Estaba nevando en los altos puertos. Las montañas Altai estaban más al oeste de lo que la mayoría de las familias habían viajado jamás. Sólo las tribus turcas, los uighurs y los uriankhai, las conocían bien y sabían que era un lugar a evitar, un lugar de poca caza y muerte durante el invierno.
Aunque los guerreros a caballo podían haber cruzado la cordillera en un solo día, los carros, que iban muy cargados, avanzaban lentos y pesados. Habían sido construidos para llanuras cubiertas de hierba y no estaban preparados para atravesar ventisqueros y senderos para cabras. Las nuevas ruedas con radios de Tsubodai funcionaban mejor que los discos macizos, que se rompían con excesiva facilidad, pero sólo unos cuantos carros habían sido transformados y el progreso era lento. Cada día que pasaban allí un nuevo obstáculo parecía surgir y había momentos en los que las pendientes eran tan empinadas que los carros tenían que ser bajados con cuerdas, sostenidos por equipos de esforzados guerreros. En las zonas donde el aire estaba más enrarecido y los hombres y los animales se quedaban agotados, tenían suerte si hacían ocho kilómetros en un día. Detrás de cada cumbre se extendía un retorcido valle y otro ascenso obstinado hacia el mejor pasaje entre las cimas. La cordillera parecía continuar infinitamente y las familias se acurrucaban abatidas en sus pieles, expuestas al viento. Cuando se detenían, la prisa por montar las gers antes de que se pusiera el sol se veía entorpecida por el entumecimiento de sus congelados dedos. Casi todos dormían bajo los carros todas las noches, cubiertos con mantas y rodeados por los cuerpos calientes de las cabras y ovejas que ataban a las ruedas. Necesitaban sacrificar cabras para alimentarse y los vastos rebaños fueron menguando durante el viaje.
Treinta días después de abandonar el río Orkhon, Gengis ordenó hacer una parada en las primeras horas del día. Las nubes habían descendido tanto que tocaban las cumbres que los circundaban. La nieve había empezado a caer mientras las tribus construían un campamento temporal al abrigo de una inmensa pared, que se elevaba hacia la blancura por encima de sus cabezas. En aquel lugar disfrutaban al menos de cierta protección frente al cortante viento y Gengis había dado la orden para evitar llevarlos por un risco expuesto donde la oscuridad los habría sorprendido mientras avanzaban. Había ordenado a varios jinetes que se adelantaran y a lo largo de unos ciento cincuenta kilómetros o más un grupo de jóvenes guerreros reconocían el terreno para encontrar el mejor paso y volvían para informar de todo lo que encontraban. Las montañas marcaban el final del mundo que Gengis conocía, y mientras contemplaba cómo sus sirvientes sacrificaban a un cabritillo, se preguntó qué aspecto tendrían las ciudades árabes. ¿Se parecerían a las fortalezas de piedra de los Chin? Por delante de los exploradores, había mandado a algunos espías para aprender cuanto pudieran de los mercados y las defensas. Cualquier cosa podía resultar útil en la campaña que estaba por venir. Los que habían salido los primeros estaban empezando a regresar hasta él, exhaustos y hambrientos. Tenía el boceto de una imagen en su cabeza, pero seguía estando compuesta por meros fragmentos.
Sus hermanos estaban sentados a su lado en la tienda del khan, subida sobre el carro, más alta que todas las demás. Mirando hacia la blancura, Gengis vio el conjunto de gers como una infinidad de pálidas conchas, de las que brotaban delgadas estelas de humo que se elevaban hacia los cielos. Era un lugar frío y hostil, pero no había perdido el ánimo. Su nación no necesitaba las ciudades, y la vida de las tribus continuaba sin interrupción a su alrededor, desde las enemistades y amistades a las celebraciones familiares y las bodas. No tenían que detenerse para vivir: la vida continuaba pasara lo que pasara.
Gengis se frotó las manos y se las sopló mientras observaba cómo sus sirvientes Chin hacían un corte en el pecho del cabritillo antes de meter la mano dentro y apretar la principal vena en torno al corazón. La cabra dejó de patalear y empezaron a despellejarla con mano experta. Utilizarían todas las partes y la piel serviría para envolver a uno de sus niños durante el frío invierno. Gengis observó cómo vaciaban el estómago en el suelo, sacando una masa de hierba medio digerida. Asar la carne dentro de la flácida bolsa blanca era más rápido que la cocción lenta preferida por las tribus. Al morderla, la carne estaría dura y correosa, pero en un frío tan atroz era importante comer rápido y cobrar fuerzas. Mientras pensaba en ello, Gengis se tocó el trozo de diente que se había partido en su ebria cabalgada hacia el campamento de Jelme e hizo una mueca. Le dolía constantemente y pensó que tal vez tendría que pedirle a Kokchu que le arrancara la raíz. Su humor se agrió ante tal perspectiva.
—Lo tendrán sobre el fuego dentro de un minuto —informó Gengis a sus hermanos.
—Eso no es suficientemente rápido para mí —contestó Khasar—. No he comido desde el amanecer.
A su alrededor, en el paso, se estaban preparando miles de comidas a la vez. Los propios animales recibirían apenas un puñado de hierba seca, pero era algo que no se podía evitar. Por encima del continuo balar, podían oír los sonidos y las charlas de su pueblo y, a pesar del frío, en sus voces había satisfacción. Se dirigían a la guerra y el estado de ánimo era alegre en el campamento.
A lo lejos, los generales oyeron unos vítores y miraron hacia Kachiun, que solía estar al tanto de todo lo que sucedía en las gers.
Bajo la mirada de sus hermanos, se encogió de hombros.
—Yao Shu está entrenando a los jóvenes guerreros —dijo.
Temuge chasqueó la lengua, desaprobador, pero Kachiun hizo caso omiso de él. No era ningún secreto que a Temuge no le gustaba el monje budista que Khasar y él habían traído desde las tierras Chin. Aunque Yao Shu siempre era cortés, había chocado con el chamán, Kokchu, cuando Temuge había sido su discípulo más servicial. Tal vez debido a esos recuerdos, Temuge se sentía irritado cuando pensaba en él, en especial cuando predicaba su débil fe budista a los guerreros. Gengis había desoído las protestas de Temuge, viendo en ellas únicamente los celos que le provocaba ese hombre sagrado que sabía luchar con sus manos y sus pies mejor que la mayoría de los hombres con sus espadas.
Se quedaron escuchando y se oyó otra aclamación, más fuerte esta vez, como si el grupo de hombres reunidos a mirar hubiera aumentado. Las mujeres estarían preparando comida en el campamento, pero era habitual que los hombres lucharan o entrenaran cuando las tiendas estaban montadas. En los altos puertos, con frecuencia, era la única forma de mantenerse calientes.
Khasar se puso de pie e inclinó la cabeza ante Gengis.
—Si esa cabra todavía va a tardar un rato, voy a ir a mirar, hermano. Yao Shu hace que nuestros luchadores parezcan lentos y torpes.
Gengis asintió, viendo que Temuge hacía una mueca. Miró hacia el exterior y el hinchado estómago de la cabra y olfateó el aire, hambriento.
Kachiun se dio cuenta de que Gengis necesitaba una excusa para ir a observar el entrenamiento y sonrió para sí.
—Podría ser Chagatai, hermano. Ogedai y él pasan mucho tiempo con Yao Shu.
Eso bastó.
—Iremos todos —dijo Gengis, y se le iluminó la cara. Antes de que Temuge pudiera protestar, el khan salió al frío viento. El resto le siguió, aunque Temuge se giró hacia la cabra que se doraba sobre la fogata y se le hizo la boca agua.
Yao Shu llevaba el torso desnudo, a pesar de la altitud. Parecía no sentir el frío y, mientras Chagatai caminaba en círculo obligándole a girarse, los copos de nieve iban posándose en los hombros del monje. Yao Shu respiraba tranquilamente, mientras que Chagatai estaba ya acalorado y magullado por el combate. Miró el palo del monje, temiendo un golpe súbito. Aunque el pequeño budista desdeñaba las espadas, utilizaba el palo como si hubiera nacido pegado a él. Chagatai sintió un dolor punzante en las costillas y en la pierna izquierda, donde le había golpeado. Por su parte él todavía no había conseguido asestarle un solo golpe y su mal humor parecía a punto de estallar.
La muchedumbre había ido creciendo a medida que se iban sumando más y más guerreros ociosos. Había poco más que hacer y los mongoles eran curiosos por naturaleza. El paso era demasiado estrecho para que más de unos pocos cientos de hombres pudieran observar la práctica y se empujaban y peleaban entre ellos en su intento de dejar espacio a los combatientes. Chagatai notó el movimiento que se produjo en el gentío antes de ver a su padre y tíos cruzar por entre los guerreros: la tropa se había retirado para no empujar a sus generales. Apretó la mandíbula, decidiendo que daría al menos un buen golpe mientras Gengis le observaba.
Pensar era actuar y Chagatai se abalanzó como una flecha, haciendo girar su palo con un golpe corto y cortado. Si Yao Shu hubiera permanecido quieto, le habría abierto la cabeza, pero se agachó y le dio a Chagatai un golpe seco en las costillas inferiores antes de dar un paso atrás.
No había sido un golpe muy fuerte, pero Chagatai se puso rojo de ira. Yao Shu meneó la cabeza.
—Mantén la calma —murmuró el monje. Era el principal defecto del chico en los combates de entrenamiento. No tenía problemas con el equilibrio o los reflejos, pero su temperamento le traicionaba todas las veces. Yao Shu había trabajado durante semanas con Chagatai tratando de conseguir que mantuviera la calma en la batalla, que dejara a un lado la ira tanto como el miedo. Ambas emociones parecían estar permanentemente ligadas en el joven guerrero y Yao Shu se había resignado a que el progreso fuera lento.
Chagatai empezó a dar vueltas otra vez, cambiando de dirección justo cuando parecía que estaba a punto de atacar. Yao Shu se echó hacia atrás para detener el palo, que llegó por debajo. Lo bloqueó con facilidad y lanzó el puño izquierdo contra la mejilla de Chagatai. Vio que los ojos del joven llameaban y que la ira hacía presa de él, como había sucedido tantas otras veces. Chagatai arremetió con rapidez: su palo era sólo un borrón en el aire. La muchedumbre gritó al oír los chasquidos de los palos cuando fue bloqueado una y otra vez. Cuando trató de retirarse unos pasos, a Chagatai le ardían los brazos y, en ese momento, el monje enganchó su pie con el suyo, haciéndole caer despatarrado.
Sus movimientos les habían alejado del terreno abierto entre dos gers que habían elegido para entrenar. Yao Shu iba a hablar con Chagatai, pero percibió a alguien a sus espaldas, muy cerca, y se giró, siempre alerta.
El que estaba allí era Kachiun, con el rostro vacío de expresión. Yao Shu hizo una breve inclinación de cabeza al general, mientras seguía atento para oír a Chagatai cuando se abalanzara sobre él otra vez.
Kachiun se agachó hacia el monje, aunque la ruidosa multitud difícilmente podría oírle en cualquier caso.
—¿No le vas a dar nada, monje? —murmuró Kachiun—. ¿Con su padre mirando y hombres a quienes el muchacho comandará?
Yao Shu alzó la vista hacia el general mongol sin comprender. Había entrenado desde que era un niño para dominar su cuerpo. La idea de permitir que un bravucón como Chagatai le golpeara era un concepto extraño. Si hubiera sido un guerrero más modesto, uno que no fuera a pavonearse de ello durante meses, tal Vez Yao Shu hubiera accedido. Por el mimado hijo segundo del khan, simplemente dijo que no con la cabeza.
Kachiun habría hablado de nuevo, pero ambos se sobresaltaron cuando Chagatai atacó desde atrás, buscando desesperado alguna ventaja. Kachiun apretó los labios fastidiado al ver cómo Yao Shu se hacía a un lado con un par de pasos suaves y flexibles, casi como si se deslizara por el suelo. El monje siempre estaba en equilibrio y Kachiun sabía que Chagatai no le tocaría ese día. Observó con frialdad cómo Yao Shu bloqueaba otros dos golpes y luego atacaba con más fuerza y más rapidez que antes, dándole a Kachiun su respuesta.
Todos los guerreros oyeron el «uf» de Chagatai cuando el palo le sacó el aire de los pulmones. Antes de que pudiera recuperarse, Yao Shu le pegó en la mano derecha, haciendo que se abriera y soltara el palo. Sin detenerse, el monje pasó su arma entre las piernas de Chagatai, arrojando al joven contra el suelo congelado. El gentío no vitoreó cuando Yao Shu hizo una reverencia ante el postrado hijo del khan. Esperaban que Chagatai le devolviera el gesto, pero en vez de eso se puso en pie con las mejillas encendidas y se alejó indignado del espacio abierto sin mirar atrás.
Yao Shu alargó la postura más de lo necesario, mostrando su propia ira por haber sido ignorado. Su costumbre era hablar sobre los combates con los jóvenes guerreros, explicándoles dónde habían fallado y qué habían hecho bien. En cinco años con las tribus, había entrenado a muchos de los hombres que Gengis comandaba y tenía una escuela formada por los veinte guerreros más prometedores. Chagatai no era uno de ellos, pero Yao Shu había aprendido suficiente sobre el mundo para comprender que su permiso para quedarse allí tenía un precio. Hoy, había sido demasiado alto para él. Pasó junto a Kachiun sin mirar siquiera al general.
Aunque muchos de los reunidos miraban a Gengis para ver cómo reaccionaba ante la grosería de su hijo, el khan mantuvo la expresión impasible. Se volvió a Temuge y a Khasar después de ver al monje pasar junto a Kachiun.
—Esa cabra ya estará lista —dijo.
Temuge sonrió durante un instante, aunque no por la idea de la comida caliente. En su inocencia, el monje se había forjado algunos enemigos entre hombres violentos. Quizá eso le enseñaría humildad. El día había acabado mejor de lo que Temuge había esperado.
Yao Shu era un hombre menudo, pero aun así tenía que agacharse para entrar en la ger de la segunda mujer del khan. Cuando entró, saludó a Chakahai con una inclinación de cabeza, como correspondía a una princesa de los Xi Xia. En realidad, no le importaban nada los títulos de los humanos, pero admiraba la forma en que aquella mujer se había hecho un lugar en la sociedad mongola. A pesar de que esa sociedad no podría haber sido más distinta que la corte en la que vivió una vez, ella había sobrevivido y Yao Shu la miraba con simpatía.
Ho Sa ya estaba allí, sorbiendo el té negro que su padre enviaba al campamento. Yao Shu lo saludó y aceptó una minúscula taza humeante de manos de la propia Chakahai antes de acomodarse. En ciertos aspectos, el campamento era un lugar pequeño, a pesar de su enorme tamaño. Yao Shu sospechaba que Kachiun sabría exactamente cuántas veces se reunían ellos tres y quizá incluso hubiera apostado espías en el exterior de la ger. La idea hizo que el té se le amargara en la boca y Yao Shu hizo una ligera mueca. Aquél no era su mundo. Había ido a los campamentos para difundir las delicadas enseñanzas de Buda. Todavía no sabía si su elección había sido la correcta. Los mongoles eran un pueblo extraño. Parecían aceptar cualquier cosa que les dijera, sobre todo si formulaba las lecciones como historias. Yao Shu había compartido con ellos buena parte de la sabiduría que aprendió de niño, pero cuando resonaban los cuernos de guerra, los mongoles hacían caso omiso de sus enseñanzas y se precipitaban a matar. No había manera de comprenderlos, pero había llegado a aceptar que ése era su camino. Mientras bebía, se preguntó si Chakahai aceptaba tan de buena gana como él su papel allí.
Durante largo tiempo, mientras Ho Sa y Chakahai hablaban sobre el bienestar de los soldados Chin en los tumanes del khan, Yao Shu apenas dijo nada. Tal vez ocho mil de los hombres del campamento habían vivido en el pasado en ciudades Chin, o habían sido soldados para el propio emperador. No obstante, prácticamente el mismo número de hombres procedía de las tribus turcas del norte. La influencia de los reclutas Chin debería haber sido escasa, pero Chakahai se había ocupado de que todos los hombres de alto rango fueran servidos por gente de su pueblo. A través de ellos, la princesa sabía tan bien como el propio Kachiun lo que sucedía en los campamentos.
Yao Shu observó a la delicada mujer mientras le aseguraba a Ho Sa que hablaría con su marido sobre los ritos mortuorios de los soldados Chin. Yao Shu apuró su té, disfrutando del sabor amargo y el sonido de su propia lengua en sus oídos. Eso era algo que añoraba, sin duda. Sus pensamientos vagabundos fueron súbitamente frenados cuando escuchó su propio nombre.
—… tal vez nos lo pueda decir Yao Shu —dijo Chakahai—. Ha pasado tanto tiempo con los hijos de mi esposo como cualquier otro.
Yao Shu se dio cuenta de que no había oído la pregunta y cubrió su vergüenza tendiendo su cuenco para que se lo llenaran otra vez.
—¿Qué queréis saber? —preguntó.
Chakahai suspiró.
—No nos has escuchado, amigo mío. Pregunté cuándo estaría Jochi suficientemente recuperado para ocupar su puesto junto a sus hombres.
—Quizá cuando la luna haya dado una vuelta más —respondió Yao Shu de inmediato—. Sus heridas se han mantenido limpias, aunque sus piernas y su brazo siempre exhibirán las cicatrices de los hierros al rojo. Tiene que reconstruir los músculos en esa zona. Puedo trabajar con él. Al menos, él escucha, a diferencia de su necio hermano.
Tanto Chakahai como Ho Sa se pusieron algo tensos mientras hablaba. Habían enviado a los sirvientes a hacer algún recado, pero siempre había orejas listas para escuchar.
—Observé la práctica, antes —dijo Ho Sa. Vaciló, consciente de que pisaba terreno delicado—. ¿Qué te dijo el general Kachiun?
Yao Shu alzó la mirada, irritado al notar que la voz de Ho Sa había descendido hasta convertirse en apenas un susurro.
—No es importante, Ho Sa, no es más importante que controlar mis palabras en esta tienda. Digo la verdad tal como la pienso. —Suspiró—. Y sin embargo, una vez tuve quince años y fui un estúpido. Quizá Chagatai podría seguir creciendo y convertirse en un hombre fuerte, no lo sé. Tal como están las cosas, lo que es es un chico enfadado.
Aquél era un arrebato sorprendente en el monje y Ho Sa parpadeó, sorprendido.
—Ese «chico enfadado» puede liderar las tribus un día —dijo Chakahai suavemente.
Yao Shu resopló sobre su té.
—A veces pienso que he pasado demasiado tiempo entre las tribus. Debería serme indiferente qué hombre hereda el estandarte de las colas de caballo de su padre, o incluso si esos nuevos enemigos lo tiran por tierra y lo pisotean. —El monje frunció el ceño, ensimismado—. Hubo un tiempo en el que pensaba que podría ser la voz de la razón en este campamento. —Hizo un ruido desdeñoso con la garganta—. Ésa es la arrogancia de los jóvenes. Entonces, pensé que podría llevar la paz a los fieros corazones de los hijos. —Las mejillas de Yao Shu se sonrojaron ligeramente bajo su piel—. En vez de eso, al contrario, quizá vea cómo Chagatai llega a liderar al pueblo de su padre y le arrastra a más destrucción de la que nadie puede imaginar.
—Como dices, aún es sólo un muchacho —murmuró Chakahai, conmovida al ver a Yao Shu tan afligido—. Aprenderá, o Jochi liderará las tribus.
El rostro del monje se suavizó al percibir su tono y alargó la mano para darle unas palmaditas en el hombro.
—Ha sido un día difícil, princesa. No hagas caso de lo que he dicho. Mañana seré un hombre distinto, con el pasado desaparecido y el futuro desconocido, como siempre. Siento haber traído mi ira aquí. —Su boca se torció en un gesto irónico—. Hay veces que pienso que soy un mal budista, pero no estaría en ninguna otra parte.
Chakahai le sonrió, asintiendo. Ho Sa volvió a llenar su propia taza con el valioso té, perdido en sus pensamientos. Cuando habló, su voz era muy baja y costaba oírla.
—Si Gengis cae en la batalla, el khan será Kachiun. Tiene sus propios hijos y todo esto no sería más que hojas en el viento.
Chakahai inclinó la cabeza para escuchar. Bajo la luz de la lámpara, se la veía hermosa, e hizo que Ho Sa volviera a pensar que el khan era un hombre con suerte por tener a una mujer así aguardándole en sus gers.
—Si mi marido nombrara un heredero entre sus hijos, creo que Kachiun lo respetaría.
—Si le empujas a hacerlo, nombrará a Chagatai —dijo Ho Sa—. Todo el campamento sabe que su favor no está con Jochi, mientras que Ogedai y Tolui siguen siendo demasiado pequeños. —Hizo una pausa, sospechando que a Gengis no le gustaría nada saber que otros hombres hablaban con su esposa sobre ese tema. Con todo, sentía curiosidad—. ¿Has hablado con el khan sobre ello?
—Todavía no —contestó Chakahai—, pero tienes razón. No quiero que los hijos de Kachiun sean los herederos. ¿Dónde quedaría yo entonces? No hace tanto tiempo que las tribus abandonaban a las familias de los khanes muertos.
—Gengis lo sabe mejor que nadie —repuso Ho Sa—. No querría que sufrieras como sufrió su madre.
Chakahai asintió. Era un placer tan grande poder hablar abiertamente en su propio idioma, tan diferente de los sonidos entrecortados de la lengua mongola. Se dio cuenta de que preferiría regresar con su padre que ver a Chagatai convertirse en khan, tal como estaba la situación. No obstante, lo que decía Ho Sa era cierto. Kachiun tenía sus propias esposas e hijos. ¿La tratarían con amabilidad si su marido caía? Kachiun la honraría, quizá incluso la devolviera al reino Xi Xia. Sin embargo, siempre habría quien considerara que las esposas y los hijos del khan eran figuras decorativas. Kachiun estaría más tranquilo si hacía que los mataran a todos el mismo día que su hermano cayera en combate. Se mordió los labios mientras lo meditaba, inquieta de que esos pensamientos tan oscuros entraran en su ger. Gengis no aceptaría a Jochi, estaba casi segura. Había estado tendido, curándose, durante más de un mes, y un líder necesitaba que sus hombres lo vieran si no quería que lo olvidaran. Aun así, no le conocía, sólo sabía que Chagatai sería una mala elección. Sus hijos no sobrevivirían a su ascenso, estaba segura. Se preguntó si tendría la habilidad para poner a Chagatai de su parte.
—Pensaré en ello —le dijo a ambos hombres—. Encontraremos el camino.
Fuera de la ger, se oía el viento gimiendo a través de los carros y los hogares de la nación mongola. Ambos hombres oyeron la tristeza en la voz de Chakahai cuando les despidió y ellos se dispusieron a regresar a sus tiendas para dormir.
Cuando Yao Shu salió al viento y a la nieve, le atravesó un escalofrío y se ciñó el deel en torno a los hombros. No se trataba únicamente del frío, que apenas notaba tras tantos años de llevar sólo una ligera túnica. En ocasiones, sentía que había adoptado la decisión equivocada al unirse al pueblo del caballo. Le gustaban, a pesar de su arrogancia infantil y su creencia en que podían ordenar el mundo como les conviniera. El khan era un líder nato y Yao Shu había quedado impresionado por él. Sin embargo, no había logrado encontrar los oídos apropiados para las palabras de Buda. Únicamente el pequeño Tolui parecía estar abierto a ellas y eso sólo porque era muy pequeño. Chagatai se reía con ordinariez de cualquier filosofía que no implicara aplastar enemigos bajo sus pies y Jochi parecía escucharle con atención distanciada, dejando que las palabras e ideas fluyeran a través de él sin asimilarlas.
Yao Shu estaba perdido en sus pensamientos mientras avanzaba por los senderos nevados del campamento. Aun así, seguía estando alerta de su entorno y supo que los hombres estaban allí en cuanto empezaron a rodearle. Suspiró para sí. Sabía quién era el chico tonto que había enviado a unos guerreros contra él esa noche. Yao Shu ni siquiera había traído consigo su palo de entrenamiento a la tienda de Chakahai, creyendo que estaba seguro.
Con todo, no era un niño al que unos idiotas pudieran tender una emboscada. Se preguntaba si Chagatai les había dicho que le mataran, o sólo que le rompieran unos cuantos huesos. No importaba: su respuesta sería la misma. Mientras la nieve se arremolinaba, veloz como el rayo, Yao Shu se deslizó entre dos gers y atacó a la primera figura oscura que apareció ante él. El hombre fue demasiado lento y Yao Shu le derribó limpiamente con un golpe en la barbilla, a la vez que bloqueaba el pie trasero con el suyo. No pretendía asesinar en ese puerto entre montañas, pero oyó que otras voces contestaban al sonido y supo que eran muchos. Se oyó el leve corretear de muchos pies en todas direcciones y Yao Shu controló la creciente ira que le invadía el pecho. Era poco probable que conociera a los hombres, o ellos a él. No habría maldad en el asalto, a menos que matara a uno de ellos. Se encogió de hombros, pensando una vez más que el tiempo pasado con las tribus le había cambiado sutilmente. Buda les habría dejado llegar hasta él sin levantarles la mano con ira. Yao Shu se agachó mientras caminaba sin hacer ruido hacia otra sombra. Al menos ya no tenía frío.
—¿Dónde está? —siseó un hombre, a sólo un paso de él.
Yao Shu se puso a su espalda, arrojándole al suelo de un empujón antes de que pudiera oponer resistencia, y luego se retiró. El sorprendido grito del guerrero resonó en las altas cimas y Yao Shu oyó que otros hombres se acercaban con paso rápido.
El primero en alcanzarle recibió un puñetazo explosivo en las costillas inferiores. El monje sintió cómo se rompían bajo su mano y la sacó antes de clavarle los fragmentos en algún órgano vital. Se agachó instintivamente cuando algo se movió cerca, pero en la blancura no había visto a dos guerreros y uno de ellos se lanzó sobre él y le agarró por la cintura, derribándole contra el duro suelo.
Yao Shu dio una patada y su pie rozó algo sólido, hiriéndole. Se puso en pie mientras un círculo de hombres se cerraba en torno a él y miró a los serios rostros que lo circundaban. Le afligió ver que tres de ellos pertenecían a su propio grupo de entrenamiento. Ellos, al menos, no le miraban a los ojos. Los otros eran extraños que llevaban pesados palos en las manos.
—Ya te tenemos, monje —gruñó uno de ellos.
Yao Shu se preparó, flexionando un poco las piernas para estar en perfecto equilibrio. No podía derrotar a tantos hombres, pero de nuevo estaba listo para enseñar.
Ocho hombres se abalanzaron sobre el centro del círculo y Yao Shu prácticamente se deslizó entre dos y se escabulló. Por casualidad, uno de ellos enganchó su túnica. Yao Shu sintió cómo los dedos resbalaban por la piel de su cráneo y echó la cabeza hacia atrás con brusquedad. Los duros dedos se desvanecieron y el monje lanzó un puntapié con su pie derecho. Otro hombre cayó gritando, con la rodilla destrozada, pero para entonces ya le habían golpeado muchas veces y Yao Shu estaba aturdido. Seguía dando golpes con las manos, las rodillas y la cabeza allí donde podía, pero le tiraron al suelo. Los pesados palos se alzaron y cayeron con rabia salvaje. No chilló, ni siquiera cuando uno de ellos le pisoteó el pie derecho, rompiéndole varios huesecillos.
Antes de perder la consciencia, Yao Shu creyó oír la voz de Kachiun gritando y notó que las manos que le atacaban se retiraban. Mientras caía contra la nieve, las palabras de sus propios maestros empezaron a girar en su mente. Le habían enseñado que aferrarse a la ira era como aferrar una brasa al rojo. Sólo a él le quemaría. Sin embargo, cuando los hombres se desperdigaron y sintió que unos fuertes brazos le levantaban, Yao Shu apretó la brasa ardiente con fuerza y sólo sintió que le confortaba su calor.