Jebe había perdido la cuenta de los kilómetros que había recorrido en el mes que llevaban separados del ejército del khan. Al principio, se había dirigido hacia el sur, circunvalando un vasto lago con forma de media luna. Jebe nunca había visto una cantidad así de agua dulce, tan amplia que ni siquiera la aguda vista de los exploradores alcanzaba a ver la otra orilla. Durante días, sus hombres y él habían pescado con sus lanzas rollizos peces verdes cuyo nombre desconocían, dándose un festín con su carne antes de continuar. Jebe había decidido no intentar hacer que los caballos cruzaran a nado y condujo a su tumán por las arcillosas orillas. La tierra estaba repleta de animales que podían comer, desde gacelas y cabras montesas hasta un oso pardo que emergió bramando de un bosquecillo y casi alcanzó a un grupo de asalto antes de que las flechas lo derribaran. Jebe había cubierto el lomo de su caballo con la piel del oso, gruesa y rebosante de grasa en proceso de putrefacción. Confiaba en poder curar la piel ahumándola antes de que se pudriera demasiado. Por encima de sus cabezas, los halcones y las águilas planeaban sobre el viento y las colinas y los valles le recordaban el hogar.
Como Gengis había ordenado, dejó en paz las pequeñas aldeas: la oscura masa de sus hombres pasó junto a ellas sin desmontar mientras los granjeros huían o se les quedaban mirando con un sordo terror. A Jebe ese tipo de hombres le recordaban al ganado y la idea de vivir ese tipo de vida, atrapado en un solo lugar durante el resto de sus días, indefectiblemente le producía escalofríos. Había destruido cuatro pueblos grandes y más de una docena de fuertes por el camino, dejando el botín enterrado en las colinas en emplazamientos marcados. Sus hombres estaban empezando a descubrir qué tipo de líder era y cabalgaban con la cabeza alta, disfrutando de su estilo de ataques rápidos y de su costumbre de recorrer enormes distancias en pocos días. Arslan había sido un general más precavido, pero había enseñado bien a Jebe y el joven los guiaba con mano dura. Tenía que labrarse un nombre entre los generales y no permitía ninguna debilidad o vacilación en aquéllos que lo seguían.
Si una ciudad se rendía enseguida, Jebe enviaba a sus mercaderes al norte y al este donde calculaba que Gengis podía haber llegado con los carros más lentos. Les prometía oro y los tentaba con monedas Chin como prueba de la generosidad con que se les recibiría. Algunos habían tenido que ver sus hogares arrasados por las llamas y no sentían ningún aprecio por el joven general mongol, pero aceptaban los regalos y se marchaban. Tampoco podían iniciar la reconstrucción con Gengis dirigiéndose al sur y Jebe descubrió que eran más pragmáticos que su propio pueblo, que aceptaban mejor el destino que puede elevar a un hombre y destruir a otro sin ninguna causa o motivo. No admiraba esa actitud, aunque era bastante conveniente para sus propios fines.
Hacia el final de la luna nueva, cuya aparición Jebe había aprendido que marcaba el mes árabe del ramadán, llegó a una nueva cordillera montañosa al sur del lago en forma de media luna. Otrar estaba situada al oeste y más adelante se hallaban las doradas ciudades del sah, cuyos nombres Jebe apenas sabía pronunciar. Había oído hablar de Samarcanda y Bujará y había hecho que los granjeros árabes marcaran su ubicación en toscos mapas que serían de gran valor para Gengis. Jebe no fue a ver esos lugares amurallados. Cuando lo hiciera, sería con las huestes mongolas a sus espaldas.
Mientras la luna iba desapareciendo, Jebe recorrió en un último barrido las colinas del sur, localizando fuentes de agua y manteniendo a sus hombres en forma. Estaba prácticamente listo para regresar e ir a la guerra. A pesar de que su tumán había estado fuera durante más de un ciclo lunar, no llevaban consigo ninguna ger y acamparon en un valle resguardado, con exploradores apostados en todos los picos circundantes. Fue uno de ellos quien regresó al galope al campamento, con su poni cubierto de sudor.
—He avistado a unos jinetes, general, a lo lejos.
—¿Te han visto? —preguntó Jebe.
El joven guerrero negó con la cabeza, orgulloso.
—Es imposible, general. Los vi con la última luz antes de la puesta del sol y vine hacia aquí de inmediato. —Había cierta vacilación en su voz y Jebe esperó a que volviera a hablar—. Pensé… podrían haber sido mongoles, general, por la forma en que montaban. Fue sólo una imagen fugaz antes de que se fuera la luz, pero vi a seis hombres cabalgando juntos y podrían haber sido de los nuestros.
Jebe se levantó, olvidando el guiso de conejo que tenía a sus pies.
—¿Quién si no habría venido tan al sur? —murmuró. Con un suave silbido, hizo que sus hombres dejaran sus raciones de comida y montaran. Estaba demasiado oscuro para cabalgar deprisa, pero antes de que se pusiera el sol había visto un sendero que serpenteaba a través de las colinas y Jebe no pudo resistirse a acercarse a ese grupo durante la noche. Al alba, estaría en posición. Pasó las órdenes a sus oficiales, que informaron a sus hombres. Al poco tiempo, estaban animando con delicadeza a sus monturas a avanzar y formando una columna.
La noche sin luna era muy oscura, pero obedecieron las órdenes y Jebe sonrió para sí. Si era Khasar, o aún mejor, Tsubodai… no había nada que le gustara más que sorprender a una fuerza mongola al amanecer. Mientras se dirigía con su montura a la cabeza de la fila, fue ordenando en susurros a varios batidores que se adelantaran, sabiendo que los generales del khan disfrutarían si pudieran hacerle lo mismo a él. A diferencia de hombres de más edad, tenía que hacerse un nombre y se deleitaba pensando en los desafíos que planteaba un territorio nuevo. El ascenso de Tsubodai demostraba que Gengis siempre valoraba el talento por encima de los vínculos de sangre.
Jochi se despertó de un sueño profundo en una ladera poblada de pinos, a medio camino entre la falda y la cumbre de una montaña. Se quedó inmóvil, tendido en la oscuridad absoluta, y elevó la mano izquierda frente a su rostro, parpadeando cansado. Los árabes consideraban que el amanecer era el momento en el que un hilo negro podía distinguirse de uno blanco y todavía no había suficiente luz para eso. Bostezó y supo que no volvería a dormirse ahora que su maltrecho cuerpo le había arrastrado a la vigilia. Por la mañana tenía las piernas entumecidas y comenzaba cada día frotándose aceite en las abultadas cicatrices que habían dejado los hierros candentes y las garras del tigre. Lentamente, se masajeó la arrugada piel con los pulgares, gruñendo de alivio cuando los músculos se relajaron. Fue entonces cuando oyó el sonido de cascos en la oscuridad y la llamada de uno de sus exploradores.
—Aquí —exclamó.
El explorador desmontó y se aproximó, arrodillándose junto a él. Era uno de los reclutas Chin y Jochi le entregó la vasija del aceite para que continuara la friega mientras escuchaba. El explorador habló deprisa en su propio idioma, pero Jochi le interrumpió sólo una vez para preguntarle el significado de una palabra.
—En tres semanas, no hemos visto ningún indicio de una fuerza armada y ahora llegan hasta nosotros arrastrándose en la oscuridad —dijo Jochi, haciendo una mueca mientras los pulgares del guerrero Chin masajeaban una zona sensible.
—Al amanecer podríamos estar a kilómetros de distancia, general —murmuró el explorador.
Jochi meneó la cabeza. Sus hombres le permitirían huir si tuviera algún plan para atraer al enemigo hacia una emboscada. Retirarse sin más le desautorizaría ante todos los grupos de su tumán.
Maldijo en voz baja. En la noche sin luna, no podía saber dónde estaba el enemigo o cuántos se dirigían contra él. Sus mejores batidores serían inútiles. Su única ventaja es que conocía el terreno. El aislado valle situado al sur había sido su campo de entrenamiento durante medio mes y lo había utilizado para llevar a sus hombres a un nuevo nivel de dureza. Al igual que sus exploradores, conocía cada sendero recóndito y cada escondite en aquella extensión de tierra.
—Haz que vengan mis oficiales minghaan —dijo al explorador.
Los diez oficiales superiores podrían repartir las órdenes con rapidez a los distintos millares que conformaban su tumán. Gengis había creado el sistema y funcionaba bien. Jochi sólo había añadido la idea de Tsubodai de nombrar a cada mil y a cada jagun de cien hombres. Provocaba menos confusión en batalla y se sentía satisfecho con ellos.
El explorador Chin le devolvió el recipiente de aceite y saludó con una inclinación de cabeza antes de salir con premura. Jochi se puso en pie y se alegró al comprobar que sus piernas habían dejado de doler, al menos por un tiempo.
Para cuando sus hombres estaban dirigiendo a sus monturas hacia la cresta de las montañas tras las que se abría un amplio valle, habían llegado dos batidores más. El sol todavía no estaba alto en el cielo, pero la luz gris del alba iluminaba las colinas, y los hombres sentían que la vida se agitaba en sus miembros. Jochi vio que los exploradores estaban riéndose entre dientes y les indicó con un ademán que se aproximaran. También ellos pertenecían al linaje Chin, pero algo había pintado una clara expresión divertida en esos guerreros habitualmente impasibles.
—¿Qué sucede? —preguntó Jochi, impaciente.
Los dos hombres intercambiaron una mirada.
—Los que se aproximan son mongoles, general.
Jochi parpadeó, confuso. Sí, podía distinguir los rostros de los exploradores en la mortecina luz, pero ellos habían cabalgado a través de la oscuridad para regresar junto a él.
—¿Cómo lo sabéis? —inquirió.
Para su sorpresa, uno de ellos se golpeó la nariz.
—El olor, general. La brisa sopla de norte a sur y no hay posibilidad de error. Los guerreros árabes no usan grasa rancia de oveja.
Era evidente que los batidores esperaban que Jochi se sintiera aliviado, pero, en vez de eso, entornó los ojos y los despidió con un gesto brusco. Sólo podía ser el tumán de Arslan, liderado por el nuevo hombre que su padre había ascendido. No había tenido la oportunidad de conocer a Jebe antes de que Gengis lo enviara fuera. Jochi enseñó los dientes en la oscuridad. Se encontraría con él en sus propios términos, en una tierra que Jebe no podía conocer tan bien como él.
Jochi repartió nuevas órdenes y los hombres aceleraron el paso para estar en el valle antes del alba. Todos habían oído la noticia de que había otro tumán en la zona y, como su general, estaban ansiosos por demostrar lo que eran capaces de hacer. Destruir los ejércitos del sah Mohamed no les producía tanta satisfacción como tener la oportunidad de sembrar la confusión entre los suyos.
Con el sol sobre el horizonte, Jebe progresaba despacio. Sus guerreros habían avanzado durante la última parte de la noche, rodeando con sigilo un valle donde podían oír moverse a guerreros y caballos. Los relinchos resonaban hasta muy lejos en la hondonada entre colinas y Jebe había dejado a cuarenta yeguas en celo a una buena distancia, donde no llamaran a los machos.
La primera luz hizo sonreír al general: veía el terreno que tenía por delante. Los guerreros avanzaban como manchas oscuras sobre la tierra, circundados por todos los lados por pendientes y riscos. Los chamanes contaban historias de grandes rocas que caían de las estrellas y daban lugar a los hundidos valles. El paisaje que los rodeaba parecía uno de esos lugares. Jebe localizó un risco prominente hacia donde podía dirigir a los grupos de los flancos y, aprovechando la cobertura de los árboles, permanecer en todo momento fuera de la vista de los hombres que ocupaban el valle. No pretendía quitar ninguna vida, sólo demostrarle al tumán mongol que podía haberles destruido. No olvidarían la visión de sus líneas armadas bajando las pendientes en estruendoso galope.
La vista de Jebe era muy aguda y, aun en la distancia, comprobó complacido que no había ningún signo de alarma en aquéllos que observaba. Era evidente que estaban entrenando y distinguió una línea de discos distantes que sólo podían ser dianas de paja para el tiro con arco. Fila tras fila galopaban y lanzaban sus flechas a toda velocidad antes de dar media vuelta para disparar otra vez. Jebe se rió entre dientes cuando oyó la lejana llamada de los cuernos mongoles.
Junto a dos de sus mejores hombres y dos portaestandartes, Jebe ató las riendas a un pino, se puso en cuclillas y empezó a avanzar lentamente hacia la cresta de la montaña. Recorrió los últimos metros tendido sobre el estómago, arrastrándose hasta que su mirada pudo abarcar todo el valle esmeralda. Todavía estaba demasiado lejos como para reconocer al general, pero, con un asentimiento, Jebe aprobó la precisión con que las formaciones maniobraban y efectuaban conversiones. Fuera quien fuera, había entrenado bien a sus hombres.
A casi un kilómetro de distancia, Jebe vio un destello de rojo, que desapareció con tanta rapidez como había aparecido sobre un alto peñasco. Su flanco izquierdo se había instalado en una pendiente por la que podían descender a caballo y estaban listos. Esperó a que el derecho los imitara y su corazón se aceleró cuando vio parpadear una bandera azul.
En aquel momento notó la irritante sensación de que algo no cuadraba y perdió la concentración. ¿Dónde estaban los demás exploradores, los hombres que se suponía que tenían que vigilar para evitar precisamente ese tipo de ataques? El fondo del valle era un terreno vulnerable a cualquier fuerza hostil y Jebe no podía imaginar que uno de los generales de Gengis hubiera acampado allí sin apostar esos ojos en derredor. Sus hombres tenían órdenes de desarmar a los exploradores antes de que pudieran hacer sonar sus cuernos, pero eso dependía de la suerte. Tal vez el padre cielo estuviera contemplando sus esfuerzos ese día y los batidores hubieran sido capturados en silencio. Meneó la cabeza con recelo.
—¿Dónde están los exploradores? —murmuró.
El hombre que estaba más cerca de él era Palchuk, que se había casado con la hermana de Gengis, Temulun. Había descubierto que había sido una elección sólida, por mucho que sospechara que Gengis había contravenido sus propias normas para ascenderle.
—No hay ningún ejército de envergadura cerca de este lugar —dijo Palchuk, encogiéndose de hombros—. Quizá hayan enviado a los exploradores a zonas más alejadas.
Al otro lado del valle, Jebe vio un centelleo de luz. La distancia era demasiado grande para poder distinguir las banderas, pero su subalterno llevaba un trozo de vidrio Chin que utilizaba para reflejar el sol. Jebe dejó a un lado sus dudas y se puso en pie. Cien pasos por detrás del general, había dos mil hombres aguardando al lado de sus ponis. Los animales estaban bien adiestrados y apenas emitieron ningún sonido cuando los hombres retiraron los brazos de sus pescuezos y les permitieron alzarse.
—Mantened los arcos en sus fundas —exclamó Jebe—. Vamos a entrenar a estos hombres, no a matarlos.
Palchuk se rió suavemente para sí mientras Jebe y él montaban como el resto. Cargarían en cuatro frentes, convergiendo en el centro, donde Jebe se encontraría con el general. Se recordó a sí mismo que no debía regodearse cuando el hombre le reconociera.
Al levantar el brazo para dar la orden, Jebe vio un destello rojo a la izquierda, como si su flanco estuviera haciendo señales de nuevo.
—¿Qué hacen? —preguntó en voz alta.
Antes de que Palchuk pudiera contestar, desde debajo de la tierra, de todas direcciones, empezaron a brotar guerreros. Los hombres de Jebe gritaron, confusos, mientras a su alrededor iban levantándose guerreros mongoles que salían con los arcos en ristre de zanjas poco profundas excavadas en el suelo. Habían aguardado durante las últimas horas de la noche en completo silencio, cubiertos por una gruesa capa de mantillo de hojas y agujas de pino. En apenas unos momentos, más y más arcos apuntaban a Jebe con sus afiladas flechas, que, atónito, hacía girar a su montura.
Vio a Jochi salir a grandes zancadas de entre los árboles y soltó una carcajada, echando la cabeza hacia atrás. El hijo del khan no respondió hasta que hubo llegado junto al estribo de Jebe. Jochi llevó la mano a la empuñadura con cabeza de lobo de la espada.
—Tus hombres son nuestros prisioneros —dijo—. Nadie va a venir y sois míos. —Sólo entonces sonrió Jochi, y a aquéllos que estaban más cerca de Jebe, con expresión maliciosa.
—Sabía que tenía que haber más exploradores —replicó Jebe.
Aceptando la actitud marcada, le entregó su propia espada. Jochi hizo una inclinación de cabeza y se la devolvió, con la expresión iluminada por la alegría del éxito. Mientras Jebe observaba divertido, Jochi hizo sonar una larga nota en el cuerno de un batidor que resonó en todo el valle. Debajo, a lo lejos, los guerreros detuvieron sus maniobras y sus vítores alcanzaron incluso las alturas donde se encontraban.
—Te doy la bienvenida a mi campamento, general —anunció Jochi—. ¿Quieres bajar al valle conmigo?
Jebe inclinó la cabeza ante lo inevitable. Aguardó mientras los hombres de Jochi deponían las armas y sus caballos llegaban desde el valle hasta la cresta.
—¿Cómo supiste que situaría a mis hombres aquí para el ataque? —preguntó a Jochi.
El hijo del khan se encogió de hombros.
—Es el lugar que habría elegido yo.
—Y fuiste entrenado por Tsubodai —respondió Jebe, con ironía.
Jochi sonrió, decidiendo no mencionar que había colocado hombres en otros cuatro lugares a lo largo del risco. Las horas de silenciosa espera habían sido húmedas y frías, pero ver la expresión de Jebe cuando se pusieron en pie ante él había hecho que la incomodidad mereciera la pena.
Los dos generales descendieron juntos la ladera hasta el valle, cómodos el uno con el otro.
—He estado dándole vueltas al nombre que le daría a mi tumán —confesó Jochi. Jebe le miró, enarcando las cejas—. Tsubodai tiene sus Jóvenes Lobos, que suena mejor que «Los guerreros de Jochi» o «El tumán de Jebe», ¿no crees?
Jebe había visto a ese extraño joven mantenerse firme mientras un tigre saltaba sobre él. La silla de montar de Jochi se asentaba sobre la piel rayada y Jebe, incómodo, se dio cuenta de que estaba sentado sobre una piel de oso en proceso de descomposición. Jochi no pareció notarlo.
—¿Estás pensando en tigres, o algo por el estilo? —preguntó Jebe, con cautela.
—Oh, no, no tiene por qué ser un animal —replicó Jochi, pero luego lanzó una mirada fugaz a la piel del oso.
Jebe sintió cómo sus mejillas se sonrojaban y se rió entre dientes otra vez. Le gustaba el hijo del khan, independientemente de lo que se dijera sobre él en los campamentos. Fuera o no fuera hijo del khan, Jebe se relajó. No percibía en él ni rastro de la arrogante bravuconería que había visto en Chagatai y eso le complacía.
Se habían dirigido hacia donde esperaban los hombres de Jochi formando perfectos cuadrados. Jebe inclinó la cabeza saludando a los oficiales, honrándoles delante de sus hombres.
—Tienen un aspecto bastante peligroso —dijo Jebe—, ¿qué te parece «lanza de Hierro»?
—«Lanza de hierro» —repitió Jochi, probando el sonido—. Me gusta la palabra «hierro», pero tengo demasiadas pocas lanzas para hacer que el nombre funcione. No parece justo hacer que se entrenen de nuevo para adaptarse al nombre.
—«Caballo de Hierro», entonces —contestó Jebe, enganchado en el juego—. Al menos todos ellos tienen monturas.
Jochi tiró de las riendas, deteniéndose.
—¡Me gusta! Tsubodai tiene a los Jóvenes Lobos. Yo tengo al Caballo de Hierro. Sí, es muy evocador. —Sonrió mientras hablaba y, de repente, ambos hombres se echaron a reír para desconcierto de los oficiales que los rodeaban.
—¿Cómo supiste que veníamos? —preguntó Jebe.
—Olí esa piel del oso —contestó Jochi, y ambos volvieron a estallar en carcajadas.
Los hombres de Jochi habían cazado bien y tenían carne suficiente para todos los guerreros de Jebe. Imitando el ejemplo de los dos generales que se sentaban juntos como viejos amigos, los tumanes se mezclaron con facilidad y el estado de ánimo reinante era tranquilo y alegre. Sólo los exploradores se quedaron en lo alto de las colinas y, también en esta ocasión, Jochi envió a hombres a varios kilómetros de distancia como había hecho todos los días de entrenamiento. No podía dejar que le sorprendieran en aquel valle.
Jebe permitió a sus hombres que entrenaran con Jochi y pasó la mayor parte del día discutiendo tácticas y hablando sobre el terreno que habían cubierto. Aceptó la oferta de Jochi de dormir en el campamento improvisado y no se fue hasta el siguiente amanecer. Había sido un agradable descanso de las duras jornadas a caballo y las raciones de viaje. Jebe había comido bien y Jochi les había entregado el último odre de una reserva de airag para los hombres de más rango. Jochi no se había referido ni una sola vez a cómo había sorprendido al otro general en las alturas y Jebe sabía que estaba en deuda con él. Los hombres hablarían de ello durante meses.
—Te dejaré con tu Caballo de Hierro, general —dijo Jebe cuando subió el sol—. Quizá cuando llegue el momento encuentre un nombre para mis propios hombres.
—Pensaré en ello —prometió Jochi. Por un momento, dejó a un lado la ligereza de sus maneras—. Tengo pocos amigos, Jebe. ¿Puedo considerarte uno de ellos?
Al principio, Jebe no respondió. El camino que recorría el hijo del khan era duro y sintió un escalofrío ante la posibilidad de tener que elegir un día entre Gengis y ese alto joven. Tal vez fuera por la deuda que tenía con él, o simplemente porque realmente le gustaba Jochi, pero siempre había sido impulsivo. Con un rápido gesto, sacó un cuchillo, se hizo un corte en la palma de la mano y se la tendió.
Jochi se quedó mirándola fijamente un segundo y luego asintió. Hizo lo mismo que él y los dos hombres se estrecharon las manos derechas. No era un gesto baladí y los guerreros que los rodeaban se mantuvieron en silencio mientras los observaban.
A lo lejos, aparecieron dos exploradores que llegaban al galope y el momento se interrumpió cuando ambos generales se giraron hacia ellos. Por la enorme velocidad de los jinetes, supieron enseguida que los exploradores tenían noticias y Jebe retrasó sus planes de partir hasta que hubiera oído lo que tenían que decir.
Eran hombres de Jochi y todo cuanto Jebe podía hacer era escuchar mientras le informaban.
—El enemigo está a la vista, general. A unos cincuenta kilómetros al sur y viniendo hacia el oeste.
—¿Cuántos son? —preguntó Jebe, sin poder controlarse. El batidor vio que Jochi asentía y respondió.
—No puedo contar una fuerza tan inmensa de hombres y caballos, general. Más que todos los guerreros del khan, puede que el doble. Viajan sobre bestias enormes que no había visto nunca, cubiertas con una coraza de oro.
—El sah está en el campo de batalla —sentenció Jochi, con satisfacción—. Mi Caballo de Hierro cabalgará a su encuentro. ¿Tus Pieles de Oso vendrán con nosotros?
—«Pieles de Oso» no me gusta nada de nada —respondió Jebe.
—Es un buen nombre, pero lo hablaremos mientras cabalgamos —replicó Jochi, y lanzó un silbido para que le trajeran su caballo y su arco.