunca había dependido de las cosechas.
En la cálida bruma, una línea negra de jinetes se aproximaba a velocidad vertiginosa. Ellos eran el motivo por el cual la amada ciudad de Ibrahim estaba plagada de extraños. Los comerciantes y sus caravanas de mercancías se habían precipitado hacia el interior de sus muros buscando refugio. Ibrahim les hizo pagar un impuesto a todos ellos, la mitad de los bienes que intentaban proteger. Nadie se había atrevido a protestar. Si sobrevivían al ataque mongol, Ibrahim sabía que sería un hombre extremadamente rico, pero no las tenía todas consigo.
Su pequeña ciudad llevaba setecientos años junto a la ribera de aquel río. Sus mercaderes habían viajado hasta las tierras Chin e incluso a Hispania, y habían traído de allí tesoros y conocimientos de valor incalculable, aunque nunca de forma tan evidente que despertara el interés de los reyes y los sahs. La pequeña ciudad había construido sus murallas y graneros con esos beneficios, convirtiéndose en un centro especializado en la venta de carne. Cultivar la tierra no le habría proporcionado a Ibrahim la fortuna de la que ya disfrutaba, ni siquiera una pequeña porción de ella.
Esforzó la vista bajo el brutal resplandor, aferrándose con las manos extendidas a las oscuras rocas que habían formado parte de un fuerte más antiguo que nada que conociera. Antes de eso, la ciudad había sido sólo un lugar junto al río en el que los traficantes de esclavos descansaban antes de dirigirse al sur o al este hacia los grandes mercados. Almashan había crecido de la nada y reivindicado como suyo ese comercio.
Ibrahim suspiró para sí. Por lo que había oído, los mongoles no comprendían el concepto de comercio. Todo cuanto verían en Almashan sería una ciudad enemiga. Su turbante estaba empapado en sudor, pero siguió enjugándose con la mano las pertinaces gotas, dejando una mancha oscura en el fresco tejido blanco de su túnica.
Frente a los jinetes mongoles, corría un beduino solitario, que se volvía de vez en cuando a mirar por encima del hombro mientras galopaba. Ibrahim notó que montaba un excelente caballo negro, pero el tamaño y la velocidad del animal le mantenían apenas unos metros por delante de sus perseguidores. Ibrahim tamborileó con los dedos en la áspera piedra mientras consideraba si debía abrir la puerta pequeña que existía en el portón de entrada. Era evidente que el guerrero del desierto corría hacia allí para ponerse a salvo, pero si las puertas permanecían cerradas, tal vez los mongoles no atacaran. Si permitía que el hombre entrara, ¿cuánto tiempo resistiría Almashan el asalto que sin duda se produciría a continuación?
Las dudas atormentaban a Ibrahim cuando se giró y miró hacia abajo. Los zocos y bazares aún bullían con noticias de la derrota del sah y estaba deseando recibir información actualizada, pero no a costa de su ciudad. No. Ibrahim decidió mantener la puerta cerrada y dejar que el jinete muriera. Su mente se enfureció al imaginar a los infieles atrapando a un musulmán justo delante de la ciudad, pero había muchas familias en Almashan que confiaban en que Ibrahim los mantendría sanos y salvos. Tal vez los mongoles pasaran de largo una vez hubieran derramado la sangre de aquel infeliz. Ibrahim rogaría por su alma.
La línea mongola se había aproximado lo suficiente como para permitir que Ibrahim distinguiera los jinetes uno a uno. Se estremeció al ver a los feroces guerreros que habían vencido al sah Ala-ud-Din Mohamed y destruido su inmenso ejército a la vista de la ciudad de Otrar. Sin embargo, no vio ninguna catapulta ni ningún carro, ningún signo de la gran nación de móviles guerreros que había brotado de las montañas que se elevaban al este. Unos tres mil hombres cabalgaban hacia su ciudad, pero un simple grupo de hombres a caballo no sería un problema para Almashan. La piedra que sentía bajo sus manos reflejaba la riqueza de siglos de tráfico de esclavos. Las murallas mantenían la riqueza a salvo, así como a todos los que habitaban allí.
El corazón de Ibrahim se llenó de amargura cuando vio al jinete árabe frenar su caballo delante de la puerta de la ciudad. El hombre le hizo señas desesperadas, dando vueltas con su caballo en el sitio mientras gritaba a los que le observaban.
—¡Dejadme entrar! —chilló—. ¡Me están persiguiendo!
Ibrahim sintió la mirada de los demás hombres posarse sobre él. Se irguió y negó con la cabeza. Los mongoles se encontraban a apenas un kilómetro de distancia y ya se oía el estruendo de los cascos de sus monturas. Almashan era independiente y siempre lo había sido. No podía arriesgarse a atraer sobre ella la ira de ese khan extranjero.
El árabe miraba boquiabierto hacia arriba, lanzando alguna mirada fugaz a los guerreros que estaban a punto de alcanzarle.
—¡Por el amor de Alá! —rugió—. ¿Me vais a dejar aquí para que me maten? ¡Traigo noticias que debéis oír!
Ibrahim apretó el puño, temblando. Vio que el caballo del desconocido iba cargado con alforjas. ¿Es que era un mensajero? ¿Qué noticias podían ser tan importantes? Los mongoles, los infieles, estaban a pocos minutos de ellos. Ibrahim podía oír ya los resoplidos de sus animales y las voces guturales que intercambiaban sus jinetes mientras tensaban los arcos. Maldijo entre dientes y desvió la mirada. ¿Qué era una vida en comparación con toda una ciudad? Almashan sobreviviría.
Abajo, Ibrahim oyó voces altas y se retiró del parapeto para mirar hacia la fuente del sonido. Horrorizado vio cómo su hermano abofeteaba brutalmente a un guardia, derribándole y, aunque Ibrahim lanzó un rugido airado, su hermano levantó la tranca de la puerta y un rayo de sólida luz solar iluminó la oscuridad del interior. Antes de que Ibrahim pudiera gritar de nuevo, la puerta se cerró y el jadeante beduino estaba dentro, a salvo. Rojo de ira, Ibrahim bajó a la carrera los escalones de piedra que comunicaban las murallas con la calle.
—¡Estúpidos! —bramó—. ¿Qué habéis hecho?
Los guardias no osaron mirarle a los ojos, pero su hermano, simplemente, se encogió de hombros. De repente, la puerta pequeña se sacudió, haciendo que todos ellos dieran un respingo. La tranca tembló bajo un impacto y, desde arriba, alguien cayó de la muralla con una flecha en el hombro. A Ibrahim se le crispó el rostro cuando oyó los aullidos de frustración de los jinetes mongoles.
—Nos has matado a todos —dijo Ibrahim, furioso. Sintió sobre sí la fría mirada del hombre que su hermano había dejado entrar en Almashan y la ignoró—. Devuélvelo ahí fuera con ellos y puede que todavía nos perdonen.
Su hermano volvió a encogerse de hombros.
—Inshallah —murmuró. Su destino estaba en manos de Dios. Había actuado y aquel hombre estaba dentro de su ciudad. El volumen del ruido proveniente del exterior se incrementó, haciendo que todos empezaran a sudar.
El mensajero jadeaba, todavía no del todo recobrado de la impresión de haberse salvado por tan poco. Permaneció un momento con las manos apoyadas en las rodillas e Ibrahim vio que había traído las alforjas consigo.
—Mi nombre es Yusuf Alghani —dijo mientras recuperaba el aliento. No le había pasado inadvertida la conversación entre los dos hermanos y su mirada era glacial cuando se posó en Ibrahim—. No temas por la ciudad. Los animales mongoles no tienen máquinas de asedio. Tus muros están a salvo. Da las gracias por no haber contrariado a Alá con tu cobardía.
Ibrahim contuvo su rabia y frustración antes de responder.
—Sólo por ti, mi hermano nos ha puesto a todos en peligro. Somos una ciudad de mercaderes y nuestra única protección son estas murallas. ¿Cuáles son esas noticias tan importantes que han hecho que arriesgues tu vida para llegar a Almashan?
Yusuf sonrió, mostrando una dentadura muy blanca en su bronceado rostro.
—Traigo noticias de una gran victoria, pero no son para tus oídos. Llévame ante el sah y alegraré su corazón.
Ibrahim parpadeó, confuso, y su mirada pasó de su hermano a aquel joven tan seguro de sí.
—El sah Mohamed no está en Almashan, hermano. ¿Pensabas que estaba aquí?
Yusuf esbozó una ancha sonrisa, impertérrito.
—No juegues conmigo, amigo mío. Querrá oír la información que traigo. Llevadme con él y no mencionaré que casi me dejáis morir frente a vuestros muros.
Ibrahim empezó a farfullar, confuso.
—No te miento, no está en Almashan. ¿Va a venir aquí? Deja que te traiga algo de comer y de beber. Dime lo que sabes e informaré al sah cuando llegue.
—Pagaría bien por oír esos mensajes —dijo Ibrahim de pronto. Para su sorpresa, el mensajero vaciló—. En oro —prosiguió Ibrahim, percibiendo la primera flaqueza en el joven.
—Muy bien, amo —contestó Yusuf—. Necesito fondos para continuar la búsqueda del sah. Pero debe ser rápido.
Mientras Ibrahim se esforzaba para ocultar su placer, el mensajero le pasó las riendas a un guardia y le siguió hasta la casa más próxima. La familia que la habitaba no profirió ninguna queja cuando Ibrahim les dijo que se marcharan. Al poco, estaba solo con el mensajero, casi temblando ante la perspectiva de conocer las noticias.
—¿Y el oro que me has prometido? —preguntó Yusuf con suavidad.
En su emoción, Ibrahim no dudó ni un momento. Sacó una bolsa de debajo de su túnica, todavía caliente y húmeda por el contacto con su piel. El joven la tomó en su mano, sopesándola y echó un vistazo al contenido con una sonrisa irónica antes de hacerla desaparecer.
—Esto es sólo para ti, amo —dijo Yusuf, casi susurrando—. Mi pobreza me fuerza a hablar, pero lo que voy a decir no es para todos los oídos.
—Habla —le instó Ibrahim—. Lo que digas no saldrá de aquí.
—Bujará ha caído, pero la guarnición de Samarcanda ha logrado una gran victoria. El ejército del khan fue arrollado en el campo de batalla y no estará recuperado hasta dentro de un año. Si el sah regresa a liderar sus ciudades leales, conseguirá las cabezas de los mongoles. Si es que viene, amo. Por eso tengo que encontrarlo enseguida.
—Alá sea loado —susurró Ibrahim—. Ahora veo por qué no puedes retrasarte ni un momento.
El emisario se llevó las manos a la frente, los labios y el corazón reproduciendo el antiguo gesto.
—Soy el siervo del sah en esto, amo. La bendición de Alá esté contigo y con tu honorable casa. Ahora debo partir.
Entonces, Ibrahim se movió con rapidez, caminando con más confianza de vuelta hacia la puerta. Sintió que los ojos de todos sus hombres se posaban sobre él e incluso su tonto hermano se le quedó mirando como si así pudiera discernir de qué hablaban los mensajes.
Una vez más, la pequeña puerta se abrió y dejó entrar la luz y el aire en aquel rincón asfixiante bajo las murallas. El mensajero inclinó la cabeza ante Ibrahim y, a continuación, guió a su montura a través del vano. La puerta fue cerrada y candada a sus espaldas y el joven hincó los talones en su caballo y se lanzó al galope a través del polvoriento terreno.
El sol se había puesto antes de que Yusuf alcanzara al tumán de Tsubodai y Jebe. Penetró en el campamento improvisado que habían preparado, respondiendo a los saludos de los guerreros. Tenía diecinueve años y estaba más que complacido consigo mismo. Hasta Tsubodai sonrió al ver la confianza del joven árabe cuando desmontó con un salto elegante y se inclinó ante los dos generales.
—¿Está allí el sah? —preguntó Tsubodai.
Yusuf negó con la cabeza.
—Me lo habrían dicho, general.
Tsubodai frunció los labios, irritado. El sah y sus hijos eran como espectros. Los mongoles habían estado persiguiendo al sah y a sus guardias durante todo el verano pero todavía no habían dado con él. Tsubodai había confiado en que se escondiera en aquella ciudad junto al río, cuyas murallas eran demasiado elevadas para un asalto.
—Es un pez muy resbaladizo ese viejo —dijo Jebe—. Pero al final lo cazaré. No puede ir hacia el sur atravesando nuestras líneas sin que alguien le vea, ni siquiera con los pocos hombres que le quedan.
Tsubodai emitió un gruñido.
—Me gustaría poder estar tan seguro como tú. Tuvo el ingenio suficiente para mandar a sus hombres por otro lado para dejar un rastro falso. Entonces casi lo perdemos y es mucho más difícil seguir el rastro de un grupo pequeño de hombres. —Se frotó el brazo en el lugar en que uno de los guardias del sah había logrado sorprenderle. Había sido una emboscada muy bien organizada, pero los efectivos de los guardias eran muy inferiores a los suyos. Aunque habían tardado bastante, Tsubodai y Jebe los habían eliminado hasta el último hombre. Habían revisado los rostros de todos los árabes muertos, pero todos ellos eran jóvenes y fuertes. Tsubodai se mordió el labio al recordarlo—. Podría esconderse en una cueva y borrar sus huellas. Podríamos haberlo dejado ya atrás.
—En la ciudad no saben nada, general —aseguró Yusuf—. El sah no se detuvo a recopilar provisiones en ningún lugar de las proximidades. Los traficantes de esclavos lo habrían oído y me lo habrían dicho. —Había esperado que le felicitaran por el éxito de su artificiosa actuación, aunque había sido idea de Tsubodai, pero los dos generales habían reanudado sus conversaciones como si no hubiera sido nada. No mencionó la bolsa de oro que había ganado con unas pocas mentiras. Se habían fijado en la nueva yegua que había traído y considerarían que ésa sería suficiente recompensa por su trabajo.
Los generales mongoles no necesitaban saberlo todo.
—Los batidores han informado de la existencia de una docena de aldeas y pueblos al oeste —respondió Jebe después de echar una ojeada a Yusuf—. Si ha logrado atravesar nuestras filas, alguien recordará a un grupo armado y un hombre viejo. Haremos que siga avanzando, alejándose más y más de sus ciudades. No puede huir eternamente.
—Hasta ahora sí que ha podido —soltó Tsubodai. Se volvió hacia Yusuf, que seguía allí balanceándose, cambiando el peso de una pierna a otra—. Lo has hecho bien, Yusuf. Ahora, déjanos.
El chico hizo una profunda reverencia. Era estupendo que pagaran bien, esos mongoles. Si el sah conseguía esquivarlos hasta que retornara el invierno, Yusuf sería un hombre rico. Mientras recorría a pie el campamento, hizo varias inclinaciones de cabeza y sonrió a algunos de los guerreros que conocía. Se quedaban inmóviles cuando caía la noche, como los lobos cuando no había presas a su alcance. Vio que estaban afilando las espadas y reparando flechas, trabajando a un ritmo pausado y constante. Yusuf se estremeció ligeramente. Había oído la historia del ataque sufrido por sus mujeres e hijos. Preferiría no ver lo que sucedía cuando por fin capturaran al sah y a sus hijos.
Jelaudin se frotó los ojos, enfadándose consigo mismo por su debilidad. No podía dejar que sus tres hermanos vieran cómo se marchitaba su aire de seguridad, no cuando todos los días le miraban con los ojos llenos de miedo y esperanza.
Hizo una mueca en la oscuridad al oír la afanosa respiración de su padre, el aire entrando y saliendo con un lento silbido que parecía durar eternamente. Cada vez que cesaba, Jelaudin aguzaba el oído con desesperación, sin saber qué haría si el silencio se alargara y alargara a su alrededor.
Los mongoles le habían arrebatado las fuerzas, exactamente igual que si le hubieran atravesado con una de sus flechas. La persecución a través de llanuras y montañas no le había permitido descansar y recuperarse en ningún momento. Por culpa del húmedo terreno y de las lluvias torrenciales, todos tenían catarros y dolor en las articulaciones. Con más de sesenta años de edad, el viejo era como un toro, pero la humedad le había calado hasta los pulmones y le había quitado toda la energía. Jelaudin sintió que las lágrimas acudían a sus ojos y se las secó con excesiva fuerza, clavándose las palmas de las manos en las cuencas para que el dolor disminuyera su ira.
Nunca antes había sido perseguido. Durante el primer mes, fue como un juego para él. Sus hermanos y él se habían reído de los mongoles que les seguían el rastro, discurriendo planes ridículos sobre cómo podrían despistarlos. Cuando comenzaron las lluvias, habían dejado pistas falsas, se habían dividido una vez y luego una segunda. Habían enviado a la muerte a varios grupos de hombres ordenándoles que organizaran distintas emboscadas que apenas parecían ralentizar al implacable enemigo que corría tras ellos.
En la oscuridad, Jelaudin escuchaba el ligero ronquido que emitía su padre al respirar. Tenía los pulmones llenos de espesos mocos y pronto se despertaría, ahogándose. Jelaudin le daría unos golpecitos en la espalda como había hecho muchas veces ya, hasta que la piel del anciano hubiera perdido su aspecto céreo y fuera capaz de afrontar otro día de huida.
—Que se vayan todos al infierno —susurró Jelaudin. Los mongoles debían tener hombres que sabían seguir el rastro del vuelo de un pájaro. En cuatro ocasiones, Jelaudin se había arriesgado a redirigir a su padre hacia el sur y, cada una de las veces, habían avistado una lejana línea de exploradores dispuestos en formación amplia precisamente para vigilar por si hacían un intento así. La última vez, se habían visto forzados a correr hasta el agotamiento, perdiéndose finalmente en el mercado de una ciudad. Jelaudin había estado a punto de morir y la tos de su padre había empezado dos noches más tarde, después de haber tenido que dormir sobre el suelo húmedo.
A los hermanos les había dolido despedirse de los últimos guardias. Era demasiado fácil rastrear a grupos grandes de hombres, o incluso a las últimas docenas que habían permanecido obstinadamente junto al sah al que habían prometido servir. Ahora, sólo quedaban Jelaudin y sus tres hermanos menores para cuidar de su padre. Habían cambiado de ropa y de cabalgadura más veces de las que Jelaudin podía recordar. Sólo les quedaba un poco de oro para comprar comida y provisiones y, cuando eso se acabara, realmente no sabía qué iba a suceder. Alargó la mano hacia una bolsita de gemas que escondía bajo la túnica, reconfortándose con el ruidito de cristal que emitían cuando las hacía rodar unas contra otras. Lejos de los prestamistas de las grandes ciudades, no estaba seguro de cómo lograría vender ni siquiera una de ellas con seguridad. Era exasperante. Sus hermanos y él no podían vivir de la tierra del mismo modo que lo hacían los mongoles. Él había nacido envuelto en sedas, atendido por criados que satisfacían hasta su más mínimo deseo.
Su padre se atragantó en la oscuridad y Jelaudin se inclinó sobre él, ayudándole a incorporarse. No podía recordar el nombre de la aldea en la que habían decidido hacer un alto. Era posible incluso que los mongoles estuvieran llegando a las afueras del pueblo, mientras el sah se esforzaba por recuperar el aliento.
Jelaudin meneó la cabeza, desesperándose. Estaba seguro de que una noche más durmiendo en el suelo habría matado a su padre. Si era el deseo de Alá llevárselo ese mismo día, al menos sería con ropa seca y una comida dentro de sus encogidas tripas. Mejor que permitir que los lobos cayeran sobre ellos mientras dormían en los campos como corderos.
—¿Hijo mío? —preguntó su padre, con voz quejumbrosa.
Jelaudin puso su fresca mano en la frente de su padre y casi tuvo que retirarla al notar el calor que desprendía. La fiebre le devoraba y no estaba seguro de que el anciano le reconociera siquiera.
—Shh, padre. Despertarás a los mozos de cuadra. Esta noche estamos a salvo.
Su padre trató de decir algo más, pero un ataque de tos convirtió sus palabras en incomprensibles estampidos. El sah se inclinó sobre el borde de la cama para expectorar y escupir con debilidad en un cubo. Jelaudin hizo una mueca al oírle. El alba estaba próxima y no había dormido: no podía dormir cuando su padre le necesitaba.
El mar Caspio estaba a más de ciento cincuenta kilómetros al oeste de aquel pueblucho perdido entre campos que ahora iluminaba la luz de la luna. Jelaudin nunca había viajado hasta el otro lado del lago. Apenas podía imaginar aquellas tierras o aquellos pueblos, pero se escondería entre ellos si la línea mongola continuaba alejándolos más y más de su hogar. Sus hermanos y él estaban desesperados por atravesar aquella barrera de mongoles que les hacía avanzar como si fueran ganado, pero ¿cómo hacerlo?
Había dejado incluso a tres hombres ocultos bajo la hojarasca mojada por donde iban a pasar los mongoles. Si hubieran sobrevivido, habrían traído ayuda ahora que se aproximaba el invierno, ¿no? Todos y cada uno de los ruidos de la noche aterrorizaban al sah y a sus hijos y ya no sonreían al pensar en ese enemigo que no se detenía, que no se detendría jamás hasta que hubiera acabado con ellos.
El sah Ala-ud-Din Mohamed se echó de nuevo para atrás en el camastro de paja que Jelaudin había encontrado para él. Sus hijos dormirían en el mugriento establo que, con todo, sería la mejor cama que habían probado durante meses. Jelaudin notó cómo la respiración de su padre se iba calmando y maldijo en silencio al viejo por haber enfermado. Tenía la impresión de que recorrían una distancia más corta cada día y Jelaudin dudaba que los mongoles se movieran igual de despacio.
Mientras su padre dormía, Jelaudin se planteó continuar a pie, como había hecho todo el tiempo durante los meses de calor. Había necesitado los caballos mientras habían confiado en la posibilidad de pasar a través de las filas mongolas, pero si vendían o mataban a los animales y entraban en una ciudad como un grupo de viajeros, ¿cómo podrían los mongoles encontrarlos? Sólo eran hombres, por muy endemoniadamente hábiles que fueran sus rastreadores. Había instado al sah a detenerse en la antigua ciudad esclavista de Almashan, pero el viejo no quiso saber nada de ocultarse como mendigos. La sola idea parecía herirle. Había sido suficientemente difícil impedir que su padre anunciara su presencia a los mayores de la ciudad y desafiara a los mongoles desde las murallas.
Detenerse significaba la muerte, Jelaudin no tenía ninguna duda. El ejército que perseguía a su padre traía consigo el terror y pocas ciudades sacrificarían sus propias familias por el sah y sus hijos. En el momento en que los mongoles cercaran una ciudad, Jelaudin sabía que le entregarían, o que le asesinarían mientras dormía. Le quedaban pocas opciones. Jelaudin miró en la oscuridad a aquel hombre que había dado órdenes durante toda su vida. Era difícil aceptar que el sah estaba demasiado débil para saber cuál era el mejor modo de esquivar a los animales que seguían su rastro. A pesar de que Jelaudin fuera el hijo mayor, no se sentía preparado para desoír la voluntad de su padre.
—Pararemos, padre —susurró de repente—. Nos esconderemos con los caballos en algún pueblo. Tenemos suficiente dinero para vivir con sencillez mientras recuperas tus fuerzas. Pasarán por nuestro lado sin vernos. Haz que estén ciegos, Alá. Si es tu deseo, pasarán de largo sin descubrimos.
En su delirio, su padre no podía oírle: la fiebre estaba abriéndose paso en el interior de sus pulmones y dejando cada vez menos espacio para coger aliento.