Yao Shu alzó la vista cuando Kachiun entró en la ger donde se atendía a los heridos. Por el día, los hombres y mujeres enfermos viajaban sobre los carros, bien envueltos en pieles de animal. Siempre había alguien que necesitaba que le sajaran un dedo del pie infectado o que le vendaran una herida. Yao Shu conocía a tres de los hombres que estaban con él. Eran los que él mismo había herido. No les había hablado y parecían avergonzados por su silencio y no se atrevían a mirarle a los ojos.
El rostro de Kachiun se iluminó al saludar a Jochi, se sentó al borde de su cama y empezó a charlar alegremente con él. Admiró la piel rayada de tigre tendida a los pies del joven, pasando las manos por los rígidos pliegues y la aplastada cabeza mientras hablaban. Yao Shu notó que ambos hombres eran amigos. También Tsubodai le visitaba cada amanecer y, a pesar de su reclusión, Jochi estaba bien informado. Yao Shu observó cómo hablaba la pareja con cierta curiosidad mientras comprobaba el entablillamiento de su pie y hacía una mueca.
Cuando la conversación concluyó, Kachiun se giró hacia el monje, haciendo un esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas. Sabía tan bien como cualquiera que el único que podía haber ordenado la paliza era Chagatai. También sabía que nunca se probaría. Chagatai se paseaba muy ufano por el campamento y había más de un puñado de guerreros que lo miraban con aprobación. Para ellos no había nada vergonzoso en la venganza y Kachiun podía imaginarse lo que Gengis pensaba al respecto. El khan no habría confiado en otros para dejar claro lo que pensaba, pero no habría perdido el sueño si lo hubiera hecho. El campamento era un mundo cruel y Kachiun se preguntó cómo podría explicarle eso a Yao Shu.
—Kokchu dice que podrás caminar en sólo un par de semanas —dijo.
Yao Shu se encogió de hombros.
—Me curo, general. El cuerpo es sólo un animal, después de todo. Los perros y los zorros se curan, y yo también.
—No he oído nada más sobre los hombres que te atacaron —mintió Kachiun. Los ojos de Yao Shu se posaron en los demás ocupantes de la pequeña tienda y Kachiun se sonrojó ligeramente—. Siempre hay alguna pelea en el campamento —dijo, extendiendo las manos.
Yao Shu le miró con calma, sorprendido de que el general pareciera sentirse culpable. Al fin y al cabo, él no había desempeñado ningún papel en el asalto, y ¿era él responsable de Chagatai? No lo era. De hecho, la paliza podría haber sido mucho peor si Kachiun no hubiera llegado y los hubiera dispersado. Los guerreros habían regresado a sus gers, llevándose a sus heridos. Yao Shu sospechaba que Kachiun podría recitar el nombre de todos ellos si quisiera, quizá los nombres de sus familias también. No importaba. A los mongoles les apasionaba la venganza, pero Yao Shu no sentía ninguna rabia contra unos estúpidos jóvenes que cumplían órdenes. Se había prometido darle otra lección a Chagatai sin precipitarse, a su debido tiempo.
El monje se preocupó al notar que su fe ocupaba un segundo puesto tras un deseo tan malvado, pero, aun así, continuó deleitándose en meditar sobre la perspectiva. Difícilmente podía hablar de ello con los hombres del propio Chagatai compartiendo ger con él, pero ellos también estaban curándose y pronto se quedaría a solas con Jochi. Aunque era posible que se hubiera ganado un enemigo, Chagatai, Yao Shu había presenciado la lucha contra el tigre. Echando una ojeada a la inmensa piel que cubría la cama baja de Jochi, pensó que seguramente también se había ganado un aliado. La princesa Xi Xia se sentiría satisfecha, pensó con ironía.
Kachiun se puso en pie automáticamente cuando oyó la voz de Gengis en el exterior. El khan entró y Yao Shu vio que tenía la cara hinchada y roja, y que apenas podía abrir el ojo izquierdo.
El khan registró la presencia de los hombres en la tienda y saludó con una inclinación de cabeza a Yao Shu antes de dirigirse a Kachiun. Ignoró a Jochi, como si no estuviera presente.
—¿Dónde está Kokchu, hermano? Tengo que sacarme este diente roto.
El chamán entró mientras Gengis hablaba, trayendo consigo el extraño olor que hacía que Yao Shu arrugara la nariz. Le era imposible sentir simpatía por el flaco trabajador de la magia. Había descubierto que el chamán era competente a la hora de entablillar huesos rotos, pero Kokchu trataba a los enfermos como si fueran un incordio y luego adulaba a los generales y al propio Gengis sin ninguna vergüenza.
—El diente, Kokchu —gruñó Gengis—. Es el momento.
El sudor perlaba su frente y Yao Shu intuyó el terrible dolor que debía de sentir, aunque el khan se esforzaba de forma obsesiva en no mostrarlo jamás. A veces, Yao Shu se preguntaba si estaban locos esos mongoles. El dolor era únicamente una parte de la vida, que debía ser aceptada y comprendida, no acallada.
—Sí, señor khan —replicó Kokchu—. Te lo sacaré y te daré unas hierbas para la hinchazón. Tiéndete, señor, y abre la boca tanto como puedas.
Con movimientos torpes, Gengis ocupó el último camastro de la ger e inclinó la cabeza lo suficiente como para que Yao Shu pudiera ver la carne inflamada. Los mongoles tenían muy buenos dientes, se dijo. El trozo marrón parecía estar fuera de lugar entre los blancos dientes. Yao Shu se preguntó si su fuerza y su violencia provendrían de su dieta de carne. Él evitaba la carne, al considerar que creaba malos humores en la sangre. Con todo, parecía que a los mongoles les sentaba de maravilla, a pesar de los malos humores y todo eso.
Kokchu desenrolló un tubo de cuero dejando a la vista un pequeño par de pinzas de herrero y un juego de estrechos cuchillos. Yao Shu vio cómo los ojos de Gengis giraban para mirar las herramientas, después, sus miradas se encontraron y el monje presenció impresionado cómo se llenaba de una profunda calma. Comprendió que el khan había decidido enfrentarse a la dura experiencia como si fuera una prueba. El monje se preguntó si su autodisciplina resistiría.
Kokchu hizo chocar los extremos de las pinzas y respiró hondo para estabilizar el pulso de sus manos. Miró el interior de la boca abierta del khan y apretó los labios.
—Seré tan rápido como pueda, señor, pero tengo que extraer la raíz.
—Haz tu trabajo, chamán. Sácalo —soltó Gengis y, de nuevo, Yao Shu se dio cuenta de que, para que hablara así, el dolor debía de ser inmenso. Mientras Kokchu tanteaba el diente roto, el khan apretó los puños y luego dejó caer las manos sin fuerza, quedándose tumbado como si durmiera.
Yao Shu observó con interés cómo Kokchu introducía las pinzas hasta dentro, intentando agarrarse a algo. La herramienta de metal se resbaló dos veces cuando empezó a ejercer presión. Con una mueca, el chamán se volvió hacia su equipo y seleccionó un cuchillo.
—Tengo que seccionar la encía, señor —dijo, nervioso.
Yao Shu vio que el chamán temblaba como si su propia vida estuviera en juego. Y quizá lo estaba. Gengis no se molestó en contestar, aunque una vez más sus manos se tensaron y aflojaron como si luchara con su cuerpo por obtener el control. El khan se puso rígido mientras Kokchu se inclinaba sobre el cuchillo, hundiéndolo profundamente. Gengis se atragantó con un chorro de pus y sangre, y le indicó a Kokchu con un ademán que se retirara para poder escupir en el suelo antes de volver a la posición anterior. Yao Shu vio que sus ojos brillaban feroces, y admiró en silencio la fuerza de voluntad de aquel hombre.
De nuevo, Kokchu cortó y removió la hoja, luego metió las pinzas, agarró y tiró. El chamán estuvo a punto de caerse cuando un largo fragmento de diente salió y Gengis gruñó, levantándose a escupir otra vez.
Gengis lo fulminó con la mirada y luego volvió a tenderse. El segundo trozo salió enseguida y el khan se incorporó, sujetándose la dolorida mandíbula y claramente aliviado de que todo hubiera acabado. Tenía rojo el borde de la boca y Yao Shu observó cómo Gengis tragaba esa saliva con regusto amargo.
También Jochi había observado la extracción, aunque él había intentado fingir que no miraba. Cuando Gengis se puso de nuevo en pie, Jochi se tendió en su cama y clavó la vista en las varillas de abedul que conformaban el techo de la ger. Yao Shu pensó que el khan se marcharía sin dirigirle la palabra a su hijo y se sorprendió cuando Gengis hizo una pausa y dio a Jochi unas palmadas en la pierna.
—Puedes andar, ¿no? —preguntó Gengis.
Jochi giró la cabeza despacio.
—Sí, puedo andar.
—Entonces, puedes cabalgar. —Gengis vio la espada con la cabeza de lobo que Jochi nunca perdía de vista y su mano derecha se agitó por el deseo de empuñarla. Estaba apoyada en la piel de tigre y Gengis recorrió la rígida piel con los dedos—. Si puedes andar, puedes cabalgar —le repitió Gengis. Podría haberse dado media vuelta y haberse marchado en ese momento, pero un impulso le mantuvo en su sitio—. Pensé que ese felino te mataría —añadió Gengis.
—Casi me mata —respondió Jochi.
Para su sorpresa, Gengis le dedicó una sonrisa de oreja a oreja, desnudando una hilera de dientes rojos.
—Aun así, lo venciste. Tienes un tumán y partiremos a la conquista.
Yao Shu notó que el khan estaba tratando de reparar los puentes que se habían roto entre ellos. Jochi comandaría a diez mil hombres, una posición de inmensa confianza, que no se otorgaba a la ligera. Con íntima decepción, Yao Shu vio que Jochi se burlaba.
—¿Qué otra cosa podría desear de ti, mi señor?
En la ger se extendió una gran quietud, hasta que Gengis se encogió de hombros.
—Como tú digas, muchacho. Te he dado más que suficiente.
El río de carros y animales tardó varios días en verterse desde las montañas a las llanuras. Hacia el sur y el oeste se encontraban las ciudades gobernadas por el sah Mohamed. Todo hombre y mujer de la nación había oído la historia del desafío que le habían lanzado a su khan y de cómo habían muerto sus emisarios. Estaban impacientes por vengarse.
En torno al núcleo de las tribus, los exploradores cabalgaban en amplios círculos mientras avanzaban, dejando atrás las frías montañas. Los generales se habían jugado a las tabas el derecho a liderar un asalto con un tumán y había sido Jebe el que lanzó cuatro caballos y ganó. Cuando Gengis se enteró, hizo llamar al sustituto de Arslan para darle las órdenes. Jebe se había encontrado al khan reunido con sus hermanos, inmersos en la planificación de la guerra que estaba por llegar. Cuando Gengis por fin vio al joven que esperaba junto a la puerta, lo saludó con una inclinación de cabeza, alzando apenas la vista de los nuevos mapas que estaban dibujando con carbón y tinta.
—Necesito información, más que montones de muertos, general —dijo Gengis—. El sah puede apelar a ciudades tan grandes como las de las tierras Chin. Debemos enfrentarnos a sus ejércitos, pero cuando lo hagamos, será en nuestros propios términos. Hasta ese día, necesito que averigües todo lo que puedas. Si una aldea tiene menos de doscientos guerreros, haz que se rindan. Envíame a sus comerciantes y mercaderes, porque ésos son hombres que conocen un poco el mundo que los rodea.
—¿Y sí se niegan a rendirse, señor? —preguntó Jebe.
Khasar se rió entre dientes sin levantar la vista, pero la amarilla mirada del khan se separó de los mapas.
—Entonces, despeja el camino —contestó Gengis.
Cuando Jebe se volvió para marcharse, Gengis emitió un suave silbido. Jebe se giró con mirada interrogante.
—Ahora son tus guerreros, Jebe, no los míos, ni los de ningún otro hombre de los que están aquí. Será a ti a quien miren antes de actuar. Recuérdalo. He visto guerreros muy valientes que se han desmoronado y han echado a correr, para luego resistir cuando lo tenían todo en contra sólo unos meses más tarde. La única diferencia residía en los oficiales que los comandaban. Nunca creas que otro hombre puede hacer tu trabajo. ¿Comprendes?
—Sí, señor —respondió Jebe. Se había esforzado por no mostrar su alegría, aunque la cabeza le daba vueltas de la emoción. Era su primer mando independiente. Diez mil hombres seguirían únicamente sus órdenes, poniendo sus vidas y honor en sus manos.
Gengis sonrió con ironía para sí, totalmente consciente del sudor en las palmas y el batiente corazón del joven.
—Entonces, vete —dijo el khan, volviendo con sus mapas.
En una mañana primaveral, Jebe partió con sus diez mil veteranos, deseando labrarse un nombre. A los pocos días, entraron en el campamento unos mercaderes árabes como si los persiguiera el propio demonio. Estaban dispuestos a hacer trueques y vender información a esta nueva fuerza que había aparecido en sus tierras y Gengis dio la bienvenida a una avalancha de ellos en su ger, despidiéndolos con las bolsas llenas de plata. A sus espaldas, distantes columnas de humo se elevaban lentamente hacia el calor.
Jochi se unió a sus hombres dos días después de su charla con Gengis en la ger de los enfermos. Estaba delgado y pálido por las seis semanas de aislamiento, pero se montó con la espalda rígida sobre su caballo favorito, apretando la mandíbula para acallar el dolor. Llevaba el brazo izquierdo entablillado y las heridas de sus piernas se abrieron y empezaron a supurar, pero sonreía mientras trotaba hacia las tropas. Sus hombres habían sido avisados de que venía y habían formado para saludar a su general y al primogénito del khan. La expresión de Jochi se mantuvo severa, concentrándose en su propia debilidad. Alzó la mano para saludar y lanzaron vítores celebrando que hubiera sobrevivido y la piel de tigre que había colocado entre la silla y el lomo del caballo. La reseca cabeza gruñiría siempre a la perilla de su silla de montar.
Cuando ocupó su lugar en la primera fila, hizo dar la vuelta a su poni y miró a los hombres que su padre le había entregado. De los diez mil, más de cuatro mil procedían de las ciudades Chin. Estaban montados y armados al estilo mongol, pero sabía que no podían disparar flechas tan rápido o con tanta puntería como sus hermanos. Dos mil más procedían de las tribus turcas del norte y el oeste, hombres de tez oscura que conocían las tierras árabes mejor que los propios mongoles. Pensó que su padre se los había dado a él porque los consideraba de sangre inferior, pero eran feroces y conocían el terreno y la caza. Jochi se sintió satisfecho de tenerlos. Los últimos cuatro mil eran de su pueblo: los naimanos, los oirat y los jajirat. Jochi posó su mirada en sus filas y fue allí donde percibió la debilidad: en sus adustos rostros. Los mongoles sabían que Jochi no era el hijo favorito del khan, que tal vez no era ni siquiera su hijo. Leyó una duda sutil en la forma en que se miraban entre sí y no le vitoreaban con tanta energía como los demás.
Jochi sintió que su energía decaía e hizo acopio de voluntad. Le hubiera gustado disponer de más tiempo para que su brazo sanara. Sin embargo, había visto a Tsubodai unir a un grupo de hombres y estaba ansioso por iniciar su labor.
—Veo hombres delante de mí —les gritó. Su voz sonaba fuerte y muchos sonrieron—. Veo armaduras, pero todavía no veo un ejército.
Las sonrisas vacilaron y Jochi señaló con un gesto la vasta hilera de carros que salían de las montañas detrás de ellos.
—Nuestro pueblo posee suficientes hombres para mantener alejados a los lobos —continuó—. Cabalgad a mi lado hoy y veré qué puedo hacer con vosotros.
Hincó los talones en su montura a pesar de que ya empezaban a dolerle las piernas. A sus espaldas, diez mil hombres comenzaron a trotar hacia las llanuras. Les haría sudar la gota gorda, se dijo, hasta que estuvieran ciegos de agotamiento, o hasta que los miembros de su líder dolieran tanto que no pudiera tenerse en pie. La idea hizo sonreír a Jochi: él resistiría. Siempre lo había hecho.
La ciudad de Otrar era una de las muchas joyas de Corasmia, que se había enriquecido por su situación en la encrucijada de antiguos imperios. Había guardado el oeste durante un milenio, participando de la riqueza que discurría por las rutas comerciales. Sus muros protegían miles de casas de ladrillo, algunas de las cuales tenían tres plantas y estaban pintadas de blanco como protección contra el ardiente sol. Las calles siempre estaban llenas de bullicio y en Otrar se podía comprar cualquier cosa del mundo, si tenías suficiente oro. Su gobernador, Inalchuk, hacía ofrendas diarias en la mezquita y exhibiciones públicas de su devoción a las enseñanzas del profeta. En privado, bebía vino prohibido y tenía una casa de mujeres seleccionadas entre esclavas pertenecientes a una docena de razas, todas elegidas para procurarle placer.
Mientras el sol descendía hacia las colinas, Otrar se fue enfriando lentamente y, a medida que los hombres y las mujeres regresaban a sus casas, las calles fueron perdiendo su frenética energía. Inalchuk se enjugó el sudor de los ojos y arremetió contra su instructor de esgrima. Era un rival rápido y había veces en las que Inalchuk creía que se dejaba ganar algunos puntos por su amo. No le importaba, siempre que el instructor fuera listo. Si dejaba una abertura demasiado obvia, Inalchuk golpeaba con más fuerza, haciéndole una contusión o una magulladura. Era un juego, como todas las cosas del mundo eran un juego.
Por el rabillo del ojo, Inalchuk vio que su primer escriba se detenía a la entrada del patio. Su instructor se lanzó como un rayo sobre él para castigar ese momento de distracción, pero Inalchuk se echó hacia atrás antes de lanzar un golpe bajo hundiendo la punta de su espada roma en el estómago de su rival. El instructor cayó pesadamente e Inalchuk se rió.
—No me embaucarás para ayudarte a levantar, Akram. Los trucos sólo sirven una vez.
El instructor sonrió y se puso en pie de un salto, pero la luz estaba desvaneciéndose e Inalchuk se inclinó ante él antes de entregarle la espada.
Al llegar la puesta de sol, Inalchuk oyó las voces de los muecines cantar la grandeza de Dios sobre todo Otrar. Era la hora de las oraciones vespertinas y el patio empezó a llenarse de los miembros de su séquito. Llevaban consigo esterillas y se alinearon en filas, con la cabeza gacha. Inalchuk los guió en las respuestas y, al tomar la primera posición, los pensamientos y preocupaciones del día se desvanecieron.
Mientras salmodiaban al unísono, Inalchuk deseaba que llegara el momento de romper el ayuno. El ramadán estaba próximo a su fin y ni siquiera él osaba desoír sus disciplinas. Los sirvientes cotilleaban como comadres y sabía bien que no debía proporcionarles ninguna prueba en su contra para los tribunales sharia. Mientras se postraba, tocando el suelo con su frente, pensó en las mujeres que elegiría para bañarle. Aun en el mes sagrado, todo era posible después de la caída del sol, y en ese terreno, al menos, un hombre podía ser un rey en su propia casa. Haría que trajeran miel y la dejaría gotear sobre la espalda de su favorita mientras gozaba de ella.
—¡Allahu Akbar! —dijo en voz alta. Dios es grande. La miel era algo maravilloso, se dijo, el regalo de Alá a los hombres. Inalchuk la comería todos los días si no fuera por su creciente cintura. Todo placer tenía su precio, al parecer.
Volvió a postrarse de nuevo: un modelo de devoción delante de los miembros y personal de su hogar. El sol se había puesto durante el ritual e Inalchuk estaba hambriento. Enrolló su estera de rezos y atravesó el patio con paso rápido, con su escriba pisándole los talones.
—¿Dónde está el ejército del khan? —preguntó Inalchuk por encima del hombro.
Su escriba revolvió un fajo de papeles como siempre hacía, aunque Inalchuk no tenía ninguna duda de que tenía la respuesta preparada. Zayed bin Saleh se había hecho viejo a su servicio, pero la edad no había entorpecido su inteligencia.
—El ejército mongol se mueve despacio, amo —contestó Zayed—, demos gracias a Alá. Su rastro oscuro se extiende interminable desde las montañas.
Inalchuk frunció el ceño. La imagen de la piel cubierta de miel desapareció de su imaginación.
—¿Más de lo que pensábamos?
—Puede que sean cien mil guerreros, amo, aunque no puedo estar seguro con tantos carros. Cabalgan como una enorme serpiente sobre la tierra.
Inalchuk sonrió ante la imagen.
—Hasta una serpiente posee sólo una cabeza, Zayed. Si el khan se está poniendo difícil, haré que los Asesinos la corten.
El escriba hizo una mueca, mostrando unos dientes que parecían de marfil amarilleado.
—Preferiría abrazar a un escorpión que enfrentarme con esos místicos Shia, amo. Son peligrosos y no sólo por sus dagas. ¿No rechazan a los califas? No son verdaderos hombres del islam, en mi opinión.
Inalchuk se rió, dándole a Zayed una palmada en el hombro.
—Te asustan, pequeño Zayed, pero podemos comprarlos y no hay nadie tan bueno en su oficio. ¿No dejaron un pastel envenenado sobre el pecho del propio Saladín mientras dormía? Eso es lo que importa. Honran sus contratos y toda su oscura locura es puro cuento.
Zayed se estremeció ligeramente. Los Asesinos gobernaban sobre sus fortalezas de las montañas y ni siquiera el mismo sah podía ordenarles que salieran. Adoraban la muerte y la violencia y Zayed sintió que Inalchuk no debería hablar con tanta ligereza de ellos, aun en su propio hogar. Confiaba en que su silencio fuera considerado un reproche sutil, pero, cuando se le ocurrió otra cosa, Inalchuk continuó.
—No has mencionado la opinión del sah Mohamed —dijo—. ¿Puede ser que todavía no haya respondido?
Zayed meneó la cabeza.
—Todavía no hay refuerzos, amo. Tengo a hombres apostados al sur aguardándoles. Lo sabré en cuanto aparezcan.
Habían llegado al complejo de baños de la casa del gobernador. Como esclavo masculino, Zayed no podía traspasar el umbral e Inalchuk se detuvo con él, meditando sobre sus órdenes.
—Mi primo tiene a más de un millón de hombres armados, Zayed, más que suficiente para aplastar a ese ejército de carros y cabras flacuchas. Envía otro mensaje con mi sello personal. Dile… que doscientos mil guerreros mongoles han atravesado las montañas. Quizá comprenda que mi guarnición no tiene más opción que retirarse ante tantos soldados.
—Puede que el sha no crea que vayan a atacar Otrar, amo. Hay otras ciudades que no cuentan con nuestras murallas.
Inalchuk chasqueó la lengua en señal de desaprobación y se peinó los aceitados rizos de la barba con la mano.
—¿A qué otro sitio podrían ir? Fue aquí, en el mercado, donde ordené que azotaran a los hombres del khan. Aquí donde construimos una pila de manos tan alta como la cintura de un hombre. ¿No me guió mi primo en ese asunto? He seguido sus órdenes pensando que su ejército estaría listo para obligar a los mongoles a volver por donde han venido. Ahora le he llamado y se sigue retrasando.
Zayed no contestó. Las murallas de Otrar nunca habían sido destruidas, pero los mercaderes árabes estaban empezando a llegar desde las tierras Chin. Hablaban de que los mongoles utilizaban máquinas que podían destruir una ciudad. No se hallaba fuera de lo posible que el sha hubiera decidido dejar que la guarnición de Otrar probara el temple del khan mongol. Veinte mil hombres descansaban dentro de los muros, pero Zayed no sentía demasiada confianza.
—Recuérdale a mi primo que en una ocasión le salvé la vida cuando éramos niños —dijo Inalchuk—. Nunca me ha pagado esa deuda.
Zayed inclinó la cabeza.
—Haré que sea informado, amo. Enviaré los caballos más rápidos.
Inalchuk asintió con brusquedad, y desapareció por la puerta. Zayed le miró irse y frunció el ceño. El amo estaría en celo como un perro al sol hasta el amanecer, dejando la planificación de la campaña a sus sirvientes.
Zayed no comprendía la lujuria, como tampoco comprendía a hombres como los Asesinos, que elegían comer los pegajosos pedazos marrones de hachís que eliminaban el miedo y les hacía estremecerse de deseos de matar. Cuando era joven su cuerpo le había atormentado, pero una bendición de la vejez era la liberación de las exigencias de la carne. El único placer verdadero que había conocido se lo habían producido la planificación y el estudio.
Zayed pensó vagamente que tendría que comer para sostenerse durante la larga noche que le esperaba. Había apostado más de cien espías a lo largo del camino del ejército mongol y sus informes llegaban cada hora. Empezó a oír el rítmico gruñido de su amo y meneó la cabeza como si estuviera ante un niño díscolo. Que alguien actuara de ese modo cuando el mundo estaba a punto de desplomarse le dejaba perplejo. Zayed estaba seguro de que el sah Mohamed soñaba con convertirse en un nuevo Saladín. Entonces Inalchuk era sólo un niño, pero Zayed recordaba el reinado del gran rey. Rememoró con deleite los recuerdos de los guerreros de Saladín atravesando Bujará en dirección a Jerusalén más de treinta años atrás. ¡Aquélla había sido una época dorada!
Zayed estaba casi seguro de que el sah no dejaría que Otrar cayera. Había numerosos líderes que se habían unido a su bandera, pero estarían esperando una debilidad. Era la maldición de todos los hombres fuertes y el sah no podía renunciar a una ciudad rica. Después de todo, los Chin nunca habían estado más débiles. Si Gengis podía ser detenido en Otrar, había todo un mundo que conquistar.
Zayed oyó cómo la ruidosa pasión de su amo subía de volumen y suspiró. No cabía duda de que los ojos del propio Inalchuk estaban puestos en el trono del sah. Si podía vencer rápidamente a los mongoles, quizá estuviera incluso a su alcance.
El pasillo estaba fresco tras la caída del sol. Zayed apenas fue consciente de la presencia de los esclavos que iban encendiendo lámparas de aceite a lo largo de sus muchos metros. No estaba cansado. Ésa era otra de las bendiciones de la vejez, que necesitaba pocas horas de sueño. Desapareció en la penumbra arrastrando los pies, con la mente ocupada por el millar de cosas que tenía que hacer antes de que amaneciera.