Antes de que la luz del amanecer iluminara la llanura, los restos de los diez tumanes abandonaron las cenizas de sus hogueras y se reunieron. Ninguno estaba completo y los que estaban peor habían quedado reducidos a unos pocos miles de hombres. Los guerreros que estaban demasiado malheridos para luchar se quedaron en el campamento improvisado, envueltos en vendajes ensangrentados o, simplemente, preparándose para morir junto a sus compañeros. Los chamanes que podrían coserles las heridas y sanarles estaban muy lejos. Muchos de ellos pidieron una muerte limpia y se les otorgó: un único mandoble con la espada, con los máximos honores.
En la penumbra, Gengis fue informado del recuento de muertos y la fresca brisa proveniente de la planicie le hizo estremecer. Cuando se pronunciaron los nombres de guerreros de alto rango como Samuka y Ho Sa, el khan hizo una breve inclinación de cabeza.
Eran demasiados para poder recitarlos todos. Un total de veintitrés mil habían perdido la vida, habían quedado lisiados o habían desaparecido durante las batallas contra el sah. Era el mayor número de víctimas que habían registrado nunca y suponía un golpe terrible para la nación. Gengis sentía la ira ascender lentamente por su pecho cada vez que buscaba un rostro y descubría que era uno de los que había desaparecido de sus filas. El marido de su hermana, Palchuk, se encontraba entre los fallecidos y sabía que su muerte desencadenaría una enorme ola de dolor cuando por fin retornara al campamento.
Gengis recorrió las líneas con la vista mientras formaban. Además de revisar su propio tumán de diez mil hombres, localizó los estandartes de Khasar y Kachiun, de Jebe y Tsubodai, Chagatai, Jelme y Jochi. Había dado orden de que los tumanes más mermados se utilizaran para completar los huecos de los muertos y, de ese modo, de las cenizas de su ejército habían salido ocho tumanes. Desde los muchachos de catorce años hasta los guerreros adultos, todos eran veteranos. Sabía que no le fallarían.
Gengis alargó la mano para tocarse la pantorrilla y torció el gesto ante la humedad y la sensación de infección que percibió. Había recibido la herida el día anterior, aunque no se acordaba cómo. No podía apoyarse sobre ese pie, pero lo había atado al estribo para poder cabalgar. Algunos de sus guerreros habían perdido parte de la armadura por el impacto de las flechas o las espadas y habían recibido cortes que ahora aparecían vendados con tiras de tela sucia. A otros, sus heridas les habían provocado fiebre y, en el helado amanecer, sudaban expuestos a una brisa incapaz de refrescarlos. Sobre sus caballos, esperaban con una ira lúgubre la primera luz del día para poder ver a su enemigo. Nadie había dormido la noche anterior y todos estaban exhaustos, pero no mostraban ninguna debilidad, ningún desfallecimiento. Todos ellos habían perdido a amigos y parientes. Los días de batalla lo habían arrasado todo excepto el frío deseo de vengar a los caídos.
Cuando la luz fue suficiente, Gengis buscó con la mirada el ejército del sah. Oyó varios cuernos dar la alarma a lo lejos cuando los exploradores del sah avistaron las huestes mongolas acechándolos, pero los movimientos de los árabes eran demasiado lentos. Gengis notó que, nerviosos ante la visión del ejército mongol, pululaban sin rumbo por su campamento, todo orden perdido.
Dio la orden de partir al trote y sus tumanes se movieron con él. Los dos mil hombres de su fila frontal llevaban lanzas en la mano, y todos sintieron el esfuerzo de sus cansados y desgarrados músculos. El resto prepararon sus espadas mientras la distancia disminuía.
Gengis vio que dos hombres se adelantaban a las líneas en formación y enarbolaban unas banderas de tela blanca. Se preguntó si estaban rindiéndose, pero no importaba. Hacía mucho que el momento de la compasión había pasado. Conocía personalmente a muchos de los que habían fallecido y sólo tenía una respuesta, sólo una a la que los muertos darían su aprobación si sus espíritus todavía veían el mundo de abajo. Cuando la línea de mongoles pasó por su lado, alguien mató a los portadores de los estandartes blancos y, al verlo, un grave gemido brotó de los demás, que intentaron prepararse para la carga.
Condujeron a cuarenta elefantes hasta la línea del frente, pero Tsubodai ordenó a sus arqueros que dispararan a las patas y, de nuevo, los animales dieron media vuelta y echaron a correr hacia el ejército árabe, causando más destrucción de la que habrían causado jamás contra hombres a caballo.
La amplia línea de lanzas atacó casi como una sola y Gengis dio la orden de formar en media luna. Su hijo Chagatai se adelantó por la derecha, mientras Jochi lo imitaba por la izquierda. Los guerreros mongoles empezaron la matanza mientras el sol se elevaba por el este. Era imposible contenerlos. Era imposible rechazarlos.
El tumán de Chagatai se introdujo por el flanco derecho con tal velocidad y fiereza que llegaron al mismo centro del ejército árabe. En el ruido y el caos, no había manera de hacerle regresar. El ala de Jochi se expandió a lo largo del flanco izquierdo, arrancándole hombres muertos a las líneas de los vivos. A través del campo de batalla, vio que Chagatai se había adentrado demasiado en la aterrada masa de hombres. Le veía, a sólo unos cien pasos de distancia de él, cuando, de repente, las filas árabes parecieron tragárselo. Jochi lanzó un grito. Clavó los talones en su montura y dirigió a sus hombres como una lanza hacia las agitadas entrañas de las huestes árabes.
Jebe y Tsubodai golpearon con tanta violencia las filas frontales, que se doblaron al instante formando una copa de sangre. Nadie había tomado el mando y, en el caos, los tumanes de Chagatai y Jochi se abrieron paso entre los árabes hasta que los hermanos estuvieron separados sólo por un puñado de jadeantes combatientes.
Los árabes se desmoronaron, aterrorizados ante los guerreros del khan. Miles de soldados arrojaron las armas e intentaron salir huyendo, pero ninguno de los generales vaciló. Los que dieron media vuelta fueron asesinados sin piedad y, al mediodía, el ejército del sah había quedado reducido a un caos de grupos que se debatían, desesperados. La masacre continuó sin descanso. Algunos de los hombres del sah se arrodillaron y sus voces estridentes empezaron a entonar rezos que duraban hasta que un hombre al galope los decapitaba con su espada. Era una labor de carniceros, pero los mongoles estaban dispuestos para la tarea. Muchos de ellos rompieron sus espadas con la fuerza de los golpes y tuvieron que recoger alguno de los curvados sables que plagaban el suelo. Las lanzas se partieron contra soldados árabes que estaban demasiado aturdidos para quitarse de en medio.
Al final, sólo quedaron unos cuantos cientos. No tenían armas y levantaban los brazos para mostrar las palmas vacías. Gengis escupió una última orden y una línea de lanceros aceleró. Los árabes aullaron aterrorizados y, al momento, callaron, arrollados por los jinetes que regresaron hasta ellos y desmontaron para seguir despedazando a los muertos hasta que su furia y su rencor se hubieron agotado.
Los tumanes mongoles no lanzaron hurras por la victoria. Desde la primera luz del día, el ejército árabe había dejado de oponer resistencia y, a pesar de que la matanza les había reportado un placer salvaje, no había en ella más gloria que en una cacería en círculo.
Cuando algunos guerreros desvalijaron a los muertos, cortando dedos con anillos y arrebatándoles a los cadáveres las botas buenas y la ropa de abrigo, se encontraron con que la sangre había reblandecido el terreno que pisaban. Las moscas se arremolinaban en grandes enjambres y los mongoles las alejaban a manotazos cuando se posaban en sus labios o sus ojos. Los zumbantes insectos rozaban íntimamente los cuerpos muertos, que ya empezaban a corromperse con el calor.
Gengis convocó a sus generales, que se reunieron con él magullados y doloridos, pero con un brillo de satisfacción en la mirada.
—¿Dónde está el sah? —le preguntó a cada uno de ellos. Habían encontrado algunos camellos cargados con tiendas de seda y los hombres de Jebe habían descubierto un cofre de joyas que ya habían empezado a utilizar para apostar o hacer trueques.
Cuando Gengis le preguntó a Tsubodai, el general meneó la cabeza, pensativo.
—Sus jinetes no están, señor khan —contestó—. No he visto a ninguno de ellos.
Gengis lanzó una maldición y el cansancio se evaporó de sus miembros.
—Mandad a los exploradores a buscar su rastro. Quiero que le den caza.
Los exploradores que le oyeron montaron de un salto y partieron al galope mientras Gengis hervía de rabia.
—Si se marchó anoche, ha tenido casi un día para alejarse. ¡No debe escapar! Los mercaderes árabes hablan de ejércitos cinco veces más grandes que éste, o más. Que vuestros hombres se unan a los exploradores. Nada es más importante que esto, ¡nada!
Los jinetes salieron en todas direcciones y no pasó mucho tiempo antes de que dos hombres del tumán de Jochi regresaran a toda velocidad. Gengis escuchó el informe y palideció.
—¡Tsubodai! Hay caballos dirigiéndose hacia el este —dijo.
Tsubodai se puso rígido.
—Sus ciudades están al sur —replicó—. Está rodeándonos. ¿Me permites partir con mis hombres para proteger el campamento, señor?
Gengis maldijo entre dientes.
—No. Toma tu tumán y ve tras el sah. Si llega a la ciudad y consigue refuerzos frescos, estaremos todos muertos.
Jebe estaba al lado del khan cuando dio la orden. Había visto el ejército del sah en su momento de fuerza y esplendor. La idea de enfrentarse a tantos hombres de nuevo era escalofriante. Se volvió hacia Tsubodai y alzó la cabeza.
—Con permiso de mi señor khan, me uniré a ti —espetó.
Gengis agitó una mano y Tsubodai asintió a la vez que clavaba los talones en su caballo. Tsubodai gritó una orden al oficial más próximo, pero no se detuvo y el hombre salió corriendo para reunir a los Jóvenes Lobos de Tsubodai.
Cuando la noticia se propagó, Jochi apareció a caballo junto a su padre. Frenó e hizo una profunda reverencia desde la silla.
—¿Está en peligro el campamento? —preguntó.
Gengis posó su pálida mirada en el joven general, fijándose en la piel de tigre que cubría su poni. Todos ellos tenían familia allí, pero aun así se enfureció. El campamento había quedado desprotegido por orden suya. No había tenido elección.
—He enviado a Jebe y a Tsubodai a dar caza al sah —respondió Gengis al fin.
—Son buenos hombres, los mejores que tienes —dijo Jochi. Había frialdad en el rostro de su padre, pero, sin darse cuenta, continuó, pensando en su madre—. ¿Puedo ir al campamento con mi tumán y traer aquí a las familias?
Gengis consideró su propuesta, a regañadientes. El campamento estaba a menos de un día a caballo al este de Otrar. No le gustaba la idea de que fuera Jochi quien anunciara la victoria a las mujeres y a los niños. Sin duda el joven estaría ya imaginándose que le brindarían el recibimiento de un héroe. Gengis sintió que se le encogía el estómago al pensarlo.
—Te necesito en Otrar —dijo—. Dale a Chagatai la orden.
Durante un instante, Gengis vio un relámpago de ira en la mirada de Jochi. El khan se inclinó hacia delante en su silla y su mano tocó la empuñadura de su espada. Pero también al hacerlo le invadió el resentimiento, porque Jochi llevaba la espada con la cabeza del lobo en su cintura. Disimuló su rabia enseguida y Jochi inclinó la cabeza antes de alejarse al trote a hablar con su hermano menor.
Chagatai estaba en el centro de un ruidoso grupo de jóvenes guerreros. Al principio no vio a Jochi aproximarse. Estaba riéndose por algún comentario cuando lo descubrió y al instante se puso tieso. Los hombres que estaban con Chagatai siguieron su ejemplo y Jochi pasó con su poni entre las hostiles miradas.
Ninguno de los hermanos saludó al otro. Jochi apoyó la mano en la piel de tigre que llevaba sobre la montura y sus dedos juguetearon con el rígido material. Chagatai esperó a que hablara, enarcando una ceja para hacer reír a sus compañeros.
—Tienes que volver con tu tumán al campamento y traer a las familias a las tierras que rodean Otrar —anunció Jochi, cuando se cansó del juego. Chagatai frunció el ceño. No quería hacer de niñera para mujeres y niños mientras Otrar temblaba, aterrorizada ante los mongoles.
—¿Quién ha dado esa orden? ¿De qué autoridad proviene?
Jochi controló su temperamento ante la insolencia del tono.
—Gengis te pide que vayas —contestó y dio media Vuelta a su montura para marcharse.
—Eso es lo que tú dices, pero ¿quién escucharía a un bastardo nacido de una violación?
Chagatai hablaba sabiendo que estaba rodeado por sus propios hombres, que aguardaban expectantes a oír una pulla que pudieran repetir con entusiasmo en las hogueras del campamento. Sobre la silla de montar, todo el cuerpo de Jochi se puso tenso. Debería haberse alejado de esos necios sonrientes, pero nada del mundo despertaba su ira con tanta facilidad como la bravucona arrogancia de su joven hermano.
—A lo mejor cree que eres la compañía más apropiada para las mujeres después de ver cómo te arrodillaste ante mí, hermano —contestó—. No puedo leerle la mente.
Con una pequeña sonrisa, Jochi contuvo a su poni para mantenerlo al paso. Aun teniendo a hombres armados a la espalda, no les daría la satisfacción de verle poner su caballo al trote.
Oyó el súbito estruendo de cascos y su mano cayó automáticamente sobre la empuñadura con cabeza de lobo de su espada, pero la retiró. No podía sacar una espada ante Chagatai delante de tantos testigos. Sería su final.
Jochi se volvió a mirar tan despreocupadamente como pudo. Chagatai estaba reduciendo la distancia que los separaba, con su estela de seguidores trotando tras él. Su hermano estaba rojo de rabia y Jochi apenas había abierto la boca para volver a hablar cuando el joven se abalanzó contra él y derribó a Jochi con un fuerte golpe.
Mientras rodaban por el suelo, Jochi perdió los estribos y empezó a responder a su hermano, pero sus puñetazos aporreaban en vano. Se separaron y ambos se pusieron en pie de un salto con furia asesina en la mirada. Sin embargo, los antiguos hábitos estaban muy enraizados y no buscaron sus espadas. Chagatai se acercó a Jochi con los puños en alto y Jochi le dio una patada en la entrepierna con todas sus fuerzas.
Chagatai se desplomó, ciego de dolor, pero su rabia era tan intensa que, para estupefacción de Jochi, consiguió levantarse y avanzó tambaleante hacia él. Para entonces, sus compañeros habían desmontado y separaron a los dos generales. Jochi se limpió una mancha de sangre de la nariz y escupió con desprecio en el suelo, a los pies de Chagatai. Observó cómo su hermano recobraba una cierta apariencia de calma y sólo entonces su mirada se posó en Gengis.
El khan estaba pálido de ira y, cuando sus ojos encontraron los de Jochi, hundió los talones en su montura y se acercó al trote.
Paralizados por su presencia, ninguno de los guerreros osó alzar la vista. Su cólera era legendaria entre las familias y los más jóvenes se percataron de pronto de que sus propias vidas podían depender de una palabra o un gesto.
Sólo a Chagatai parecía no importarle su llegada. Cuando su padre se aproximó, dio un paso adelante y trató de darle una bofetada a su hermano. Jochi se agachó instintivamente y perdió el equilibrio y en ese momento Gengis le dio una fuerte patada entre los omóplatos, tirándole al suelo.
Incluso Chagatai se quedó inmóvil entonces, aunque el aire despectivo no desapareció de su rostro. Gengis desmontó despacio. Se obligó a abrir los puños que aferraban con fuerza las riendas.
Cuando se volvió hacia sus hijos, su ira era suficientemente evidente como para hacer que Chagatai diera un paso atrás. No le bastó. Gengis puso la mano en el pecho de Chagatai y le empujó, tirándole al suelo junto con Jochi.
—¿Es que todavía sois unos niños? —gruñó Gengis. Temblaba visiblemente ante esos dos estúpidos que osaban pelearse delante de sus hombres. Sintió deseos de coger un palo y golpearles hasta que espabilaran, pero el último rastro de su autocontrol le contuvo. Si les daba una paliza, nunca volverían a recuperar el respeto de sus guerreros. Susurros maliciosos les acompañarían durante el resto de sus vidas.
Ni Jochi ni Chagatai reaccionaron. Al fin conscientes del peligro que corrían, eligieron no decir nada.
—¿Cómo podéis comandar…? —Gengis se detuvo antes de destruirlos a los dos, y su boca se abrió y se cerró sin emitir ningún sonido.
Kachiun había cruzado el campamento al galope en cuanto se enteró del altercado y su llegada permitió al khan suavizar su mirada.
—¿Qué harías tú con unos tontos como éstos? —le preguntó Gengis a Kachiun—. Con todos los enemigos a los que nos enfrentamos, con nuestro propio campamento en peligro, se enzarzan en una pelea como si fueran dos críos.
En silencio, sus ojos le suplicaron a Kachiun que encontrara un castigo para ellos que no significara su fin. Si se hubiera tratado únicamente de Jochi, habría ordenado su muerte, pero había sido a Chagatai a quien había visto saltar de su caballo para arrastrar a su hermano al polvoriento suelo.
La expresión de Kachiun era severa, pero comprendía el dilema del khan.
—Hay más de treinta kilómetros hasta Otrar, mi señor khan. Les ordenaría que hicieran el viaje a pie, antes de que anochezca. —Miró hacia el sol, calculando el tiempo que quedaba—. Si no lo consiguen, tal vez no estén preparados para liderar a sus hombres.
Gengis dejó salir el aire poco a poco, con un alivio que no podía dejar traslucir. Era una buena solución. El sol era implacable y una carrera así podía matar a un hombre, pero eran jóvenes y fuertes y les serviría de castigo.
—Estaré allí esperando a que volváis —le dijo a la atónita pareja. Chagatai lanzó una mirada de odio a Kachiun por la idea, pero cuando abrió la boca para hacer una objeción, Gengis se agachó y lo levantó con un solo movimiento. El puño de su padre se apoyó justo debajo de su barbilla mientras hablaba de nuevo.
—Quitaos la armadura y partid —ordenó—. Si os vuelvo a ver peleando, mi heredero será Ogedai. ¿Entendéís?
Ambos hermanos asintieron y Gengis miró fijamente a Jochi, lleno de rabia porque pudiera creer que aquellas palabras le incluían a él también. Su ánimo se enardeció una vez más, pero Kachiun eligió deliberadamente ese momento para ordenar a los hombres que formaran para cabalgar hacia Otrar y Gengis soltó a Chagatai.
Pensando en todos aquéllos que podían oírle y repetir esas palabras mil y una vez, Kachiun esbozó una sonrisa forzada cuando Jochi y Chagatai echaron a correr bajo el terrible calor.
—Me acuerdo de que tú ganaste una carrera así cuando éramos sólo unos niños.
Gengis meneó la cabeza, irritado.
—¿Qué importa eso? Hace mucho tiempo. Dile a Khasar que traiga a las familias de vuelta a Otrar. Tengo deudas que saldar allí.
El sah Ala-ud-Din Mohamed tiró de las riendas al ver las delgadas estelas de humo que se elevaban de las fogatas del campamento mongol. Había cabalgado despacio hacia el este, cubriendo muchos kilómetros desde que la primera luz gris iluminara el cielo antes del amanecer. Mientras el sol ascendía y comenzaba a hacer desaparecer los jirones de niebla matutina, observó las sucias tiendas de las familias mongolas. Durante un instante, las ganas de atacar a las mujeres y a los niños con su espada fueron abrumadoras. Si hubiera sabido que el khan los había dejado tan indefensos, habría enviado a veinte mil hombres a matarlos a todos. El sah apretó los puños, frustrado, bajo la luz creciente del día. Los guerreros se apiñaban en los extremos del campamento, y sus ponis olfateaban apaciblemente el polvoriento terreno buscando hierba. Por una vez, la alarma de los cuernos de los malditos exploradores mongoles no había sonado.
Con un gruñido, el sah le dio la vuelta a su montura para alejarse del campamento. Esos mongoles se reproducían como conejos y él sólo contaba con sus valiosos cuatrocientos para garantizar su seguridad. El sol seguía subiendo y su guardia pronto quedaría a la vista.
Uno de sus hombres gritó algo y Ala-ud-Din giró la cabeza. La luz solar reveló lo que las sombras habían ocultado y el sah esbozó una ancha sonrisa, súbitamente animado. Los guerreros no eran más que muñecos de paja atados a los caballos. El sah entornó los ojos bajo el creciente resplandor, pero no pudo ver ni un solo hombre armado. A su alrededor, la buena nueva se difundió y los hijos nobles se rieron y señalaron los espantajos, empezando ya a desenvainar sus espadas. Todos ellos habían tomado parte en expediciones de castigo contra algunas aldeas cuando el pago de impuestos se había retrasado. Esas incursiones eran grandes fuentes de diversión y el deseo de venganza era fuerte.
Mientras cabalgaba hacia su padre, Jelaudin no compartía las risas de los hombres.
—¿Vas a dejar que los hombres desperdicien medio día aquí cuando nuestros enemigos están tan cerca?
Como respuesta, su padre desenfundó el sable y miró un instante hacia el sol.
—Este khan debe aprender el precio de su arrogancia, Jelaudin. Matad a los niños y quemad cuanto podáis.