Las puertas de la ciudad de Otrar estaban bloqueadas para impedir la entrada de Gengis. El khan llevó a su poni a una colina desde donde podía divisar toda la ciudad y observó el oscuro humo que se elevaba lentamente desde los suburbios en llamas. Durante tres días sus exploradores habían inspeccionado el terreno, pero ni siquiera aquellos hombres, que habían tomado ya docenas de ciudades Chin, pudieron encontrar un fallo claro en el diseño. Las murallas habían sido construidas en capas de caliza gris claro sobre una base de granito y cada bloque pesaba muchas toneladas. En los muros de la ciudad interior, dos puertas de hierro llevaban hasta un desordenado laberinto de calles y mercados abandonados. Había sido una experiencia extraña recorrer esos pasajes, en los que resonaba el eco de los cascos de sus monturas, con las inmensas murallas alzándose ante ellos. Hacía meses que el gobernador sabía que iban a llegar y no encontraron nada aparte de unos cuantos perros callejeros y vasijas rotas: todos los objetos de valor habían desaparecido. Mientras rastreaban, los exploradores de Gengis se habían ido topando con una serie de sutiles trampas preparadas para ellos. Un chico de sólo trece años había abierto una puerta de una patada y había caído hacia atrás con una flecha de ballesta clavada en el pecho. Después de que murieran dos hombres más, Gengis había encargado a Temuge la tarea de prender fuego a la ciudad exterior y Otrar todavía seguía asfixiándose en la nube negra que la envolvía. Entre las cenizas y los escombros que se acumulaban en la falda de la colina, los Jóvenes Lobos de Tsubodai utilizaban picas para derribar los muros y proporcionar al khan una ruta despejada hacia la ciudad interior.
Disponían de abundante información. A cambio de oro, los mercaderes árabes les dieron incluso la localización de los pozos en el interior de las murallas. Gengis le había dado la vuelta a la ciudad a caballo con sus ingenieros y habían comprobado el enorme grosor de los muros.
La debilidad más clara era la colina del lado norte de la ciudad, desde la que se divisaban las murallas. Sus exploradores habían encontrado allí jardines de recreo llenos de flores, e incluso un lago ornamental y un pabellón de madera. Dos días antes, Gengis había enviado a unos cuantos guerreros a despejar la cima, dejando el resto cubierto de pinos centenarios. Si situaba sus catapultas donde antes se elevaba el pabellón, dispondrían de la altura necesaria para arrojar sus proyectiles directamente a la garganta del gobernador.
Gengis contempló la ciudad, disfrutando de la sensación de tenerla casi en sus manos. Si hubiera sido el gobernador de un lugar así, habría ordenado rebajar la colina antes que ofrecerle esa ventaja a un posible enemigo. Sin embargo, no podía aprovecharla. A unos cincuenta kilómetros hacia el este, su propio campamento estaba protegido por su hermano Khasar, con sólo dos tumanes. El resto de ellos había salido al campo de batalla para conquistar Otrar. Antes de que los batidores que más se habían alejado hubieran regresado al campamento, no había tenido ninguna duda de que podrían derribar las murallas.
Sin embargo, esa mañana, sus exploradores habían informado de que un inmenso ejército se aproximaba desde el sur. Más de dos hombres por cada uno de sus ochenta mil marchaban en dirección a esa posición y Gengis sabía que no podía dejarse atrapar entre Otrar y el ejército del sah. A su alrededor, en la cima de la colina, doce hombres trazaban mapas y escribían anotaciones diversas acerca de la ciudad. Dirigidos por Lian, un maestro de obras de una ciudad Chin, otro grupo de hombres se dedicaba a ensamblar catapultas y apilar vasijas de arcilla llenas de aceite. También Lian se había sentido seguro del éxito antes de que el ejército del sah hubiera sido avistado. Ahora las decisiones serían decisiones militares y el maestro de obras sólo podía extender los brazos impotente cada vez que alguno de sus trabajadores le preguntaba qué les depararía el futuro.
—Dejaría que el gobernador de Otrar se pudriera en su ciudad si no contara con veinte mil hombres para atacar nuestra retaguardia en el momento en que nos pusiéramos en marcha —dijo Gengis.
Su hermano Kachiun asintió, pensativo, mientras hacía que su caballo se volviera en el sitio.
—No podemos bloquear las puertas desde fuera, hermano —respondió Kachiun—. Darían la orden de que algunos de sus hombres descendieran por cuerdas y quitaran las vigas. Puedo quedarme aquí mientras te diriges con el ejército al encuentro del enemigo. Si necesitas refuerzos, manda a un explorador y me uniré a vosotros.
Gengis hizo una mueca. Los guerreros de Jebe y Jochi habían desaparecido en los valles y las colinas circundantes y, desde entonces, no habían dado señales de vida ni establecido contacto alguno. No podía dejar a las familias en el campamento sin protección y no podía permitir que Otrar quedara en pie con tantos hombres en su interior. No obstante, si los exploradores tenían razón, tendría que enfrentarse a ciento sesenta mil soldados con sólo seis de sus diez tumanes. Nadie tenía más fe en la habilidad de sus guerreros que el propio Gengis, pero los espías e informadores decían que ése era sólo uno de los ejércitos del sah. Gengis no debía únicamente aplastarlo, sino no sufrir demasiadas bajas en la batalla, o el siguiente ejército acabaría con ellos de forma definitiva. Por primera vez desde que llegara al oeste, se preguntó si no habría cometido un error. Con unas huestes tan vastas a su disposición, no era de extrañar que el gobernador de Otrar se hubiera mostrado tan arrogante.
—¿Has enviado a algunos hombres a buscar a Jochi y a Jebe? —preguntó Gengis de repente.
Kachiun inclinó la cabeza, asintiendo, aunque el khan ya le había hecho la misma pregunta dos veces esa mañana.
—Todavía no hemos encontrado nada. He ordenado a mis exploradores que rastrearan varios kilómetros en todas direcciones. Alguien los traerá de vuelta.
—¡No me sorprende que Jochi desaparezca cuando lo necesito, pero Jebe! —soltó Gengis—. ¡Si ha habido algún momento en que he necesitado a los veteranos de Arslan es éste! Con tantos hombres, será como arrojar piedras a un río. ¡Y tienen elefantes! ¿Quién sabe cómo podremos luchar contra esas bestias?
—Deja el campamento sin defensas —dijo Kachiun. Gengis le lanzó una mirada hostil, sin decir nada, y, simplemente, se encogió de hombros—. Si fracasamos, dos tumanes no bastarán para llevarles a casa. El sah caería sobre ellos con todos los efectivos que le quedaran. Por el mero hecho de estar aquí, sus vidas están ya en juego.
Gengis observó cómo se erguían los maderos de una catapulta, sin contestar. Si tuviera un mes más, dos como mucho, podría entrar en la ciudad y arrollarla, pero el sah nunca le daría una prórroga así. Frunció el ceño mientras barajaba las alternativas. Un khan no podía jugarse el destino de todo su pueblo a la respuesta de las tabas, se dijo a si mismo. El riesgo de quedar aplastado entre el martillo y el yunque era demasiado alto.
Gengis meneó la cabeza, todavía en silencio. Un khan era libre de hacer lo que quisiera con las vidas de aquéllos que le seguían. Si apostaba y perdía, la vida y la muerte habrían sido mejores que una existencia de pastores de cabras en las estepas de su patria. Todavía recordaba la experiencia de vivir con miedo cada vez que aparecía un grupo de hombres en el horizonte.
—Cuando estábamos a las puertas de Yenking, hermano, te envié a debilitar y mermar los efectivos de una columna Chin. Sabemos adónde se dirige el sah y no esperaremos pacientemente en formación de cuadrados y columnas hasta que llegue a nosotros. Quiero que hostiguéis a sus hombres durante todo el camino hasta Otrar.
Kachiun levantó la cabeza cuando vio que el brillo retornaba a los ojos de su hermano. Tomó uno de los mapas de exploración de las manos de uno de los sirvientes y lo desenrolló en el suelo. Gengis y su hermano se acuclillaron ante él, buscando un terreno que pudiera servirles.
—Con tantos hombres y animales, tendrá que dividir a su ejército aquí y aquí, o traerlos por este ancho pasaje en un solo grupo —dijo Kachiun. El territorio que se extendía al sur de Otrar era una agreste planicie salpicada de granjas y cosechas, pero para llegar a ella, el sah tenía que cruzar una cadena montañosa que obligaría a los árabes a formar una larga columna.
—¿Cuánto falta para que lleguen a los pasos? —preguntó Gengis.
—Dos días, quizá más, si avanzan con lentitud —respondió Kachiun—. Después, entrarán en tierra de labranza. Nada de lo que poseemos podrá detenerlos entonces.
—No puedes vigilar tres pasos, Kachiun. ¿A quién quieres llevarte?
Kachiun no vaciló.
—A Tsubodai y a Jelme.
El khan miró a su hermano pequeño y vio que su entusiasmo se encendía.
—Mis órdenes son mermar su número, Kachiun, no luchar hasta la muerte. Ataca y retírate, luego ataca de nuevo, pero no dejes que te capturen.
Kachiun asintió, inclinando la cabeza, sin retirar la vista del mapa, pero Gengis le dio una palmada en el brazo.
—Repite las órdenes, hermano —le dijo con voz suave.
Kachiun esbozó una ancha sonrisa y las repitió.
—¿Te preocupa que no deje suficientes para ti? —le preguntó.
Gengis no respondió y Kachiun retiró la vista, sonrojándose. El khan se puso en pie y Kachiun se levantó con él. En un impulso, Kachiun hizo una reverencia y Gengis aceptó el gesto con una breve inclinación de cabeza. A lo largo de los años, había aprendido que el respeto se ganaba a costa de la calidez personal, incluso con sus hermanos. Buscaban en él todas las respuestas a los problemas de la guerra y, aunque eso le convertía en una figura distante, esa actitud había dejado de ser una máscara y ahora era parte de él.
—Manda llamar a Tsubodai y a Jelme —dijo Gengis—. Si consigues retrasar al sah lo suficiente, quizá Jochi y Jebe puedan prestarte apoyo. También estarán a tus órdenes. Te entrego a la mitad de mi ejército, hermano. Me quedaré aquí esperando.
Gengis se dijo que Kachiun y él habían recorrido un largo camino desde que fueran unos jóvenes mongoles que sólo emprendían incursiones de asalto. Diez generales se enfrentarían al ejército del sah y Gengis no sabía si vivirían o morirían.
Chakahai salió de su tienda para averiguar qué significaban aquellos repentinos gritos. Se detuvo bajo el ardiente sol mientras sus sirvientas Chin resguardaban de sus rayos su blanca piel y se mordió el labio al ver que los guerreros salían de sus hogares con armas y provisiones.
Chakahai había vivido entre los mongoles durante el tiempo suficiente para saber que lo que se estaba formando no era un mero grupo de exploración. Todos los hombres, excepto Khasar y su lugarteniente, Samuka, estaban en la ciudad, al oeste, y apretó los labios llena de frustración. Ho Sa estaría con Khasar, por supuesto, pero seguramente Yao Shu sabría qué estaba pasando. Con una breve orden, puso en marcha a las sirvientas que la rodeaban y partió en busca del monje budista mientras el ruido iba aumentando más y más en el campamento. Oía las airadas voces de algunas mujeres y pasó junto a otra que lloraba en el hombro de un joven guerrero. Chakahai frunció el ceño para sí y sus sospechas se afianzaron.
Mientras buscaba a Yao Shu, se encontró junto a la ger de Borte y Hoelun. Chakahai dudó si entrar, pero la decisión quedó tomada cuando Borte salió de la tienda, enfadada y con la cara roja. Las dos esposas de Gengis se descubrieron al mismo tiempo y ambas se miraron, rígidas, sin lograr deshacerse de la tensión que sentían.
—¿Sabes qué está sucediendo? —Chakahai fue la primera en hablar, honrando de forma deliberada a la esposa de más edad. Era una pequeñez, pero los hombros de Borte se relajaron ligeramente y asintió.
—Gengis se va a llevar a los tumanes —dijo Borte—, Khasar y Samuka tienen órdenes de marcharse a mediodía.
Una de las sirvientes de Chakahai lanzó un chillido de terror y Chakahai alargó el brazo como un resorte y la abofeteó. Se volvió hacia Borte, cuya vista observaba cómo los hombres empezaban a formar en el campamento.
—¿Y si nos atacan? —preguntó Chakahai.
Borte hizo una mueca y meneó la cabeza.
—¿Cuántas veces me han hecho esa misma pregunta desde que llegaron las órdenes? —contestó. Vio que en los ojos de la princesa Xi Xia había auténtico miedo y suavizó su tono. Aquella mujer había sido un regalo de un padre derrotado para Gengis. Había conocido épocas de caos y sabía el terror con el que iba asociado—. ¿Crees que estaremos indefensas, hermana? —continuó Borte.
Chakahai había retirado la vista, pero el apelativo amistoso hizo que la mirara de inmediato.
—¿No lo estamos? —preguntó—. ¿Qué podría hacer un grupo de mujeres y niños contra los soldados, si vinieran?
Borte suspiró.
—Se ve que no creciste entre las tribus, Chakahai. Si nos atacan, las mujeres cogerán los cuchillos y lucharán. Los guerreros mutilados montarán lo mejor que puedan y atacarán. Los niños utilizarán sus arcos. Tenemos suficientes caballos y arcos para hacer daño a cualquiera que nos moleste.
Chakahai se quedó mirándola en silencio, con el corazón palpitante. ¿Cómo podía su marido dejarla indefensa? Sabía por qué Borte hablaba así. El pánico destruiría el campamento antes siquiera de que hubieran avistado al enemigo. Las familias se sentirían divididas entre la seguridad de los números y el hecho de que el propio campamento atraería el peligro. Al quedarse solas con la tarea de proteger a sus hijos, muchas esposas y madres estarían considerando marcharse en mitad de la noche para buscar un lugar seguro en las colinas. Para aquéllas que eran madres de hijos pequeños, la idea era tentadora, pero Chakahai se resistió. Como Borte, era la mujer del khan. Las demás buscarían en ellas el liderazgo. De todas las mujeres del campamento, ellas eran las únicas que no podían huir.
Borte parecía estar aguardando una respuesta y Chakahai meditó con cuidado antes de contestar. Los niños estarían aterrorizados cuando vieran marcharse al último guerrero. Necesitarían ver que ellas tenían confianza y seguridad, aunque fueran falsas.
—¿Es demasiado tarde para aprender a tirar con arco, hermana? —inquirió Chakahai.
Borte sonrió.
—¿Con esos hombros huesudos y estrechos? Sí. Pero búscate un buen cuchillo.
Chakahai asintió, aunque la incertidumbre la invadió.
—No he matado a un hombre en mi vida, Borte.
—Quizá no tengas esa oportunidad. El cuchillo es para recortar telas y fabricar guerreros para ponerlos en las sillas de los caballos sobrantes. En la penumbra, el enemigo no podrá ver que nuestros hombres se han ido.
Borte alzó los ojos de sus preocupaciones y las dos mujeres intercambiaron una mirada antes de separarse, satisfechas. No podía existir una verdadera amistad entre ellas, pero ni una ni otra había encontrado ninguna debilidad en la otra y ambas se sintieron confortadas por ello.
Cuando el sol alcanzó su cenit, Khasar volvió la vista hacia el campamento que le habían ordenado abandonar. La actividad era tan frenética como en un hormiguero, con todas las mujeres y niños corriendo de aquí para allá entre las gers. Aun sin los tumanes, era una gran multitud, más de cien mil personas y tiendas junto a un riachuelo. A su alrededor, los ganados pastaban, ignorantes de lo que estaba aconteciendo. Todo lo que le habían robado a los Chin estaba allí, desde el jade hasta el oro y las armas antiguas. Temuge y Kokchu tenían allí su colección de libros y manuscritos. Khasar se mordió el labio al imaginarse a los soldados del sah encontrando un premio así desprovisto de protección. Calculaba que en el campamento quedaban unos mil guerreros ancianos o mutilados, pero no tenía demasiadas esperanzas de que aquéllos que habían perdido brazos o piernas pudieran frenar a un enemigo decidido. Si los atacaban, las tiendas desaparecerían presa de las llamas… pero su hermano le había convocado y no le desobedecería. Tenía tres esposas y once hijos pequeños en distintos puntos del laberinto de tiendas y se lamentó de no haber sacado tiempo para hablarles antes de reunir a sus hombres.
Ya estaba hecho. El sol estaba alto en el cielo y había sido convocado. Khasar miró a su lugarteniente, Samuka. El hombre estaba dividido entre el orgullo que sentía por haber sido ascendido a líder de un tumán y la vergüenza de abandonar el campamento. Khasar chasqueó la lengua para llamar su atención, luego alzó el brazo y, por fin, lo dejó caer. Sus hombres clavaron los talones en sus monturas y le siguieron, dejando atrás todo cuanto tenían de valor.
Jochi y Jebe cabalgaban juntos a la cabeza de los tumanes. Mientras recorrían serpenteantes valles en su camino de regreso al oeste, Jochi se sentía de buen humor. Había perdido casi a mil hombres. Algunos habían caído en la salvaje carga que tuvo lugar frente a la pared de la montaña, mientras que otros habían caído víctimas del agotamiento por aquella larga marcha que ninguno de ellos olvidaría jamás. La mayoría de las bajas eran soldados Chin, pero los que sobrevivieron cabalgaban con la cabeza alta, sabiendo que se habían ganado el derecho a seguir a su general. Jebe había perdido a tantos hombres como él, pero eran hombres que conocía hacía años, de cuando todos ellos estaban bajo el mando de Arslan. Habían muerto bien, pero, aun así, se les negaría el funeral del cielo, en el que los cuerpos eran transportados hasta las más altas cimas para alimentar a los halcones y a las aves de presa. Ambos generales sabían que no había tiempo para honrar a los muertos. El cuñado de Gengis, Palchuk, era uno de ellos: le habían encontrado con un tajo en el rostro asestado por una espada árabe. Jebe no sabía cómo reaccionaría Gengis al oír la noticia y pasó los dos días de descanso junto al lago inmerso en un adusto silencio.
Jebe y Jochi eran absolutamente conscientes de la amenaza que se cernía sobre el khan, pero los caballos estaban exhaustos. Se habían visto obligados a dejar que los animales recuperaran las fuerzas antes de volver a montar. Aun entonces, era demasiado pronto. Muchos de ellos seguían cojeando y, muy a su pesar, los hombres de más rango tuvieron que ordenar el sacrificio de los que no eran útiles y su carne fue distribuida entre los hombres. Docenas de guerreros transportaban un costillar o una pierna sobre sus sillas de montar, mientras que otros montaban los caballos árabes, que estaban en condiciones algo mejores que los suyos. Para hombres que consideraban los caballos como el verdadero botín de las guerras, la batalla del paso había sido un triunfo que merecía ser contado en torno a las hogueras durante una generación. Junto a cada uno de los guerreros, corrían dos o tres de las monturas árabes. Muchos de ellos estaban cojos y cortos de resuello, pero su fuerza podía aprovecharse y los mongoles no podían soportar la idea de dejarlos atrás.
Dieciocho mil hombres cabalgaban con los generales cuando salieron del valle principal y tomaron una ruta más tortuosa. Por muy tentador que fuera retornar sobre los propios pasos, el sah podría haber dejado una fuerza emboscada en algún punto del recorrido. Los hombres necesitaban tiempo para recobrarse antes de enfrentarse de nuevo a un enemigo.
Al menos, tenían agua en abundancia. Muchos de los hombres habían bebido hasta hincharse la barriga. Mientras los perseguían, habían vaciado las vejigas cuando sintieron la necesidad, dejando que el agua tibia se abriera paso por la capa de polvo que recubría sus monturas. En el camino de regreso, iban llenos de comida y la marcha se había ralentizado en varias ocasiones cuando docenas de hombres desmontaban a la vez para acuclillarse en el suelo y luego limpiarse con un trapo antes de volver a subir de un salto a sus monturas. Estaban sucios, delgados y olían mal, pero la tierra por la que habían cabalgado durante tanto tiempo los había endurecido.
Fue Jochi quien vio a los exploradores regresando desde una cumbre del camino. Había encontrado en Jebe a alguien que comprendía la necesidad de conocer el terreno tan bien como Tsubodai y siempre iban rodeados por un círculo de jinetes que rastreaban muchos kilómetros a la redonda. Jochi silbó para llamar la atención de Jebe, pero el otro general también los había visto y sólo enarcó las cejas con gesto interrogativo.
—¿No había enviado a dos hombres en esa dirección? —preguntó Jochi. Los que regresaban eran tres e, incluso a esa distancia, podían ver que el otro jinete era un explorador como los suyos, sin armadura ni ninguna otra cosa que pudiera retrasarle, excepto una espada. Algunos cabalgaban incluso sin esa arma, dependiendo sólo de su velocidad.
Sin hacer ninguna señal, los jóvenes generales hincaron los talones en sus monturas y avanzaron en la línea, ansiosos por obtener información.
El batidor no era de sus tumanes, aunque parecía tan cansado y polvoriento como sus propios hombres. Jochi y Jebe observaron cómo el joven desmontaba y hacía una inclinación de cabeza, manteniendo las riendas en las manos. Jebe alzó una mano y los guerreros se detuvieron. Al principio, el explorador titubeó al verse en presencia de dos generales, dudando a cuál debía dirigirse primero. La impaciencia de Jochi rompió el silencio.
—Nos has encontrado —dijo—. Infórmanos.
El explorador volvió a hacer una pequeña reverencia, abrumado por el hecho de estar hablando con uno de los hijos del khan.
—Estaba a punto de dar media vuelta cuando vi la nube de polvo de tus caballos, general. Tsubodai me ordenó salir a buscaros. El sah está en el campo de batalla con un enorme ejército.
Si el batidor había esperado despertar alguna emoción con las noticias, sus esperanzas se vieron frustradas.
—¿Y? —preguntó Jebe.
El batidor empezó a hundir la cabeza y vaciló de nuevo, perdiendo la compostura.
—Me enviaron para haceros regresar a toda velocidad, general. Mi señor Gengis atacará, pero no sé nada más. He estado fuera solo durante dos días, buscándoos.
—Podríamos atacar la retaguardia si volvemos a ese valle —le dijo Jochi a Jebe, haciendo caso omiso del explorador.
Jebe se giró para mirar a sus hombres, sabiendo que seguían estando cerca del agotamiento absoluto. Un guerrero de las tribus podía cabalgar todo un día y, aun así, luchar, pero la fuerza de los caballos tenía límites más claros. El valor de organizar un ataque contra las últimas filas del sah se perdería si un enemigo descansado se volvía y los destrozaba. Jebe asintió con gravedad mirando a Jochi.
Gengis esperaría que siguieran adelante.
—El ejército del sah se habrá movido de sitio desde que los dejamos —intervino Jebe—. Podían ser otros ciento cincuenta kilómetros y luego habría que ganar una batalla.
Jochi giró su poni, preparándose para partir.
—Entonces tendremos que darnos prisa, general —respondió.
El explorador observaba la conversación con recelo, sin saber si debía decir algo más. Miró las manadas de caballos con envidia, en las que se mezclaban los ponis y las monturas árabes.
—Si tenéis una montura fresca para mí, me adelantaré y le diré al khan que vais a venir —dijo.
Por alguna razón, ambos generales compartieron una sonrisa al oír esas palabras.
—¿Ves algún caballo fresco? —preguntó Jebe—. Si lo ves, cógelo.
El explorador volvió a mirar el grupo de animales, notando por su postura que trataban de no forzar las doloridas patas. Echó un vistazo a las filas de los polvorientos y adustos guerreros que los acompañaban. Algunos tenían los brazos y las piernas vendados con tiras de tela rasgada, dejando ver manchas ensangrentadas bajo la suciedad. Por su parte, los guerreros le devolvieron la mirada con indiferencia, aguardando órdenes. Sus generales les habían mostrado su propia fuerza en esa larga marcha a través del valle. Los supervivientes habían salido de la experiencia con una confianza en sí mismos que nunca antes habían conocido. Si podían llevar a treinta mil árabes a la muerte, ¿qué no podrían hacer?
Decepcionado, el batidor se inclinó ante los generales una vez más antes de volver a montar su caballo. Era poco más que un muchacho y Jochi se rió entre dientes al notar su nerviosismo. El general contempló la masa de jinetes con nuevos ojos. Habían pasado una prueba de fuego y no le fallarían. Durante un instante, comprendió el placer que sentía su padre al liderar a otros hombres en la guerra. No había nada igual.
Jochi chasqueó la lengua y el batidor le miró.
—Dile a mi padre que vamos para allá. Si tiene nuevas órdenes, enviad exploradores a lo largo del valle que está justo al norte. Nos encontrarás allí.
El explorador asintió con seriedad y se alejó a la carrera, consciente de la importancia de su tarea.