XVIII

Lentamente, con una parsimonia casi ritual, Chakahai se envolvió la mano en una tira de seda, atándola a la empuñadura de una larga daga. Borte le había dicho que tuviera cuidado con el momento del impacto, que un fuerte golpe podía hacer que la mano de una mujer se abriera y que la piel podía sudar tanto que el arma resbalara entre sus dedos. Mientras contemplaba a los jinetes del sah aproximarse hacia las gers, el proceso de enrollar la seda alrededor de sus dedos y morder uno de los extremos para hacer un nudo, en cierto modo, tuvo un efecto tranquilizador sobre ella. Sin embargo, el nudo de terror de su estómago estaba fuera de su control.

Borte, Hoelun y ella habían hecho cuanto habían podido para disponer la defensa del campamento. Habían tenido muy poco tiempo y las trampas más elaboradas no estaban listas. Al menos tenían armas y Chakahai murmuró para sí una oración fúnebre mientras se preparaba. La mañana era fría, aunque el aire flotaba pesado y prometía otro día de calor. Había escondido a sus hijos en su tienda lo mejor que había podido. Estaban tumbados en perfecto silencio debajo de unas pilas de mantas. Con un enorme esfuerzo, Chakahai apartó de sus pensamientos el temor por sus vidas, dejándolo en un rincón separado para que su mente estuviera despejada. Algunas cosas las decidía el destino, lo que los indios budistas llamaban karma. Tal vez todas las mujeres y niños morirían asesinados aquel día; no podía saberlo. Todo lo que deseaba era tener la oportunidad de matar a un hombre por primera vez, cumplir con su deber hacia su marido y sus hijos.

Cuando alzó el puñal, su mano derecha, ya vendada, estaba temblando, pero la sensación de sostener el arma le gustó y le infundió fuerzas. Gengis la vengaría, estaba segura. A menos que él también hubiera sido asesinado. Ése era el pensamiento que más se esforzaba en reprimir cada vez que aparecía en su cerebro. ¿Cómo si no habían llegado los árabes a su campamento si no era sobre el cadáver de su esposo? Si Gengis siguiera con vida, sin duda habría movido montañas para proteger el campamento. Para un mongol, las familias lo eran todo. Y, sin embargo, no había ni rastro del khan en el horizonte y Chakahai luchó contra la desesperación, imponiéndose una calma que iba y venía a ráfagas.

Por último, respiró hondo y sintió cómo su corazón adoptaba un ritmo lento y fuerte y notó los miembros extrañamente fríos, como si la sangre se le hubiera helado en las venas. Los jinetes trotaban hacia la ciudad de gers. La vida era sólo un sueño febril y agitado, un corto suspiro entre largos periodos de sueño. Se despertaría de nuevo y renacería sin la agonía de la memoria. Eso, al menos, era una bendición.

La manada de ponis mongoles se removió nerviosa cuando el sah entró a caballo con sus hombres. Vio que la inquietud se iba propagando como una onda de un animal a otro y, en el extraño silencio, tuvo un mal presentimiento. Miró a los demás para ver si ellos también habían presentido el peligro, pero el ansia de cazar los cegaba, y ya se echaban hacia delante en sus sillas de montar.

Frente a ellos, las columnas de humo de los guisos se elevaban perezosamente en el aire. Ya empezaba a hacer calor y, cuando llegó a las primeras tiendas, el sah notó unas gotas de sudor resbalando por su espalda. Al entrar en el laberinto de gers, sus guardias se separaron formando una ancha línea y sintió cómo su cuerpo se tensaba. Los hogares mongoles eran suficientemente altos para ocultar cualquier cosa. Ni siquiera un hombre a caballo podía ver qué había al otro lado de la tienda más próxima, y eso le perturbaba.

El campamento parecía desierto. Si no hubiera sido por las hogueras, Ala-ud-Din habría pensado que en el lugar no había ni un alma. Su intención había sido atravesarlo con un gran barrido, matando a cualquiera que se cruzara en su camino. Pero las calles y los senderos estaban en silencio y los caballos árabes continuaron adentrándose más y más sin ver a ningún ser humano. Muy por encima de su cabeza, un águila volaba en círculos, moviendo la cabeza adelante y atrás mientras buscaba a su presa.

No se había percatado de las inmensas dimensiones del campamento mongol. Habría unas veinte mil tiendas en ese lugar, o incluso más, una auténtica ciudad surgida de la nada en esas desiertas llanuras. Habían ocupado unas tierras a la orilla de un río cercano y, al pasar, Ala-ud-Din vio algunos pescados secándose al aire, atados a armazones de madera. Incluso las moscas permanecían mudas. Se encogió de hombros, intentando librarse de ese ánimo oscuro. Algunos de sus hombres estaban ya desmontando para entrar en las tiendas. Había oído a los mayores hablar de amenazar a los niños para que las mujeres se mostraran más dóciles. El sah suspiró irritado. Puede que Jelaudin tuviera razón. Una vez en las gers, la mañana estaba perdida. Los mongoles no podían estar muy lejos de allí y no tenía ninguna intención de que le pillaran en aquel lugar desolado. Por primera vez, deseó haber pasado de largo sin más.

Ala-ud-Din observó cómo uno de los amigos de su hijo se agachaba para abrir de un empujón la puerta de una de las tiendas. La entrada era casi demasiado estrecha para sus enormes hombros. El soldado árabe metió su cara barbuda por la abertura, entrecerrando los ojos para ver en la penumbra. Ala-ud-Din parpadeó cuando, de repente, el soldado se estremeció y sus piernas se sacudieron como si le hubiera dado un ataque. Presenció estupefacto cómo caía de rodillas y luego se desplomaba boca abajo en el interior de la ger, su cuerpo todavía sacudido por temblores.

Mientras tomaba aliento para dar órdenes, Ala-ud-Din percibió un movimiento por el rabillo del ojo y giró blandiendo su espada con un amplio movimiento. Una mujer se había aproximado sigilosamente a él y la punta de su sable le había cortado la cara, abriéndole un tajo en la mandíbula y rompiéndole varios dientes. Cayó hacia atrás con la sangre manando a chorros de su boca pero el sah, horrorizado, vio cómo saltaba hacia él desde el suelo y le hundía una daga en el muslo. Su segundo mandoble le cortó la cabeza con limpieza y, después, el silencio se rompió en mil fragmentos de caos a su alrededor.

Las tiendas habían entrado en erupción y sus guerreros se encontraron luchando por sus vidas. Haciendo caso omiso del dolor de su herida, el sah hizo girar a su caballo y utilizó su peso para derribar a una mujer y a un muchacho que se lanzaron a la carrera contra él, chillando y blandiendo cuchillos de cocina. Sus hombres eran jinetes veteranos, acostumbrados a defender sus monturas de hombres a pie, pero parecía que las mujeres mongolas no temían a la muerte. Se aproximaban al máximo y clavaban el arma o en el caballo o en una pierna antes de desaparecer en la ger más cercana. Ala-ud-Din vio a más de una recibir un tajo mortal y abalanzarse tambaleante con su último aliento para hundir la hoja en la carne de su enemigo.

En unos pocos instantes, todos y cada uno de sus cuatrocientos estaban tratando de rechazar a más de una y, a veces, hasta cuatro o cinco mujeres. Los caballos se desbocaban, enloquecidos por los cortes en las ancas, y los hombres gritaban aterrados al sentir que tiraban de ellos para derribarlos de sus monturas y apuñalarlos.

Los guardias árabes mantuvieron la calma. Más de la mitad de ellos cabalgaron sin protegerse para rodear al sah y el resto adoptó una formación cerrada en la que cada hombre vigilaba que los demás no fueran atacados. De todas las tiendas salían mujeres a la carrera, que aparecían y desaparecían como fantasmas. El sah se sintió acorralado, pero no podía librarse dándose a la fuga y dejar que el khan le contara al mundo entero que había salido huyendo de mujeres y niños. Una tienda se había hundido cuando un caballo se estrelló contra ella y vio cómo se rompía una estufa de hierro. Le dio una orden a su criado, Abbas, y se quedó observando ansioso cómo arrancaba una larga tira de fieltro y lo encendía en las ascuas desperdigadas.

Los ataques se fueron tornando más desesperados, pero para entonces sus hombres estaban preparados. El sah vio que algunos salvajes habían desmontado para violar a una muchacha en el suelo y se dirigió airado hacia ellos, empujándolos con su caballo.

—¿Os habéis vuelto locos? —rugió—. ¡Arriba! ¡En pie! ¡Quemad las tiendas!

Al notar su furia, pasaron la hoja de un cuchillo por el cuello de la mujer y se pusieron de pie, avergonzados. Abbas ya había prendido fuego a una ger. Los guardias más próximos recogieron algunas tiras de tela en llamas y se alejaron al trote para sembrar el terror tan lejos como pudieran. Al respirar el denso humo gris, Ala-ud-Din empezó a toser, pero se sintió exultante al imaginar al khan regresando y encontrándose ante un campo de cenizas y varias pilas de fríos cadáveres.

Jelaudin fue el primero en ver a los chicos que corrían. Serpenteaban entre las tiendas cerca del río, zigzagueando entre los senderos, pero sin dejar de acercarse. Jelaudin vio cientos de diablillos corriendo con el torso desnudo y el cabello al viento. Tragó saliva, nervioso, cuando vio que llevaban arcos, como sus padres. Jelaudin tuvo tiempo de advertir a sus hombres con un grito y alzaron los escudos antes de lanzarse a la carga por los senderos contra esa nueva amenaza.

Los muchachos mongoles mantuvieron sus posiciones cuando los árabes se abalanzaron como una tromba contra ellos. Los hombres de Jelaudin oyeron a una voz aguda dar una orden, los arcos se tensaron y una descarga de flechas salió volando en la brisa. Jelaudin lanzó una maldición cuando vio que varios hombres eran derribados, aunque fueron sólo unos pocos. Los disparos de los chicos eran tan certeros como los de los adultos, pero no tenían la fuerza suficiente para lograr que las saetas horadaran las armaduras. Las únicas muertes las producían los disparos a la garganta, lo que reducía mucho sus probabilidades. Mientras Jelaudin se acercaba hacia allá, los muchachos se dispersaron ante la mirada de sus hombres y desaparecieron en el laberinto. Maldijo la disposición de las tiendas, que hacía que sólo tuvieran que dar la vuelta a una esquina para perderse de vista. Tal vez era eso lo que los mongoles pretendían cuando plantaban sus campamentos.

Jelaudin se dirigió al trote a una de las gers y se topó con tres chicos acurrucados. Dos de ellos dispararon en cuanto le vieron y las flechas pasaron muy lejos de él. El otro esperó un instante más y soltó la flecha justo cuando el caballo de Jelaudin chocaba contra él, destrozándole las costillas y arrojándolo a un lado. Jelaudin rugió asustado, mirando con incredulidad la flecha que había pasado rozándole el muslo y penetrando bajo su piel. No era una herida grave, pero entró en cólera y sacó la espada y mató a la paralizada pareja antes de que pudieran reaccionar. Desde atrás, otra flecha pasó silbando junto a su cabeza, pero cuando se giró con su montura, no vio a nadie.

A lo lejos, el humo ascendía en gruesas nubes desde las tiendas a las que los hombres de su padre habían prendido fuego. Las chispas estarían ya aterrizando en otras gers, hundiéndose en el fieltro seco. Jelaudin estaba completamente solo, pero a su alrededor percibía movimiento. Cuando era niño, una vez se había perdido en un campo de trigo dorado, donde las espigas eran más altas que él. Por todas partes a su alrededor, había oído el correteo susurrante de las ratas. El antiguo terror reapareció y, de pronto, sintió que no podía soportar estar solo en un lugar así, con el peligro acechando en todos los rincones. Pero ya no era un niño. Bramó un desafío al aire y, por el sendero más cercano, se lanzó al galope hacia la zona donde el humo era más espeso buscando a su padre.

Los hombres del sah habían acabado con cientos de mujeres mongolas, pero éstas seguían viniendo y muriendo. Cada vez menos de ellas lograban herir a los guardias, ahora que estaban preparados. A Ala-ud-Din le había dejado atónito su ferocidad, tan intensa como la de los hombres que habían destrozado sus ejércitos. Su espada goteaba sangre y ardía en deseos de castigarlas. Inhaló el denso humo y se atragantó un momento, mientras se deleitaba con la visión de las llamas arrasando tienda tras tienda. El centro del campamento estaba ardiendo y sus hombres habían desarrollado una nueva táctica. Se quedaban a la puerta de la tienda a la que habían prendido fuego, observando cómo se quemaba hasta que los habitantes salían huyendo. A veces, las mujeres y los niños escapaban atravesando las paredes de fieltro, pero la mayoría eran asesinados al lanzarse sobre hombres montados y armados. Algunos de ellos ya estaban en llamas y elegían morir bajo las espadas antes que perecer quemados.

Chakahai corrió con los pies desnudos hacia un guerrero que le daba la espalda. Al acercarse, el caballo árabe le pareció enorme y el hombre sentado sobre él le pareció tan alto y lejano que no veía el modo en que podría herirle. El crepitar de las llamas escondió el sonido de sus pasos avanzando por la hierba. El hombre seguía sin volverse y lanzó un grito a otro hombre. La princesa se fijó en que llevaba una túnica de cuero decorada con placas de metal oscuro. El mundo se ralentizó cuando Chakahai llegó a los cuartos traseros de su montura y él percibió su presencia. El guerrero empezó a volverse, moviéndose como si estuviera en un sueño. La joven vio un centímetro de carne de su cintura entre su cinturón y la armadura de cuero y se arrojó contra esa mínima franja sin vacilar, hincando la hoja hacia arriba como Borte le había dicho que hiciera. El temblor del impacto le recorrió todo el brazo y el hombre lanzó un grito ahogado, echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando al cielo. Chakahai tiró de la daga y descubrió que se había atascado, atrapada en la carne del árabe. Tiró de ella de nuevo, frenéticamente, sin atreverse a mirar al guerrero que levantaba la espada para matarla.

La hoja bajó y ella cayó de espaldas, con el brazo cubierto con la sangre del árabe, que se desplomó muy cerca de ella de modo que, durante un instante, sus miradas se encontraron. Chakahai le clavó otra vez el cuchillo presa del pánico, pero el hombre ya estaba muerto.

Entonces se puso en pie, con el pecho palpitante, embargada de un oscuro placer. ¡Todos tenían que morir así, con las tripas abiertas y sus vejigas manchando el suelo! Oyó cascos al galope y alzó la vista aturdida: un semental árabe se arrojó sobre ella para derribarla. No pudo retirarse a tiempo y la euforia del asesinato la abandonó, siendo sustituida por una inmensa fatiga.

Frente al soldado árabe, Chakahai descubrió a Yao Shu antes que su enemigo. El monje budista golpeó al caballo en una de las patas delanteras con un pesado palo. Oyó un crujido y el animal se desplomó con fuerza contra el suelo. Mientras Chakahai observaba, aún atontada, dio media vuelta y aplastó al hombre que llevaba encima. La princesa Xi Xia no podía retirar la vista de las patas, que se agitaban, una de ellas con un ángulo extraño. Luego sintió las manos de Yao Shu arrastrándola entre las tiendas y, a continuación, el mundo regresó como un torbellino y la joven empezó a vomitar débilmente.

El pequeño monje se movía con pequeñas sacudidas, como un pájaro, buscando con la vista la siguiente amenaza. Se dio cuenta de que le estaba mirando y simplemente asintió, alzando el palo que había empleado como saludo.

—Gracias —dijo ella, inclinando la cabeza. Se prometió que le recompensaría, si sobrevivían. Gengis le honraría delante de todos.

—Ven conmigo —ordenó Yao Shu, poniéndole la mano en el hombro un instante antes de guiarla a través de las tiendas, lejos de las llamas.

Chakahai miró la sangre que manchaba la tela que llevaba en la mano derecha y lo único que sintió fue una gran satisfacción al recordar lo que había hecho. Gengis estaría orgulloso de ella, si aún estaba con vida.

Ala-ud-Din giró la cabeza al oír una serie de sonidos, cortos y ásperos. No comprendió las palabras, sólo supo que se acercaban unos hombres. Se le encogió el estómago temiendo que el khan los hubiera encontrado tan pronto. Ordenó a sus hombres a grandes gritos que se alejaran de las tiendas y se enfrentaran al enemigo. Muchos de ellos estaban sordos a sus órdenes, inmersos en una orgía de destrucción, con los rostros desfigurados por una fanática locura. Sin embargo, Jelaudin oyó cómo se aproximaban y otros dos hijos del sah repitieron la orden, gritando hasta quedarse roncos.

El humo era muy denso y, al principio, Ala-ud-Din no podía ver ni oír nada aparte de los cascos que se aproximaban. El ruido resonó en todo el campamento y la boca se le quedó seca. ¿Serían miles de guerreros viniendo a por su cabeza?

De la nube de humo, empezaron a salir caballos a galope tendido. Se les veía claramente el blanco de los ojos desorbitados. No había hombres sobre sus lomos, pero en aquel lugar tan estrecho, no podían detenerse para evitar a los hombres del sah. Junto con Jelaudin, Ala-ud-Din fue suficientemente rápido para protegerse tras una tienda, pero otros reaccionaron con excesiva lentitud. Los caballos corrían como un río desbordado por todo el campamento y muchos de los guardias del sah fueron derribados y pisoteados.

Detrás de las monturas mongolas iban los hombres mutilados.

Ala-ud-Din oyó sus gritos de batalla mientras corrían tras la manada de caballos. Había jóvenes y mayores, y a muchos les faltaba un brazo o una pierna. Uno de ellos se giró para atacar al sah y Ala-ud-Din vio que llevaba sólo un pesado palo en la mano izquierda. Mano derecha no tenía. El guerrero mongol murió al instante bajo la espada de Jelaudin, pero otros llevaban arcos y el sah se estremeció al oír el canto de las flechas. Lo había oído demasiado a menudo en los pasados meses.

A medida que más y más gers eran incendiadas, el olor a sangre y fuego iba acumulándose en el aire, que se estaba tornando tan denso que era casi irrespirable. Ala-ud-Din buscó a sus oficiales, pero todos ellos estaban defendiendo sus propias vidas. Se sintió rodeado, impotente en aquel laberinto de tiendas.

—¡A mí! ¡Seguid a vuestro sah! ¡A mí! —rugió, hincando los talones en su montura. Le había costado contener a su caballo. Liberado, el animal se movió como si lo hubieran disparado con un arco, corriendo a toda velocidad por el campamento y dejando atrás el humo y el terror.

Jelaudin repitió la orden y los supervivientes le siguieron, tan aliviados como su amo de alejarse de la lucha. El sah cabalgaba a ciegas, de pie sobre los estribos, buscando algún indicio de que avanzaba en la dirección adecuada. ¿Dónde estaba el río? Habría dado un segundo hijo por tener la altura de un elefante para poder ver cuál era el camino para salir del campamento. Incluso ahora, que escapaba con sus hombres de la estampida de caballos, vio a ambos lados hileras de niños, tanto varones como hembras, corriendo entre las gers. Siguieron arrojando flechas y cuchillos contra sus soldados, pero ninguno cayó y el sah no se detuvo hasta que el río estuvo a la vista.

No había tiempo para buscar un vado. El sah se sumergió en el agua helada, sintiendo cómo se le entumecía todo el cuerpo mientras el agua salpicaba en todas direcciones.

«¡Alá sea loado! ¡No es demasiado hondo!», pensó mientras su caballo subía por la otra orilla. Casi se cayó de la silla de montar con los bandazos del animal, que se resbaló una y otra vez en su esfuerzo por atravesar el barro, reblandecido por el agua del río. Por fin había tierra firme bajo sus pies y descansó, jadeante, volviéndose hacia el campamento en llamas.

Kokchu se encogió bajo la sombra de una tienda mientras los guerreros árabes pasaban a la carrera, sin percatarse de su presencia. Los mongoles mutilados, que los perseguían lanzando gritos guturales, eran una visión terrorífica. Kokchu había curado muchas de las heridas y cortado muchos de esos miembros y les había oído gritar, indefensos como un bebé. Pero los que sobrevivieron no tenían nada que perder. Los hombres que no podían caminar, podían cabalgar y muchos de ellos entregaron sus vidas con gusto, sabiendo que nunca volverían a tener otra oportunidad de luchar por su khan. Kokchu vio a uno al que le faltaba la pierna derecha hasta la rodilla. Su cuerpo estaba totalmente descompensado, pero cuando los árabes redujeron la velocidad por los estrechos senderos, el guerrero cazó a uno de los fugitivos y se lanzó sobre él, haciendo que ambos cayeran al suelo. El guerrero lo agarró con todas sus fuerzas y trató de matarlo antes de que su enemigo se pusiera de nuevo en pie. Habían caído cerca de Kokchu y el chamán vio que la mirada del guerrero se posaba en él, pidiendo ayuda con desesperación.

Kokchu se echó para atrás, aunque empezó a juguetear con su cuchillo con dedos nerviosos. El árabe hundió un puñal en el costado del guerrero y lo movió de arriba abajo con salvaje energía. Aun así, el mongol siguió peleando: años de soportar todo su peso habían fortalecido sus brazos. Uno de ellos rodeó la garganta del árabe y se cerró con una convulsión, clavándole los dedos en el cuello.

Kokchu salió como un rayo y le cortó el cuello al árabe con su cuchillo, cercenando a la vez los dedos del guerrero. La sangre empezó a manar mientras ambos hombres morían juntos, pero Kokchu se plantó ante ellos y su miedo se convirtió en ira ante el enemigo indefenso. Cuando el árabe se desplomó, Kokchu le clavó el cuchillo una y otra vez, gimoteando inconscientemente para sí hasta que descubrió que llevaba un rato picando carne muerta.

Se puso de pie, jadeante, y apoyó las manos en las rodillas mientras absorbía grandes bocanadas del cálido aire. En la penumbra de una ger vecina, vio a Temulun, la hermana de Gengis, mirándole con fijeza y se preguntó qué creería haber visto. Entonces le sonrió y el chamán se relajó. No podría haber salvado al lisiado, estaba casi seguro.

Las llamas que rodeaban a Kokchu parecieron incendiar su sangre y quizá también le afectara la salvaje emoción que había sentido al notar la muerte latiendo bajo sus manos. Mientras avanzaba a grandes Zancadas hacia la ger, se sintió lleno de fuerza y empujó a Temulun hacia el interior, cerrando la puerta tras de sí con un golpe. El recuerdo de su flexible y dorada piel pintada con sangre seca inundó su mente, enloqueciéndole. Ella no tenía fuerza suficiente para resistirse a él y el chamán le arrancó la túnica de los hombros, desnudándola hasta la cintura. Las líneas que había dibujado seguían allí, una patética prueba de su fe. Comenzó a devorarla, lamiendo ese sabor amargo. Notó que sus manos le golpeaban, pero los golpes le llegaban como desde lejos y no sentía dolor. Cuando la lanzó con un empellón contra la cama baja, se dijo que ella sentía su misma pasión, ignorando los gritos desesperados que nadie más podía oír. Parte de él gritaba que era una locura, pero, mientras se movía dentro de ella con los ojos brillantes como un oscuro cristal, su voluntad estaba temporalmente perdida.

Tsubodai y Jebe habían visto el humo desde la distancia. Cuando llegaron al campamento a media tarde, sus caballos estaban agotados y completamente cubiertos de sudor. Casi diez mil tiendas habían sido arrasadas por el fuego y un hedor agrio flotaba en la brisa. Aun entonces, vieron a cientos de mujeres y niños atravesando el campamento con cubos de cuero y arrojando agua de río sobre todo cuanto aún ardía.

Docenas de guardias del sah yacían muertos por el suelo y los niños los insultaban y les daban patadas al pasar por su lado. Tsubodai se topó con los cadáveres de cinco niñas amontonados en desorden entre dos gers. Desmontó y, arrodillándose junto a ellas durante un tiempo, les rogó que le perdonaran en susurros que ya no podían oír.

Cuando se levantó, Jebe estaba a su lado y ambos hombres se comprendieron sin hablar. Por mucho que corriera, el sah no escaparía.