El sah Ala-ud-Din Mohamed se removía en su silla, rabioso, mientras el elefante sobre el que montaba se balanceaba como un barco en el mar. La última vez que había visto a su caballería estaba desapareciendo en dirección al este, varios días atrás. Después de cada rezo matutino, no podía resistirse a girarse hacia el sol para ver si estaban de regreso, pero, todas las veces, sus esperanzas se vieron frustradas. No podía confiar en las tribus del desierto y estaba seguro de que Khalifa estaba descansando en algún pueblo distante, sin preocuparse en absoluto por la traición cometida. Ala-ud-Din juró que le pediría cuentas cuando los mongoles hubieran sido expulsados de sus montañas, o destruidos.
Alrededor del sah, su ejército marchaba imperturbable, dirigiéndose a las colinas que les llevarían hasta Otrar y el khan mongol. La imagen de las relucientes filas de soldados nunca dejaba de animar su envejecido corazón. A decir verdad, la invasión había llegado en el momento justo para él. Había pasado casi doce años haciendo que reyes y caciques entraran en vereda y, cuando se estaban mostrando especialmente rebeldes, un enemigo extranjero había entrado desde el norte obligándoles a elegir la lealtad y olvidarse de las mezquinas riñas y rivalidades internas.
Era natural pensar en Saladín al ver a su ejército avanzar con paso firme sobre ese agreste territorio. El gran rey había conquistado Jerusalén, haciendo que los cruzados salieran temblando de allí. Saladín se había enfrentado a enemigos tan temibles como el khan mongol e incluso más. Todas las noches, cuando el ejército levantaba el campamento, Ala-ud-Din leía a la luz de una lámpara algunas líneas del relato que el propio Saladín había escrito de sus batallas, aprendiendo cuanto podía antes de introducirlo bajo la delgada almohada y entregarse al sueño. Junto a su ejemplar del Corán, aquélla era su posesión más preciada.
Al descorrer las cortinas y sentarse en el howdah de su elefante, notó que seguía estando frío tras la cruda noche, aunque el sol brillaría con fuerza cuando ascendiera en el cielo. Ala-ud-Din rompió su ayuno con una bandeja de dátiles y albaricoques secos, que acompañó con un refrescante trago de yogur. Sus hombres llevaban carne seca de cordero y tortas de pan que hacía mucho que estaban rancias, pero no importaba. Otrar estaba a sólo unos cuantos días más de camino y su idiota primo, Inalchuk, le agasajaría con la mejor de las carnes y las frutas cuando salvaran su ciudad.
Ala-ud-Din dio un respingo cuando su sirviente carraspeó suavemente al otro lado de las cortinas.
—¿Qué sucede? —preguntó con voz autoritaria. La cortina fue retirada y ante él apareció su criado, encaramado en el escalón situado en el grueso cinturón que rodeaba al elefante.
—El último sorbo de café, amo.
Ala-ud-Din asintió y alargó la mano para coger la taza. Llevaban casi una hora avanzando y se sorprendió al comprobar que el negro líquido todavía humeaba. Lo inclinó con precaución para no desperdiciar ni una gota de la preciada bebida sobre su barba.
—¿Cómo lo has mantenido caliente? —preguntó.
El sirviente sonrió al notar la satisfacción de su amo.
—Metí el puchero en una bolsa de cuero, amo, que llené con las cenizas de las hogueras de la mañana.
Mientras sorbía, Ala-ud-Din emitió un gruñido. Sabía delicioso, ligeramente amargo.
—Has hecho muy bien, Abbas. El café está exquisito.
Su criado descendió y la cortina cayó. Ala-ud-Din le oyó trotar al lado de la enorme bestia durante un rato. Sin duda ya estaba pensando en lo que podía encontrar para la próxima comida de su amo después de las oraciones del mediodía.
Si sus hombres lo hubieran permitido, Ala-ud-Din habría considerado instaurar una dispensa de los rezos mientras marchaban. Perdían más de tres horas al día y los retrasos le irritaban. Aquéllos que buscaban oponerse a él lo tomarían como una debilidad de su fe y, una vez más, alejó el pensamiento de su mente. Era la fe lo que los mantenía fuertes, después de todo. Eran las palabras del profeta las que se pronunciaban para llamar a la oración y ni siquiera un sah podía resistirse.
Por fin había sacado a su ejército del gran valle y ahora se dirigían hacia el norte, a Otrar. Frente a ellos se elevaba una cadena de pardas colinas y, más allá, sus hombres caerían sobre las huestes mongolas con toda la ferocidad que los hombres desarrollaban en los duros desiertos del sur. Ala-ud-Din cerró los ojos en el bamboleante howdah y meditó sobre los efectivos con los que se enfrentaba a la guerra. Con la pérdida de los jinetes de Khalifa, contaba con sólo quinientos jinetes, su propia guardia de hijos nobles. Ya se había visto obligado a utilizarlos como mensajeros y exploradores. Para los hijos de las antiguas familias, era un insulto a su linaje, pero no tenía elección.
En una posición posterior en la columna, seis mil camellos caminaban lenta y pesadamente transportando las provisiones de todo el ejército sobre sus jorobas. Podían correr a la mitad de velocidad que los mejores caballos y eran capaces de acarrear pesos inmensos. El resto del ejército avanzaba a pie, mientras que el sah y los soldados de rango superior cabalgaban cómodamente. Adoraba el tremendo poderío y fuerza de sus elefantes, ochenta machos en la flor de la vida.
Observándolo desde su howdah, Ala-ud-Din se enorgulleció del ejército que había reunido. El mismo Saladín se habría sentido orgulloso de ellos. El sah podía ver a su primogénito, Jelaudin, cabalgando sobre su negro semental. El corazón del sah se alegró al ver al apuesto joven que un día le sucedería. Los hombres adoraban al príncipe y no era difícil soñar que su linaje gobernaría a todos los pueblos árabes en los próximos siglos.
Ala-ud-Din volvió a pensar en los jinetes de Khalifa e hizo un esfuerzo para evitar que la ira le arruinara la mañana. Haría que los buscaran cuando la batalla hubiera concluido y no dejaría ni a uno solo de ellos con vida. Mientras su ejército continuaba la marcha y las colinas se iban acercando poco a poco, se lo juró a sí mismo en silencio.
Los batidores de Tsubodai llegaron como un rayo cuando se estaba arrodillando para contemplar el ejército del sah, que avanzaba por las llanuras que se extendían bajo las colinas. Las huestes árabes ocupaban muchos kilómetros y no necesitaba que aquellos jóvenes le dijeran que el enemigo estaba entrando por aquel amplio paso, el que él había elegido defender.
Mientras los exploradores desmontaban, Tsubodai agitó una mano en su dirección.
—Lo sé —dijo—. Id y decídselo a los demás generales. Los atacaremos aquí.
A lo lejos, vio cómo los escoltas del sah trazaban líneas de polvo en los matorrales en su avance hacia el norte. Tsubodai intentó ponerse en la posición del sah, pero era difícil. Nunca habría dirigido a un ejército tan nutrido a través de un único paso, sino que habría circundado las montañas por completo y habría permitido que Otrar cayera. Las distancias habrían forzado al sah a mantener a sus hombres un mes más fuera del cuartel, pero los tumanes mongoles se habrían visto obligados a encontrarse con él en campo abierto, perdiendo todas las ventajas.
Por el contrario, el sah había tomado la ruta más fácil, demostrando cuánto valor tenía para él Otrar. Tsubodai estaba aprendiendo todo lo que podía, tomando nota de cada decisión que pudiera ayudarle a destruir a su enemigo. Sabía tan bien como nadie que Gengis se había expandido más de lo razonable en aquel reino. Ya no se trataba de vengarse de una ciudad, sino de la mera supervivencia de su pueblo. Habían metido la mano en un nido de avispas tan furiosas como los Chin y, una vez más, era mucho lo que arriesgaban.
Tsubodai sonrió al pensarlo. Algunos de los hombres luchaban para conquistar nuevas tierras, para conseguir mujeres exóticas, incluso para obtener oro. Por sus conversaciones privadas con el khan, Tsubodai sabía que a Gengis y él no le importaban ninguna de esas cosas. Las tribus del khan estaban solas en las estepas y era una soledad muy cruel. Sin embargo, podían salir a la guerra y conquistar territorios, tomar ciudades e imperios uno a uno. Quizá con el tiempo los que los seguían serían tan débiles y tan blandos como los habitantes de las ciudades a las que se enfrentaban, pero eso a Tsubodai no le importaba. No era responsable de las elecciones de sus hijos y nietos, sino únicamente de la forma en que vivía su propia vida. Allí arrodillado en la dura piedra gris, mientras observaba la nube de polvo que se aproximaba, volvió a pensar que sólo tenía una norma que guiaba todo cuanto hacía.
—Lucha por cada aliento y por cada paso que das —murmuró en voz alta. Aquellas palabras eran un talismán para él. Tal vez el gran ejército del sah no pudiera ser detenido y arrollara los tumanes de Gengis, devolviéndolos hasta las estepas de su hogar. Sólo el padre cielo lo sabía. Como el khan, Tsubodai siempre seguiría yendo a buscar a cualquiera que pudiera suponer una amenaza para ellos y los atacaría antes y con más violencia de lo que podían siquiera imaginar. Así, cuando llegara al final de su vida, sería capaz de mirar hacia atrás con orgullo y no con vergüenza.
Tsubodai interrumpió el flujo de sus pensamientos cuando unos jinetes procedentes de los tumanes de Kachiun y Jelme llegaron trotando a su posición. Después de pasar varios días en ese lugar, los conocía a todos por su nombre y los saludó. Desmontaron e hicieron una profunda reverencia, honrados por el hecho de que un general recordara ese tipo de detalles.
—Los tumanes se acercan, general —dijo uno de ellos.
—¿Tienes órdenes para mí? —respondió Tsubodai.
El explorador meneó la cabeza y Tsubodai frunció el ceño. No le gustaba que le hubieran puesto a las órdenes de Kachiun, aunque había descubierto que era un líder muy sólido.
—Dile a tus oficiales que no podemos esperar aquí. Todavía existe la posibilidad de que el sah decida llevar a sus hombres por un camino que rodee nuestras posiciones. Tenemos que hostigarlos para obligarle a tomar la ruta que hemos elegido.
Tsubodai y los demás alzaron la vista cuando Kachiun y Jelme llegaron a caballo, desmontaron de un salto de sus caballos y se dirigieron a grandes zancadas hasta el elevado risco. Tsubodai se puso en pie e inclinó la cabeza ante Kachiun.
—Quería verlos por mí mismo —dijo Kachiun, mirando con fijeza la tierra de labranza que se extendía ante sus ojos. El ejército del sah estaba a sólo unos cuantos kilómetros de distancia y, a través del polvo, todos podían ver ya las primeras líneas. Daba la impresión de que se tratara de un bloque macizo y su impresionante tamaño bastaba para alarmar a cualquiera.
—He aguardado tus órdenes antes de ponerme en marcha, Kachiun —replicó Tsubodai.
Kachiun le miró fijamente. Conocía al joven general desde que era sólo un guerrero más, pero Gengis había visto algo valioso en él. Se recordó a sí mismo que Tsubodai había respondido a la confianza de su hermano en numerosas ocasiones.
—Dime qué tienes en mente —inquirió Kachiun.
Tsubodai asintió.
—Es un ejército gigantesco, dirigido por un solo hombre. El hecho de que haya decidido atravesar este paso demuestra que no cuenta con una estructura de oficiales. ¿Por qué no ha confiado algunas columnas a dos de sus mejores hombres para que cruzaran por los otros pasos? Conoce al enemigo y sabrás cómo acabar con él. Es muy útil para nosotros.
Kachiun y Jelme se miraron. Por mucha experiencia que sumaran entre los dos, la reputación de Tsubodai de mantener vivos a sus guerreros no tenía igual en las tribus. Habló sin prisas mientras, implacablemente, el ejército del sah se iba aproximando.
Tsubodai notó que Jelme miraba por encima del hombro y sonrió.
—Los atacaremos explotando esa debilidad —prosiguió—. Entre todos sumamos treinta minghaans, cada uno de ellos comandado por un hombre que puede pensar y actuar por sí mismo. Nuestra fuerza reside en eso y en nuestra velocidad. —Volvió a pensar en las avispas mientras continuaba—. Enviaremos a todos menos a cuatro a enfrentarse al enemigo. Como un enjambre. Dejaremos que el sah intente aplastarlos con sus torpes manos. Somos demasiado rápidos para ellos.
—¿Y los cuatro mil hombres que quedan atrás? —preguntó Kachiun.
—Los mejores arqueros —contestó Tsubodai—. Los mejores de los mejores. Se alinearán frente al paso, en un punto elevado sobre los riscos. Demostrasteis el poder de nuestros arcos en el paso de la Boca del Tejón, ¿no? No puedo encontrar un ejemplo mejor.
Kachiun torció la boca ante el halago. En una ocasión se había enfrentado a la caballería Chin con nueve mil hombres, lanzando lluvias de flechas contra ellos hasta que se derrumbaron.
—Si mantengo a los hombres en una posición suficientemente baja en las rocas para asegurar la precisión —contestó—, los arqueros del sah los derribarán con sus propias flechas. Ni siquiera sabemos cómo actuarán en la guerra esos elefantes.
Tsubodai asintió con evidente despreocupación.
—Ningún plan es perfecto, general. Por supuesto, la ubicación de los hombres debe meditarse con buen juicio, aunque el alcance de los arcos será mayor disparando hacia abajo que hacia arriba, ¿no? Os he explicado cómo me enfrentaría yo al sah y a su ejército. Aun así, seguiré tus órdenes.
Kachiun sólo se lo pensó un momento.
—Reza para que tengas razón, Tsubodai. Voy a ordenar a los hombres que salgan.
Tsubodai soltó una risita suave, sorprendiendo tanto a Jelme como a Kachiun.
—Yo no rezo a nadie, general. Creo que si lo hiciera, el padre cielo diría «Tsubodai, han puesto a tu disposición a los mejores combatientes del mundo, tienes generales que escuchan tus planes y un enemigo necio que avanza lentamente y, sin embargo, ¿sigues buscando una ayuda extra?». —Volvió a reírse al pensarlo—. No, usaré lo que tenemos. Y los haremos pedazos.
Kachiun y Jelme miraron una vez más al gigantesco ejército que marchaba en dirección al paso. Ciento sesenta mil hombres furiosos, pero, de algún modo, parecían menos terribles después de las palabras de Tsubodai.
El sah Ala-ud-Din Mohamed dio un respingo cuando sus hombres lanzaron un feroz grito a su alrededor. Había estado jugando al ajedrez consigo mismo para pasar el tiempo y el tablero se resbaló de la pequeña mesa del howdah, quedando las piezas desperdigadas por todas partes. Juró entre dientes mientras retiraba con brusquedad las cortinas delanteras y oteaba la distancia con los ojos entornados. Su vista no era muy buena y sólo pudo distinguir las figuras de unos jinetes que se dirigían hacia su ejército. Los cuernos de alarma resonaron aquí y allá en las huestes árabes y Ala-ud-Din sintió un espasmo de miedo cuando se volvió buscando a su criado. Abbas ya estaba corriendo a su lado y se encaramó con agilidad al escalón de madera. Ambos hombres observaron fijamente hacia delante: a tres kilómetros de su posición, donde cabalgaban los jinetes mongoles.
—¿No vas a decir nada, Abbas?
Nervioso, el sirviente tragó saliva.
—Es… extraño, amo. En cuanto salen del paso, se desvían y toman direcciones diferentes. No hay ningún orden.
—¿Cuántos hay? —preguntó el sah, perdiendo la paciencia.
Abbas los contó con rapidez, moviendo la boca por la tensión.
—Habrá unos veinte mil, amo, pero se mueven constantemente, no puedo afirmarlo con seguridad.
Ala-ud-Din se relajó. El khan mongol debía de estar desesperado para mandar a tan pocos guerreros contra él. Ahora que se estaban acercando al galope a su ejército, podía verlos mejor. Cabalgaban en formaciones extrañas, mezclándose y abriéndose paso en zigzag por sus propias filas de manera que no lograba discernir dónde golpearían primero. Todavía no había dado ninguna orden y sus hombres continuaban marchando con actitud estoica hacia el paso. Deseó que la caballería de Khalifa estuviera allí, pero pensando en ellos sólo conseguiría realimentar una ira vacía.
Ala-ud-Din hizo señas a los tres hijos de los caciques que cabalgaban detrás de su elefante. Vio que su hijo Jelaudin también estaba cerca, con el joven rostro transfigurado por una justa furia y, orgulloso, Ala-ud-Din alzó una mano en señal de saludo. En ese momento, los exploradores llegaron hasta él.
—Llevad mis órdenes al frente —les dijo—. Haced que los flancos se separen ampliando la línea. Ataque donde ataque el enemigo, lo rodearemos.
—Amo —interrumpió Abbas. El criado había palidecido—. Ya están atacando.
—¿Qué? —exclamó Ala-ud-Din con brusquedad. Entrecerró los ojos, parpadeando sorprendido al ver lo cerca que estaban ya los mongoles. A lo lejos, oyó gritos cuando las primeras descargas de flechas cayeron sobre los soldados de las líneas del frente, que se defendieron levantando los escudos.
Varias columnas de jinetes mongoles estaban llegando al galope, dejando atrás el frente y cabalgando junto a los vulnerables flancos de su ejército. Ala-ud-Din se quedó boquiabierto. Khalifa podría haberlos rechazado, pero había traicionado a su amo. Podía sentir los ojos de su hijo clavarse ardientes sobre él, pero no haría que la guardia saliera todavía. Eran su escudo y montaban los únicos caballos que le quedaban.
—Dile a los generales que no vamos a detenernos por ellos. Seguid adelante y utilizad los escudos. Si se acercan demasiado, que vuestras flechas tiñan el cielo de negro.
Los hijos nobles se dirigieron a toda velocidad hacia el frente dejando al sah inquieto sobre el elefante, que continuó su pesada marcha totalmente ajeno a las preocupaciones de su amo.
Tsubodai recorrió a galope tendido el flanco del ejército del sah. Se puso en pie sobre los estribos con el arco tensado, balanceándose contra los ritmos del poni. Se concentró en el golpe de cada casco contra el suelo y aguardó la llegada de ese momento de voladora quietud cuando las cuatro patas estaban en el aire. Duraba menos que un latido, pero disparó una flecha en ese instante y observó cómo hería a un soldado enemigo, haciéndole perder pie.
Oía a los oficiales árabes escupiendo órdenes, extrañas sílabas que quedaban flotando en el viento. El sah estaba bien protegido en el corazón de su ejército. Tsubodai meneó la cabeza, asombrado ante el núcleo de jinetes atrapado en el centro. ¿Qué bien hacían allí, donde no podían maniobrar? También los elefantes estaban muy metidos en el centro de las filas, demasiado lejos para acertarles con sus flechas. Tsubodai se preguntó si el sah los valoraba más que a sus propios hombres. Era una cosa más sobre la que tomar nota. Mientras pensaba y cabalgaba, miles de hombres a pie alzaron sus arcos de doble curva y dispararon. Las flechas salieron silbando hacia él y Tsubodai agachó la cabeza instintivamente. Los arcos del sah tenían más alcance que nada a lo que se hubieran enfrentado en las tierras Chin. Tsubodai había perdido a algunos hombres en su primer recorrido por el flanco, pero no podía permanecer fuera del alcance de las armas y seguir manteniendo la efectividad de sus propias flechas, así que dirigió a su columna hacia el interior de las filas del sah, bombardeando a los árabes con flechas para luego alejarse al galope cuando sus enemigos lanzaron la descarga de respuesta. Era una maniobra arriesgada, pero había empezado a cogerle el tranquillo al ritmo del enemigo y se mantenía cerca sólo el tiempo suficiente para poder apuntar bien. Los árabes tenían que acertarle a una columna que se movía a toda velocidad, mientras que sus hombres podían disparar contra cualquier punto de la masa de guerreros.
A su alrededor, sus minghaans adoptaron esa táctica y cada columna abría mil agujeros en las líneas árabes antes de alejarse a la carrera. El ejército del sah continuó avanzando y, a pesar de que los escudos salvaron a muchos, un rastro de cadáveres marcaba el sendero hacia el paso en las colinas.
A la cabeza de sus hombres, Tsubodai amplió la curva más que en las últimas tres acometidas, forzando la vista para distinguir el paso. Una vez que las filas del frente del sah lo alcanzaran, no habría ocasión para entrar y unirse a Kachiun. Las huestes del sah avanzaban como un tapón metido a la fuerza en una botella y no faltaba mucho para que el paso quedara bloqueado. Tsubodai vaciló y sus pensamientos se sucedieron a una velocidad vertiginosa. Si el sah continuaba marchando a esa velocidad, dejaría atrás a las columnas volantes y se dirigiría por el paso hacia Otrar. Sin duda, los cuatro mil de Kachiun no serían capaces de detener una masa así. Cierto que Tsubodai podía proseguir los ataques en la retaguardia mientras avanzaban y sabía que era una decisión sensata. Él y sus hombres podían acabar con miles de las filas indefensas y el sah no podría pararlos. Aun entonces, había otros dos pasos para rodear al ejército. Tsubodai podía dirigir a los minghaans a través de ellos y prestar apoyo a Gengis en Otrar.
No era suficiente. Aunque los jinetes mongoles habían matado a miles de soldados, el ejército del sah apenas se estremeció bajo su pérdida: cerraron filas sobre los muertos y continuaron avanzando. Cuando llegaran a la llanura que se extendía frente a Otrar, Gengis se encontraría con el mismo problema que Tsubodai había sido enviado a resolver. El sah atacaría al khan por el frente, mientras la guarnición de Otrar esperaba a su espalda.
Tsubodai guió a sus hombres contra el sah una vez más, disparando mil flechas a la vez. Sin previo aviso, otro minghaan se cruzó por su camino y se vio obligado a parar para evitar estrellarse contra el necio joven que los lideraba. Las flechas partieron de las filas del sah en cuanto le vieron frenar el paso y, en esta ocasión, docenas de guerreros cayeron, mientras sus ensangrentados caballos lanzaban estridentes relinchos. Tsubodai maldijo al oficial que se había atravesado por su línea y alcanzó a ver su expresión desolada mientras las dos fuerzas se separaban, tomando distintas direcciones. En realidad, no era culpa suya, reconoció Tsubodai. Había entrenado a su propio tumán para un ataque exactamente así, pero era difícil entrecruzar las columnas en torno al sah sin que se creara cierta confusión. Eso no salvaría a aquel hombre de una humillación pública cuando Tsubodai fuera a buscarle más tarde.
Las huestes del sah alcanzaron el paso y la oportunidad de Tsubodai de adelantarlas y escurrirse dentro como un rayo se había perdido. Buscó a Jelme con la vista, sabiendo que el general estaba dibujando su propio recorrido sinuoso de ataque, pero no lo encontró. Tsubodai observó cómo la cola del inmenso ejército empezaba a disminuir a medida que el sah entraba en lo que él creía que era terreno seguro. Al tener menos espacio que cubrir, los hostigamientos de los mongoles contra los flancos no hicieron sino incrementarse. Mientras la retaguardia disminuía, los guerreros golpearon una y otra vez y Tsubodai vio a algunos de los hombres más salvajes liderar ataques con espadas, lanzándose en medio de las líneas que marchaban. Los árabes aullaban y luchaban, rechazándolos lo mejor que podían, pero, a cada paso, sus números mermaban a favor de los hombres de Tsubodai. Llegaría un momento en el que las columnas volantes superarían en número a los soldados que quedaran en la cola y decidió que aprovecharía la ocasión para cercenarla por completo.
Envió a sus hombres menos cansados hacia el paso para dar la orden, pero apenas fue necesario. Los mongoles se habían reunido en torno a los últimos restos del ejército del sah, hostilizándolos desde tan cerca que casi se habían detenido. El terreno alrededor de la entrada al paso estaba teñido de rojo y Tsubodai vio miembros y cadáveres desperdigados por todas partes mientras el ritmo de la matanza se intensificaba.
Frente al paso, la columna árabe seguía contando con cuatro mil hombres, cuando un temblor los atravesó como una ola. Tsubodai inclinó la cabeza y le pareció oír gritos a lo lejos, resonando en las colinas. El ataque de Kachiun había comenzado. A su espalda, Tsubodai descubrió que su carcaj estaba vacío y desenfundó la espada, determinado a conseguir que la cola del sah se atrofiara bajo el sol.
Cuando estaba a punto de guiar a sus hombres en un nuevo ataque, esta vez directo, contra la columna, unos gritos de advertencia rompieron su concentración. Había elegido un lugar próximo al propio paso y, cuando espoleó a su montura para que se pusiera al galope, su corazón batía a toda prisa. Al principio no entendió los gritos pero, siguiendo su instinto, alzó la vista buscando la fuente y levantó la espada para frenar el ataque de sus hombres.
Durante un instante, Tsubodai maldijo entre dientes. Vio llegar a un grupo de jinetes y tuvo la terrible sospecha de que el sah había mantenido escondida una fuerza de retaguardia para sorprender a sus atacantes justo en ese momento. Pero ese temor se desvaneció tan rápido como había llegado. Reconoció en los jinetes a miembros de su propio pueblo y su corazón se llenó de alegría. Jochi aún vivía y Jebe cabalgaba a su lado.
De inmediato, Tsubodai miró a su alrededor con nuevos ojos. Unos treinta mil árabes seguían luchando por alcanzar el paso, atacados y hostigados desde todas las direcciones. Se dijo que, realmente, los minghaans se cernían sobre ellos como una nube de pequeñas abejas, pero al final un enjambre podía derribar incluso a un oso. No era necesario allí, aunque no podía marcharse sin informar a Jelme.
Le pareció que pasaba un siglo hasta que por fin encontró al otro general, ensangrentado y magullado pero lleno de júbilo, preparando a sus hombres para atacar una vez más.
—¡Como ovejas camino del sacrificio! —gritó Jelme cuando Tsubodai llegó hasta él a caballo. Estaba tan concentrado en la batalla que todavía no había descubierto a los jinetes y Tsubodai sólo hizo un gesto en su dirección.
Jelme frunció el ceño y dejó que sus dedos se posaran en una larga flecha que le había herido en el hombro. Había atravesado la armadura llegando a la carne, justo debajo de la piel. Jelme la manipuló con furia tratando en vano de sacarla. Tsubodai se acercó y agarró el astil, arrancando la saeta con un rápido tirón y arrojándola, rota, al suelo.
—Gracias —dijo Jelme—. ¿Son ésos los generales que habíamos perdido?
—¿Quién si no posee dos tumanes en este lugar? —respondió Tsubodai—. Podríamos haberlos utilizado antes, pero los mandaré por fuera al otro lado del paso para atacar al sah cuando salga.
—No —contestó Jelme—. Tú y yo nos bastamos para hacer eso. Deja que los que han llegado tarde se queden con los restos que hemos dejado y sigan al sah al interior del paso. Sigo estando fresco, general. Hoy lucharé de nuevo.
Tsubodai esbozó una ancha sonrisa y dio a Jelme una palmada en el hombro. Envió a dos exploradores a llevarle las órdenes a Jebe y a Jochi antes de salir disparado gritándoles a sus hombres que le siguieran. El paso más cercano estaba a menos de dos kilómetros de allí.
En apenas unos momentos, el ataque contra la retaguardia había cesado y el último de los ensangrentados soldados del sah pasó entre las colinas. Cuando las sombras oscurecieron sus rostros por fin, se volvieron con expresión atemorizada hacia los feroces jinetes y vieron que se dirigían a toda velocidad a algún otro lugar. Nadie celebró con gritos de alegría la suerte de haber escapado de la muerte. Les embargaba un oscuro presentimiento. Y mientras los árabes contemplaban a sus espaldas la ancha estela de cadáveres que habían dejado, otro ejército se aproximaba a ellos más y más, listos para reiniciar la masacre.
Tsubodai obligó a su montura a avanzar por el accidentado terreno que llevaba a la cima de las colinas. El segundo paso era un estrecho sendero que el sah posiblemente hubiera descartado por la enorme cantidad de hombres que llevaba consigo, pero que para ellos sería suficientemente amplio si avanzaban en fila de diez. A medida que ascendía, Tsubodai observaba las tierras que se extendían a sus pies, donde el oscilante tajo rojo que marcaba el recorrido de la batalla iba tornándose marrón con rapidez.
Sobre ese reguero corrían los tumanes de Jochi y Jebe y, aun desde esa distancia, Tsubodai notó que cabalgaban a poca velocidad. Luego vio que las diminutas figuras de los batidores los alcanzaban y el ritmo se aceleraba.
Después de eso, la visión de Tsubodai quedó bloqueada y no vio cómo seguían al sah al interior del paso. A Kachiun se le habrían acabado las flechas y el ejército seguía siendo demasiado grande para las fuerzas con las que contaba Gengis en Otrar. Sin embargo, Tsubodai se sentía satisfecho con el resultado del ataque. Había demostrado la fuerza que podían tener las columnas por sí solas y la mejor manera de actuar contra un enemigo lento. Miró hacia delante, hacia donde cabalgaba Jelme, que instaba a sus hombres a seguir avanzando. Tsubodai sonrió al ver que, pese a no ser ya tan joven, su entusiasmo y energía no habían decaído ni un ápice. Todos los guerreros sabían que tal vez tuvieran otra oportunidad para atacar si lograban atravesar las colinas antes de que el sah llegara a campo abierto. Tsubodai se daba cuenta de que, si eso sucedía, un enjambre de abejas no tendría ninguna oportunidad contra ellos. Ahora bien, si lograban llegar en el momento oportuno, golpearían el flanco derecho del sah con una fuerza de casi veinte mil hombres. Habían disparado la mayoría de las flechas. Los escudos y las espadas tendrían que concluir lo que ellas habían comenzado.