XIX

La nación se había reunido en torno a Otrar, envolviéndola en un puño. En circunstancias normales, la idea de que los hijos del khan compitieran en una carrera habría sido un acontecimiento que los guerreros habrían disfrutado. Habrían apostado fortunas a cuál hermano sería el primero en tocar los muros de la ciudad. Al final, cuando Jochi entró tambaleándose, con Chagatai a cierta distancia por detrás de él, su llegada pasó prácticamente inadvertida. La nación esperaba ansiosa la noticia de que el campamento estaba indemne y todos los hombres tenían padres, esposas o hijos allí. Ninguno de los guerreros del tumán de Jochi le había mirado a los ojos cuando la vista del joven se posó en la piel de tigre que cubría su caballo: la cabeza de la bestia había sido arrancada con tosquedad, el único signo de que Gengis no había olvidado que sus hijos se habían peleado delante de las tropas. Jochi había acariciado la piel desgarrada durante un instante y luego había dado media vuelta y se había alejado.

Un día más tarde, cuando llegaron los primeros jinetes, los tumanes quedaron destrozados al oír su relato: sus peores temores se habían hecho realidad. Durante un tiempo, todos pudieron aún atesorar la esperanza de que sus familias se hubieran salvado, pero al poco llegó Khasar con los supervivientes y con los muertos. Los guerreros echaban a correr hacia los carros según iban entrando, buscando en ellos a sus esposas e hijos. Otros aguardaban en silenciosa agonía a que las cansadas mujeres pasaran por su lado, desesperados por distinguir un rostro conocido. Algunos se vieron recompensados con un agudo grito y un abrazo. La mayoría se quedaron donde estaban, solos.

Tardaron más de un mes en reunir a todos los guerreros que habían caído a lo largo del camino que llevaba hacia el sur a través de las colinas. Los cadáveres árabes fueron abandonados allí, pudriéndose, pero los que habían luchado por Gengis fueron recogidos y tratados con honor. Sus cuerpos fueron despojados de la armadura y envueltos en suave fieltro blanco antes de trasladarlos en carros a las más altas cumbres de esas tierras y entregarlos a los halcones y a las águilas de ese reino. Los cuerpos de las mujeres que habían muerto fueron atendidos por sus hermanas y madres, mientras Chakahai, Borte y Hoelun supervisaban la lúgubre tarea.

Gengis se había acercado a mirar el rostro muerto de su hermana cuando la trajeron. Había sido hallada desnuda, con la garganta cortada de un solo tajo. Fue terrible presenciar su dolor. Era un crimen más acumulado a los pies del sah. Al conocer la noticia, de la noche a la mañana, su madre se había convertido en una vieja, había entrado en un estado de constante aturdimiento y era necesario llevarla del brazo allá donde fuera. Había perdido a un hijo muchos años antes y las antiguas heridas sangraron de nuevo, dejándola asolada por las lágrimas. Cuando Gengis volvió la mirada a Otrar, los que le observaban supieron que la ciudad quedaría reducida a polvo y pronto estaría flotando en el cálido viento.

Las catapultas de la colina habían sido destruidas, la guarnición de Otrar las había incendiado deliberadamente antes de escapar, alejándose a toda velocidad hacia su propia destrucción. Doce hombres valerosos habían sido hallados entre las maderas carbonizadas, muertos por mantener sus posiciones hasta el final. Gengis había soltado un mero gruñido al oír la noticia y ordenó a sus artesanos Chin que construyeran más catapultas con los árboles de Koryo.

El final del verano discurrió tranquilo mientras descansaban y se recuperaban, con una furia latente hirviendo siempre en sus corazones. La ciudad los esperaba y nadie volvió a acercarse nunca más a los altos muros, todavía marcados de negro por el aceite ardiendo que Samuka había lanzado contra ellos.

Ho Sa y Samuka habían sido encontrados en una de las pilas de cadáveres y habían sido honrados por los muchos enemigos que se habían llevado consigo. Los contadores de historias convirtieron sus hazañas en baladas que se entonaban por las noches, mientras que su carne vacía fue llevada con los demás, sin más ceremonia que el más humilde guerrero de las tribus. A lo lejos, los picos estaban cubiertos de muertos y las aves de presa se cernían como una nube oscura sobre ellos, preparándose para el festín.

El invierno en aquel lugar era suave comparado con el frío glacial que habían conocido en el norte. Gengis no podía leerle la mente al gobernador de Otrar, pero el inicio de los meses fríos pareció traer cierta agitación en la ciudad mientras los mongoles esperaban a que se reconstruyeran las catapultas. No había sensación de urgencia entre las tribus. No necesitaban moverse para vivir y aquel lugar era tan bueno como cualquier otro. La ciudad caería y si los habitantes sufrían mientras aguardaban, también ese dolor era merecido.

A medida que los días se fueron haciendo más cortos, en ocasiones Gengis veía algunas figuras distantes sobre las murallas, señalando y hablando entre ellas. Tal vez hubieran descubierto las estructuras que estaban construyendo sobre la colina a las afueras de la ciudad. No lo sabía, ni le importaba. A veces su estado era casi de apatía absoluta y ni siquiera cuando los artesanos terminaron las catapultas salió a dar la orden de atacar y prefirió quedarse en su tienda y beber, sumido en una oscura depresión. No quería ver la mirada acusadora de aquéllos que habían perdido a sus familias. La decisión había sido suya y se torturaba, lleno de dolor y de furia, durmiendo sólo cuando la bebida le hacía perder el sentido.

Las puertas de Otrar se abrieron sin previo aviso un día de nubes grises que amenazaban lluvia. El ejército mongol montó un enorme escándalo, haciendo chocar las lanzas y los arcos contra los escudos, mostrando su ira con ese estruendo discordante. Antes de que Gengis o los generales supervivientes pudieran reaccionar, un pequeño grupo de hombres salió a pie de la ciudad y las puertas se cerraron rápidamente a sus espaldas.

Gengis estaba hablando con Khasar cuando oyó el aullido de los guerreros. Se dirigió lentamente hacia su caballo y montó muy rígido en la silla, con la mirada clavada en Otrar.

Sólo doce hombres habían abandonado la protección de los muros. Mientras Gengis los observaba, vio cómo sus guerreros se lanzaban al galope contra ellos con las espadas en ristre. Podría haberlos detenido, pero mantuvo la boca firmemente cerrada.

Los doce árabes llevaban a uno de los suyos atado detrás de ellos, con los pies arrastrando por el polvoriento terreno. Se encogieron cuando los guerreros empezaron a girar a su alrededor y levantaron sus manos libres para mostrar que estaban desarmados. Para los mongoles, eso también era una provocación. Cualquiera que fuera lo suficientemente estúpido para aventurarse a salir ante ellos sin una espada o un arco no hacía sino excitar su deseo de matar.

Gengis observaba impasible a sus guerreros, que cabalgaban delante de los doce hombres, como escoltando su avance. Iban cabalgando cada vez más cerca hasta que uno de ellos golpeó a un árabe con el hombro de su caballo, haciéndole rodar por el suelo.

Los miembros del grupo se detuvieron a la vez, súbitamente asustados, y Gengis vio cómo llamaban a su compañero caído, que se incorporó con dificultad. Algunos guerreros obligaron al resto a continuar, silbando y animándoles como lo harían con una oveja o una cabra descarriada. El hombre fue abandonado atrás y los guerreros desmontaron y lo mataron.

El sonido de sus chillidos resonó en los muros de Otrar. El grupo de árabes siguió adelante, lanzando miradas horrorizadas hacia atrás. Otro de ellos fue derribado con un golpe propinado con la empuñadura de una espada, que le levantó una rebanada del cuero cabelludo, cubriéndole la cara de sangre. Él también quedó atrás y fue rodeado al instante por una marabunta de hombres que se lanzó sobre él dándole patadas y puñaladas. Gengis permanecía silencioso sobre su caballo, contemplando el progreso del grupo.

Dos mujeres mongolas se aproximaron a uno de los árabes y tiraron de él separándolo del resto. Gritó algo en su extraña lengua y extendió ambas manos con las palmas abiertas, pero ellas se rieron y le retuvieron, sin permitir que se reuniera con sus compañeros. Cuando continuaron camino, el hombre empezó a aullar y esta vez no fue una muerte rápida. Los sonidos crecieron en intensidad y se prolongaron largos minutos.

Cuando sólo quedaban seis miembros del grupo inicial, Gengis levantó la mano, adoptando una postura muy erecta bajo el sol de la mañana. Los que vieron su señal se retiraron de los ensangrentados árabes y abrieron un pasillo para el khan. Los restantes componentes del grupo avanzaron tambaleándose, pálidos por lo que habían visto. Cuando llegaron hasta Gengis, se arrojaron al suelo, humillándose ante él mientras su prisionero se retorcía en el polvo, enseñando el blanco de los ojos.

Gengis observó con frialdad cómo uno de los árabes alzaba la cabeza y hablaba en la lengua Chin, pronunciando lentamente las palabras.

—¡Mi señor! ¡Hemos venido a debatir los términos de la paz! —dijo.

Gengis no contestó, sino que simplemente miró de nuevo a Otrar, donde lo alto de las murallas había vuelto a ennegrecerse con diminutos espectadores. El que había hablado tragó saliva mezclada con polvo antes de hacer otro intento.

—El consejo de la ciudad ha votado y ha decidido entregarte a nuestro gobernador, señor. Nos han llevado a la guerra contra nuestra voluntad y somos inocentes. Te suplicamos que nos perdones la vida y que te lleves sólo al gobernador Inalchuk, que es el responsable de nuestros problemas.

Una vez concluyó su discurso, el hombre volvió a arrojarse al polvo. No podía entender por qué sus compañeros y él habían sido atacados. Ni siquiera estaba seguro de que el khan hubiera comprendido sus palabras. Gengis no hizo ningún gesto para confirmarlo y el silencio se dilató.

El gobernador había sido amordazado, además de atado. Gengis oyó el apagado sonido de su voz y le indicó a Khasar con un gesto que cortara la mordaza. Su hermano no fue cuidadoso y la hoja cortó los labios de Inalchuk además de la tela, haciéndole gritar y escupir sangre.

—¡Estos hombres no tienen ningún poder sobre mí! —exclamó Inalchuk en medio de su dolor—. Deja que sea yo quien negocie por mi vida, señor khan.

Gengis había aprendido sólo unas pocas palabras de árabe y no le entendió. Esperó pacientemente a que trajeran a un mercader árabe que sabía hablar muchas lenguas. Cuando llegó, el comerciante parecía estar tan nervioso como los hombres arrodillados en el polvo. Gengis le ordenó con un ademán al gobernador que volviera a hablar y escuchó atentamente la traducción al idioma de los Chin. Pensó que más le valía encargar a Temuge la tarea de preparar a más hombres en el oficio de intérpretes si pretendía quedarse un tiempo en tierras árabes. Le costaba conseguir que algo le importara.

Cuando entendió a Inalchuk, Gengis se rió con crueldad, alejando de un manotazo a una mosca que le rondaba la cara.

—¿Te han atado como a una oveja que va a ser sacrificada y te entregan a tus enemigos, pero dices que no tienen poder sobre ti? —preguntó—. ¿Y qué otro poder hay?

Mientras el intérprete traducía la respuesta a trompicones, Inalchuk se incorporó con esfuerzo hasta quedarse sentado y se llevó las manos atadas a su ensangrentado rostro, haciendo una mueca de dolor.

—No existe ningún consejo en Otrar, señor. Éstos que ves aquí son simples mercaderes de mi ciudad. No hablan por nadie que haya designado el propio sah.

Uno de los árabes empezó a escupir una respuesta, pero Khasar arremetió contra él, propinándole una patada en la espalda.

—¡Cállate! —ordenó Khasar. Desenfundó la espada y los maltrechos árabes siguieron aquel movimiento con ojos inquietos.

No fue necesaria ninguna traducción y el aludido no intentó hablar de nuevo.

—Perdóname la vida y haré que te entreguen seis mil oka de plata —declaró Inalchuk.

El intérprete dudó al llegar a la suma y Gengis giró la cabeza hacia él. Bajo la mirada amarilla del khan, el mercader árabe se postró en el suelo con los demás.

—Señor, no conozco la palabra en la lengua Chin. Es un término de peso utilizado por los orfebres.

—Sin duda está ofreciendo una buena cantidad —contestó Gengis—. Al fin y al cabo acaba de poner precio a su propia vida.

El intérprete asintió desde el suelo.

—El peso en plata de muchos hombres, señor. Tal vez de cien, o incluso más.

Gengis consideró la cantidad, alzando la vista hacia los muros de Otrar que seguían irguiéndose imponentes ante su ejército. Tras un momento, cortó el aire con la mano.

—Ésos serán entregados a las mujeres, para que hagan con ellos lo que deseen. El gobernador vivirá, por ahora —anunció. Vio la sorpresa de Khasar por el rabillo del ojo, pero no dijo nada—. Traedme a Temuge —continuó Gengis—. Nos están observando desde las murallas de Otrar. Les daré algo para ver.

Su hermano Temuge respondió con premura al llamamiento, evitando en lo posible mirar el polvo ensangrentado o al gobernador, que seguía sentado, moviendo sus ojos con rapidez de un hombre a otro.

—¿Cuánta plata tenemos en el campamento, Temuge? —preguntó Gengis.

—Puede que cien carromatos llenos, mi señor khan —respondió Temuge—. He tomado nota de cada moneda, pero tendría que traer mis libros de registro si…

—Tráeme el peso de un hombre en ese metal —ordenó Gengis. Notó que Inalchuk le miraba fijamente y poco a poco esbozaba una sonrisa—. Y una de las forjas móviles que trajo Tsubodai. Quiero que la plata corra como agua antes de la puesta del sol. ¿Lo entiendes?

—Por supuesto, señor khan —contestó Temuge, aunque no entendía en absoluto, y se apresuró a cumplir el encargo de su hermano.

La población de Otrar se apiñaba contra los muros de la ciudad para ver qué le pasaba al gobernador después de que le hubieran entregado al ejército mongol. Habían sufrido muchas penalidades durante la batalla entre la guarnición y los hombres de Samuka. Cuando la guarnición había salido por fin, se habían sentido llenos de júbilo. El sah llegaba para liberar la ciudad y serían salvados. Pero, en vez de eso, el ejército mongol había regresado desde el sur y los había rodeado. No sabían si el sah seguía con vida, pero si era así, ¿cómo podía estar el khan en el exterior de las murallas? A los mercaderes les había llevado meses formar un consejo y sólo tras días de conversaciones secretas tuvieron la oportunidad de sorprender a Inalchuk en su lecho y atarle de pies y manos para entregarle al enemigo. Los mongoles no tenían ninguna cuenta pendiente con los ciudadanos de Otrar, sólo con el hombre que les había provocado. Las familias se apretaban contra los muros y rezaban pidiendo su salvación.

Antes de que se pusiera el sol, Gengis hizo que llevaran a Inalchuk a la distancia de un disparo de arco de las murallas. Era una acción peligrosa, pero acertó en su intuición de que la gente del interior no se arriesgaría a disparar al hombre que podía decidir perdonarles la vida. A sólo unos cien metros de las puertas de hierro, obligó a Inalchuk a arrodillarse, con las manos, de nuevo atadas, hacia delante.

La visión de la humeante forja no había pasado inadvertida al gobernador de Otrar. La habían colocado cerca de él, empujándola sobre una plataforma con ruedas hasta su misma posición la brisa le llevó el penetrante olor del metal caliente. Dobló su oferta y, luego, la volvió a doblar, hasta que Gengis le dijo al intérprete que mantuviera la lengua quieta o se la cortaría.

Conformaban un extraño grupo, allí solos ante la ciudad. Tres hombres fornidos hacían funcionar los fuelles de la forja bajo la dirección de Temuge. Gengis, con Khasar, estaba situado junto al prisionero, pero el resto del ejército mongol se había quedado atrás, observando en silencio desde las filas.

Por fin, los herreros indicaron con un asentimiento que las monedas de plata se habían fundido y pusieron el metal líquido en un caldero de hierro negro. Uno de ellos sumergió un palo, que se carbonizó al entrar en contacto con el líquido, mientras algunas gotas de plata salpicaban y siseaban. Dos de los hombres pasaron largas varas de madera por las asas del caldero y lo sacaron de la estructura de hierro, alejándolo del calor blanco del carbón y los fuelles.

Inalchuk gimió aterrado cuando les vio sacar el caldero, que calentó el aire creando una extraña niebla que sobrevolaba el hirviente contenido.

—Cien mil oka de plata, señor —dijo, sudando. El intérprete alzó la vista, pero no habló, y entonces Inalchuk empezó a rezar en voz alta.

Cuando los portadores se aproximaron, Gengis clavó la mirada en el recipiente de plata líquida y asintió para sí.

—Dile estas palabras en su propia lengua —le ordenó al intérprete—. La plata y el oro no me sirven para nada.

Cuando el traductor empezó a hablar, Inalchuk levantó la vista aferrándose desesperadamente a un último rayo de esperanza.

—¿Qué está haciendo, amigo mío? En nombre de Alá, ¡dime si voy a morir!

El intérprete contuvo el aliento durante un instante, mirando con inquieta fascinación cómo la plata chocaba contra las paredes de hierro y las cubría de una capa reluciente.

—Creo que sí —admitió—. Al menos será una muerte rápida, así que prepara tu alma para Dios.

Haciendo caso omiso del breve intercambio de palabras, Gengis continuó.

—Acepta este regalo que te hago, gobernador de Otrar —dijo—. Puedes quedarte toda la plata que puedas coger. —Con una expresión fría en el rostro, Gengis se volvió a Khasar—. Haz que extienda las manos, pero ten cuidado de no quemarte.

Khasar le propinó a Inalchuk un golpe en la cabeza que le dejó aturdido. Luego, hizo con mímica el gesto de extender las manos y el gobernador empezó a chillar, negándose. Ni siquiera una espada contra su garganta le hizo levantar las manos. Cada vez más furioso, Khasar le cogió por el codo y el hombro y le rompió los huesos con la rodilla, como si quebrara un palo. Inalchuk aulló de dolor, todavía debatiéndose. Gengis asintió y Khasar dio la vuelta para romperle el otro brazo.

—¡Haz lo que te dicen, hermano! —exclamó el intérprete—. ¡Puede que así sobrevivas! —A través de su locura, Inalchuk alcanzó a oírle y, entre sollozos, extendió las manos atadas, una sosteniendo la otra, que colgaba sin fuerzas. Gengis hizo un gesto de asentimiento a los herreros, que inclinaron el caldero, llevando la plata hacia el borde de hierro.

Una ola de metal burbujeante cubrió las manos del gobernador y, por un momento, pareció que estuviera sosteniendo una lluvia resplandeciente. Abrió la boca para gritar, pero ningún sonido brotó de ella. Los dedos se le soldaron los unos a los otros por el calor, su carne se disolvió.

Cayó de espaldas, dio una sacudida y cayó sobre su cara, babeando y masticando el polvo, que se convertía en pasta entre sus labios. Tenía los ojos en blanco y Gengis se acercó a él, observando con interés sus manos, que parecían tener el doble del tamaño habitual.

—Fuiste tú quien me trajo a esta seca tierra —le dijo Gengis a la temblorosa figura—. Te ofrecí la paz y comercié contigo y me enviaste las cabezas de mis hombres. Ahora te he hecho entrega de tu valiosa plata.

Inalchuk no dijo nada, aunque sus labios se movieron sin emitir sonido alguno.

—¿No me das las gracias? —continuó Gengis—. ¿Tienes la garganta demasiado seca? Acepta esta bebida para aplacar tu sed. Entonces sentirás un pequeño eco del dolor que has causado.

El intérprete, horrorizado, se había quedado mudo, pero hacía tiempo que Inalchuk ya no oía nada. El khan no se preocupó siquiera de mirar mientras los herreros acercaban el caldero y vertían el resto del metal en la cara del gobernador. Su aceitada barba se prendió y la boca abierta se llenó, pero Gengis miraba ahora fijamente a la gente que aguardaba sobre las murallas. Muchos de ellos se alejaron, comprendiendo al fin que nada los libraría de la muerte.

—Las catapultas están listas, Khasar —dijo Gengis, sin retirar la vista de la ciudad—. Empieza a derribar los muros mañana al amanecer. Quiero que sean destrozados piedra a piedra. Otrar no será reconstruida cuando nos marchemos. Esta ciudad será borrada de la faz de la tierra, con todo ser vivo que haya en su interior.

Khasar compartía la hondura del odio de su hermano. Inclinó la cabeza ante él.

—Como desees, mi señor khan.

El Anciano escuchaba desde una minúscula rejilla situada en lo alto del muro de la celda. Sólo podía ver siluetas en la penumbra, pero oyó los sonidos de un cuerpo joven removiéndose al despertar de un sueño drogado. Fue paciente y esperó. ¿Cuántas veces había guiado a un muchacho a través del ritual del Despertar? Le había mostrado el jardín a su nuevo recluta, que contempló su esplendor acentuado por el efecto de la droga del vino, que el Anciano había azucarado hasta convertirlo casi en un sirope. Le había mostrado el paraíso y ahora, en la oscuridad, le enseñaría el infierno.

El viejo sonrió para sí al oír un grito de horror proveniente de abajo. Podía imaginarse la impresión y la confusión del muchacho recordando cómo se había sentido él mismo tantos años atrás. El olor a podredumbre era potente en aquella pequeña celda y la carne ya estaba desprendiéndose de los huesos de los grasientos cadáveres que yacían sobre el joven guerrero. El Anciano le oyó susurrar y sollozar mientras se deshacía de los lacios miembros que le cubrían. Le habría parecido que había trascurrido sólo un momento desde que estuviera en aquel lugar tan hermoso que casi hacía daño. El Anciano había perfeccionado el jardín y elegido bien a las mujeres, hasta el último detalle. Eran criaturas exquisitas y la droga había inflamado de tal modo al joven que cada leve roce en su piel le habría llevado prácticamente al delirio. Después, habría cerrado los ojos durante un instante para despertar rodeado de muertos putrefactos.

El Anciano entornó los ojos para ver mejor en la penumbra de la celda. Vio cómo el chico se movía agitado y palpaba ansiosamente a su alrededor. En la oscuridad, sentiría la blanda materia bajo sus dedos, quizá notara los gusanos agitarse en la carne. El muchacho gimió y el viejo le oyó vomitar. El hedor era espantoso y el Anciano apretó una pequeña bolsa de pétalos de rosa contra su nariz mientras aguardaba. El momento era siempre delicado, pero él era un maestro en su arte.

El chico estaba desnudo en esa estancia de resbaladizos cadáveres. El Anciano vio que se quitaba jirones de piel brillante que se le habían quedado pegados a la suya propia. Su mente estaría en un estado de gran fragilidad, su corazón latiendo a una velocidad próxima a la muerte. El Anciano pensó que sólo los muy jóvenes podían sobrevivir a una experiencia así, pero incluso a ellos les perseguía su recuerdo durante el resto de sus vidas.

El chico lanzó un grito repentino al descubrir un amasijo de carne podrida que se movía. El Anciano sonrió presenciando el terror del muchacho ante los productos de su imaginación y preparó el farol a sus pies, donde ningún brillo podía arruinar el efecto de la lección. Debajo de él, el chico rezaba a Alá pidiéndole que le liberara de ese hediondo abismo infernal.

El Anciano abrió la puerta de la celda de golpe, haciendo añicos la oscuridad y cegando al muchacho, que cayó hacia atrás cubriéndose la cara con las manos. Para placer del Anciano, oyó el ruido de un chorro de orina caliente que le reveló que la vejiga del chico había cedido. Había elegido bien el momento. Las lágrimas rodaban entre sus manos unidas.

—Te he mostrado el paraíso —dijo el Anciano—. Y te he mostrado el infierno. ¿Debo dejarte aquí durante mil vidas o llevarte de regreso al mundo? Lo que te espera depende de lo bien que me sigas. Por tu alma, habla con sinceridad. ¿Dedicarás tu vida a mí tal y como yo determine?

El chico tenía quince años. Mientras se arrodillaba lloroso, los últimos restos del pegajoso hachís fueron abandonando su joven cuerpo, dejándole tembloroso y débil.

—¡Por favor! ¡Lo que me pidas! Soy tuyo —contestó, sollozando. Todavía no se atrevía a abrir los ojos, por miedo a descubrir que la visión se había ido y había vuelto a quedarse solo una vez más.

El Anciano le puso una copa en los labios y le hizo oler la resina, de la que se decía que infundía coraje. El muchacho le dio un sorbo y el vino púrpura se derramó por su pecho y brazos desnudos. El Anciano gruñó con satisfacción cuando el chico, perdiendo el sentido, se desplomó hacia atrás.

Cuando se despertó, estaba tumbado entre sábanas limpias en una habitación de muros de piedra, en algún lugar del baluarte que era el santuario donde el Anciano se alejaba del mundo. Solo, lloró por lo que había visto, sin saber que seguía siendo observado. Cuando bajó las piernas e intentó ponerse en pie, estaba totalmente resuelto a no volver a ver jamás a los demonios de la estancia de la muerte. Se estremeció al recordar el modo en que se habían movido los cadáveres y le habían mirado fijamente, y cada recuerdo era más vivido y terrorífico que el siguiente. Pensó que se habría vuelto loco si el jardín no hubiera permanecido también en su mente. Su paz le había protegido, incluso en el infierno.

La puerta de madera de la habitación se abrió y el chico respiró hondo al encontrarse frente al poderoso hombre que le había sacado de aquel lugar. El Anciano era bajo y corpulento, con una mirada feroz en un rostro tan oscuro como la caoba. Tenía la barba aceitada y perfecta, pero sus ropas eran sencillas, como siempre, apropiadas para alguien que rechazaba todos los ostentosos y vanos símbolos de la riqueza. El muchacho se tiró cuan largo era sobre la fría piedra, postrándose para rogar por su salvación.

—Por fin has comprendido —dijo el Anciano con suavidad—. Te he llevado de la mano y te he mostrado la gloria y el fracaso. ¿Cuál elegirás cuando llegue el momento?

—Elegiré la gloria, maestro —respondió, temblando.

—Tu vida es sólo el vuelo de un pájaro por una habitación iluminada. Pasas de la infinita oscuridad a la noche eterna, con sólo un breve espacio entre ambas. La habitación no importa. Tu vida no importa, sólo cómo te preparas para después.

—Comprendo —aseguró el chico. Aun entonces sentía el grasiento tacto de los miembros muertos en su piel y se estremeció.

—Compadece a aquéllos que no sepan qué hay después de la muerte. Puedes erguirte, poderoso, entre ellos, porque has visto tanto el cielo como el infierno y no vacilarás. —El líder de los Asesinos ayudó al chico a levantarse con una mano amable.

—Ahora puedes unirte a tus hermanos. Hombres como tú, a los que se les ha permitido acercar la mirada a una grieta en las paredes de la realidad. No les fallarás, ni a ellos ni a mí, cuando ofrezcas una muerte perfecta a los pies de Alá.

—No, amo —respondió el muchacho, más seguro de lo que había estado nunca en su joven vida—. Dime a quién tengo que matar. No fallaré.

El Anciano sonrió, siempre se conmovía por la sincera fe de los jóvenes guerreros que enviaba al mundo. Una vez había sido uno de ellos, y cuando las noches eran oscuras y frías, en ocasiones echaba de menos el jardín que le habían enseñado. Cuando la muerte se lo llevara al fin, sólo deseaba que el auténtico paraíso fuera tan maravilloso como el que él había creado. Ojalá hubiera resina de hachís en el paraíso, se dijo. Ojalá fuera tan joven y ágil como aquel muchacho que tenía ante sí.

—Viajarás con tus hermanos al campamento del khan mongol, el que se hace llamar Gengis.

—¿Entre los infieles, amo? —tartamudeó el joven, sintiéndose ya impuro.

—Entre ellos, sí. Tu fe te mantendrá fuerte. Para eso y sólo para eso has sido entrenado por nosotros durante cinco años. Has sido elegido por tu habilidad con las lenguas. Puedes servir bien a Alá con el talento del que te ha dotado. —El Anciano apoyó la mano, que parecía irradiar calor, en el hombro del chico—. Acércate al khan y, cuando llegue el momento adecuado, arráncale la vida con una única puñalada en el corazón. ¿Comprendes el precio del fracaso?

El muchacho tragó saliva, inquieto: el recuerdo del foso aún estaba fresco en su mente.

—No fallaré, amo. Lo juro.