XVI

Mientras trotaba en la oscuridad, Jelaudin mantenía la vista fija en las hogueras que ardían frente a él. Los hombres que corrían a su espalda estaban exhaustos, pero había presionado a su padre hasta convencerle de que debían acometer una última carga en masa, consciente de que su mejor oportunidad era caer sobre los mongoles mientras dormían. Le hervía la sangre cada vez que pensaba en la preciosa guardia de su padre, que apenas había sufrido ninguna baja. El sah había denegado su petición de que le acompañaran, precisamente en el momento en que por fin habrían justificado su existencia. Jelaudin maldijo a su padre y también a Khalifa por perder la caballería y luego desechó su ira para poder concentrarse. Un único ataque contra el campamento enemigo podría bastar para acabar de hundirles definitivamente. La luna estaba oculta tras las nubes y Jelaudin cabalgaba despacio por el accidentado terreno, aguardando expectante el tumulto que estaban a punto de provocar.

Llegaría antes de lo que había previsto, porque los exploradores enemigos habían hecho sonar varias notas de aviso antes de ser eliminados por sus hombres. Jelaudin desenfundó su espada y arriesgó el cuello adoptando un ritmo más veloz. Los hombres que avanzaban a la carrera se quedaron atrás y él dirigió su montura hacia las fogatas mongolas.

Tras varios días de combate, el khan había decidido organizar únicamente un campamento improvisado. Jelaudin vio que en el flanco izquierdo había un enorme racimo de luces, lo que revelaba la presencia de muchos hombres. Las noches eran frías y supuso que se habrían apiñado en torno a las llamas. A la derecha, las fogatas nocturnas estaban mucho más espaciadas, iban menguando hasta que, en el extremo más lejano, no eran más que unos cuantos puntos de luz. Hacia allí dirigió a sus hombres tan deprisa como pudo, impaciente por disfrutar de la venganza por las terribles pérdidas que habían sufrido.

Oyó que los mongoles se alzaban contra el ataque, aullando con ira salvaje. Jelaudin también gritó, desafiante, hacia la noche, y su grito encontró eco en sus hombres. Las hogueras se aproximaron y, de repente, había hombres por todas partes y las fuerzas se encontraron. Jelaudin tuvo tiempo de lanzar un grito de sorpresa antes de que su semental sufriera una brutal arremetida y él saliera volando por los aires.

Tsubodai esperaba junto a Jochi, Jebe y Chagatai. Había sido idea suya disponer las hogueras de ese modo para atraer al enemigo hacia ellos. En la zona donde había más luces, había situado sólo a unos cuantos hombres vigilando los fuegos. En la oscuridad de la parte derecha, los tumanes de veteranos se apretaban junto a sus ponis, lejos del calor. Les daba igual el frío nocturno. Para quienes habían nacido en las heladas estepas del hogar, aquello no era nada. Con un fuerte grito, cargaron contra las filas árabes que entraban en el campamento.

Cuando se produjo el encontronazo entre las dos fuerzas, los árabes se tambalearon, derribados por hombres que habían peleado y entrenado desde su más tierna edad: los brazos derechos de los mongoles apenas se cansaban mientras golpeaban al enemigo y le rechazaban. Tsubodai ordenó el avance con un bramido y sus hombres pusieron al trote a sus monturas, que pasaron con cuidado por encima de los moribundos.

La luna se elevó sobre ellos, pero el ataque fue sofocado enseguida y la fuerza árabe fue repelida y regresó en tropel a su campamento principal. Mientras corrían, se volvían para mirar por encima del hombro, temiendo que los mongoles pudieran alcanzarlos. Menos de la mitad lograron huir, aunque Jelaudin fue uno de ellos, humillado y a pie. Tambaleante, volvió junto a su padre, todavía aturdido por el caos y el miedo. A lo lejos, los mongoles remataban a los heridos y esperaban pacientemente el alba.

El sah Ala-ud-Din recorría su tienda arriba y abajo, mirando con furia a su hijo mayor cada vez que daba media vuelta. Jelaudin aguantaba el tipo, nervioso, no queriendo incrementar la rabia de su padre.

—¿Cómo podían saber que los atacarías? —exclamó el sah de repente—. No hay espías en las filas, aquí no. Es imposible.

Mortificado aún por su derrota, Jelaudin no se atrevió a responder. Para sí, pensó que la defensa de los mongoles significaba únicamente que se habían preparado para la posibilidad de un ataque, no que sabían que se produciría, pero no parecía apropiado elogiarlos mientras su padre se consumía de ira.

—¿Ves ahora por qué no te entregué a mi guardia personal? —preguntó el sah, con suficiencia.

Jelaudin tragó saliva. Si hubiera llevado consigo aquellos quinientos jinetes, no creía que la derrota hubiera sido tan fácil o tan aplastante. Haciendo un esfuerzo, respondió con voz estrangulada.

—Eres sabio, padre —contestó—. Mañana se enfrentarán al enemigo. —El joven retrocedió un paso cuando su padre se volvió hacia él, acercándose tanto que los pelos de su barba le tocaron la cara.

—Mañana, tú y yo estaremos muertos —gruñó el sah—. Cuando el khan vea cuántos hombres me quedan, se abalanzará sobre nosotros y todo terminará.

Jelaudin se sintió aliviado al oír que alguien carraspeaba a la entrada de la tienda. El criado personal de su padre, Abbas, se encontraba bajo la luz de la lámpara y sus ojos pasaban de padre a hijo para evaluar el ambiente que se respiraba entre ellos. Jelaudin le indicó con un ademán impaciente que se marchara, pero Abbas hizo caso omiso de él, entrando y saludando al sah con una inclinación de cabeza. Jelaudin vio que llevaba un fajo de papel de vitela y una pequeña vasija con tinta y vaciló antes de ordenarle que saliera de la tienda.

Abbas se tocó la frente, los labios y el corazón en señal de respeto hacia el sah y colocó los materiales de escritura en una mesita que había a un lado de la tienda. El padre de Jelaudin asintió, aunque su furia todavía era evidente en su apretada mandíbula y en su tez enrojecida.

—¿Qué es esto? —preguntó por fin Jelaudin.

—Es mi venganza en nombre de los muertos, Jelaudin. Cuando haya firmado este papel, se convertirá en una orden para que los Asesinos liberen mis tierras de este khan.

Su hijo sintió que se le quitaba un peso de encima al pensar en ello, aunque, a la vez, reprimió un escalofrío. La secta de los fanáticos Shia tenía una oscura reputación, pero su padre hacía bien al hacerles entrar en juego.

—¿Cuánto les enviarás? —inquirió con suavidad.

Su padre se inclinó sobre el grueso pergamino y, en un primer momento, mientras leía las palabras que Abbas había redactado por él, no contestó.

—No tengo tiempo para negociar. Les he ofrecido un pagaré por cien mil monedas de oro, que podrán redimir de mi propio tesoro. No rechazarán una suma así, ni siquiera por la cabeza de un khan.

Jelaudin notó que las manos se le humedecían al pensar en una cantidad de oro tan inmensa. Era suficiente para edificar un gran palacio o iniciar la construcción de una ciudad. Sin embargo, no dijo nada. Esa noche había desperdiciado su oportunidad de acabar con los mongoles.

Una vez que el sah firmó el pagaré, Abbas enrolló las gruesas páginas y las ató con una tira de cuero, que anudó con mano experta. Hizo una profunda reverencia ante el sah y, a continuación, dejó solos a ambos hombres.

—¿Podemos confiar en él? —preguntó Jelaudin en cuanto hubo salido.

—Más que en mis propios hijos, según parece —contestó el sah, irritado—. Abbas conoce a la familia de uno de esos asesinos a sueldo. Se cerciorará de que el documento llegue hasta ellos y, entonces, ya nada salvará a ese perro que ha derramado tanta sangre de mi pueblo.

—Si el khan muere mañana, ¿devolverán el oro? —preguntó Jelaudin, pensando todavía en la vasta riqueza que su padre había entregado en un instante. Percibió que el sah avanzaba hacia él y giró la vista, que seguía clavada en la entrada de la tienda.

—A menos que Alá le derribe por su insolencia, no morirá mañana, Jelaudin. ¿No lo entiendes ni aun ahora? ¿No te diste cuenta cuando regresabas hasta mi tienda? —Habló con una monótona intensidad que Jelaudin no comprendía y, al tratar de responder, el joven empezó a balbucear.

—¿Darme cuenta… de qué? Yo…

—Mi ejército está vencido —exclamó el sah—. Con los hombres que has perdido esta noche, apenas quedan suficientes para resistir a uno de sus malditos generales por la mañana. Nos han reducido a menos de treinta mil hombres e incluso si la guarnición de Otrar apareciera en este mismo instante, habríamos perdido. ¿Lo entiendes ahora?

Atemorizado por las palabras de su padre, a Jelaudin se le encogió el estómago. Llevaban días luchando y la masacre había sido brutal, pero el campo de batalla era enorme y no había sabido hasta entonces lo terribles que habían sido las bajas.

—¿Tantos muertos? —dijo, al fin—. ¿Cómo es posible?

Su padre levantó una mano y, por un momento, Jelaudin pensó que iba a pegarle, pero lo que hizo el sah fue girarse para coger otro fajo de informes.

—¿Quieres contarlos otra vez? —preguntó con voz airada—. Hemos dejado un rastro de cadáveres de casi doscientos kilómetros y los mongoles no han perdido su fuerza.

Jelaudin apretó la boca, tomando una decisión.

—Entonces, dame a mí el mando mañana. Coge a tu noble guardia y volved a Bujará y Samarcanda. Regresa en primavera con un nuevo ejército y venga mi muerte.

Por un segundo, la expresión furiosa del sah se desvaneció y su mirada se suavizó al mirar a los ojos a su primogénito.

—Nunca he dudado de tu valor, Jelaudin.

Alargó la mano y tomó el cuello de su hijo, atrayéndole y dándole un breve abrazo. Cuando se separaron, Ala-ud-Din suspiró.

—Pero no malgastaré tu vida. Vendrás conmigo y el año que viene traeremos cuatro veces más guerreros para acabar con estos invasores infieles. Armaré a todos los hombres que puedan sostener una espada y el fuego y la venganza más sangrienta caerá sobre ellos. Para entonces, los Asesinos habrán matado a su khan. Por una cantidad así de oro, actuarán con rapidez.

Jelaudin hizo una inclinación de cabeza. De la oscuridad que reinaba fuera de la tienda, le llegaron en el viento los ruidos del campamento y los gemidos de los heridos.

—Entonces, ¿nos marchamos esta noche?

Si el sah sentía el escozor del deshonor, no lo mostró.

—Reúne a tus hermanos. Entrégale el mando al hombre de más rango que quede con vida. Dile… —Enmudeció un instante y su mirada se tornó distante—. Dile que las vidas de nuestros hombres deben venderse caras si desean entrar en el paraíso. Se asustarán cuando descubran que nos hemos marchado, pero deben resistir.

—Los mongoles buscarán nuestro rastro, padre —respondió Jelaudin, pensando ya en las provisiones que debía reunir. Tendría que convocar a la guardia montada de su padre tan discretamente como fuera posible para no alarmar a los que se quedaban.

El sah agitó una mano, irritado.

—Iremos hacia el oeste, lejos de ellos, luego nos dirigiremos al norte y al este cuando hayamos dejado Otrar atrás. La tierra es vasta, hijo mío. Ni siquiera sabrán que nos hemos ido hasta mañana. Coge todo cuanto necesitemos y vuelve aquí cuando estés listo.

—¿Y Otrar? —preguntó Jelaudin.

—¡Otrar está perdido! —gritó con rabia el sah—. Mi primo Inalchuk ha traído el desastre sobre nosotros, y si pudiera matar a ese necio, lo haría.

Jelaudin se tocó la frente, los labios y el corazón con la cabeza inclinada. Sus sueños de cabalgar al frente de un ejército victorioso habían sido frustrados, pero era el hijo de su padre y habría otros ejércitos y otros días. A pesar de la humillación y el horror de las batallas contra los mongoles, las vidas entregadas por su padre no pesaban en sus pensamientos. Eran los hombres del sah y cualquiera de ellos moriría para protegerle. Como era su deber, se dijo Jelaudin.

Se afanó en sus tareas con rapidez mientras la luna avanzaba sobre su cabeza. Se aproximaba el día y debían estar bien lejos de la batalla y los exploradores mongoles cuando rayara el alba.

Gengis esperaba a la luz de la luna, oscuras filas de hombres a sus espaldas. Khasar estaba con él, pero ninguno de los dos hermanos habló mientras aguardaban, listos. Los exploradores les habían avisado de que la guarnición de Otrar estaba entrando. Habían tenido el tiempo justo para prepararse después de rechazar el ataque nocturno contra su campamento. Por debajo de él mismo, Gengis le había otorgado el mando a Tsubodai, el más capaz de sus generales. No tenía esperanzas de poder dormir durante toda la noche, pero esa situación era algo bastante habitual para los guerreros que le rodeaban y, con carne, queso y el potente airag negro, seguían conservando las fuerzas.

Gengis ladeó la cabeza al oír un sonido que había brotado de la oscuridad. Chasqueó la lengua para alertar al hombre más próximo, pero ellos también lo habían oído. Sintió una punzada de arrepentimiento por las muertes de Samuka y Ho Sa, pero enseguida se le pasó. Sin su sacrificio, lo habría perdido todo el día anterior. Volvió la cabeza a izquierda y a derecha, buscando otros ruidos.

Ahí estaban. Gengis sacó la espada y toda la primera línea de batalla preparó sus lanzas. No tenían flechas. Tsubodai había pasado buena parte de la noche recopilando las últimas que quedaban y llenando carcajes con ellas, pero las necesitarían cuando llegara el amanecer. Gengis oyó el bufido de unos caballos y se restregó el cansancio de los ojos con la mano libre. En ocasiones, le parecía que había estado luchando toda la vida contra esos locos de piel oscura.

Con Jelme, había elegido un lugar para esperar justo debajo de una colina de escasa altura. A pesar de la luz de la luna, estaría oculto, mientras sus exploradores seguían moviéndose, dejando a un lado los caballos y corriendo en la oscuridad para mantenerle informado. Uno de ellos apareció bajo sus estribos y Gengis agachó la cabeza para oír las palabras susurradas: emitió un gruñido de sorpresa y placer.

Cuando el explorador se hubo marchado, Gengis empujó ligeramente a su caballo hacia Khasar.

—¡Los superamos en número, hermano! Samuka y Ho Sa tienen que haber peleado como tigres.

Khasar asintió con gesto grave.

—Ya casi es la hora. Estoy cansado de luchar contra sus vastos ejércitos. ¿Estás listo?

Gengis resopló.

—Llevo varias vidas esperando a esta guarnición, hermano. Por supuesto que estoy listo.

Ambos hombres partieron en la oscuridad. Luego, la línea mongola saltó la colina de un salto. Delante de ellos, los restos de la guarnición de Otrar estaban abriéndose paso hacia el sur para unirse al sah. Se detuvieron sobresaltados al ver aparecer las líneas mongolas, pero no había nadie que pudiera salvarlos cuando las lanzas descendieron.

El sah Ala-ud-Din tiró de las riendas de su montura cuando oyó los sonidos de la batalla resonar en las colinas. A la luz de la luna, vio los borrones distantes de los combatientes, pero no podía adivinar lo que estaba sucediendo. Tal vez los malditos mongoles hubieran atacado de nuevo.

Acompañados sólo por los cuatrocientos jinetes supervivientes, sus hijos y él habían abandonado el ejército y cabalgaban enérgicamente. El sah echó una ojeada hacia el este y vio que estaba rayando el alba. Trató de ocupar su mente con planes para el futuro, cerrándola a los remordimientos. Era difícil. Había salido para aplastar a un invasor y, por el contrario, había presenciado cómo sus mejores hombres sufrían una terrible derrota. Los mongoles eran guerreros incansables; los había subestimado. Sólo le reconfortaba la idea de Abbas cabalgando en dirección al baluarte que los Asesinos tenían en las montañas. Los hombres de las sombras nunca fallaban y deseó poder ver el rostro del khan cuando sintiera sus negros cuchillos hundiéndose en su pecho.

Kokchu podía oler el miedo en el campamento, que impregnaba el cálido aire nocturno. Se notaba en las lámparas, colgadas de postes, que habían situado en cada intersección del laberinto de tiendas. Las mujeres y los niños tenían miedo de la oscuridad, que les hacía imaginar enemigos en todos los rincones. Para Kokchu, ese miedo latente era embriagador. Junto con los guerreros mutilados, Temuge, el hermano de Gengis, y Yao Shu, era uno de los pocos hombres que quedaban entre miles de mujeres asustadas. Era difícil esconder la excitación que le producían sus rostros encendidos. Vio cómo se preparaban lo mejor que podían para un ataque, rellenando ropas y armaduras con hierba seca para, a continuación, atar aquellos espantajos a las monturas libres. Muchas de ellas se aproximaban a él a diario y le ofrecían todo cuanto tenían para que rezara para que sus maridos regresaran sanos y salvos. En aquellos momentos se controlaba estrictamente, obligándose a recordar que los guerreros regresarían y les preguntarían a sus esposas qué habían hecho durante su ausencia. Cuando las jóvenes se arrodillaban y entonaban salmodias ante él en su ger, con sus ridículas ofrendas posadas en el polvo, a veces les ponía la mano en el pelo y se excitaba mientras las guiaba en sus súplicas.

La peor de todas era la hermana de Gengis, Temulun. Era ágil y de piernas largas, con una estructura ósea que recordaba a la fortaleza de su hermano. Le había visitado tres veces para pedirle protección para Palchuk, su marido. La tercera vez, desprendía un intenso olor a sudor. Aunque unas vocecitas dentro de su cabeza le habían gritado que fuera precavido, había insistido en hacer un hechizo sobre su piel, un hechizo que se extendiera a todo cuanto amaba. Tuvo una erección al recordarlo, a pesar de su temor. Con qué esperanza le había mirado. ¡Cómo le había creído! Tenerla bajo su control le había tornado temerario. Le había hablado de un hechizo muy potente, uno que sería como un hierro que cayera sobre las espadas enemigas. Le había comunicado sus dudas con sutil habilidad y, al final, ella le había rogado que le brindara su protección. No había sido fácil ocultar la excitación que le embargó en aquel momento, mientras accedía con una inclinación de cabeza a su súplica.

Cuando se lo ordenó, ella se había despojado de la ropa y se había quedado de pie, desnuda ante Kokchu, mientras él comenzaba la salmodia. Recordaba el temblor de sus dedos cuando ella cerró los ojos y le permitió que le dibujara en la piel una telaraña con la sangre de una oveja.

Kokchu detuvo las divagaciones de su mente y maldijo entre dientes. Era un idiota. Al principio, Temulun, sin abrir los ojos, se había mantenido quieta y orgullosa mientras él trazaba línea tras línea presionando su carne con un dedo. Con el pulso tembloroso, la había seguido pintando hasta que su vientre y sus piernas quedaron cubiertos con una red de rayas rojas. Su deseo había crecido hasta ser insoportable y puede que su respiración se hubiera acelerado o que ella hubiera notado el enrojecimiento de sus mejillas. Hizo una mueca al pensar que pudiera haber notado cómo se había apretado contra su muslo al inclinarse sobre ella. La muchacha había abierto los ojos de golpe, saliendo del trance, y le había mirado a través del humo del incienso, desconfiando súbitamente de él. Se estremeció al recordar la expresión de su rostro. En aquel momento su mano llevaba un tiempo demorándose en el dibujo de los pechos y el olor de la sangre le llenaba los orificios nasales.

Había salido de la tienda como una exhalación, recogiendo sus ropas a toda prisa a pesar de que él le había dicho que el hechizo no había concluido. Kokchu se había quedado mirándola mientras se marchaba casi a la carrera y, de pronto, se le había encogido el estómago al darse cuenta de lo que había osado hacer. No temía a su esposo, Palchuk. Había pocos hombres que se atrevieran siquiera a hablar con el chamán y Kokchu no tenía ninguna duda de que sabría cómo despachar a aquel hombre. ¿No era acaso el hechicero del propio khan, el que le había proporcionado a Gengis una victoria tras otra?

Kokchu se mordió el labio mientras meditaba. Si Temulun le confiaba a Gengis sus sospechas de que la mano del chamán había tocado con excesiva intimidad sus muslos y sus pechos, no habría protección en el mundo que pudiera salvarle. Trató de convencerse de que no lo haría. A la fría luz del día, la joven admitiría que no sabía nada del trato con los espíritus, de qué debía hacerse para invocarlos. Tal vez debería pintarrajear a uno de los lisiados de la misma manera, para que a Temulun le llegaran noticias del ritual. Lo consideró seriamente durante un momento, pero luego volvió a maldecir su lujuria, sabiendo que lo había arriesgado todo.

Kokchu estaba junto a una encrucijada y observó a dos jovencitas que conducían a unos ponis tirando de las riendas. Le saludaron con una inclinación de cabeza al pasar por su lado y él les respondió con cortesía. Su autoridad era absoluta, se dijo, sus secretos estaban a salvo. Muchos de los esposos de las mujeres del campamento no volverían al hogar. Entonces, tendría un montón de féminas entre las que elegir, mientras las consolaba de su dolor.