Aunque avanzaron con rapidez por los senderos de las colinas que Jochi conocía tan bien, los tumanes tardaron la mayor parte del día en alcanzar el punto donde el explorador había avistado el ejército del sah. En tierras montañosas, a veces era posible que dos ejércitos pasaran a sólo un valle de distancia sin llegar a saber que el otro también estaba allí. Sin embargo, si los cálculos de los exploradores eran acertados, unas tropas así no podían ocultarse. A media tarde, los generales estaban suficientemente cerca como para ver el rastro de polvo rojizo que flotaba en el aire creando un falso horizonte. Jebe y Jochi se reunieron para elaborar un plan para el primer contacto con el ejército del sah. Con hombres de más edad, decidir quién cabalgaría hacia quién hubiera sido un tema delicado. Jochi era el hijo del khan, mientras que Jebe tenía siete años más de experiencia. Con las líneas rojas todavía frescas en sus palmas, ninguno de ellos le dio importancia al asunto. Ambos cabalgaron hasta un punto medio para discutir sus planes y observar al enemigo.
Jebe había perdido el ánimo relajado de la mañana. Saludó a Jochi con la cabeza mientras trotaban el uno junto al otro, al frente de veinte mil hombres. Como hombre le gustaba el hijo del khan, pero no lo conocía como general y Jebe sintió el primer escozor de fastidio por tener que permitir que otra fuerza coincidiera con la suya en el campo de batalla.
Los ejércitos mongoles atravesaron un alto puerto siguiendo el rastro de polvo de los árabes. La luz iba aumentando a medida que la tierra se abría y ambos hombres dirigieron a sus monturas hacia un risco desde el que se divisaban las llanuras que se extendían ante ellos. Al menos, Jochi había recorrido la zona con anterioridad. El polvo flotaba en el aire como las nubes de una tormenta lejana y, al tragar, el joven notó la garganta seca mientras se imaginaba una fuerza enemiga lo suficientemente numerosa como para crear una imagen así.
Por fin, los generales se detuvieron y ambos hombres alzaron el brazo para frenar a los guerreros que los seguían. Su propio rastro de polvo se movía como una cola perezosa en la cálida brisa. El enemigo sabría que estaba siendo observado, pero, a la luz del día, era imposible desplazar contingentes grandes sin ser visto.
Jochi y Jebe permanecieron en adusto silencio sobre sus monturas mientras contemplaban la hueste y sus estandartes avanzando con estruendo hacia el oeste, a sólo kilómetro y medio de distancia. Era un ejército que hacía parecer pequeños los tumanes del khan, con soldados de infantería y un gran número de jinetes cabalgando en las alas. El fondo del valle se extendía, llano, durante kilómetros y kilómetros, pero, con todo, no parecía suficientemente grande para contener a tantos hombres.
Incluso a esa distancia, Jochi alcanzaba a ver las lanzas, como pinos en un bosque. Bajo la luz dorada del sol, las armaduras de hierro relucían entre las filas. Miró hacia Jebe para ver cómo reaccionaba y descubrió al general agachado sobre su silla, contemplando fascinado el espectáculo.
—¿Ves los arcos? —preguntó Jebe, entornando los ojos.
Jochi no los había visto, pero asintió, deseando que Tsubodai estuviera allí para evaluar la fuerza contra la que se enfrentarían en batalla.
Jebe habló como si ya estuviera haciendo un informe.
—De doble curva, como los nuestros. Tienen buenos escudos también, más grandes que los nuestros. ¡Y tantos camellos! Nunca he visto tantos en un solo lugar, ni he visto que los llevaran a la guerra. En terreno accidentado, serán más rápidos que nuestros caballos. Debemos asegurarnos de no permitirles sacarle partido a esa ventaja.
Había algo en Jebe que siempre mejoraba el estado de ánimo de Jochi.
—No olvides esas enormes bestias con cuernos —dijo—, o dientes, o lo que sean. También serán nuevos para nuestros hombres.
—Elefantes —contestó Jebe—. Jelme me contó que había visto uno en la corte de Koryo. Son animales temibles. —Señaló con un gesto las negras alas del ejército del sah, cortando el aire con la mano—. Utilizan la caballería en los extremos, protegiendo el centro. Allí es donde encontraremos a sus generales. —Desde el risco, podía ver toda la estructura del ejército del sah extendida ante él. Un grupo más pequeño de jinetes cabalgaba en el centro, sus filas en formación perfecta. Jebe sorbió aire entre los dientes mientras pensaba—. ¿Ves las cajas sobre el lomo de esos elefantes? ¿Ves que están rodeados de jinetes? Ésos serán los hombres de más rango. —Hizo una pausa y silbó para sí—. Son jinetes excelentes. Mira cómo mantienen la formación.
Jochi le miró de reojo cuando respondió.
—Terroríficos, ¿verdad?
Jebe se rió entre dientes.
—No tengas miedo, Jochi. Ahora estoy yo aquí.
Jochi resopló, aunque de hecho tenía miedo. El ejército de su padre podía ser engullido por una masa tan grande de soldados y no conseguía encontrar una sola debilidad en sus oscuras líneas.
Ambos hombres se dieron cuenta de que habían sido avistados casi en cuanto se situaron sobre el risco. Los jinetes corrían arriba y abajo por las filas del sah y los generales mongoles observaban con interés, absorbiendo toda la información que podían. Había muchas cosas que no comprendían. A pesar de que Jebe había oído la descripción de un elefante, ver de verdad a esos inmensos animales alzándose imponentes ante los jinetes era una experiencia que intimidaba. Las enormes cabezas parecían llevar una coraza de hueso además del reluciente metal. Si podían hacer que cargaran, no se le ocurría cómo podrían pararlos.
Cuando Jebe se giró para comentarle un detalle a Jochi, una vasta fuerza de jinetes árabes se separó de la columna principal y formó en un remolino de polvo. Una señal de los cuernos ordenó a los demás que se detuvieran y, hasta en eso, los generales mongoles notaron la férrea disciplina de los hombres del sah. Jebe y Jochi se miraron el uno al otro conjeturando sobre lo que estaba sucediendo.
—¡Nos van a atacar! —exclamó Jebe—. Deberías retirarte, Jochi, y avisar a tu padre. Todo lo que hemos visto aquí será útil en los días por venir.
Jochi negó con la cabeza. Su padre no le miraría con buenos ojos si se marchaba sin más. La información podía transmitirla un único explorador y no habían llegado a las tierras del sah para retirarse frente a sus ejércitos.
Jochi sintió una punzada de resentimiento porque Jebe estuviera con él. Había recorrido un largo camino para liderar a sus guerreros y le fastidiaba tener que adherirse a la autoridad de un hombre de rango superior.
—Al menos somos nosotros los que estamos en terreno elevado —dijo Jochi.
Recordó a los caballeros rusos que habían tenido que ascender esforzadamente una colina para cargar contra él y conocía el valor de ese tipo de ventaja. En la distancia, las masivas formaciones árabes iniciaron el trote rápido y a Jochi le invadió un súbito pánico. Sabía que no podía enviar a su tumán directamente contra los jinetes rivales. Había formas más fáciles de desperdiciar vidas humanas. Se planteó lanzar un ataque con una falsa retirada, haciendo que los árabes salieran de la llanura persiguiéndoles. Sus hombres estaban en forma, tan en forma como sólo los mongoles podían estarlo, pero no sabía si los soldados Chin de sus filas se quedarían atrás y serían arrollados.
Cuando habló, la voz de Jebe sonaba despreocupada y parecía totalmente inconsciente del torbellino de ideas que cruzaba la mente de Jochi.
—Tendrán que venir hacia nosotros directamente, con su sah observando. No sabrán cuántos hombres tenemos detrás de este risco. Yo diría que están tan sorprendidos como nosotros de encontrarnos en este lugar, tan lejos de Otrar o del khan. ¿Puedes dar la vuelta para llegar al flanco?
Jochi miró a lo lejos antes de asentir. Jebe sonrió como si estuvieran hablando de un simple combate de lucha o una apuesta.
—Entonces ése será el plan. Yo aguardaré hasta que se hayan cansado de subir la pendiente, y luego caeré como un alud sobre sus cabezas. Tú llegarás desde el flanco y abrirás una cuña hacia el centro. Tus lanzas nos serán útiles allí, yo creo.
Jochi observó la empinada ladera.
—Es una pena que no tengamos rocas para tirarlas rodando contra ellos —dijo.
Jebe asintió, sorprendido.
—¡Es una idea excelente! Daría a mi segunda esposa por conseguir unos recipientes de aceite para tirárselos también, pero veré qué puedo encontrar.
Durante un instante, ambos hombres percibieron la tensión del otro e intercambiaron una mirada totalmente desprovista de la ligereza de sus palabras.
—No podemos vencer a tantos si son tan buenos como sus armas y sus corazas —aseguró Jochi—. Golpearé el flanco, pero luego me retiraré y dejaré que me sigan y se alejen de la fuerza principal.
—¿Es la voz de Tsubodai la que estoy oyendo? —preguntó Jebe.
Jochi no sonrió.
—Es mi propia voz, general. Haré que corran hasta agotarse, hasta que estén a mucha distancia de sus refuerzos.
Jebe inclinó la cabeza ante el hijo del khan. No mencionó que casi la mitad del tumán de Jochi pertenecían a la raza Chin. Aunque cabalgaban sobre fuertes ponis mongoles, no tendrían la resistencia de hombres nacidos sobre la silla de montar.
—Buena suerte, general —exclamó mientras hacía girar a su montura.
Jochi no contestó, ya estaba repartiendo órdenes entre sus hombres. Diez mil de los que aguardaban tras el escarpado peñasco se reunieron rápidamente y se dirigieron hacia el este para rodear la pendiente. No sería fácil cargar sobre ese terreno cubierto de fragmentos de pizarra, y, con toda honestidad, Jebe no sabía cuál de los dos tenía una tarea más difícil.
Mientras ascendía por la colina, Khalifa Al-Nayhan estaba preocupado: su excelente caballo castrado ya estaba resoplando en el calor y el polvo. Había crecido en esas mismas montañas y conocía el risco que estaba atacando. El sah le había dado la orden y había hecho formar a sus hombres sin vacilar, pero sentía un vacío en el estómago. Tras el primer shock que le había producido ver a los exploradores mongoles a cientos de kilómetros de donde deberían haber estado, el sah Mohamed había montado en cólera y Khalifa sabía que la ira podía durarle días o semanas. No era el momento para sugerir que esperaran a estar en un terreno mejor.
Khalifa espoleó a su montura para que siguiera subiendo por el accidentado terreno, y alzó la vista hacia el risco que parecía elevarse a una enorme distancia sobre su cabeza. Tal vez en lo alto no hubiera más que un campamento de exploradores. Para cuando hubieran llegado, es posible que se hubieran alejado al galope y, entonces, al menos, el sah se quedaría satisfecho. Nadie sabía cómo esos salvajes mongoles habían logrado que un emperador Chin se arrodillara ante ellos, y el sah necesitaba victorias rápidas para tranquilizar a sus caciques.
Khalifa sacudió la cabeza para expulsar esos pensamientos de su mente mientras seguía cabalgando, sintiendo el escozor del sudor en los ojos. Hasta entonces el verano había sido benigno, pero subir hasta ese peñasco era una ardua tarea. Confiaba en los hombres que le rodeaban, muchos de ellos pertenecían a su misma tribu de guerreros del desierto. El sah no había escatimado gastos a la hora de equiparlos para la guerra y, a pesar de que la nueva armadura y los escudos eran pesados, Khalifa sentía la confianza que conferían. Eran hombres selectos: los primeros que entraban en batalla, los que derribaban muros y ejércitos. Notó el golpear del arco contra su muslo, pero las flechas eran inútiles mientras ascendían por la pronunciada pendiente. Una vez más, pensó en el sah observando y meneó la cabeza para librarse de esos pensamientos de debilidad. Saldrían airosos o morirían. A Alá el resultado le era indiferente.
En el punto más empinado de la ladera, Khalifa supo que estaban en una situación comprometida. Los caballos continuaban avanzando, pero el suelo era más blando aún de lo que recordaba y el progreso era terriblemente lento. Khalifa se sintió expuesto y se encomendó a Dios mientras sacaba el curvo sable shamsher que le había servido durante tantos años. Con la mano izquierda, levantó el escudo y cabalgó descansando sólo los pies en los estribos. Como muchos de sus hombres, despreciaba en secreto esos puntos de apoyo de metal que hacían tan difícil desmontar con rapidez. Sin embargo, en una pendiente así y cuando necesitaba ambas manos para sostener sus armas, demostraron su utilidad. Una veloz palmada en su bota le confirmó que su daga seguía estando en su funda de cuero y se inclinó hacia delante en la cálida brisa que llegaba desde el risco.
En tiempos de paz, en la civilización no había sitio para carniceros como él, pero seguían siendo necesarios, y siempre lo serían, cada vez que las bellas ciudades y los verdes parques fueran amenazados. Khalifa se había librado de dos acusaciones de asesinato enrolándose en el ejército y adoptando un nuevo nombre. Era lo que se le daba mejor hacer. A veces le pagaban y a veces le perseguían, dependiendo de cómo y cuándo pusiera en práctica sus habilidades. Cabalgar con sus hombres hacia las fauces del enemigo era lo que amaba. El sah estaba observando y si ensangrentaban sus espadas, los comandantes serían recompensados con mujeres y oro.
—¡Mantén recta la línea, Alí, o haré que te azoten! —Khalifa bramaba órdenes a sus hombres. Vio que el polvo seguía ascendiendo desde el risco y comprendió que sus enemigos no habían huido. Apenas podía ver nada en las nubes de polvo que levantaban sus hombres, pero sólo había un objetivo y su caballo conservaba las fuerzas.
De repente, por encima de él, Khalifa vio cómo varias rocas aumentaban de tamaño: los mongoles las estaban empujando hacia el borde. Advirtió a sus hombres con un grito, pero no había nada que pudiera hacer y observó asustado cómo las enormes piedras descendían a trompicones, aplastando hombres y caballos con una serie de espantosos crujidos. Khalifa chilló cuando una cayó tan cerca de él que sintió el viento que creaba al pasar. Cuando rebotó alejándose de él, pareció saltar como si fuera un ser vivo, derribando al hombre que estaba a su espalda con un sonoro golpe. Sólo vio seis rocas cayendo como guadañas sobre sus hombres, pero cada una de ellas quitó numerosas vidas y dejó el suelo salpicado de armaduras y hombres despedazados. Cabalgaban en filas muy apretadas y no habían podido maniobrar para esquivar las piedras.
Cuando las rocas dejaron de caer, aquí y allá se oyeron algunos gritos de alegría y ánimo que brotaban de las gargantas de los que seguían esforzándose por subir la pendiente. La cresta de la colina estaba a menos de cuatrocientos pasos de distancia y Khalifa hincó los talones en su montura, ansioso ahora por vengarse de los que habían matado a sus hombres. Vio una oscura línea de arqueros frente a él y alzó el escudo instintivamente, metiendo la cabeza debajo. Estaba suficientemente cerca para oír cómo daban las órdenes en su extraña lengua, y apretó los dientes. El sah había enviado a cuarenta mil hombres hasta lo alto de esa ladera: ninguna fuerza en el mundo podía aspirar a hacer otra cosa que mermar sus filas antes de que cayeran sobre ellos y los destruyeran.
Al disparar mientras descendían la colina, los arqueros mongoles podían arrojar sus flechas más lejos de lo habitual. Khalifa no podía hacer otra cosa que mantener la cabeza agachada mientras las flechas chocaban contra su escudo. La única vez que levantó la cabeza, recibió al instante un golpe de refilón que le arrancó el turbante y lo dejó colgando. Antes de dejar que se enganchara, lo cortó junto con parte de sus cabellos y el tocado cayó rebotando colina abajo.
Al principio, los escudos protegieron a los hombres, pero, a medida que llegaban a los cien últimos pasos, el aire estaba tan plagado de flechas que los hombres morían de veinte en veinte. El escudo de Khalifa estaba hecho de madera y cubierto con una piel reseca de hipopótamo: era la pieza mejor y más ligera del equipo del sah. El escudo aguantaba, aunque los músculos de su brazo estaban tan magullados y contusionados que apenas podían sostenerlo. Sin previo aviso, sintió cómo su caballo se estremecía, herido de muerte.
Khalifa quiso bajarse de un salto, pero los pies se le engancharon en los estribos y, durante un instante de pánico, el cuerpo del caballo moribundo le atrapó la pierna derecha. Otra montura se estrelló contra la suya al desplomarse y se liberó con un movimiento brusco, dando las gracias a Alá. Se levantó sobre el arenoso terreno, escupiendo sangre y ciego de ira.
Toda la fila frontal había sido derribada por los arqueros, obstruyendo a los que venían detrás. Muchos de sus hombres estaban aullando de dolor, tirando de los astiles de las flechas que les atravesaban piernas y brazos, mientras que otros yacían despatarrados e inmóviles. Khalifa vociferó nuevas órdenes y los hombres que le seguían desmontaron para guiar a sus monturas a pie a través de los destrozados cadáveres. La distancia disminuyó todavía más y Khalifa alzó la espada apuntando con ella al enemigo. A sólo cien pasos, su deseo de matar era brutal. A pie avanzaba más deprisa, aunque cada paso sobre ese blando suelo socavaba sus fuerzas. Tenía que subir prácticamente a gatas, pero mantenía la espada en ristre, lista para asestar el primer golpe. El sah estaba observando y Khalifa casi podía sentir los ojos del viejo posados en su espalda.
Los mongoles brotaron como una avalancha del risco y empezaron a bajar la inclinada pendiente. Sus ponis se deslizaban por el infirme terreno manteniendo las patas delanteras rectas y rígidas mientras que las traseras se agrupaban para no perder pie. Los guerreros del desierto se prepararon para recibir el primer envite, pero, para horror de Khalifa, otra descarga de flechas derribó a varios de sus hombres antes de que las fuerzas se encontraran. No podía comprender cómo los mongoles podían tensar y soltar mientras guiaban a sus monturas por una pendiente tan pronunciada, pero la lluvia de flechas arrolló a sus soldados. Cientos de ellos murieron, a pie o guiando a sus caballos, y, esta vez, tras los proyectiles, la primera línea de guerreros mongoles se abalanzó sobre ellos. Khalifa oyó cómo iban creciendo sus gritos hasta que le pareció que el estruendo rebotaba en todas las montañas circundantes, envolviéndole.
Los jinetes mongoles cayeron como una ola rompiente, aplastando todo lo que encontraban en su camino con la pura fuerza de su peso. Khalifa estaba de pie detrás de los cadáveres de dos caballos y sólo podía observar atónito cómo la carga pasaba rugiendo junto a él: una cuña de tropas con lanzas en la punta que se iba adentrando más y más en las líneas que ascendían.
Todavía estaba vivo, pero los mongoles seguían llegando. Khalifa no podía subir más: el camino estaba bloqueado por miles de jinetes mongoles que guiaban a sus monturas sólo con las rodillas mientras disparaban a todo lo que se movía. Una larga flecha le rozó el costado, partiendo las ligaduras de metal de su armadura como si estuvieran hechas de papel. Cayó, gritando incoherencias, y fue entonces cuando vislumbró otra fuerza progresando a través de la ladera.
Los hombres de Jochi golpearon el flanco de los jinetes árabes situados por debajo de la carga de Jebe. Sus flechas abrieron una brecha en las filas de soldados y, a continuación, les atacaron con lanzas y espadas, segando la vida de los hombres atrapados en la melé. Khalifa se puso en pie para observar la escena y el miedo y la cólera subieron como bilis por su garganta. Las flechas continuaban pasando silbantes junto a su cabeza desnuda, pero aguantó sin inmutarse. Vio que las dos fuerzas mongolas se encontraban en el centro y la masa combinada empujaba a sus hombres hacia abajo, de modo que sus filas casi llegaban hasta el fondo del valle. Tras ellos, el suelo estaba cubierto de cadáveres y algunos caballos sin jinete habían salido corriendo desbocados, derribando a varios soldados de las sillas en su pánico.
La carga mongola que había salido del risco había pasado por su lado. Khalifa vio a un caballo con las riendas atrapadas bajo un muerto y corrió hacia él, haciendo caso omiso del agudo dolor que le atravesó el costado mientras montaba y arrojando el escudo a un lado con una maldición cuando los astiles de las flechas se engancharon en él. El aire estaba cargado de polvo y de los gritos de sus moribundos hermanos, pero tenía un caballo y una espada y nunca había pedido más. Calculó que quedaban unos treinta mil hombres del desierto con vida, luchaban más abajo para rechazar la doble carga. Khalifa vio que los mongoles habían apostado todas sus fuerzas en el ataque y, aullando, descendió la colina a galope tendido en dirección a sus tropas. Podían rechazarlos. Podían vencerlos, estaba seguro de ello.
Cuando llegó hasta sus hombres, repartió órdenes a voz en grito entre los oficiales más próximos. Empezó a formarse un sólido cuadrado, rodeado de escudos. Los mongoles se lanzaron sobre los extremos y empezaron a caer al encontrarse con las espadas de su tribu. Khalifa percibía la batalla como un ser vivo y sabía que todavía podía convertir las pérdidas en un triunfo. Ordenó a sus hombres que se retiraran en orden hacia el terreno llano y mientras se dirigían hacia el valle, fueron hostigados incansablemente por los guerreros mongoles. Los alejó de la pendiente que habían utilizado con tanto éxito y, cuando notó que la tierra se endurecía bajo su montura, Khalifa ordenó que cargaran contra ellos, exhortando a sus hombres con palabras del profeta.
—Serán muertos sin piedad, o crucificados, o amputados de manos y pies opuestos, o desterrados del país. ¡Sufrirán ignominia en la vida de acá y terrible castigo en la otra!
Sus hombres eran árabes de pura raza. Le oyeron y recobraron la ferocidad, abalanzándose con violencia contra el enemigo. Al mismo tiempo, cuando los mongoles estuvieron más cerca, el sah avanzó por fin, enviando soldados de refuerzo en formación cuadrada. Las líneas se encontraron y un rugido brotó de sus gargantas cuando los mongoles, que se defendían desesperadamente de los ataques que llegaban de varias direcciones, fueron rechazados. Khalifa vio que las tropas del sah se abrían para rodearlos, progresando con paso firme y regular.
Los jinetes mongoles vacilaron, abrumados, mientras Khalifa se abría paso con su caballo a través de la fila frontal. Un joven guerrero se le acercó y Khalifa se preparó y le arrancó la cabeza cuando pasó por su lado. Los jinetes del sah avanzaron, con las espadas enrojecidas. La disciplina se mantenía y Khalifa se sintió orgulloso. Una vez más, percibió la incertidumbre de los atacantes y, de repente, rompieron filas y echaron a correr, dejando atrás a la infantería al alejarse al galope.
Khalifa ordenó a sus lanceros que se adelantaran y observó complacido cómo mantenían la formación y acertaban a muchos de los fugitivos en la espalda, derribándolos de sus sillas.
—¡Por el profeta, hermanos! —bramó—. ¡Destrozad a esos perros!
Los guerreros mongoles atravesaron la llanura al galope, cabalgando con el cuerpo echado sobre las grupas de sus ponis. Khalifa alzó la mano y la dejó caer: las líneas de soldados árabes clavaron los talones en sus monturas y se lanzaron tras ellos. Pasarían junto al flanco del ejército del sah y Khalifa deseó que el feroz viejo le viera y le diera las gracias. Mientras cabalgaba, volvió la vista hacia la ladera que ascendía hasta el risco. Los cadáveres la habían teñido de negro y la imagen hizo que una nueva fuerza brotara en él. Esos hombres se habían atrevido a entrar en su país y todo cuanto encontrarían allí sería el fuego y la espada.