XI

Tras la carrera inicial hacia el este a lo largo del valle, ambos tumanes y sus perseguidores adoptaron un lento galope con el que fueron devorando el valle kilómetro a kilómetro. Antes de que se pusiera el sol, los hombres de Khalifa trataron de acortar la distancia tres veces y fueron repelidos por las flechas disparadas por los mongoles, girados sobre sus sillas de montar. A diferencia de los mongoles, los jinetes árabes no tenían precisión lanzando flechas a toda velocidad. Aunque sus monturas eran más rápidas en cortas distancias, se vieron obligados a disponerse para una larga persecución. Para cuando el sol tocó el oeste a sus espaldas, estaban a casi veinte kilómetros del ejército del sah. Los guerreros mongoles cabalgaban en adusta concentración, sabiendo que quedarse atrás significaba la muerte.

Jochi y Jebe se habían reunido a medio camino avanzando entre las filas de sus hombres. No sabían cuántos de los suyos habían perdido en las laderas bajo la cresta de la colina. Al final, los árabes habían luchado bien, pero ambos generales se sentían satisfechos con lo que habían logrado. Informarían a Gengis tanto de los puntos fuertes como de las debilidades del enemigo y lo que habían aprendido sería vital para el khan en los próximos días. Aun así, todavía tenían que sobrevivir a la obstinada persecución. Ambos sabían que era más fácil perseguir que ser perseguido. Al igual que las águilas y los lobos, los hombres tenían los ojos en la parte delantera del rostro. Cabalgar tras un enemigo mantenía el espíritu fuerte, como oír al enemigo siempre a las espaldas socavaba la confianza de los tumanes. Sin embargo, no vacilaron.

—¿Crees que nos seguirán a través de la oscuridad? —preguntó Jochi.

Jebe se volvió para mirar por encima de su hombro a la masa de jinetes. Les habían seguido unos treinta mil hombres, cuya calidad como guerreros desconocía. Jochi y él habían acabado con tantos en las laderas de la colina que pensó que la ira mantendría a los árabes tras su rastro durante largo tiempo. Les habían obligado a retroceder en desorden durante la batalla y no permitirían que se marcharan sin perseguirlos. Mientras observaba a sus rivales, Jebe admitió que los árabes eran excelentes jinetes. Habían mostrado disciplina y valor. Contra eso, los dos tumanes sólo podían responder con la estoica resistencia que habían aprendido de los brutales inviernos en las estepas. No desfallecerían, aunque tuvieran que seguir corriendo hasta el fin del mundo.

Jebe miró durante un instante al sol que se desvanecía tras el horizonte, una línea dorada que arrojaba temblorosas sombras frente a sus hombres. Se dio cuenta de que no había contestado la pregunta y se encogió de hombros.

—Parecen poseer suficiente determinación para ello. Además, son más rápidos en esfuerzos breves. Si yo fuera su comandante, esperaría a que la oscuridad fuera total y entonces reduciría distancias cuando no podamos verlos y nos sea más difícil rechazarlos.

Jochi cabalgaba con cuidado, conservando su fuerza. Le dolía el brazo izquierdo y tenía las piernas anquilosadas. Las viejas cicatrices le provocaban pinchazos que se le clavaban en los muslos cuando los estiraba. Aun así, se esforzó en no dejar entrever el orgullo que le embargaba por la acción en la colina. Su carga por el flanco había barrido a los soldados árabes, pero Jebe no lo había mencionado.

—Entonces, cuando se haga de noche, deberíamos correr durante un par de kilómetros y abrir una distancia mayor que no puedan cubrir fácilmente.

Jebe torció el gesto ante la idea de salir disparados a galope tendido por un terreno desconocido. Su mayor temor era que los árabes supieran que el valle terminaba abruptamente, quizá en un cañón bloqueado. Los tumanes podrían estar cabalgando hacia su propia destrucción. Jochi aguzó la vista tratando de ver qué había más adelante, pero, a ambos lados, las cumbres parecían continuar hasta el infinito. Una punzada de hambre interrumpió sus pensamientos y metió la mano en el bolsillo para sacar un trozo de cordero seco. A la última luz del día, miró aquel amasijo oscuro con desconfianza, pero arrancó un bocado y empezó a masticarlo antes de extender el brazo y ofrecerle un poco a Jebe. El general lo aceptó sin hablar, partiendo un trozo con los dedos antes de devolverle el resto. No habían comido desde la mañana y ambos hombres estaban hambrientos.

—Cuando mi padre luchó contra el reino de los Xi Xia —dijo Jochi, sin dejar de masticar—, el rey desperdigó unos pinchos de hierro por el terreno que podían hacer caer una línea de jinetes a la carga.

—Nos serían útiles ahora —respondió Jebe, asintiendo—. Si cada hombre llevara sólo unos pocos, podríamos hacer que esos árabes pasaran por encima de un reguero de pinchos.

—La próxima vez, amigo —sentenció Jochi—, si es que hay una.

El sol se puso y una pálida luz grisácea atravesó el valle, pasando gradualmente por varios tonos de gris hasta llegar al negro carbón. Tenían poco tiempo antes de que saliera la ce invertida de la luna nueva. Jochi y Jebe repartieron órdenes apenas audibles en el estruendo de cascos y el paso se incrementó lentamente. Ambos líderes dependían de la resistencia de los ponis de las estepas. Los exploradores estaban acostumbrados a cabalgar más de ciento cincuenta kilómetros en un solo día y Jochi y Jebe contaban con esa ventaja para agotar a su enemigo. Como los hombres que los montaban, los ponis eran tan duros como el cuero viejo.

Tras ellos, los dos generales oyeron cómo se aceleraba el ritmo de los caballos árabes al iniciar el galope tendido, pero ya habían ampliado la distancia que los separaba. Jochi ordenó a las filas de retaguardia que dispararan tres flechas por cabeza hacia la oscuridad. Su decisión se vio recompensada por una serie de estrepitosas colisiones y gritos que resonaron en las colinas. Una vez más, los perseguidores se quedaron atrás y los generales ordenaron a sus hombres que adoptaran un trote rápido, listos para pasar al galope en cualquier momento. Los ponis mongoles ya habían peleado y cargado ese mismo día. Muchos de ellos estaban fatigados y empezaban a sufrir por la falta de agua, pero no había manera de que reposaran.

—¿Has visto las banderas del ejército del sah? —preguntó Jochi.

Jebe dijo que sí con la cabeza, recordando el mar de medias lunas que exhibían las filas árabes. La nueva luna era importante para su enemigo, quizá debido a que marcaba el inicio y el fin de su mes sagrado. Jebe esperaba que no fuera un presagio de buena suerte para los que cabalgaban tras ellos.

La luna despedía una débil luz plateada sobre los ejércitos que recorrían el valle como un largo río. Algunos de los guerreros mongoles utilizaron esa pálida luminiscencia para lanzar algunas flechas hasta que Jochi dio orden de que mantuvieran las reservas de proyectiles. Era demasiado difícil matar a un hombre con escudo en la oscuridad y, cuando llegara el momento, necesitarían todas y cada una de las flechas.

A la cabeza de sus hombres, Khalifa cabalgaba inmerso en un silencio enfurecido. Nunca había vivido nada parecido a aquella persecución nocturna y no podía evitar la persistente sensación de que había dejado al sah sin su ala de jinetes en un territorio cuya hostilidad ya había quedado probada. En otras ocasiones había salido detrás de ejércitos en fuga, pero había sido siguiendo un breve impulso salvaje después de que sus enemigos se derrumbaran, un momento en el que un guerrero podía hundir alegremente su espada en el cuello de hombres que huían o lanzar flechas hasta vaciar sus carcajes. Recordaba esos momentos con emocionada satisfacción, en especial porque se habían producido después de batallas en las que había cabalgado cerca de la muerte.

La persecución de hoy era algo diferente y no conseguía comprender a los generales mongoles que le precedían. Cabalgaban en perfecta formación y todo intento de derribarlos antes de la puesta del sol había sido rechazado. ¿Habrían perdido el coraje? Su manera de montar no era la de alguien que fuera presa del pánico, sino que, más bien, parecían centrados en no derrochar las fuerzas de sus caballos, manteniéndose por delante de sus perseguidores, justo a la distancia necesaria para que no tuviera sentido ordenar a sus hombres que dispararan contra ellos.

Irritado, Khalifa rechinó los dientes, sintiendo el penetrante dolor de la herida de su costado. El sah había elegido ese valle porque era la ruta más rápida hacía el oeste para llegar a socorrer a Otrar. El paso entre montañas tenía más de ciento cincuenta kilómetros de largo y se abría a una amplia llanura próxima a la aldea donde Khalifa había nacido. Cada kilómetro que avanzaban le alejaba más del ejército principal y le hacía preguntarse si los mongoles no estarían arrastrándole de manera deliberada. Sin embargo, no podía frenar y dejar que se marcharan. Su sangre clamaba venganza por aquéllos que habían masacrado.

La salida de la luna le trajo cierto alivio: pasó varias horas calculando ángulos desde Merreikh, el planeta rojo, hasta la luna y el horizonte oriental. No obstante, fue incapaz de determinar si los resultados prometían buena suerte o no y el juego mental no le satisfizo. ¿Era posible que los mongoles hubieran planeado una emboscada a tanta distancia del campo de batalla principal? No, no podía ser eso… Mientras la luna ascendía por el cielo, entornó los ojos tratando de encontrar en la penumbra algún indicio de que los mongoles estuvieran haciendo señas a otra fuerza que estuviera aguardándoles.

No podía ver nada más que sus espaldas y su galope no dejaba traslucir que estuvieran siendo perseguidos por un vasto ejército de hombres furiosos y resueltos a acabar con ellos. En el oscuro valle, era fácil imaginar enemigos en cada sombra. La ira de Khalifa le ayudó a aguantar cuando el penetrante frío empezó a calarle los huesos. Tomó un único trago de su odre de agua y lo sacudió con rabia. No había estado lleno al principio y ahora sólo le quedaban unas gotas. Notó que sus hombres habían empezado a mirarle esperando órdenes, pero no tenía nada que decirles. No regresaría junto a su sah sólo para decirle que el enemigo había escapado. No podía.

Jebe y Jochi habían pasado buena parte de la noche conversando. Entre ellos se había ido desarrollando un respeto mutuo que las horas a caballo no hicieron sino incrementar. Algunos hombres echaban cabezadas por turnos a su alrededor, siempre con la ayuda de un amigo que sujetaba las riendas por si acaso sus monturas empezaban a desviarse y meterse en las filas de los demás jinetes. Cabalgar dormidos era una práctica común entre los que habían sido pastores, pero, por lo general, lo hacían sólo cuando avanzaban al paso. Nadie se cayó, a pesar de que llevaban las cabezas apoyadas sobre el pecho. Los tumanes habían ralentizado la marcha cuando la luna empezó a descender y, al instante, la fuerza que les pisaba los talones había iniciado el galope, reduciendo de nuevo la brecha que los separaba. En cuatro ocasiones se habían visto obligados a igualar su frenética velocidad antes de volver a decelerar, pero cuando el amanecer estuvo próximo, ambos ejércitos iban al trote y sus caballos echaban espuma por la boca, resollando sin dejar de avanzar.

Jochi vio los primeros rayos del alba y alargó el brazo para avisar a Jebe. La luna era sólo una delgada línea sobre las colinas y el nuevo día estaba a punto de comenzar. Era probable que se produjera otro ataque y los hombres se restregaron los ojos para espabilarse. Les parecía que la noche que acababa de concluir había durado eternamente y, al mismo tiempo, que se había desvanecido en un instante. A pesar de tener un enemigo a la espalda, les embargó una extraña paz mientras compartían con los demás los últimos restos de carne seca y se pasaban los odres de agua tibia y amarga hasta que estuvieron vacíos.

A Jebe le dolía todo el cuerpo, tenía la boca seca y sentía como si tuviera arena en las articulaciones. Notaba punzadas en la zona lumbar y, al mirar atrás, no pudo por menos que admirar al enemigo que aún los seguía. Cuando el día clareó, vio que los caballos de los árabes estaban agotados por la cabalgada. Sus perseguidores apenas podían sostenerse erguidos sobre las sillas de montar, pero no se habían caído ni habían permitido que los tumanes se alejaran demasiado.

Jochi se sintió orgulloso de los Chin que cabalgaban junto a su pueblo. Eran los que más habían sufrido y tantos de ellos se habían quedado rezagados que ahora constituían la retaguardia de los tumanes. Con todo, habían continuado. Menos de un kilómetro separaba a los dos ejércitos y eso no había cambiado desde la caída de la noche.

Cuando el sol lució con fuerza en el firmamento, Khalifa repartió las órdenes entre sus subalternos. La noche había sido muy dura para él por el frío y el agotamiento. El final del valle estaba a la vista y sabía que habían recorrido bastante más de ciento cincuenta kilómetros sin hacer una sola pausa. De joven, se hubiera reído ante tal desafío, pero con cuarenta años, las rodillas y los tobillos habían empezado a dolerle cada vez que su caballo daba un paso. También sus hombres estaban cansados, aunque poseían la adusta resistencia de los árabes del desierto. Cuando recibieron la orden de reducir la brecha entre ellos y sus rivales una vez más, alzaron la cabeza de inmediato. ¡Esta vez confiaba en poder hacer que los mongoles entraran en combate!

El aumento de la velocidad no fue brusco para no alertar al enemigo. Khalifa espoleó suavemente a su jadeante montura, disminuyendo la distancia a sólo cuatrocientos pasos antes de que los mongoles pudieran reaccionar. Entonces Khalifa levantó la mano y, rugiendo con la garganta llena de polvo, mandó a sus hombres que cargaran.

Sus hombres hincaron los talones en sus caballos y las exhaustas bestias respondieron, iniciando un galope irregular. Khalifa oyó a un caballo emitir un desesperado relincho y desplomarse contra el suelo, arrastrando consigo a uno de sus hombres. No pudo ver lo que había pasado hasta que estuvo a doscientos pasos y sacó una flecha larga y negra de la aljaba que llevaba a la espalda.

Los mongoles habían percibido la amenaza y habían respondido con una ráfaga de flechas que dispararon girándose sobre sus monturas. A pesar de la forzada postura, su precisión era terrorífica y Khalifa vio cómo derribaban hombres y caballos, que eran pisoteados por todos lados. Lanzó un grito de frustración mientras las plumas de su flecha le tocaban la mejilla. Su montura avanzaba dando traspiés por la velocidad y, aun así, lograron aumentar la distancia que los separaba. Soltó la flecha y rugió, triunfante, cuando se clavó en lo alto de la espalda de uno de sus rivales, derribándole de la montura. Hirió a varias docenas de mongoles más, aunque la armadura salvó a unos cuantos. Los que caían, eran pisoteados repetidas veces por los cascos árabes mientras se retorcían en el polvo, hasta que sus huesos quedaban reducidos a una pulpa sanguinolenta.

Khalifa se desgañitó gritando a sus hombres, pero estaban acabados. Por la forma en que se tambaleaban sobre las sillas, comprendió que habían alcanzado el límite de sus fuerzas. Muchos de los caballos se habían quedado cojos durante la noche. Fueron quedándose atrás mientras sus jinetes agitaban en vano látigos y fundas de espada.

Barajó la posibilidad de ordenar un alto, pero el esfuerzo era excesivo. Siempre creía que podría aguantar un poco más, hasta que los mongoles mataran a sus caballos y ellos mismos empezaran a morir. Le ardían los ojos debido a la arenilla por la que habían avanzado toda la noche y todo cuanto podía hacer era quedarse mirando mientras el enemigo se distanciaba una vez más, alejándose casi un kilómetro de ellos. Allí se mantuvieron mientras el sol seguía subiendo y ninguno de los bandos lograba aumentar o reducir la brecha que los separaba. Khalifa volvió a colocar su arco en la funda de cuero que llevaba tras la pierna derecha y palmeó el pescuezo de su caballo.

—Sólo un poco más, gran corazón —murmuró al oído del desfallecido animal. Sabía que muchos de los caballos estarían sentenciados tras esa jornada. Les habían forzado más allá de ningún esfuerzo que hubieran realizado nunca y sus vías aéreas estarían permanentemente dañadas. Oyó un nuevo golpe y el relincho de un caballo que, en algún lugar detrás de él, se estrellaba tambaleante contra los que lo rodeaban antes de desplomarse. Sabía que caerían muchos más, pero las filas de retaguardia de los mongoles seguían atrayéndole como un imán y entrecerró los ojos para no perderlos de vista en medio del asfixiante polvo.

Cuando los tumanes emergieron de las sombras del valle y entraron en la llanura, sus ánimos se aligeraron. A lo lejos vislumbraron el humo de las hogueras matutinas proveniente de las aldeas y tomaron un camino de tierra apisonada en dirección al este. Frente a ellos, en algún lugar, se encontraban las ciudades del sah y los potenciales refuerzos para aquéllos que todavía los seguían. Jebe y Jochi no tenían ni idea de cuántos hombres podría situar el sah en el campo de batalla. Tal vez sus ciudades hubieran sido despojadas de sus guarniciones por las guerras, o tal vez estuvieran bien guarnecidas y repletas de soldados listos para responder a una incursión como la suya en su territorio.

El camino era ancho, quizá debido al inmenso ejército que había allanado la tierra al pasar por allí sólo unos días antes. La columna mongola se apretó para avanzar por el terreno endurecido, adoptando una formación en filas de cincuenta al salir de las montañas envuelta en una nube de polvo. El sol dejó atrás el mediodía y el fuerte calor hizo que varios hombres y caballos cayeran en ambos bandos y quedaran atrás, desapareciendo en un maremágnum de cascos. Los mongoles sudaban y no tenían agua o sal que les ayudaran a conservar las fuerzas. Desesperados, Jebe y Jochi empezaron a echar ojeadas a sus espaldas cada vez con más frecuencia.

Los caballos árabes eran mejores que ninguna raza que hubieran conocido antes en combate, mucho mejores, desde luego, que las monturas Chin o las rusas. Y, sin embargo, a medida que el calor absorbía sus fuerzas, los perseguidores comenzaron a rezagarse hasta que Jebe ordenó adoptar un paso más lento. No quería perderlos ni darles tiempo para detenerse y reagruparse. Calculó que habrían arrastrado a los jinetes del sah tras ellos durante casi doscientos cincuenta kilómetros, rozando incluso los límites del más duro de los exploradores mongoles. Los ponis estaban cubiertos de regueros de espumosa saliva y tenían el pelaje oscurecido por el sudor y las llagas surgidas donde la silla de montar les había arrancado antiguas callosidades.

Cuando la sofocante tarde iba bastante avanzada, pasaron un fuerte, desde cuyas murallas los soldados los observaron boquiabiertos, desafiándolos a gritos mientras pasaban. Los mongoles no respondieron. Todos y cada uno de los hombres estaban perdidos en su propio mundo, resistiéndose a la debilidad de la carne.

Jochi pasó las horas de calor lleno de sufrimiento: debido al roce, en su muslo había aparecido una abrasión sangrante. Cuando la noche cayó de nuevo, la zona quedó entumecida, lo que resultó un alivio. El escozor de las cicatrices se calmó, pero su brazo izquierdo estaba muy débil y, al agarrar las riendas, le dolía como si le estuvieran aplicando un hierro candente. Para entonces, los mongoles ya no hablaban entre sí. Mantenían la boca cerrada como les habían enseñado, conservando la hidratación de sus cuerpos al aproximarse al límite de su resistencia. Jochi miraba a Jebe de vez en cuando, esperando que decidiera cuál era el mejor momento para detener la marcha. Jebe cabalgaba muy rígido y sus ojos apenas se despegaban del horizonte que tenían ante sí. Al mirarle, Jochi pensó que el joven general parecía dispuesto a cabalgar hasta el mismo horizonte.

—Es la hora, Jebe —le dijo Jochi por fin.

El general salió con lentitud de su aturdimiento, balbució algo incoherente y escupió, con tan poca energía que la flema le cayó sobre el pecho.

—Mis guerreros Chin están quedándose cada vez más rezagados —continuó Jochi—. Podríamos perderlos. Los árabes están dejando que la brecha se amplíe.

Jebe se giró sobre la silla de montar, haciendo una mueca de dolor al sentir la protesta de sus músculos. El enemigo estaba casi a un kilómetro y medio de distancia. Los animales que iban en cabeza se tropezaban y cojeaban y Jebe asintió, esbozando una fatigada sonrisa a medida que iba despertándose del todo.

—A este paso, un kilómetro y medio son sólo cuatrocientos latidos —dijo.

Jochi asintió. Habían pasado parte del amanecer midiendo la velocidad a la que avanzaban eligiendo marcas al pasar y luego tomando nota de cuándo llegaban las filas árabes a ese punto. Los cálculos les resultaban fáciles tanto a Jochi como a Jebe y se habían entretenido calculando la distancia y la velocidad.

—Entonces, incrementa el ritmo —respondió Jochi.

Mientras hablaba, obligó a su montura a ponerse a medio galope y los tumanes le imitaron con obstinada resolución. Los enemigos menguaron con dolorosa lentitud mientras los generales decidían cuál era la marca. Cuando el primero de los jinetes árabes dejó atrás una roca de tono rosado seiscientos latidos después del último mongol, los generales se miraron y asintieron con gesto grave. Habían recorrido más distancia de la que ningún explorador había recorrido nunca. Todos los hombres estaban cansados y magullados, pero la hora había llegado. Jochi y Jebe hicieron pasar las órdenes a lo largo de la línea de mando instando a los guerreros a prepararse. Aunque habían llegado al límite de sus fuerzas, tanto Jochi como Jebe vieron algo en los ojos enrojecidos de los que los rodeaban que les llenó de orgullo.

Jochi había dado órdenes a los oficiales minghaan de sus reclutas Chin y fue uno de esos hombres quien avanzó entre las filas desde la retaguardia para hablar con él.

El soldado Chin estaba cubierto de un polvo tan espeso como la pintura y se habían formado grietas en torno a sus ojos y su boca.

Con todo, Jochi percibió su ira.

—General, debo haber entendido mal una de las órdenes que has dado —dijo, y su voz sonó como un seco graznido—. Al dar media vuelta para enfrentarnos al enemigo, mis hombres estarán en primera línea. La orden decía que teníamos que replegarnos, pero no es así, ¿verdad?

Jochi lanzó una rápida mirada a Jebe, pero el general mongol había fijado la mirada en el horizonte.

—Tus hombres están agotados, Sen Tu —respondió Jochi.

El oficial Chin no podía negarlo, pero meneó la cabeza.

—Pero hemos llegado hasta aquí. Mis hombres se sentirán humillados si, al final, son retirados de la línea de batalla.

Jochi notó el vivo orgullo de su oficial y se dio cuenta de que no debía haber dado esa orden. Muchos de los Chin perderían la vida, pero también estaban bajo su mando y no debería haber intentado salvarlos.

—Muy bien. La primera línea es vuestra cuando dé el alto. Enviaré a los lanceros para que se unan a vosotros. Demostradme que sois dignos de este honor.

El oficial Chin inclinó la cabeza desde su silla antes de regresar a la retaguardia. Jochi no volvió a mirar a Jebe, pero éste asintió con la cabeza, aprobador.

Pasó un tiempo hasta que las órdenes llegaron a todos los jinetes mongoles. Para los cansados hombres, la noticia tuvo el efecto de un trago de airag y los guerreros se sentaron más erguidos en sus sillas y prepararon sus arcos, sus lanzas y sus espadas. Mientras el grupo todavía avanzaba, Jebe envió a sus lanceros a respaldar la retaguardia y esperó hasta que estuvieron en posición.

—Hemos llegado muy lejos, Jochi —dijo Jebe.

El hijo del khan asintió. Tras pasar toda la noche cabalgando juntos, tenía la sensación de conocer a Jebe desde siempre.

—¿Estás listo, viejo? —preguntó Jochi, sonriendo a pesar del cansancio.

—Me siento como un viejo, pero estoy listo —contestó Jebe.

Ambos alzaron la mano izquierda muy alto en el aire y cerraron el puño. Los tumanes mongoles se detuvieron con estrépito y los guerreros hicieron girar a los resollantes caballos hacia el enemigo que cabalgaba hacia ellos.

Jebe desenfundó su espada y la apuntó hacia los polvorientos jinetes árabes.

—Esos hombres están cansados —rugió—. Demostradles que somos más fuertes que ellos.

Su montura resopló como si estuviera enfadada e inició el galope: sus costados subían y bajaban como un fuelle mientras los tumanes cargaban contra sus perseguidores.

Khalifa cabalgaba como en sueños, perdiendo y recobrando el estado de alerta intermitentemente. A veces, pensaba en el viñedo cerca de Bujará donde había visto por primera vez a su mujer cuidando la cosecha. Seguro que en realidad era allí donde estaba y ese continuo galopar no era más que un delirio febril de polvo y dolor.

A su alrededor, sus hombres empezaron a gritar con la garganta seca y Khalifa levantó la cabeza lentamente, parpadeando. Vio que los mongoles se habían detenido y, por un momento, respiró hondo, triunfante. Luego vio que las filas de retaguardia levantaban unas lanzas y, de repente, la distancia que separaba a ambos ejércitos era mucho menor que antes. Khalifa apenas tenía fuerzas para hablar. Cuando trató de gritar, su voz fue sólo un débil suspiro. ¿Cuándo había vaciado su odre de agua? ¿Esa mañana? No conseguía acordarse. Vio la línea que se acercaba y unos rostros Chin que, curiosamente, sonreían. Aun entonces, casi no fue capaz de levantar su escudo.

Alguna parte de él notó que los lanceros llevaban pequeños escudos en la mano izquierda. Los arqueros necesitaban ambas manos para disparar y eran vulnerables justo cuando empezaban a tensar el arco. Khalifa asintió para sí al pensarlo. El sah valoraría ese tipo de información.

Las dos fuerzas se encontraron en un choque abrumador. Las pesadas lanzas de abedul rompieron varios escudos y atravesaron a algunos hombres. En el estrecho camino, la columna abrió una brecha en el ejército árabe, más y más profunda, desgarrándolo.

Las flechas pasaban silbando cerca de sus oídos y Khalifa sintió una quemazón en el estómago. Bajó la vista y vio una flecha clavada allí, que trató de arrancar. En el mismo momento su caballo dejó de moverse, cayendo de rodillas con el corazón reventado en el pecho. Khalifa cayó con él y los malditos estribos se le enredaron en la pierna derecha: se le rompieron los ligamentos de la rodilla y su cuerpo se desplomó en una postura imposiblemente retorcida. Lanzó un grito ahogado cuando la flecha se hundió aún más en su carne. Por encima de su cabeza, vio a los mongoles cabalgando como reyes.

Todo cuanto Khalifa podía oír era el viento soplando con fuerza en sus oídos. Los mongoles les habían dado alcance y temió por los ejércitos del sah. El sah debía ser informado, pensó Khalifa, pero al instante siguiente había muerto.

—¡Matadlos a todos! —gritó Jochi por encima del estruendo de los cascos y de los hombres.

Los árabes intentaron reagruparse para lanzar una nueva ofensiva, pero muchos de ellos apenas podían levantar sus espadas más de una vez y caían como espigas de trigo bajo los filos mongoles. Los generales arrasaron a los enemigos con su columna y parecían cobrar nuevas fuerzas con cada hombre que mataban.

Tardaron horas en teñir de rojo el polvoriento camino. La matanza continuó mientras se iba haciendo de noche, hasta que ya no podían ver suficiente para utilizar las espadas. Los que huían eran derribados con flechas o perseguidos como cabras descarriadas. Jebe envió a varios exploradores a buscar agua y, por fin, acamparon en las orillas de un pequeño lago situado sólo cinco kilómetros más abajo en el mismo camino. Los guerreros tenían que estar atentos, porque si se lo permitieran sus monturas habrían bebido hasta estallar. Más de uno tuvo que asestarle un buen golpe en el morro a su poni para que no bebiera demasiada agua. Sólo cuando los animales se hubieron saciado, los hombres se arrojaron al lago, tiñendo de rojo el color oscuro del agua con la sangre y el polvo de sus rostros mientras jadeaban y bebían y vomitaban, lanzando hurras por los generales que les habían proporcionado una victoria así. Jochi se preocupó de elogiar a Sen Tu por la forma en la que había liderado a los reclutas Chin. Se habían abierto paso con sus espadas por las líneas enemigas demostrando una ferocidad sin igual y ahora se codeaban en las hogueras con los hombres de los dos tumanes, orgullosos del papel que habían desempeñado en el combate.

Jochi y Jebe ordenaron a unos cuantos hombres doloridos regresar al campo de batalla para descuartizar caballos muertos y transportarlos hasta las fogatas. Los hombres necesitaban la carne tanto como el agua si querían volver junto a Gengis. Ambos generales sabían que habían logrado algo extraordinario, pero retornaron a las rutinas del campamento tras intercambiar una única mirada de triunfo. Le habían arrebatado al sah sus alas de caballería, brindándole a Gengis la oportunidad de triunfar.