Pasaron otros tres días antes de que Gengis fuera a ver a Jochi. Tras la desenfrenada noche que siguió a la lucha con el tigre, casi todo el campamento se había dedicado a dormir y, tras tres días dedicados a beber sin parar, el propio Gengis se había levantado únicamente para vomitar durante todo un día y una noche. El traslado de las inmensas huestes de regreso a las orillas del río Orkhon había llevado otro día. El campamento de Jelme había sido un lugar excelente para festejar la vida de Arslan, pero los rebaños y los caballos necesitaban agua y hierba fresca. Con su habitual vitalidad, Gengis se había recuperado durante la cabalgada, aunque, cuando se detuvo frente a la tienda del chamán, Kokchu, seguía teniendo las tripas flojas. Le deprimió pensar que en otro tiempo habría superado los efectos del exceso de alcohol con una sola noche de sueño.
Gengis abrió la pequeña puerta: ante él se desarrollaba una apacible escena que le recordó a la muerte de su padre. Tragó ácida saliva y se agachó para entrar, sin dulcificar la mirada al posarla en la figura vendada que yacía en las sombras. Kokchu estaba lavando a Jochi y se giró irritado antes de ver de quién se trataba. El chamán se levantó e hizo una profunda reverencia ante el khan.
Fue un alivio entrar en la tienda en sombra tras cabalgar bajo la despiadada luz del sol y Gengis se relajó ligeramente, complacido de poder apartarse del bullicio del campamento.
—¿Se ha despertado? —preguntó.
Kokchu negó solemnemente con la cabeza.
—Sólo por breves momentos, señor. Sus heridas le han causado fiebre y todo lo que hace es despertarse y gritar antes de quedarse dormido otra vez.
Gengis se acercó, atraído por los recuerdos. Al lado de Jochi yacía la espada que había ganado, un acero que el propio Gengis había heredado. Allí guardada en su funda, le hacía remontarse a multitud de escenas del pasado y no pudo evitar olisquear el aire buscando el olor a podredumbre. Era doloroso evocar el momento en que llegó junto a su padre, que se estaba muriendo, víctima de un veneno que le había invadido todo el cuerpo. Kokchu le observaba atentamente y Gengis le devolvió la mirada con intensidad, antes que permitir que el chamán lo mirara así sin reaccionar.
—¿Vivirá, chamán? He perdido la cuenta de las veces que me lo han preguntado.
Kokchu volvió a mirar al joven guerrero que seguía tendido, inmóvil. El pecho apenas subía y bajaba, y no podía estar seguro. Hizo un ademán señalando las vendas que le envolvían ambas piernas y el brazo entablillado.
—Ves las heridas que tiene, señor. La bestia le rompió dos huesos del antebrazo además de tres costillas. Se le ha dislocado un dedo de la mano derecha, aunque eso es algo menor. Los cortes se han inflamado y supuran pus. —Meneó la cabeza—. He visto a hombres recuperarse de cosas peores.
—¿Has cerrado las heridas? —preguntó Gengis.
Kokchu vaciló, no quería precipitarse al hablar. Cuando cayó Yenking, se había llevado varios libros de medicina y magia que valían más que todo el oro y el jade que guardaban sus muros. No había previsto que su tratamiento fuera cuestionado y habló sin su habitual seguridad.
—Poseo textos Chin que son asombrosos, señor, por sus conocimientos sobre el cuerpo humano. Su práctica es verter vino hirviendo en el corte antes de coser. Eso es lo que he hecho, además de utilizar cataplasmas para bajar la fiebre.
—Entonces, no las has cerrado a la manera de nuestro pueblo —respondió Gengis, con la mirada fría—. Haz que traigan un brasero de cobre a la ger y quema las heridas como es debido. He visto cómo eso funcionaba.
Kokchu sabía bien que no debía continuar la discusión.
—Como desees, señor.
Por el padre, presionaría hierro al rojo contra cada una de las heridas, aunque ahora lo consideraba una práctica rudimentaria, que estaba por debajo de un hombre de sus conocimientos. Ocultó su desagrado y Gengis pareció satisfecho. Kokchu notó que el khan se disponía a marcharse y volvió a hablar, intentando todavía comprender al hombre que lideraba las tribus.
—El dolor será intenso, señor. Si le despierta, ¿debo darle un mensaje de tu parte?
Gengis posó sus pálidos ojos en el chamán. Salió sin pronunciar una sola palabra más.
Los generales estaban reunidos en la tienda del khan, que tenía la mitad de altura y el doble de anchura que las demás del campamento. Khasar y Kachiun habían llegado con Temuge, aunque él sólo era responsable del campamento en sí y no se unía a ellos en las batallas. Tsubodai, Jelme y Chagatai habían sido convocados y ocuparon sus puestos en el círculo de camas bajas que hacía las veces de sofá para el consejo del khan. La ger estaba tan desnuda como la del más pobre de los pastores, lo que recordó a todos que Gengis era indiferente a la riqueza o sus símbolos.
La última pareja en entrar antes de Gengis fue Arslan y el joven que había elegido como su sucesor. Jebe, la flecha, no pareció impresionado por la presencia de tantos líderes de su pueblo en un solo lugar. Cuando Arslan le indicó con un ademán que se sentara, los saludó con una inclinación de cabeza como si tuviera todo el derecho de estar allí. Los demás sólo lo miraron, aunque saludaron a Arslan cálidamente, dejando a un lado la expresión impasible del guerrero para mostrar su aprecio por el anciano. Todos los presentes sabían ya que Arslan había amarrado varios fardos a tres yeguas y tres sementales y que se marcharía hacia tierras desiertas con su esposa y un pequeño rebaño.
Los ojos de Jelme brillaban llenos de orgullo por su padre, y le cedió el asiento a Arslan como un gesto significativo. Ambos intercambiaron una mirada y, aunque no hablaron, Arslan también pareció conmovido al percatarse de que el momento por fin había llegado.
Cuando Gengis entró en la ger, los hombres que la ocupaban se enderezaron sutilmente. Se dirigió a su sitio, una pila de mantas y sillas de montar frente a la puerta, y le pidió con una seña a un sirviente una taza de leche de cabra para calmar su estómago.
Arslan aguardó hasta que el khan hubo terminado la bebida antes de hablar.
—Mi señor, te encomiendo a este hombre, Jebe, al que tú has nombrado.
La mirada de Gengis atravesó la tienda y se posó en el nuevo rostro, notando la anchura de sus hombros. Jebe llevaba una túnica abierta sobre el pecho desnudo y el tono rojizo de su piel relucía saludable, cubierto de grasa de cordero. Aun sentado, parecía listo y alerta, un guerrero nato. Hizo que Gengis se sintiera viejo.
—Te doy la bienvenida en mi tienda, Jebe. Siendo Arslan quien habla por ti, siempre serás bienvenido. En los próximos días, te pondremos a prueba. Asegúrate de honrar su nombre en todo lo que hagas.
—Así lo haré, señor —contestó Jebe. Su confianza era evidente y Khasar sonrió para si cuando Gengis retiró la mirada.
Gengis respiró hondo y apoyó las manos en las rodillas. Sabía tan bien como cualquiera que la reunión que estaba a punto de celebrar con sus generales cambiaría el mundo, y disfrutó de ese momento de silencio mientras esperaban a que comenzara a hablar.
—Cuando me dejasteis para concluir el sitio de Yenking, envié emisarios a tierras lejanas. Algunos trajeron consigo bienes para comerciar y sellaron alianzas en mi nombre. Otros fueron atacados o, sencillamente, no regresaron. —Hizo una pausa, pero nadie habló. Casi ni respiraban mientras escuchaban al hombre que les haría salir al mundo como lobos de cacería. Todo el campamento sabía que se avecinaba una guerra y era un placer ser los primeros que escuchaban los detalles—. Un grupo se dirigió al oeste, a más de tres mil kilómetros de distancia. Sólo volvió un explorador, mientras que el resto de hombres fueron asesinados. Al principio, no le di demasiada importancia. No hace mucho tiempo que una partida de asalto en nuestras propias tierras habría sido aniquilada por la primera tribu que se los hubiera topado.
Algunos de los mayores asintieron, aunque Tsubodai y Jebe apenas podían recordar aquella época.
—El explorador me dijo que el líder de esa tierra es uno que se hace llamar sah Ala-ud-Din Mohamed —Gengis pronunció el nombre con dificultad, luego señaló a Temuge con un gesto—. Por consejo de mi hermano, envié un grupo de cuatrocientos guerreros, bien armados, pero sólo como amenaza. Llegaron hasta la ciudad más próxima, Otrar, y se reunieron con su gobernador. Llevaban cartas con mis palabras escritas en ellas para el sah. —Gengis hizo una mueca al recordarlo—. Esperaba que me entregara a los hombres implicados en el ataque, o que, al menos, me hiciera llegar la información de dónde tenían su campamento. Lo llamé «hijo querido» y sólo mencioné el comercio y la amistad. —Mientras pronunciaba esas palabras, clavó sus fríos ojos en Temuge hasta que su hermano tuvo que desviar la mirada. Había sido su consejo el que había fracasado de manera espectacular—. El bazar de Otrar es un lugar público. Mandé a tres espías con los guerreros para observar cómo eran tratados. —La ira le invadió y enseñó los dientes durante un instante—. El gobernador comanda una guarnición de veinte mil soldados. Arrestaron a mis hombres e hicieron trizas mis palabras en un gesto público ante toda la muchedumbre reunida en el bazar. —De nuevo, fulminó a Temuge con la mirada—. ¡Aun entonces, no reaccioné! Ese sah tiene a un idiota sirviéndole, pero pensé que quizá aún podría hacer que tomara el camino recto. Supe de la existencia de ciudades más grandes que Otrar en el este y envié a tres oficiales de alta graduación a visitar al propio sah, exigiendo que el gobernador fuera capturado y entregado a mí para recibir su castigo, y que liberaran a mis hombres. También en esto se mofaron de mí. —Su rostro había enrojecido y los demás hombres de la ger sintieron que sus corazones se aceleraban con el de su khan—. El sah Mohamed me mandó sus cabezas —continuó Gengis. Apretó el puño derecho lentamente—. No soy el causante de este problema, pero he rezado al padre cielo para que me diera fuerzas para vengarme.
A lo lejos, se oyó el grito de un hombre y más de uno se sobresaltó. Gengis también escuchó y asintió, satisfecho.
—Es Jochi. Mi chamán está curando sus heridas. —Miró a Chagatai mientras hablaba y su hijo no pudo contenerse y le hizo una pregunta.
—¿Vendrá él con nosotros también?
Los ojos de Gengis se perdieron en la distancia.
—Mató a un tigre delante del pueblo. Y nuestros efectivos han aumentado. —Su expresión se endureció al recordar a Chagatai de rodillas ante él—. Así como tú tienes un lugar, también lo tendrá él, si sobrevive. Cruzaremos las montañas Altai hacia el oeste y les enseñaremos a esos hombres del desierto a quién han elegido insultar.
—¿Y las tierras Chin? —preguntó Khasar—. Hay ciudades más ricas que nada que hayamos visto nunca y siguen allí, intactas, en el sur.
Gengis se quedó en silencio al oírle. Todavía soñaba con poner el imperio Chin del sur bajo sus pies. Llevar a su nación al oeste tenía sus riesgos y era tentador enviar al menos a uno de sus hombres de la ger a aplastar a ese enemigo ancestral. Recordó los cálculos de los efectivos Chin y volvió a hacer una mueca. Contra millones de hombres, un tumán no sería suficiente. A regañadientes, había decidido que los Chin deberían esperar para verle aparecer en su horizonte.
—Seguirán allí, hermano, cuando volvamos a por ellos. Verás de nuevo las tierras de los Chin, te lo prometo.
Khasar frunció el ceño al oírle y habría vuelto a intervenir, pero Gengis continuó hablando.
—Preguntaos esto: ¿con qué fin vamos a la guerra y arriesgamos nuestras vidas? ¿Es por las monedas de oro y para construir el tipo de palacios que destruimos? A mí no me interesan esas cosas. Un hombre se pasa la vida luchando, desde el dolor del nacimiento hasta su último aliento. —Miró a su alrededor a todos ellos, hasta que su mirada recayó finalmente en Jebe y Chagatai—. Hay algunos que os dirán que buscan la felicidad, que no hay nada más en nuestras vidas que esa sencilla meta. Yo os digo que las ovejas son felices en las llanuras y los halcones son felices en el viento. Para nosotros, la felicidad es algo pequeño, algo que debe descontarse de la vida de un hombre. Nos esforzamos y sufrimos porque conocemos a través de ese esfuerzo que estamos vivos. —Resopló—. Puede que quieras ver humilladas esas ciudades Chin, Khasar, pero ¿puedo dejar que este desafío quede sin respuesta? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que todos los reyezuelos se atrevan a escupir sobre mi sombra? —Su voz fue haciéndose más áspera a medida que hablaba, hasta llenar toda la ger. Fuera, se oyó otro grito de Jochi, un apropiado contrapunto bajo esa mirada amarilla—. ¿Puedo dejar sin venganza esas muertes de miembros de mi pueblo? Jamás en este mundo.
Todos estaban con él. Lo sabía, como siempre lo había sabido.
—Cuando no esté, no quiero que los hombres digan: «Mira sus montones de riqueza, sus ciudades, sus palacios y sus magníficas ropas». —Gengis se detuvo durante un momento—. Lo que quiero que digan es: «Asegúrate de que está realmente muerto. Es un viejo sanguinario y ha conquistado medio mundo». —Se rió entre dientes al pensarlo y parte de la tensión del grupo se desvaneció.
—No estamos aquí para hacernos ricos con un arco. El lobo no piensa en riquezas, sólo en que su manada sea fuerte y ningún otro lobo se atreva a cruzarse en su camino. Eso es suficiente.
Su mirada los recorrió uno por uno y se sintió satisfecho. Gengis se enderezó y sus maneras cambiaron, adoptando una actitud respetuosa al dirigirse a Arslan.
—Tus caballos están listos, general —dijo—. Pensaré en ti descansando tus huesos mientras cabalgamos.
—Larga vida y victoria, mi señor —contestó Arslan.
Cuando todos se pusieron en pie, de repente la ger estuvo abarrotada. Al tener el rango más alto, Gengis podría haberse marchado el primero, pero dio un paso atrás para dejar que Arslan saliera a la luz. Uno tras otro, le siguieron hasta que sólo quedó Jebe, que recorrió con la mirada toda la tienda del khan. El joven guerrero lo asimiló todo y asintió para sí, extrañamente satisfecho ante la falta de ornamento. Sentía que el khan era un hombre a quien seguir y todo lo que Arslan le había dicho había quedado confirmado. Sin nadie observándole, Jebe sonrió ligeramente. Había nacido en la ladera de una colina y había sido criado en inviernos tan terribles que su padre metía a las ovejas en el interior de la única ger para protegerlas. Sus ojos brillaron al recordarlo. Ahora lideraría uno de los tumanes del khan. Si Gengis supiera que había liberado a un lobo… Jebe asintió para sí, satisfecho. Le demostraría al khan lo que podía hacer. Con el tiempo, todo hombre y mujer de las tribus conocería su nombre.
Fuera, Arslan revisó su carga y sus monturas una vez más, negándose a que la seriedad del momento alterara sus rutinas. Gengis vio cómo comprobaba cada nudo y daba instrucciones a tres pastorcillos, que le acompañarían hasta el primer campamento. Nadie habló hasta que el anciano estuvo preparado. Cuando se dio por satisfecho, Arslan abrazó a Jelme y todos pudieron ver el orgullo en los ojos del hijo. Por último, Arslan se dirigió hacia Gengis.
—Estuve allí en el principio, señor —dijo Arslan—. Si fuera más joven, cabalgaría a tu lado hasta el final.
—Lo sé, general —respondió Gengis. Señaló con un ademán el vasto campamento a las orillas del río—. Sin ti, nada de esto estaría aquí. Siempre honraré tu nombre.
Arslan nunca había sido un hombre al que le gustara el contacto físico, pero tomó la mano de Gengis en la suya con la fuerza de un guerrero y luego montó. Su joven esposa alzó la vista hacia su marido, orgullosa al ver que aquellos grandes hombres le honraban con su presencia.
—Adiós, viejo amigo —exclamó Gengis cuando Arslan chasqueó la lengua y los ponis se alejaron. Los muchachos pastores utilizaron sus palos para hacer que los animales avanzaran junto a su amo.
En la distancia, oyeron gritar al hijo del khan, un gemido de profundo dolor que parecía que no iba a acabar nunca.
Poner en marcha un grupo tan vasto de personas y animales no era tarea pequeña. Además de cien mil guerreros, había que arrear a un cuarto de millón de ponis, con el mismo número de ovejas, cabras, yaks, camellos y bueyes. La necesidad de tierras de pastos había llegado a un punto en el que la nación sólo podía permanecer en un lugar durante un mes antes de volver a partir.
En un amanecer helado, con el sol apenas rozando el este, Gengis cabalgaba a través del ajetreado campamento, tomando nota de cada detalle de las hileras de carros, con las figuras apiñadas de mujeres y niños pequeños sobre ellos. La columna se extendía durante kilómetros, siempre rodeada por los rebaños. Había vivido con sonidos de animales durante toda su vida y casi no se daba cuenta del constante balido de las cabras y las ovejas. Sus generales estaban listos; sus hijos también. Estaba por ver si las naciones árabes estaban listas para enfrentarse a ellos en una guerra. En su arrogancia, se habían buscado su total aniquilamiento.
Gracias a que le quemaron las heridas, Jochi había sobrevivido. Como Gengis había ascendido a Chagatai poniéndole a la cabeza de un tumán de diez mil guerreros, difícilmente podía hacer menos por un hijo mayor, en especial por uno que había triunfado en una lucha contra una bestia salvaje. La gente todavía hablaba de eso. Sin embargo, pasarían meses antes de que Jochi fuera capaz de ocupar su puesto como líder. Hasta entonces, viajaría con las mujeres y los niños, atendido por sirvientes mientras sanaba.
En medio de las huestes, Gengis pasó trotando junto a la ger de su segunda esposa, Chakahai, que había sido princesa del reino de los Xi Xia. Su padre había sido un vasallo leal durante casi una década y el tributo proveía a los mongoles de seda y valiosa madera. Gengis maldijo suavemente entre dientes al darse cuenta de que no había planificado la manera de que el tributo le siguiera hacia el oeste. No podía confiar en que el rey se lo guardara. Era una cosa más que debía decirle a Temuge antes de que las tribus se marcharan. Gengis dejó atrás el carro en el que iba Chakahai con los tres hijos que había alumbrado. Su hija mayor saludó con una inclinación de cabeza y sonrió al ver a su padre.
No salió del camino para buscar los carros de Borte y su madre, Hoelun. Las dos mujeres se habían hecho inseparables a lo largo de los años y estarían juntas, en algún lugar. Gengis hizo una mueca al pensar en ello.
Pasó junto a dos hombres que hervían carne de cabra en una pequeña fogata mientras aguardaban. Tenían una pila de bolsillos de pan sin levadura listos para llenarlos de carne para el viaje. Al ver al khan, uno de los hombres le ofreció una bandeja de madera en la que estaba la cabeza del animal, y tocó los blancos ojos con un dedo para asegurarse de que Gengis los veía. Gengis dijo que no con la cabeza y el hombre hizo una profunda reverencia. Cuando el khan continuó, el guerrero arrojó uno de los ojos al aire para entregárselo al padre cielo antes de meterse el otro en la boca y empezar a masticar con apetito. La escena hizo sonreír a Gengis. Su pueblo todavía no había olvidado los viejos días, ni se habían estropeado por las riquezas obtenidas en el saqueo. Pensó en las estaciones de la nueva ruta que se extendía hacia el este y hacía el sur, de las que se ocupaban guerreros mutilados y ancianos. Un explorador podía cambiar de caballo en doce estaciones, cubriendo terreno más rápido de lo que Gengis nunca hubiera creído posible.
Habían progresado mucho desde la época de aquellas tribus hambrientas y pendencieras que había conocido de niño, pero seguían siendo los mismos.
Rodeado por una masa de carros y animales, Gengis desmontó por fin, tras haberse alejado casi dos kilómetros de la cabeza de la columna. Allí estaba su hermana Temulun, que era sólo un bebé cuando su propia tribu le había abandonado años atrás. Se había convertido en una joven admirable y se había casado con un guerrero de los olkhun’ut. Gengis había conocido al hombre sólo en una ocasión, en la boda, pero le había parecido que estaba lleno de buena salud y Temulun estaba contenta con el casamiento. Mientras le ajustaba el cincho a su poni, vio que ella les ordenaba a unos sirvientes Chin que recogieran las últimas de sus pertenencias. Su tienda había sido desmontada y cargada antes del alba, dejando un círculo negro en la hierba. Cuando vio a Gengis, Temulun sonrió y se dirigió hacia él, cogiendo las riendas de su montura.
—No te preocupes, hermano, estamos listos, aunque no soy capaz de encontrar mi mejor olla de hierro. Seguro que está en el fondo de algún fardo, bajo todo lo demás. —Hablaba con tono alegre, pero en sus ojos había una interrogación. El khan no la había visitado ni una vez desde que se había casado. Se sentía inquieta al verle allí cuando se encaminaban hacia una guerra.
—Ya no falta mucho —le dijo Gengis, perdiendo parte de su rigidez. Le gustaba Temulun, aunque para él en muchos aspectos siempre sería una niña. Ella no recordaba el primer invierno que pasaron solos, cuando los hermanos y su madre estaban siendo perseguidos y se morían de hambre.
—¿Está bien mi marido? —preguntó—. Hace tres días que no he visto a Palchuk.
—No lo sé —admitió Gengis—. Está con Jebe. He decidido que Palchuk comande a mil guerreros y lleve el paitze de oro.
Temulun aplaudió, encantada.
—Eres un buen hermano, Gengis. Se sentirá muy feliz. —Un leve ceño cruzó su rostro mientras consideraba darle a su marido las buenas nuevas—. ¿Lo has hecho por él, o por mí?
Gengis parpadeó, sorprendido por su cambio de humor.
—Por ti, hermana. ¿No debo ocuparme de mi propia familia? ¿Puedo tener al marido de mi única hermana entre la tropa? —Vio que su expresión continuaba preocupada. Ese tipo de cosas le superaban, aunque se esforzaba por comprender—. No lo rechazará, Temulun —dijo Gengis.
—¡Eso ya lo sé! —contestó Temulun—. Pero le preocupará que el ascenso provenga de ti.
—Y así es —respondió Gengis.
Durante un instante, Temulun alzó los ojos al notar las carencias de su hermano.
—Quiero decir que le importará no haber ganado por sí mismo el nuevo puesto.
—Que pruebe que se lo merece, entonces —dijo Gengis, encogiéndose de hombros—. Siempre puedo quitarle el paitze.
Temulun fulminó a su hermano con la mirada.
—No te atreverías. Es mejor no ascenderle que promocionarle y degradarle según te apetezca.
Gengis suspiró para sí.
—Haré que se lo diga Jebe. Todavía está reorganizando el tumán de Arslan. No será tan extraño, a menos que tu preciado esposo sea un idiota.
—Eres un buen hombre, Gengis —contestó Temulun.
Gengis se volvió para ver si alguien estaba lo suficientemente cerca para haberla oído.
—¡Mantenlo en secreto, mujer! —exclamó y se rió entre dientes, montando de nuevo y recuperando las riendas—. Olvídate de la olla si no la encuentras, Temulun. Es hora de irnos.
La inquieta impaciencia que le había impulsado a recorrer los carros desapareció mientras regresaba al frente. Saludó con una inclinación de cabeza a sus generales y vio que ellos también sentían el mismo sencillo placer. Su pueblo se movía de nuevo y cada día traería un nuevo horizonte. No había nada como la sensación de libertad que eso proporcionaba, con todo el mundo ante ellos. Cuando se reunió con sus hermanos y generales, Gengis hizo sonar una larga nota en un cuerno de explorador y puso a su poni al trote. Lentamente, la nación avanzó tras él.