Bajo el sol de la mañana, Gengis se volvió tan deprisa que Khasar se sobresaltó. Cuando vio que se trataba de su hermano menor, la expresión de la cara del khan se tornó ligeramente menos terrible, pero la evidente tensión no se disipó. Gengis llevaba dos días rebosando ira y frustración mientras sus hombres luchaban y morían más allá de los montes del sur. Si las murallas de Otrar hubieran sido un poco menos gruesas, habría hecho que las catapultas estuvieran funcionando durante todo ese tiempo, pero ante la anchura de los muros, habría sido un gesto inútil y había decidido esperar. La ciudad no era tan importante como sobrevivir ante el ejército del sah, pero la inactividad había ido acabando con su paciencia y estaba a punto de estallar.
—Dame buenas noticias —exclamó Gengis con brusquedad.
Khasar vaciló y, al notarlo, Gengis frunció el ceño.
—Entonces dime qué noticias tienes, sean las que sean —dijo.
—Los exploradores han informado de que hay una batalla en marcha delante de la entrada del paso. Los generales han mermado los efectivos del sah como ordenaste, pero el ejército sigue estando prácticamente intacto. Kachiun está listo con sus arqueros en lo alto de las lomas. Matarán a muchos, pero, a menos que el ejército se desmorone y huya en desbandada, el sah llegará al otro lado del paso. Sabías que pasaría, hermano.
Observó cómo Gengis apretaba el puno izquierdo con tanta fuerza que su brazo empezó a temblar.
—Dime cómo impedir que veinte mil guerreros caigan sobre nuestra retaguardia y resistiré el avance del sah cuando salga del paso —contestó Gengis.
Khasar desvió la vista hacia la ciudad que se burlaba de sus preparativos. El campamento había sido despojado de guerreros, cinco tumanes enteros aguardaban órdenes y a Gengis le irritaba cada momento perdido. No subestimaba el riesgo que había asumido. Además de sus esposas, sus hijos Ogedai y Tolui se habían quedado allí, desprotegidos, porque necesitaba utilizar todas las fuerzas que tenía a su disposición para obtener la máxima ventaja posible. Cuando el sol se elevó sobre el segundo día, sólo Khasar se había atrevido a hablar a su hermano, pero no había podido ofrecerle ninguna solución.
Khasar sabía tan bien como su hermano que si el sah conseguía atravesar las colinas con su ejército, la guarnición de Otrar iniciaría el ataque en cuanto viera aparecer sus estandartes. Los tumanes serían arrollados. Khasar era consciente de que no poseía la brillantez de Tsubodai o el ingenio de Kachiun, pero sabía que había una única orden posible. No podían tomar Otrar. Todo cuanto podían hacer era retirarse, llevándose a todos los generales con ellos. Con todo, esperó la decisión de Gengis.
El humo negro de la ciudad exterior, que había ardido presa de las llamas, había disminuido hasta desaparecer a lo largo de los pasados días. Mientras Gengis paseaba la vista por su ejército, el aire estaba limpio y cálido. La ciudad estaba en silencio, aguardando que llegaran a liberarla.
—Habrá más años, hermano —dijo Khasar, a quien se le había acabado la paciencia—. Más batallas.
—¿Quieres que me retire, Khasar? —Gengis se volvió hacia su hermano una vez más.
Khasar se encogió de hombros.
—Mejor que ser aplastados. Si desplazas los tumanes quince kilómetros hacia el norte, el sah se unirá a la guarnición de Otrar y entonces, al menos, nos enfrentaríamos a un solo ejército, y no tendríamos a nadie atacando la retaguardia.
Gengis resopló con desprecio ante la idea.
—Kilómetros de llanuras y montañas que conocen mejor que nosotros. Nos hostigarían durante todo el camino de vuelta a casa y ni siquiera mis generales pueden detener a un ejército tan numeroso. Sin embargo, si consigo llegar al paso, el sah no podrá maniobrar. Aun ahora, sería difícil alcanzarle antes de que el sol se ponga, hermano. El tiempo nos está matando.
De pronto, Gengis enmudeció: se le había ocurrido algo.
—Ese hombre que ha sido tu lugarteniente, Samuka. ¿Es leal?
Khasar entornó los ojos, preguntándose en qué estaría pensando Gengis.
—Por supuesto —contestó.
Gengis asintió con un movimiento seco y enérgico, tomando una decisión.
—Dale cinco mil hombres y ordénale que defienda esta posición hasta que regresemos. No tiene que obtener la victoria sobre ellos, sino evitar que lleguen al campo de batalla. Dile que necesito tiempo y que eso es lo que tiene que ganar para mí.
Al principio, Khasar no respondió. El tumán de Chagatai estaba más cerca de la ciudad que los hombres de Samuka, pero Khasar sabía que Gengis no enviaría a su hijo a una muerte segura, como parecía dispuesto a hacer con Samuka.
—Muy bien, hermano. Se lo diré —contestó.
Gengis ya estaba montando a su caballo y haciendo que diera media vuelta para ocupar su sitio al frente del ejército. Khasar regresó hasta donde estaban las filas y pasó entre ellas al galope en dirección al tumán de Samuka.
Encontró a su antiguo lugarteniente de pie junto a Ho Sa, hablando sobre el orden de avance. Sus rostros se iluminaron cuando vieron a Khasar y al general se le encogió el corazón al pensar en lo que tenía que decir. Con un gesto, Khasar les indicó que debían alejarse de los otros oficiales y habló en voz baja.
—Mi señor Gengis ordena que te quedes atrás, Samuka. Toma a cinco mil de los mejores arqueros y defiende nuestra posición en la ciudad hasta que regresemos.
Ho Sa se puso rígido, como si le hubieran golpeado. Los oscuros ojos de Samuka buscaron los de Khasar por un instante. Los tres hombres sabían que aquella orden era una sentencia de muerte. La guarnición los haría pedazos en su desesperación por salir de la ciudad.
—Harán cuanto puedan por abrirse paso —continuó Khasar—. Es una misión muy difícil.
Samuka asintió, ya resignado. Cinco mil hombres no serían suficientes para defender dos puertas. Un pensamiento se formó en su mente y miró a Ho Sa.
—Éste no me hace falta, general. Que se vaya contigo —dijo Samuka, con una sonrisa cansada—. De todos modos es un inútil y no lo necesito.
Ho Sa sufrió unos instantes de desfallecimiento. No quería morir en unas tierras que apenas conocía. Samuka le había dado la oportunidad de vivir. Khasar retiró la vista para no ver la agitación de Ho Sa reflejada en su rostro.
—Me quedaré —replicó Ho Sa.
Samuka alzó la vista hacia el cielo y resopló, vaciando sus hinchados carrillos.
—Entonces es que eres un idiota —sentenció Samuka. Se volvió hacia Khasar y respiró hondo, adoptando de repente unas maneras enérgicas—. ¿Cuánto tiempo tengo que resistir?
Khasar no dejó traslucir que se había percatado del debate interno de Ho Sa.
—Un día, tal vez. Os relevaré yo mismo.
Tanto Ho Sa como Samuka inclinaron la cabeza, aceptando la misión que se les encomendaba. En un impulso, Khasar alargó la mano y la apoyó en el hombro de Ho Sa. Hacía muchos años que conocía al oficial Xi Xia, desde las primeras incursiones en territorio Chin.
—Mantente con vida, hermano —dijo Khasar—. Si puedo venir, vendré.
—Estaré esperándote —contestó Ho Sa, con voz ronca. Su cara no revelaba el miedo que le encogía el estómago.
Gengis se encontraba ya situado a la cabeza de sus huestes, mirando con frialdad a los tres mil hombres. Esperó hasta que Samuka, a voz en cuello, hubo dado las órdenes a los cinco oficiales de los minghaans y se hubieron alejado del ejército principal. Khasar se retrasó recogiendo cuatro flechas de cada guerrero del tumán de Chagatai, pasándolas en haces. Samuka y Ho Sa necesitarían todos y cada uno de los proyectiles. Si conseguían resistir ante la guarnición de Otrar aunque fuera sólo hasta que se hiciera de noche, quizá Gengis habría justificado las pérdidas humanas.
Cuando la orden de no avanzar se propagó entre los cinco mil designados para quedarse, muchas cabezas se volvieron hacia Khasar. Sabían lo que significaba esa orden. El hermano del khan se quedó quieto como una estatua sobre su silla, complacido al ver que nadie discutía. Su pueblo había aprendido disciplina, incluso a la hora de enfrentarse a la muerte.
Gengis clavó los talones en el lomo de su caballo, que partió dando un salto. Chagatai y Khasar le siguieron hacia las pardas colinas donde el sah combatía contra los generales. A sus espaldas, los habitantes de Otrar lanzaron vítores desde las murallas y sólo la pequeña y grave fuerza de Samuka y Ho Sa regresó hacia la ciudad, que pareció elevarse y cernirse sobre ellos.
Al salir del paso y encontrarse con la brillante luz del sol, las filas del frente del ejército del sah rugieron de júbilo por haber sobrevivido. Decenas de miles de flechas habían caído sobre ellos mientras se abrían camino entre las colinas. Sus escudos estaban erizados de saetas y muchos de los hombres utilizaron sus cuchillos para reducirlas a muñones mientras caminaban con amplias zancadas hacia Otrar.
En el valle, a sus espaldas, todavía se oían gritos: los mongoles estaban destrozando la retaguardia de su ejército, tal vez con la esperanza de que sus hombres fueran presa del pánico y echaran a correr en desbandada. El sah Ala-ud-Din esbozó una pequeña sonrisa al pensarlo. No había deshonor en una buena muerte y la fe de sus soldados era fuerte. Ninguno de ellos había salido huyendo de las sangrientas espadas del enemigo. Los arcos mongoles se habían quedado callados a sus espaldas y eso, al menos, era una muestra de la compasión de Alá. El sah se preguntó si se les habrían agotado las flechas luchando contra los jinetes de Khalifa y, en su excitado estado mental, confió en que así hubiera sido. La muerte era mejor final para ese ladrón del desierto que la traición.
Habían tardado mucho tiempo en atravesar la nube de flechas de los mongoles, que se habían encaramado a los riscos como halcones. Hacía mucho que el sol había dejado atrás el mediodía y el sah no sabía si aquellos diablos persistirían en su ataque hasta que entrara la noche. Otrar estaba a sólo treinta kilómetros al norte y se dijo que seguiría impulsando a sus hombres a continuar hasta que la ciudad estuviera a la vista. Acamparía donde los habitantes de la ciudad pudieran ver que el sah había llegado para salvarlos.
Oyó nuevos aullidos de agonía a sus espaldas y gruñó para sí. Los mongoles estaban por todas partes y, a pesar de que sus hombres se habían protegido juntando los escudos, era difícil rechazar a un enemigo que atacaba desde donde no podían verlo. Sus filas continuaron la marcha. Sólo la muerte impediría que llegaran a la ciudad.
Desde su elevada posición sobre el lomo del elefante, Ala-ud-Din fue de los primeros que vio a Tsubodai y a Jelme aproximarse desde las montañas que estaban a su derecha. Soltó una maldición entre dientes y llamó a sus mensajeros nobles una vez más. Lanzó una rápida mirada a su ejército, tomando nota de las fuerzas y los regimientos de los que disponía y luego llamó con un gesto al primer hombre que pasó cerca de él.
—Dile a mi hijo Jelaudin que destruya a las tropas que llegan por el flanco. Puede llevarse doce elefantes y diez mil hombres del general Faisal. Dile que le estaré observando.
El jinete se llevó los dedos a los labios y al corazón antes de partir como un rayo para transmitir la orden. Ala-ud-Din alejó la vista del flanco derecho, sabiendo que su hijo acabaría con ellos.
En el rostro del sah se dibujó una sonrisa tensa cuando todo su ejército dejó atrás el paso de las montañas. Nada podía impedir que llegara a Otrar. En algún lugar allí delante, Gengis cabalgaba, pero había salido de la ciudad demasiado tarde. Aun cuando estuviera en camino, la guarnición de Inalchuk entorpecería su avance. Los mongoles eran veloces y tenían más movilidad de lo que el sah Mohamed había visto nunca, pero seguían siendo muy inferiores a ellos en número y sus hombres no echarían a correr mientras él viviera.
Sería una batalla excelente y Ala-ud-Din descubrió con sorpresa que estaba deseando ver caer al khan. Casi lamentaba tener que matar a un enemigo tan atrevido. El año pasado había sido un año emocionante y gratificante a la vez. Suspiró para sí, recordando un cuento infantil de un sah que temía a la depresión casi tanto como a las embriagadoras alturas del exceso de confianza. Cuando les pidió a sus consejeros una solución, forjaron un sencillo anillo con las palabras «También esto pasará» grabadas en el oro. Había verdad en esa afirmación tan sencilla y el sah se sintió satisfecho mientras su maltrecho ejército avanzaba hacia Otrar.
Las columnas de Tsubodai formaron una amplia línea de carga al salir de las colinas. El frente del ejército del sah estaba ya a la vista, pero Tsubodai dio el alto a sus hombres y ordenó que pasaran flechas a las primeras filas. Eran muy pocas. Tenían suficientes para que quinientos hombres hicieran tres rápidos disparos antes de verse limitados al uso de la espada.
Jelme se acercó para cabalgar a su lado mientras los ponis reiniciaban el avance.
—Jochi y Jebe están en la cola de esta serpiente —dijo Jelme—. ¿Podemos arrancarle la cabeza?
—Todo es posible —gritó Tsubodai por encima del hombro—. Apenas puedo creer que este enemigo haya soportado tantos ataques sin perder la formación. Es algo más sobre lo que debemos tomar nota, general: tienen una disciplina extraordinaria, casi tan buena como la de nuestros hombres. Aun cuando tengan a un necio por líder, será difícil vencerlos.
Menos de dos kilómetros los separaban del ala derecha. Tsubodai calculó mentalmente cuánto tardarían en recorrerlos. A esa velocidad, podían alcanzar las líneas enemigas antes de que su corazón hubiera latido doscientas veces.
Mientras se echaban encima del ejército que brotaba del paso, Tsubodai vio que una gran parte de la fuerza árabe se escindía para enfrentarse a ellos. Frunció el ceño cuando una fila de elefantes ocupó el primer plano, azuzados con lanzas y látigos por sus jinetes. Notó, más que vio, cómo sus hombres titubeaban, y empezó a lanzar gritos de aliento.
—Las cabezas están protegidas por una coraza. Disparad a las patas —gritó—. Si están vivos, nosotros podemos matarlos.
Los que le oyeron sonrieron mientras las órdenes pasaban volando de unos a otros a través de las líneas. Los arqueros, probando su fuerza, tensaron los arcos a la espera del momento propicio.
Al principio, los elefantes avanzaron con paso lento y pesado, pero adquirieron velocidad enseguida. Tsubodai vio que algunos soldados de a pie corrían junto a ellos. Los elefantes, que iban creciendo y creciendo ante sus ojos, resultaban aterradores. Tsubodai preparó su espada, que silbó cortando el aire cuando la balanceó con suavidad junto al flanco de su caballo. Podía ver los tumanes de Gengis llegando desde el norte y se preguntó durante un instante cómo había dejado Otrar a sus espaldas.
—¡Matad antes a los elefantes! —ordenó el joven a sus arqueros con un rugido. Estaban listos y su general sintió que el corazón le latía con fuerza en el pecho y la garganta. El sol estaba descendiendo hacia el horizonte y aquél era un buen día para estar vivo.
Samuka había dispuesto a sus cinco mil en dos grupos situados en ambos extremos de la ciudad, cada uno de ellos mirando a las altas puertas que se abrían en los muros. Ho Sa comandaba el segundo y Samuka apreció el hecho de que el oficial Xi Xia hubiera aprendido a mantener la expresión impasible del guerrero en el tiempo que había pasado con las tribus. Una vez que ambos hombres estuvieron en posición, Samuka se calmó. Para protegerse de las flechas mientras defendían la puerta, sus guerreros habían levantado barreras improvisadas que apoyaron contra las rocas. Samuka suspiró para sí. Gengis le había dejado una única ventaja y la utilizaría lo mejor que supiera. Sus dedos recorrieron la seda de uno de los estandartes, disfrutando de su suave tacto. Veía rostros oscuros observándole desde las altas torres de Otrar y se dijo que no tendría que esperar demasiado tiempo.
Gengis había avanzado sólo unos cuantos kilómetros hacia el sur cuando Samuka oyó las órdenes de la guarnición resonando en el interior de las murallas. Asintió para sí y comprobó una vez más que sus oficiales estuvieran listos. Sus expresiones eran tan graves como la de su general y nadie era lo bastante necio para creer que iba a sobrevivir a la batalla que estaba a punto de comenzar.
La puerta de hierro de la muralla este se abrió con lentitud. Al mismo tiempo, varias filas de oscuros arqueros aparecieron sobre los muros, a millares. Samuka alzó la vista hacia ellos con indiferencia, calculando los números. A lo largo de los pasados días, los mongoles habían abierto un camino hacia la puerta utilizando picas para derribar los escombros de las casas calcinadas. En su momento había sido un buen plan, pero ahora facilitaba a los habitantes de Otrar la salida en tropel de la ciudad. Samuka gritó una orden y sus hombres prepararon los arcos, colocando las flechas con cuidado a sus pies, donde podían ir cogiéndolas con rapidez. Una de las barreras improvisadas se desplomó y Samuka oyó maldecir a un oficial antes de mandar a sus hombres a apuntalarla. Samuka esbozó una pequeña sonrisa. Gengis le había situado allí y no dejaría que le movieran fácilmente.
No sabía si la guarnición saldría sólo por ese lugar o trataría de forzar también la puerta de Ho Sa, que estaba oculta a su vista. Fuera como fuera, mientras aguardaba sentado sobre su poni justo al límite del alcance de las flechas y observaba cómo se abrían de par en par las puertas de hierro, su camino estaba escrito. En la soleada ciudad que se extendía al otro lado, hileras de hombres provistos de armadura esperaban montados en buenos caballos árabes. Samuka los miró entrecerrando los ojos. Ésos eran los que debía destruir. La infantería no alcanzaría a Gengis a tiempo.
Para alguien que amaba a los caballos, era una orden amarga, pero Samuka alzó la cabeza.
—Matad a los caballos —gritó y su potente voz resonó muy lejos. Como un eco, la orden se repitió, aunque con una fuerza tan reducida, no podían ser muchos los que no le hubieran oído. Los ponis mongoles servían para poco en una formación en media luna que no podía moverse, pero era reconfortante estar sobre la silla de montar y Samuka no habría querido estar a pie, en el suelo, con un enemigo corriendo hacia él.
En la ciudad se oyó un rugido de voces y el enemigo se abalanzó fuera de las murallas. La puerta comprimía sus filas de forma que sólo cinco soldados podían ponerse al galope cada vez. Samuka levantó el brazo izquierdo, aguardando el momento adecuado. Cien hombres tensaron sus arcos y apuntaron desde los huecos de las barricadas. Sabía que tenía que escalonar las descargas de flechas para conservar las existencias, pero quería que la primera de ellas fuera terrorífica.
Samuka comprobó que la guarnición había planificado bien lo que iba a hacer. Ampliaron sus filas al salir por la puerta, sacando tantos hombres como fuera posible en el periodo más corto de tiempo. Samuka observó sin inmutarse cómo pasaban junto a la marca que había dejado a cien pasos.
—¡Los caballos primero! —volvió a gritar y dejó caer la mano.
El chasquido que se oyó a continuación hizo que su corazón se acelerara. Cien largas saetas alzaron el vuelo sin apenas reducir su velocidad antes de hundirse en los jinetes árabes. La primera fila se desinfló como un odre que estalla: caballos y hombres cayeron sobre el polvoriento suelo. Samuka volvió a levantar la mano y la dejó caer casi de inmediato, sabiendo que las siguientes cien estarían listas. Nada podía resistirse a esos potentes disparos. Aunque los árabes llevaban armadura y escudos, se desplomaban junto con sus caballos y, a continuación, los que se levantaban tambaleantes eran empalados por una nueva lluvia de flechas.
Sobre las puertas, el aire se llenó de saetas silbantes cuando, desde las murallas, los arqueros enemigos tensaron los arcos y dispararon. Samuka se agachó instintivamente, aunque las barreras le protegían. Las que subieron suficientemente alto se hundieron en los escudos de sus hombres. Tenían experiencia y sabían defenderse de las flechas con habilidad, absorbiendo los impactos.
Pero los jinetes seguían saliendo. Samuka lanzó descarga tras descarga contra las líneas y pronto había grandes pilas de cadáveres de hombres y caballos frente a la ciudad de Otrar. Algunos de sus hombres cayeron derribados por las flechas rivales, pero fueron sólo unos pocos.
Hubo varios momentos de tregua cuando la guarnición utilizó sus propias barricadas de madera para retirar a los muertos. La operación llevó su tiempo y los mongoles se alegraron de tener que esperar antes de reanudar la matanza una vez más. Con todo, Samuka perdió las esperanzas cuando calculó las flechas que quedaban. Aun contando con que cada disparo segara una vida, al final habría que llegar al enfrentamiento con espadas.
El brutal intercambio continuó. Si los soldados de la guarnición estaban dispuestos a salir directamente, Samuka estaba casi seguro de poder retenerlos hasta el anochecer. Su confianza estaba creciendo cuando vio que volvía a haber movimiento sobre las murallas. Alzó la vista con presteza, suponiendo que se trataba de un relevo de hombres o de una nueva remesa de flechas. Hizo una mueca al ver una serie de cuerdas desenrollándose por encima de las murallas y a varios soldados descendiendo por ellas y quemándose las manos por el esfuerzo para llegar al suelo deprisa.
Samuka lanzó una maldición, aunque había esperado esa acción. Vio que ya había cientos de hombres formando fuera de su alcance. Entretanto, sus hombres no dejaban de disparar flechas hacia la puerta y de matar a los jinetes que luchaban por salir de Otrar. Samuka hizo llamar a un explorador y le envió al otro extremo de la ciudad con un mensaje para Ho Sa. Si sus guerreros todavía no habían sido atacados, podría mandarle unas cuantas centenas de hombres y arrasar esa nueva amenaza. Bajo la mirada de Samuka, más y más cuerdas se llenaban de pequeñas figuras negras, mientras que las filas de los que ya estaban en el suelo estaban cada vez más nutridas y los hombres más seguros de sí. Se le encogió el corazón al ver que empezaban a correr hacia su posición, sus espadas y escudos reluciendo al sol del atardecer. Una vez más, dejó caer el brazo para ordenar que dispararan más flechas contra jinetes que instaban a sus monturas a saltar por entre los cadáveres de sus propios compañeros. No podía maniobrar hasta que se hubieran acabado las flechas.
Si los oficiales de Otrar hubieran decidido trazar un recorrido amplio para rodearle, Samuka se habría visto obligado a cortarles el paso. Era demasiado pronto para permitir que salieran al galope y llegaran a respaldar a las tropas del sah. Samuka los observó con atención con el fin de averiguar si ésa era su dirección, pero al poco no le cabía duda de que, en su ira y nerviosismo, el gobernador les había ordenado aplastar a los mongoles. Llegaron a galope tendido y Samuka ordenó a sus quinientos jinetes más ligeros dirigirse a su encuentro y hostigarlos con sus flechas mientras se acercaban. Los proyectiles abrieron varias brechas en las filas árabes pero, desde las murallas, más y más soldados salían de la ciudad. Samuka apretó la mandíbula, furioso y frustrado, cuando la primera guarnición se encontró con la suya.
Mientras sus hombres luchaban ferozmente, cuatrocientos jinetes mongoles aparecieron a galope tendido desde el otro lado de la ciudad y cargaron directamente contra la infantería de Otrar. Al principio, penetraron entre sus filas, disparando una cruel oleada de flechas antes de sacar sus espadas y empezar la masacre. La guarnición vaciló bajo el ataque, pero por cada uno de los guerreros mongoles había tres o cuatro soldados árabes. Samuka vio cómo los efectivos rivales disminuían a manos de sus hombres hasta que la línea de carga, con un estremecimiento, se detuvo. Asaltados por todos lados, siguieron luchando bien y ninguno se vino abajo, pero los árabes los fueron eliminando hasta que en la masa de combatientes sólo quedaron unas cuantas docenas de mongoles que despedazaban con furia desesperada todo lo que se ponía al alcance de su espada. Finalmente, esos pocos cayeron también y Samuka gimió en voz alta cuando vio que casi diez mil hombres de la guarnición de Otrar recomponían la formación. Tenía al menos una última taba que arrojar al aire, pero no sería suficiente.
En el interior de las puertas de hierro, vio nuevas líneas de caballería, gritando y alzando sus escudos. Sabían que la victoria era suya.
Con cansancio, Samuka extrajo el estandarte de seda de donde lo había guardado, bajo la manta de su cabalgadura. Cuando lo alzó por encima de su cabeza, la suave tela ondeó en la brisa. Dirigió la mirada a lo alto de la colina que se elevaba detrás de la ciudad y notó una sombra pasar sobre su rostro antes de empezar a oír el estruendo de las catapultas.
Proyectiles de cerámica, tan grandes como para que pudiera transportarlos un hombre, se estrellaron contra la puerta de entrada a Otrar. Samuka extrajo de su carcaj una flecha con la cabeza envuelta en un trapo impregnado de aceite y le pidió a un guerrero que la encendiera con la llama de un farol. Vio cómo otras dos vasijas de arcilla se estrellaban contra la puerta, derribando a un jinete. Samuka apuntó con cuidado y luego disparó la flecha.
Su celo se vio recompensado: una llamarada envolvió la puerta y abrasó a todos los que estaban tratando de atravesarla. Los efectos del aceite Chin eran terribles y el calor era tan intenso que muchos de los ponis mongoles se alejaron de las llamas dando saltos hasta que sus jinetes recuperaron el control sobre ellos. Las catapultas de la colina siguieron lanzando vasijas de arcilla, que pasaban sobrevolando las cabezas de sus hombres e incrementaron las infernales llamaradas hasta que la propia puerta empezó a resplandecer en un tono rojo oscuro. Samuka supo que podía olvidarse de la puerta durante un tiempo. Nadie podía atravesar esas llamas y salir vivo. Su intención había sido unirse a Ho Sa al otro lado mientras ardía la primera puerta, pero la masa de soldados que había descendido por las cuerdas había arruinado su plan.
Mientras sus hombres cambiaban la trayectoria de sus arcos, dirigiéndolos contra la infantería árabe, Samuka sacudió la cabeza para despejarse. Se recordó a si mismo que los soldados de a pie no serían un problema para Gengis. Con un potente y breve toque de cuerno, indicó a sus hombres que debían hacer que sus caballos se giraran hacia él.
Samuka utilizó su espada para señalar la dirección y clavó los talones en su montura, que partió de inmediato, pasando lo suficientemente cerca de la puerta en llamas como para sentir su calor en las mejillas. Entretanto, por encima de las murallas, la ciudad seguía vomitando soldados para sustituir a los muertos, pero, al poco, no había ningún enemigo para enfrentarse a ellos.
Era extraño dar la espalda a una batalla. Otrar no era una ciudad pequeña y Samuka distinguió muchas figuras borrosas sobre las murallas mientras sus hombres y él corrían a lo largo de su sombra, solos con el ritmo de los cascos y el olor del humo. No sabía cuánto durarían las reservas de aceite Chin y se mortificó con la idea de que un pensador mejor habría hallado una forma de defender ambas puertas.
Oyó a los hombres de Ho Sa antes de que ellos los vieran a ellos y Samuka sacó el arco de su funda: una extensión de su poderoso brazo derecho. Los muros pasaban por su lado a toda velocidad y el sonido fue creciendo hasta que se encontró ante una escena de sangriento caos.
Con un vistazo, Samuka comprobó que Ho Sa estaba a punto de perder la posición en la segunda puerta. Sin las catapultas, sus hombres y él habían sido rechazados por nutridas oleadas de soldados. Los árabes atacaban a los mongoles aullando, enloquecidos hasta el punto de arrancarse las flechas de la propia carne mientras marchaban, dejando huellas ensangrentadas por el suelo.
Los últimos mil hombres de Samuka atacaron desde atrás, abalanzándose contra los regimientos árabes con un impacto tan colosal que, ya en la primera embestida, penetraron casi hasta el núcleo de las tropas de Ho Sa. Samuka notó cómo iban perdiendo velocidad a su alrededor a medida que más y más caballos morían o los jinetes quedaban encerrados entre enemigos moribundos. Alargó la mano para sacar una flecha, pero no encontró nada y se deshizo del arco para coger la espada otra vez.
Vio que Ho Sa peleaba cada centímetro de terreno con uñas y dientes, pero sus guerreros se veían obligados a retroceder. Samuka gruñó y se abrió camino hacia él dando brutales tajos a diestro y siniestro, pero las riadas de hombres que le habían seguido alrededor de la ciudad empezaron a llegar y sintió que a sus guerreros y a él les tragaba un oscuro y rugiente mar.
El sol se ponía hacia el oeste. Samuka se dio cuenta de que llevaba horas luchando y, sin embargo, todas esas horas no eran suficientes. La segunda puerta estaba a cien pasos de distancia y no estaba en llamas. Vio que de ella salía un grupo de jinetes y que no se unían a los demás. Samuka gritó, lleno de rabia y desesperación, cuando se alejaron en una columna irregular. El ataque de un contingente de caballería, aunque fuera pequeño, contra la retaguardia del khan podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte.
Samuka parpadeó para expulsar la sangre de sus ojos y empujó a un hombre con una patada desde su estribo derecho. De los hombres que Khasar le había dejado, sólo unas cuantas centenas seguían con vida. Habían acabado con cifras muy superiores a las suyas, pero aquél era el fin. En cierto modo, Samuka había creído que sobreviviría, a pesar de tenerlo todo en contra. El pensamiento de su cadáver enfriándose sobre el suelo superaba su imaginación.
Samuka gritó el nombre de Ho Sa por encima del hormiguero de cabezas y manos que se arrojaban sobre él. Sentía multitud de dedos agarrándole las piernas y estaba pataleando salvajemente y dando tajos con la espada cuando Ho Sa le vio. Quizá por un momento el oficial Xi Xia pensara que estaba pidiendo ayuda, pero Samuka le señaló con la espada a la caballería que había salido huyendo. Cuando Ho Sa se volvió siguiendo el gesto, Samuka vio cómo le abrían un profundo corte en el cuello y se desmoronaba mientras la sangre empezaba a manar a chorros.
Samuka rugió ciego de ira y golpeó con la hoja de su espada los dedos que se le clavaban en los muslos. Había tantos rostros con barba a su alrededor que su caballo tuvo que detenerse y, de repente, Samuka sintió una súbita calma, mezclada con sorpresa. Khasar no había vuelto. Estaba perdido y solo y todos sus hombres estaban muriendo.
Manos ajenas se aferraron a diversas partes de su armadura y Samuka notó con horror que estaban arrastrándole hacia abajo, tirándole del caballo. Mató a otro hombre con un salvaje golpe, pero entonces su brazo quedó atrapado y le arrancaron la espada de la mano. Su caballo se tambaleaba, herido por mil cortes invisibles, y los que le rodeaban estaban tan cerca que podía ver el rojo interior de sus gargantas cuando gritaban. Samuka cayó en medio de la masa humana, todavía debatiéndose. La luz del último sol se desvaneció mientras se desplomaba a los pies de aquellos hombres y sus cuchillos. El dolor era peor de lo que había temido. Se dijo que había hecho cuanto había podido, pero, aun así, era una muerte muy dura y la guarnición de Otrar había partido.