Pese al estruendo de los cascos al galope, Tsubodai oyó el crujido de las plumas en su oído mientras tensaba el arco. Se elevó sobre los estribos y apuntó a las patas delanteras de un elefante que caía sobre él como una avalancha. Por todas partes, sus hombres imitaron su acción y, cuando soltó la flecha, una negra nube de proyectiles oscureció el aire. Ninguno de los guerreros tenía que pensar sus acciones. Habían sido entrenados para el combate desde que, con dos o tres años de edad, los ataran a una oveja para enseñarles a cabalgar. Antes de que las primeras saetas hicieran blanco, ya había una segunda en la cuerda. Los poderosos haces de músculos se hinchaban en sus hombros derechos cada vez que volvían a tensar la cuerda.
Los elefantes barritaron de dolor y se irguieron sobre dos patas, agitando las cabezas de un lado a otro. Tsubodai vio cómo las saetas se clavaban en las gigantescas patas grises, acertándoles en plena zancada y rompiendo el ritmo de la carga. La mitad de los enormes animales tropezaron cuando les falló una de las patas. Otros levantaron la trompa y mostraron sus amarillentos colmillos en enfurecido desafío. En realidad, la velocidad se incrementó, pero la segunda ola de flechas partió y los elefantes se estremecieron bajo los impactos. Las flechas se les engancharon entre las patas, desgarrando las heridas abiertas.
Tsubodai alargó automáticamente la mano para coger otra saeta de su carcaj, pero sus dedos se cerraron en el vacío. Ya estaba casi al lado de la caballería del sah y volvió a dejar el arco en la funda de cuero de su silla para alzar la espada por encima de su hombro derecho, lista para cortar.
Los hombres que le rodeaban lanzaron una última flecha a las líneas que se aproximaban y Tsubodai se puso de pie sobre los estribos cuando vio a los elefantes más próximos elevarse sobre sus patas traseras, locos de dolor. Sus adiestradores gritaron, golpeándoles con violencia mientras giraban. El corazón de Tsubodai pareció ralentizarse cuando vio cómo uno de ellos era arrancado de un ancho lomo y arrojado al suelo con una fuerza terrible. Desesperados por el dolor, los elefantes se alejaron de la línea de jinetes al galope, derribando hombres y caballos en su huida.
Cuando los gigantescos animales se retiraron corriendo a ciegas contra las filas del sah, Tsubodai lanzó un grito de triunfo. Penetraron en el contingente de soldados como si atravesaran un campo tupido, utilizando sus colmillos para quitar de en medio a hombres adultos como si fueran briznas de hierba. En ese estado de locura, nada podía frenarlos. Pocos momentos después, Tsubodai se encontró ante un frente destrozado, con hombres aturdidos y heridos por el paso de las bestias. Algunos de los árabes se recobraron enseguida y volvieron a disparar desde sus arcos de doble curva. Cayeron varios guerreros y caballos mongoles, pero los demás enseñaron los dientes y avanzaron. En los últimos instantes previos al encuentro de las dos fuerzas, Tsubodai eligió su blanco y guió a su poni sólo con las rodillas.
Los guerreros mongoles atravesaron la primera línea árabe sembrando el caos. Tsubodai le arrancó la cabeza a un soldado, luego casi se cayó de la silla cuando otro hombre trató de golpearle y tuvo que agacharse con un gesto brusco. Cuando se volvió a erguir, alargó su hoja y se le dislocó el hombro al chocar contra una armadura enemiga. Gracias a su peso y a que todavía estaba encorvado, se mantuvo en la silla mientras que el árabe se desplomaba y Tsubodai se encontró en una de las sangrientas brechas que habían abierto los elefantes. Todavía podía verlos alejándose, atormentados e indiferentes a la destrucción que iban creando a su paso. En silencio, Tsubodai le dio las gracias a aquellos enormes animales mientras se volvía buscando nuevos enemigos. El shock ante la devastadora desbandada de los elefantes había paralizado las filas del sah. Los arqueros árabes se habían dispersado y morían dando órdenes a gritos, aterrorizados, mientras los mongoles lanzaban otro ataque brutal y encajaban las heridas sin emitir un solo sonido y sin dejar de blandir su espada con eficiente violencia. Las excelentes hojas se arruinaban contra las corazas árabes, pero sus brazos subían y bajaban sin descanso, y si un escudo detenía un golpe, asestaban otro por encima o por debajo, cercenando piernas y gargantas. Eran más rápidos que sus rivales. Tsubodai se enzarzó en combate con un enorme árabe barbudo, luchando con furia salvaje contra él, y pudo oler su sudor cuando utilizó el hombro de su poni para hacerle perder el equilibrio. Un instante antes de dejarle atrás, Tsubodai vio que la espada curva no tenía guardamano y pasó la hoja por la empuñadura cortando tres dedos con limpieza y haciendo que el arma cayera al suelo. Los hombres del sah eran altos y fornidos y Tsubodai se preguntó si habrían sido elegidos más por su fuerza que por su destreza. Sus golpes hacían tambalearse a sus guerreros, pero, una y otra vez, los mongoles los esquivaban agachándose o moviéndose a un lado, y devolvían el golpe cuando tenían ocasión antes de cambiar de posición. A muchos de los soldados del sah era necesario infligirles tres o cuatro heridas antes de que la pérdida de sangre les hiciera desplomarse.
Tsubodai vio cientos de soldados de infantería reunirse en torno a un jinete que montaba un semental negro. Aun a esa distancia, se veía que era un animal estupendo. Su jinete vociferó una orden y los hombres adoptaron la formación de cuña a sus espaldas. Tsubodai se preparó para un contraataque pero, en vez de eso, levantaron los escudos y, sin dejar de combatir, comenzaron a retirarse hacia el ejército principal.
El general mongol no tuvo que repartir nuevas órdenes. Los oficiales de sus minghaans actuaban por su cuenta y cuatro de ellos presintieron la retirada y se lanzaron al ataque. Las flechas habrían acabado con los soldados árabes, pero se habían agotado y tuvieron que ver cómo el enemigo se alejaba guardando un buen orden, dejando montañas de cadáveres tras de sí.
Tsubodai oyó los cuernos de los exploradores gimiendo a lo lejos. Alzó la vista y vio cómo llegaban los tumanes de Gengis. El khan había entrado por fin en el campo de batalla y Tsubodai se restregó el sudor de los ojos, embargado por un inmenso placer.
Sus hombres habían arrollado a los jinetes que habían enviado contra ellos, pero Tsubodai seguía sintiéndose frustrado. Aquella retirada en orden había cumplido con su cometido, evitando que arrasara las líneas y le cortara la cabeza al ejército principal del sah. Sus hombres y él daban vueltas en torno al extremo de la batalla, algunos todavía combatiendo contra los últimos nudos de la fatigada infantería. Tsubodai se preguntó quién sería el joven oficial que había impedido una derrota aplastante. El hombre había contenido a sus hombres en lo más ardiente de la batalla y Tsubodai apuntó ese dato a lo demás que había aprendido del enemigo. Al parecer, el sah contaba al menos con un oficial competente a su mando.
Los minghaans volvieron a formar en un paisaje de hombres despedazados, y armaduras y armas abolladas. Algunos guerreros desmontaron para extraer las valiosas flechas de la carne de los muertos, pero sólo unas cuantas seguían siendo reutilizables. Tsubodai sintió que su pulso se normalizaba y observó el campo de batalla, juzgando dónde se le necesitaba. El ejército del sah había salido de los pasos y veía a los tumanes de Jebe y de Jochi hostigándolo con fiereza en retaguardia. El sol estaba bastante bajo en el oeste y pensó que Gengis apenas tendría tiempo para atacar antes de que oscureciera.
Tsubodai asintió para sí. Vio que la parte final de la infantería del sah había regresado al flanco y miraba torvamente a los guerreros mongoles que pululaban entre los caballos. La mayoría de los elefantes había desaparecido, aunque algunos habían quedado tendidos en el suelo, pataleando, heridos con flechas de las propias filas del sah, que les habían disparado antes que dejar que siguieran arrasándolo todo. Tsubodai estaba cansado y le dolía casi todo el cuerpo, pero a la batalla le quedaba mucho para acabar.
—¡Formad detrás de mí! —gritó y los que le oyeron, le obedecieron. Mientras las filas del sah pasaban por delante de ellos, la fría mirada de Tsubodai captó la aparición de nuevos soldados de infantería. Casi no podía creérselo, pero los soldados del sah estaban tan decididos a alcanzar Otrar, que seguían adelante haciendo caso omiso de las fuerzas atacantes.
Tsubodai meneó la cabeza. Los generales mongoles habían demostrado la efectividad de sus contingentes móviles, que contaban con oficiales que actuaban por sí mismos. Sin embargo, el ejército del sah continuaba avanzando, lento y pesado, obedeciendo a un solo mando independientemente de lo que les esperara. Tsubodai pensó que el sah era tan implacable como el propio Gengis a la hora de utilizar a sus hombres.
Mientras los hombres de Jelme adoptaban la formación en columnas, Tsubodai vio algunos rostros asustados en el ejército del sah girándose hacia él. Sabían lo que iba a suceder, casi antes de que hubiera acabado de tomar la decisión. Observó cómo tensaban los arcos y se preparaban.
Tsubodai alargó la mano hacia el cuerno de explorador que llevaba colgado del cuello sólo para descubrir que estaba roto por la mitad, partido por un golpe que no podía recordar. Maldijo entre dientes, ajeno a las sonrisas que sus palabras producían en los que estaban más cerca de él.
—Seguidme —bramó. A su izquierda, los hombres de Jelme hundieron los talones en su montura y avanzaron.
Gengis había forzado la marcha durante más de treinta kilómetros para llegar a aquel lugar y habían cambiado sus monturas por otras frescas cuando la batalla estuvo a la vista. Vio que el sah había salido de las colinas, pero eso era inevitable. Recorrió las líneas con la mirada para encontrar a su hijo Chagatai, que avanzaba al galope, y más lejos, a Khasar. A sus espaldas, había un total de cincuenta mil hombres a caballo, con una larga cola de monturas sin jinete corriendo tras ellos. Y, sin embargo, se enfrentaban a un ejército que se extendía hasta donde no alcanzaba la vista. Los estandartes de Tsubodai, que atacaba por el flanco, apenas eran visibles a su izquierda. Tras las huestes árabes, se agitaban grandes nubes de polvo. Gengis pensó que Samuka y Ho Sa ya estarían muertos, pero Otrar estaba lejos y su guarnición no podría llegar al campo de batalla ese día. Había hecho cuanto estaba en su mano, pero ése era el último lanzamiento de las tabas. Eso era lo que le procuraba y no tenía otro plan aparte de atacar la columna del sah y envolverla con formaciones de media luna.
Gengis gritó una orden a un portaestandartes y oyó el aleteo de la bandera dorada al ascender. A lo largo de la línea de batalla, mil arcos crujieron. El ejército del sah trató de prepararse para el impacto, aunque sus oficiales les urgían a continuar. Nadie quería enfrentarse a esos adustos guerreros de nuevo, pero era imposible evitarlos. Cuando el estandarte dorado bajó y el cielo se tornó negro, lanzaron desafíos a voz en cuello.
Las líneas mongolas atacaron a máxima velocidad, rugiendo, y ese ritmo frenético era tan peligroso como las armas que blandían.
Los cuernos de la media luna se abrieron en torno a la cabeza del ejército del sah, corriendo a lo largo de los flancos y clavándose en ellos. La luz era ya gris cuando los ejércitos chocaron: el sol estaba desapareciendo por el oeste. La noche sería clara y perfecta. Los mongoles se abalanzaron contra las huestes enemigas.
El sah Ala-ud-Din Mohamed lanzó un grito de horror y sorpresa cuando una línea de mongoles atravesó su ejército y fue directa hacia él. Su guardia montada fue eliminando a todos y cada uno de ellos, pero estaba rodeado por todos lados y la mitad de sus hombres no podían utilizar las armas. El sah sintió que el pánico estaba a punto de invadirle cuando miró a su alrededor. Pronto sería de noche y, sin embargo, los mongoles luchaban como salvajes. No emitían ningún sonido, ni siquiera cuando les arrancaban la vida del cuerpo. El sah no podía sino menear la cabeza ante tal exhibición de autocontrol. ¿Es que no sentían el dolor? Su hijo Jelaudin creía que se parecían más a los mudos animales que a los hombres y tal vez tuviera razón.
Aun así, el ejército del sah seguía marchando, avanzando a trompicones, luchando contra el impulso de salir huyendo de ese enemigo. Ala-ud-Din observó cómo, en los flancos, las brillantes columnas de sus hombres eran destruidas mientras el estruendo permanente de la lucha en retaguardia los impulsaba hacia delante.
Más y más guerreros del khan morían intentando abrirse camino hacia el centro. Los soldados del sah mantenían la formación y los despedazaban cuando llegaban galopando a su posición. No podían igualar la velocidad de los mongoles, pero sus escudos detenían muchas de las flechas y los que se aproximaban recibían tajos y mandobles y eran rechazados todas las veces. Mientras a su alrededor la luz perdía intensidad, Ala-ud-Din se regocijaba por cada enemigo que moría bajo las pesadas pezuñas de su elefante.
La oscuridad cayó y, por un momento, la escena que tenía ante sus ojos le pareció una visión infernal. Los hombres aullaban en su esfuerzo por sobrevivir en aquella palpitante masa de sombras y cuchillos. Los cascos de los caballos resonaban como truenos en sus oídos y daba la impresión de que un genio rugiente hubiera atrapado al ejército del sah. Sin dejar de avanzar, los soldados se giraban a un lado y a otro, aterrorizados al oír a los jinetes abalanzándose sobre ellos desde todas las direcciones. Por encima de sus cabezas, las estrellas lucían claras y relucientes mientras la luna creciente ascendía poco a poco.
El sah se dijo que el khan mongol podría continuar luchando hasta el amanecer y, mientras daba órdenes, rezaba constantemente, confiando en sobrevivir a las horas de oscuridad. Una vez más, sus guardias tuvieron que rechazar una columna de asaltantes salida de la nada, matando a ochenta o noventa hombres y obligando a los demás a alejarse para que otros se ocuparan de ellos. Ala-ud-Din notó que los hijos de las antiguas casas estaban disfrutando del combate. Sus dientes resplandecían mientras presumían de los mejores golpes repitiéndolos ante sus amigos. A su alrededor, el ejército estaba siendo masacrado, pero esos nobles hijos no tendrían en cuenta aquellas pérdidas. Al fin y al cabo, Alá daba y quitaba a voluntad.
Ala-ud-Din pensó que el amanecer dejaría a la vista los jirones ensangrentados de las huestes que había comandado. Sólo la idea de que su enemigo sufriera en igual grado le ayudó a mantener su resolución.
Al principio, no se dio cuenta de que el ruido disminuía. Le parecía que había vivido toda su vida con aquel estruendo de los cascos llegando desde todas direcciones. Cuando empezó a disminuir, todavía estaba llamando a sus hijos para obtener los últimos informes. El ejército continuó marchando. Sin duda, antes del alba, Otrar estaría muy cerca.
Por fin, uno de los primeros hombres del sah le informó con un grito de que el khan se había retirado. Ala-ud-Din dio las gracias por haberse salvado. Sabía que los jinetes no podían atacar de noche. Bajo la pálida luz de la luna, no podían coordinar los golpes sin estrellarse unos contra otros. Cuando llegaron los exploradores, escuchó sus informes, el cálculo de la distancia que los separaba de Otrar y cada pequeño detalle que habían anotado sobre la posición del khan.
Ala-ud-Din inició los preparativos para levantar el campamento. Al amanecer llegaría la batalla definitiva y los malditos mongoles habían dejado sus flechas en los cadáveres de sus hombres. Con Otrar a la vista, ampliaría las líneas y emplearía más espadas en sus punzantes ataques. En la última hora, los mongoles habían perdido al menos tantos hombres como él mismo, estaba seguro. Antes de eso, habían mermado brutalmente sus huestes. Recorrió con la mirada las líneas de soldados preguntándose cuántos habrían sobrevivido a la lucha a través de las montañas. En una ocasión, había visto una partida de caza perseguir a un león herido que se alejaba renqueante de sus lanzas. El animal había dejado un rastro de sangre tan ancho como él mismo mientras se arrastraba sobre la panza abierta. No podía quitarse de la cabeza la visión de su propio ejército herido como ese león, dejando una estela rojo brillante a sus espaldas. Por fin, dio la orden de alto y a sus oídos llegó el masivo suspiro de miles de hombres a quienes se les permitía descansar. El sah empezó a desmontar, pero mientras lo hacía, vio unas luces aparecer por el este. Conocía bien los diminutos puntos luminosos de las hogueras de un ejército y permaneció subido a su elefante observando cómo iban surgiendo más y más hasta que el horizonte parecía un firmamento plagado de distantes estrellas. Allí estaba su enemigo, reposando y aguardando el alba.
En torno a Ala-ud-Din, sus propios hombres empezaron a encender fuegos con madera y los excrementos secos de los camellos. La mañana pondría el punto y final a la lucha. El sah oyó las voces que llamaban a los fieles a la oración y asintió con ferocidad para sí. Alá seguía estando con ellos, y el khan mongol estaba sangrando también.
La luna estaba atravesando el negro cielo cuando Gengis reunió a sus generales en torno al fuego. Mientras esperaban que hablara, no había júbilo entre los hombres del khan. Sus tumanes habían acabado con muchos de los hombres del sah, pero sus propias pérdidas eran espantosas. En la última hora antes de la oscuridad, cuatro mil soldados veteranos habían muerto. Se habían abierto paso entre los árabes y habían estado a punto de llegar hasta el propio sah, pero entonces las espadas enemigas se habían unido contra ellos y los habían expulsado.
Cuando Jebe y Jochi llegaron juntos al campamento, Kachiun y Khasar les habían saludado, mientras que Gengis simplemente se les había quedado mirando. Tsubodai y Jelme, que estaban al tanto de la historia de la larga marcha como todo el campamento, se pusieron en pie para felicitar a los dos jóvenes.
Chagatai también había oído la noticia y observó con expresión hosca cómo Jelme le daba unas palmadas en la espalda a su hermano mayor. No entendía por qué todos parecían tan complacidos. Él también había luchado, y había seguido las órdenes de su padre en vez de desaparecer durante varios días. Al menos, él había estado allí donde Gengis le necesitaba. Chagatai había abrigado la secreta esperanza de que Jebe y Jochi fueran humillados por su ausencia, pero incluso su tardía llegada a la retaguardia del sah estaba siendo recibida como un golpe de genio. Se pasó la lengua por los dientes delanteros, mirando a su padre.
Gengis estaba sentado, con las piernas cruzadas, con un odre de airag apoyado contra la cadera y un cuenco de cuajos secos sobre su regazo. Tenía el dorso de la mano izquierda cubierto de sangre y llevaba una apretada venda en la espinilla, que aún sangraba. Chagatai retiró la mirada de la necia alabanza a su hermano y observó cómo Gengis limpiaba el cuenco con un dedo y masticaba los últimos restos de alimento. Cuando dejó el recipiente a un lado y se quedó perfectamente inmóvil, se hizo el silencio.
—Samuka y Ho Sa deben de estar muertos —dijo Gengis, al fin—. La guarnición de Otrar no puede estar lejos y no sé cuántos de ellos han sobrevivido al fuego y a las flechas.
—La oscuridad no les detendrá —observó Kachiun—. Quizá lleven a sus caballos a pie, pero alcanzarán al sah antes del amanecer. —Mientras hablaba, Kachiun fijó la vista en el negro vacío, en la zona por la que podría llegar la guarnición. A lo lejos, podía ver las hogueras del campamento del sah y, aun después de tantas muertes, seguía habiendo cientos de puntos de luz, a sólo unos cuantos kilómetros de distancia. Sin duda los batidores árabes estaban ya en camino hacia la guarnición de Otrar para guiarlos hasta su posición. La oscuridad les daría el amparo que necesitaban.
—He situado exploradores en un círculo a nuestro alrededor —dijo Gengis—. Si atacan por la noche, no habrá sorpresas.
—¿Quién ataca de noche? —replicó Khasar. Estaba pensando en Samuka y Ho Sa y apenas levantaba la vista de la carne seca de cabra que se estaba obligando a comer.
A la luz de las llamas, Gengis posó su fría mirada en su hermano.
—Nosotros —contestó.
Khasar tragó el bocado más rápido de lo que habría querido para responder, pero Gengis continuó antes de que pudiera decir nada.
—¿Acaso tenemos alternativa? Sabemos dónde están y, de todos modos, las flechas están perdidas. Si atacamos por todos los flancos, no entorpeceremos las líneas de los demás.
Khasar carraspeó y habló con voz ronca.
—Esta noche la luz de la luna apenas alumbra, hermano. ¿Cómo vamos a poder ver las banderas o saber cómo evoluciona la batalla?
Gengis alzó la cabeza.
—Cuando caigan o cuando mueras, lo sabrás. Es nuestra única opción. ¿Crees que debería esperar hasta que una guarnición de veinte mil hombres se una a ellos al amanecer…? ¿Con hombres descansados que no han peleado como nosotros? —A la luz de la hoguera, miró a sus generales uno a uno. Muchos de ellos se movían con dificultad y el brazo derecho de Jelme estaba envuelto en un paño ensangrentado y todavía húmedo.
—Conociendo a Samuka, no serán ni la mitad de esa cifra —murmuró Khasar, pero Gengis no respondió.
Tsubodai se aclaró la garganta y los ojos de Gengis se posaron en el joven general.
—Mi señor khan, las columnas volantes funcionaron bien cuando teníamos flechas. Por la noche, hombres con escudos ordenados en filas compactas pararían los ataques. Podríamos perderlas todas.
Gengis resopló, pero Tsubodai continuó y su tranquila voz calmó a los demás.
—Una columna podría abrirse paso, pero eso ya lo vimos hoy. No huyen de nosotros esos árabes, al menos no con facilidad. Cada paso adelante trae a más y más hombres hacia el flanco de la carga hasta que se bloquea.
—¿Tienes alguna alternativa? —exclamó Gengis con brusquedad. Aunque su tono era seco, estaba escuchando. Conocía la aguda mente de Tsubodai y la respetaba.
—Tenemos que engañarlos, señor. Podemos hacerlo con un segundo ataque falso, dando una vuelta a su alrededor. Mandarán a más hombres para resistir y los arrollaremos desde nuestro lado.
Gengis meneó la cabeza, meditando. Tsubodai prosiguió.
—¿Y si hiciéramos que un pequeño contingente de hombres condujera algunos caballos hasta el ala izquierda del sah, señor? Que se lleven todas las monturas sin jinete y hagan tanto ruido como puedan. Cuando el sah dirija a sus soldados hacia allá, atacaremos el flanco derecho con todo cuanto tengamos. Podría marcar la diferencia.
Esperó a que Gengis lo considerara bien, sin darse cuenta de que estaba conteniendo la respiración.
—Es un buen plan… —empezó a decir el khan. Pero entonces, el sonido del cuerno de un explorador rasgó la oscuridad y todos los hombres que rodeaban la fogata se pusieron tensos. Casi como si le respondiera, a lo lejos resonó un estruendo que se dirigía hacia ellos. Mientras hablaban y comían, el sah había lanzado un ataque contra sus hogueras.
Como un solo hombre, los generales se pusieron en pie, ansiosos por volver con sus tumanes.
—… Pero esto es más sencillo, Tsubodai —le dijo Khasar al pasar junto a él.
La insolencia del tono hizo sonreír a Tsubodai. Ya había previsto la posibilidad de que se produjera un ataque y sus guerreros estaban preparados.