V

Al rayar el alba, el poeta de Tsubodai estaba relatando la historia de la Boca del Tejón, donde Arslan se había enfrentado al mayor ejército nunca visto por ningún hombre de su pueblo. Con Gengis y los generales observándole, el poeta fue más honesto de lo habitual al describir las proezas de Arslan. Todos habían actuado bien en el paso entre montañas que había antes de llegar a Yenking. Todos ellos recordaban aquellos días sangrientos, y en sus venas el orgullo y la admiración se mezclaban con el vino. Nadie más podría comprender jamás lo que había significado luchar juntos allí contra el imperio Chin… y verlo humillado. La Boca del Tejón había sido el útero que los había expulsado a un nuevo mundo, más fuertes y más peligrosos. Después se habían dirigido al este y Yenking había ardido.

El sol naciente hizo visibles a los miles de jinetes que atravesaban las tierras para llegar allí desde el campamento junto al río Orkhon, muchos de ellos con mujeres y niños encaramados a las sillas de sus monturas. Gengis era el khan y podía ir donde quisiera, pero todos querían escuchar las historias sobre Arslan. A medida que el sol fue ascendiendo en el cielo, cientos de gargantas fueron declamando poemas y relatos, una y otra vez hasta que los poetas y los chamanes se quedaron roncos.

Ni siquiera Gengis había sido consciente de que habría tantos que quisieran oír hablar de los primeros días, pero su pueblo escuchaba absorto las intervenciones, incluso aquéllos que bebían sin parar y se llenaban ambos carrillos con cordero grasiento y carne de cabra. Oyó contar de nuevo cómo Arslan le había rescatado de un pozo y parpadeó recordando con dolor nombres que había olvidado durante años. Arslan había sido el primer hombre que le prestó juramento de lealtad, el primero en prometerle caballos, gers, sal y sangre cuando Gengis no tenía nada más que a su madre y su hermana, un puñado de hermanos salvajes y un hambre feroz como compañeros. Había sido un inmenso acto de confianza y Gengis se sintió de nuevo conmovido al rememorar los cambios que Arslan había generado y presenciado. Ése era el propósito del relatar la vida de un hombre, que todos aquéllos que la oyeran recordaran cuánto había significado para ellos y lo que había logrado a lo largo de sus intensos años de vida.

Los recitales se detuvieron para que las gargantas de los narradores pudieran reposar y prepararse para las actuaciones de la tarde. Para entonces ya era evidente que toda la nación mongola acabaría reuniéndose en aquel lugar.

No era el entorno en el que Gengis había deseado honrar a su primer general. El río estaba demasiado lejos, el pasto era escaso y el propio terreno era accidentado y seco. Sin embargo, era esa falta de permanencia lo que le hizo gruñir con satisfacción mientras orinaba en la tierra. Su pueblo no debía habituarse al confort, se dijo medio adormilado. Su dura existencia los mantenía más fuertes que los que vivían en las ciudades.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por los gritos y vítores que resonaron en una zona próxima. Parecía que algunos guerreros se estaban agrupando alrededor de un lugar como un enjambre de abejas. Gengis parpadeó y vio a Chagatai subirse a un carro para dirigirse a ellos. El khan frunció el ceño cuando otro sonido acalló al gentío, un aullido, un áspero rugido, que hizo que se le erizaran los pelos de la nuca. Gengis se llevó la mano a la empuñadura de la espada mientras avanzaba entre sus hombres, que se retiraban a su paso para evitar tocar al khan y perder una mano o la cabeza.

Sus generales se habían reunido en torno a una jaula de hierro que estaba colocada sobre un carro, pero Gengis no los miró a ellos ni a Chagatai, que se erguía con gesto de orgulloso propietario. El animal atrapado tras los barrotes era más grande que ningún otro felino que hubiera visto nunca y Gengis sólo podía menear la cabeza asombrado, cerrando un ojo para aliviar el dolor de su diente roto y de una punzante migraña. Para anestesiar la zona, pidió más airag con un ademán y vertió un chorro de líquido en su garganta. Ni siquiera entonces sus ojos abandonaron a la bestia que caminaba arriba y abajo, enseñando sus curvados dientes en una exhibición de furia. Había oído hablar del tigre de rayas naranjas y negras, pero ver sus fauces y oír el golpe de su cola contra el suelo mientras se movía sin parar de un lado a otro de la jaula hizo que el corazón le batiese con fuerza. Había un desafío en aquella mirada amarilla que recorría a la fascinada muchedumbre.

—Decid, ¿no es un regalo digno de un khan? —dijo Chagatai.

Gengis sólo lo miró un segundo, pero Chagatai perdió parte de su petulancia con ese aviso. La multitud que los rodeaba había enmudecido mientras esperaba la reacción del khan. Jelme se hallaba visiblemente incómodo, y Gengis se volvió hacia él y asintió, apreciativo.

—Nunca he visto un animal así, general. ¿Cómo lo capturasteis?

—El tigre es un regalo para ti, señor, del rey de Koryo. Lo criaron desde cachorro, pero estas bestias no pueden ser domesticadas. Me han contado que derribaría incluso a un hombre a caballo y mataría tanto a la montura como a su jinete.

Gengis se situó muy cerca de los barrotes y miró al tigre a los ojos. Cuando sus miradas se encontraron, el animal saltó sin previo aviso y su peso sacudió la jaula al golpear los barrotes. Gengis estaba demasiado borracho para esquivarlo y sintió el desgarrador impacto de una zarpa en su brazo. Miró con vaga sorpresa la sangre que brotó de su manga rota. Una única garra le había alcanzado, hendiendo su carne profundamente.

—¡Qué velocidad! —exclamó maravillado—. He visto serpientes más lentas. ¡Y con ese tamaño! Puedo creerme la historia de que mataría a un hombre y a su caballo. Esas fauces podrían romper un cráneo. —Gengis se balanceaba ligeramente al hablar, pero nadie de los presentes mencionó la herida por temor a avergonzar a su khan.

—En Koryo, hay guerreros que cazan tigres —explicó Chagatai, con más humildad—, aunque trabajan en grupo y utilizan arcos, lanzas y redes. —Mientras hablaba, la mirada de Chagatai tropezó con Jochi y su expresión se tornó pensativa. Su hermano mayor estaba tan fascinado por la bestia como el propio Gengis y estaba situado demasiado cerca de los barrotes—. Ten cuidado, Jochi —le advirtió Chagatai en voz alta—. Te herirá a ti también.

Jochi le lanzó una mirada hostil. Hubiera deseado contradecirle, pero no podía alardear de su velocidad con su padre allí, sangrando.

—¿Has cazado alguno de estos tigres en las tierras de Koryo? —preguntó Jochi.

Chagatai se encogió de hombros.

—No son comunes en las tierras próximas al palacio del rey. —Bajo la impasible mirada de Jochi, no pudo evitar continuar—: Habría participado en una cacería, si hubieran encontrado uno.

—Puede ser —dijo Jochi, frunciendo el ceño—. Aunque dudo que Jelme hubiera arriesgado la vida de un muchacho contra un monstruo así.

La cara de Chagatai se puso roja como la grana y algunos hombres se rieron entre dientes. Momentos antes, había dominado al gentío como un maestro de ceremonias. De algún modo, su padre y Jochi le habían robado ese momento, así que tenía que defender su orgullo. A los quince años de edad, estaba lleno de rencor y atacó sin reflexionar al único que se atrevía a desafiar.

—¿Crees que podrías enfrentarte a un tigre, Jochi? Apostaría una fortuna para ver algo así.

Jelme abrió la boca, pero la ira de Jochi saltó como un resorte y habló con precipitación.

—Pon tú las condiciones, hermano —contestó—. Consideraré la posibilidad de enseñarle a tu gato un poco de respeto. Al fin y al cabo ha derramado la sangre de mi padre.

—Esto es una estupidez de borrachos —exclamó Jelme.

—No, déjale que pruebe —respondió Chagatai con igual rapidez—. Apuesto cien carros de mi parte del tributo de Koryo. Marfil, metal, oro y madera. —Agitó la mano como si no importara nada—. Si matas al tigre, todo será tuyo.

—Y te arrodillarás ante mí, delante de todas las tribus —añadió Jochi.

La ira le consumía, haciéndole mostrarse imprudente. Sus ojos destellaban mientras miraba a Chagatai, pero el joven siguió burlándose de él.

—Para eso, tendrás que hacer algo más que matar a un tigre, hermano. Para eso tendrás que ser khan. Tal vez ni siquiera eso bastaría. La mano de Jochi se deslizó hasta el puño de su espada y la habría desenfundado si Jelme no hubiera puesto una mano en su muñeca.

—¿Vais a pelearos como unos niños delante de todo el campamento? ¿La noche que se honra a mi padre? El tigre es un regalo para el khan. Nadie más puede decidir qué debe hacerse con él. —Sus ojos estaban llenos de furia y Chagatai bajó la mirada, instantáneamente sumiso. Durante su entrenamiento, había soportado duros castigos y cáusticos sermones del general. El hábito de la obediencia estaba muy arraigado.

Por fin, habló Gengis, tras observar todo el intercambio de palabras.

—Acepto el regalo —dijo.

Sus ojos amarillos parecían del mismo color que los del felino que rugía a sus espaldas. Jochi y Chagatai inclinaron la cabeza para evitar que estallara la cólera del khan. Cuando estaba borracho, Gengis podía muy bien tirar a un hombre al suelo sólo por mirarle fijamente.

—Podríamos formar un círculo apretado de guerreros armados con espadas y lanzas apuntando hacia el centro —añadió Gengis, pensativo—. Un hombre podría enfrentarse a la bestia entonces, si así lo desea.

—Esos animales son más peligrosos que nada que yo haya visto —objetó Jelme, con la voz cargada de tensión—. Con mujeres y niños por todas partes… —Se sentía atrapado entre la necesidad de obedecer a su khan y la conciencia de la locura que Gengis parecía estar considerando.

—Llévate a las mujeres y a los niños, general —contestó Gengis, encogiéndose de hombros.

La instrucción militar de Jelme estaba demasiado interiorizada para discutir e inclinó la cabeza aceptando lo inevitable. Chagatai no se atrevía a mirar hacia él.

—Muy bien, señor. Podría hacer que mis hombres ataran varias tablas pesadas para hacer el círculo. Podríamos usar las catapultas para formar la estructura.

Gengis asintió, sin importarle cómo se solucionaban los problemas. Se volvió hacia Jochi, que asistía atónito a la escena que su rabia y su orgullo habían desencadenado. Incluso Chagatai parecía impresionado, pero Gengis estaba tomando todas las decisiones y todo cuanto podían hacer era mirar.

—Mata a esa bestia y quizá tu hermano doble la rodilla ante ti —dijo Gengis con suavidad—. Las tribus están observando, chico. ¿Verán a un khan en ti?

—O a un cadáver, o a ambos —respondió Jochi sin vacilar.

No podía echarse atrás, no con su padre y Chagatai esperando que lo hiciera. Alzó la mirada hacia el tigre, que aguardaba en su jaula, y supo que le mataría, pero, por algún motivo, no conseguía que le importara. Había cabalgado con la muerte antes, en las cargas de Tsubodai. Con diecisiete años, podía jugarse la vida y no darle demasiada importancia.

Respiró hondo y se encogió de hombros:

—Estoy listo.

—Entonces formad el círculo y colocad la jaula en su interior —ordenó Gengis.

Mientras Jelme daba instrucciones a sus hombres para que trajeran madera y cuerdas, Jochi le hizo señas a Chagatai para que se acercara. Todavía aturdido, el muchacho descendió ágilmente del carro, haciendo que se tambaleara y provocando un gruñido del tigre que les puso los nervios de punta.

—Necesitaré una buena espada si voy a enfrentarme a ese animal —sentenció Jochi—. La tuya.

Chagatai entornó los ojos, esforzándose por ocultar su triunfo. Jochi no podía sobrevivir ante un tigre. Sabía que los habitantes de Koryo nunca los cazaban sin contar al menos con ocho hombres y, además, bien entrenados. Estaba mirando a los ojos de un muerto y no podía creerse su buena suerte. Con un impulso repentino, desató la espada que Gengis le había entregado tres años antes. Sintió la pérdida cuando su peso le abandonó, pero su corazón seguía henchido de gozo.

—La recuperaré cuando esa bestia te haya arrancado la cabeza —murmuró. Nadie más le oía.

—Quizá —respondió Jochi. No pudo evitar lanzar una mirada al animal. Chagatai se dio cuenta y se rió con ganas.

—Realmente es muy apropiado, Jochi. Nunca podría haber aceptado como khan a un bastardo hijo de una violación. —Se alejó, dejando a Jochi furioso, con la mirada clavada en la espalda de su hermano.

Cuando se puso el sol, el círculo tomó forma sobre las llanuras de hierba. Bajo la mirada vigilante de Jelme, una sólida construcción de roble y haya traídos desde Koryo, amarrada con gruesas cuerdas y reforzada en todos los puntos con las plataformas de las catapultas, se levantó ante él. Con un diámetro de cuarenta pasos, sin entrada ni escapatoria. Jochi tendría que trepar por las barricadas y abrir la jaula él mismo.

Mientras Jelme ordenaba que se encendieran antorchas alrededor del círculo, la nación entera se apiñaba luchando por situarse lo más cerca posible. Al principio, daba la impresión de que sólo los que pudieran subirse a las barricadas podrían ver algo, pero Gengis quería que el pueblo presenciara el reto, por lo que Jelme había colocado carros que funcionaban como plataformas en el círculo exterior y había elevado a la gente sobre pirámides de escaleras de pino, claveteadas toscamente entre sí. Se movían sobre las torres como hormigas y más de un idiota borracho se cayó sobre las cabezas de los de abajo, que formaban un pelotón tan apretado que no se veía el suelo.

Gengis y sus generales estaban situados en los mejores sitios y el khan los había arrastrado a otra sesión desenfrenada de alcohol durante el tercer día de festejos. Habían brindado una y otra vez por Arslan, le habían honrado, pero para entonces todo el campamento sabía que uno de los hijos del khan se enfrentaría a una bestia extranjera y estaban excitados por la proximidad de la muerte. Temuge había llegado en el último carro venido del campamento junto al río Orkhon. Fue él quien se ocupó de recopilar la mayoría de las apuestas de los guerreros, aunque sólo sobre la duración de la lucha que estaba a punto de tener lugar. Nadie apostaba por la victoria de Jochi sobre el monstruo rayado que golpeaba con su cola la jaula y la recorría arriba y abajo, mirándolos fijamente a todos.

Cuando cayó la noche, la única luz en las llanuras era ese círculo, un ojo dorado rodeado por la palpitante masa de la nación mongola. Sin que nadie se lo hubiera pedido, los niños tambores habían empezado a tocar los sones de la guerra. Por la tarde, Jochi se había retirado a la tienda del propio Jelme para descansar y ahora todos le aguardaban, lanzando miradas constantes hacia allí para captar la primera imagen del hijo del khan cuando saliera.

Jelme, de pie, miró al joven que estaba sentado en una cama baja con la espada de su padre apoyada de través en sus rodillas. Jochi vestía la pesada armadura que le había dado Tsubodai, cuyas escamas de hierro de un dedo de grosor le protegían desde el cuello hasta las rodillas. Había un fuerte olor a sudor ácido en la ger.

—Te están llamando —dijo Jelme.

—Les oigo —contestó Jochi, apretando la boca.

—No puedo decir que no hace falta que vayas. Tienes que ir. —Jelme comenzó a mover una mano hacia él, con la intención de posarla en el hombro del joven. En vez de eso, la dejó caer y suspiró—. Puedo decir que lo que vas a hacer es una estupidez. Si hubiera sabido lo que iba a pasar, habría liberado a ese tigre en los bosques de Koryo.

—Ya está hecho —murmuró Jochi. Alzó la vista hacia el general de su padre con una mueca amarga en los labios—. Ahora sólo tengo que matar a ese enorme gato, ¿no?

Jelme esbozó una sonrisa triste. Fuera, el volumen del ruido de la multitud había subido y ahora podía oír cómo entonaban el nombre de Jochi. Sería un momento glorioso, pero Jelme sabía que el muchacho no podía sobrevivir. Mientras se construía el círculo y la jaula era bajada desde el carro, había estado estudiando al animal y había visto el flexible poder de sus músculos. Más rápido que un hombre y cuatro veces más pesado, sería un rival imposible de detener. Se quedó en silencio, con un mal presentimiento, cuando Jochi se puso en pie y empezó a calentar los músculos de los hombros. El primogénito del khan había heredado la asombrosa velocidad de su padre, pero eso no bastaría. El general vio cómo una enorme gota de sudor resbalaba por la cara de Jochi. Gengis no le había dado oportunidad de interpretar sus órdenes, pero seguía enfrentándose a su arraigado sentido de la obediencia. Jelme le había traído el tigre al khan. No podía enviar a un muchacho a la muerte sin más. Cuando por fin habló, su voz era apenas un murmullo.

—Estaré sobre las barricadas con un buen arco. Si caes, intenta aguantar y lo mataré.

Vio que al oírle, se encendía un destello de esperanza en los ojos del joven. Jelme recordó la única cacería que había visto en Koryo, cuando un tigre había recibido una flecha en el corazón y todavía había logrado destripar a un hombre experto en el manejo de la red.

—No puedes mostrar tu miedo —añadió Jelme con suavidad—. Pase lo que pase. Si vas a morir esta noche, muere bien. Por el honor de tu padre.

Como respuesta, Jochi lanzó una mirada furiosa al general.

—Si depende de mí para mantener su honor, es más débil de lo que pensaba —exclamó.

—Aun así, todos los hombres deben morir —continuó Jelme, haciendo caso omiso de su arrebato—. Podría ser esta noche, el año que viene o dentro de cuarenta años, cuando estés desdentado y sin fuerzas. Todo lo que puedes hacer es elegir cómo te comportas cuando llegue.

Durante un instante, en la cara de Jochi apareció una sonrisa.

—No estás haciendo que crezca mi confianza, general. Apreciaría esos cuarenta años.

Jelme se encogió de hombros, conmovido por la manera en que Jochi mostraba su coraje.

—Entonces debería decirte esto: mátalo y tu hermano se arrodillará ante ti delante de las tribus. Tu nombre será famoso y, cuando te vistas con su piel, todos los hombres te mirarán con admiración y respeto. ¿Eso está mejor?

—Sí, mucho mejor —respondió Jochi—. Si me mata, ten preparado tu arco. No quiero que esa bestia me devore. —Lanzó un hondo suspiro, enseñó los dientes un momento, y luego se agachó para atravesar el bajo dintel y salir a la noche. Su pueblo rugió al verle y el sonido invadió las llanuras ahogando los gruñidos del tigre, que parecía esperarle.

La muchedumbre se apartó para dejarle pasar y Jochi no vio sus miradas fijas, sus rostros excitados que le vitoreaban mientras se aproximaba a los muros que cerraban el círculo. La luz de las antorchas se agitó y chisporroteó cuando subió con agilidad a la parte superior de las barricadas y luego saltó a la hierba del interior. El tigre lo observaba con una atención terrorífica y sintió que no quería abrir la jaula. Jochi levantó la vista hacia las caras de los miembros de su pueblo. Su madre era la única mujer que pudo ver y apenas se atrevió a sostener su mirada por miedo a que le amedrentara. Cuando su mirada se deslizó sobre ella, vio que las manos de Borte se movían sobre la madera, como si quisiera tenderlas hacia su primogénito.

El rostro de su padre permaneció inmóvil e impenetrable, pero su tío Kachiun le saludó con una inclinación de cabeza cuando sus ojos se encontraron. Tsubodai había adoptado la expresión impasible del guerrero y, al hacerlo, ocultaba el dolor que Jochi sabía que estaría sintiendo. El general no podía hacer nada para frenar la voluntad del khan, pero Jochi sabía que él, al menos, no disfrutaría de la lucha. Instintivamente, Jochi inclinó la cabeza ante su general y Tsubodai respondió con el mismo gesto. El tigre rugió y, frustrado e irritado por el círculo de aulladores, abrió su enorme boca para roer uno de los barrotes. Jochi vio que el animal era un macho joven, sin cicatrices y sin experiencia. Sintió cómo le empezaban a temblar las manos y la familiar boca seca de los momentos previos a la batalla. Su vejiga se hizo notar y Jochi agarró con fuerza la espada con cabeza de lobo de su padre. Era un acero excelente y hacía tiempo que la deseaba. No había conocido a su abuelo Yesugei y sólo podía confiar en que el espíritu del anciano le diera fuerzas. Se irguió en toda su altura y, tras otra inspiración profunda, se llenó de calma.

Chagatai le observaba con los ojos relucientes a la luz de las antorchas. Jochi sostuvo su mirada durante un tiempo, mostrándole al chico su desprecio antes de girarse hacia la jaula. El ruido de los guerreros se acrecentó cuando se aproximó a los barrotes y alzó la mano hasta la barra de hierro que mantenía la puerta cerrada. El tigre pareció percibir su intención y se detuvo, expectante. Sus ojos se encontraron y Jochi saludó al felino con un murmullo.

—Eres poderoso y veloz —dijo entre dientes—, y yo también. Si te mato, llevaré tu piel con orgullo hasta el fin de mis días. —Quitó la barra y abrió la puerta de golpe, retirándose con presteza. El gentío enmudeció: todos los guerreros miraban la figura rayada que salió de la jaula deslizándose como un chorro de aceite.

Jochi dio seis amplias zancadas hacia atrás y se paró con la espada en ristre, hacia delante y hacia abajo, lista para entrar a fondo. El corazón le batía en el pecho y se sentía pesado y torpe en comparación con esa bestia a la que había venido a matar.

Al principio, el tigre le ignoró. Recorrió las barricadas arriba y abajo, buscando una salida. Cuando la multitud reanudó el griterío, agitó la cola, irritado e incómodo. Jochi observó cómo el animal se estiraba en toda su longitud contra uno de los muros, haciendo surcos en la dura madera con sus garras. En la jaula, su fuerza y su gracia habían sido menos obvias. En movimiento, era sencillamente mortífero y Jochi tragó saliva, nervioso, esperando a ser atacado.

La bestia era consciente de su presencia. Vio sus ojos dorados recorrer su cuerpo y luego clavarse en él, mientras se agazapaba con la cabeza levantada. La cola daba latigazos contra la hierba y, una vez más, la muchedumbre se quedó en silencio.

Jochi ofreció su alma al padre cielo. Ningún hombre podía oponer resistencia ante un monstruo así, estaba seguro. El temblor de sus manos desapareció y aguardó.

El tigre atacó. Cuando lo hizo, la explosión de velocidad fue tal que pilló a Jochi prácticamente inmóvil. En tres pasos había pasado de ser una estatua a convertirse en un borrón que saltaba directamente sobre él.

Jochi no intentó utilizar la espada. Se lanzó hacia un lado y aun así, fue demasiado lento. El hombro de la bestia le alcanzó y le hizo caer rodando sobre la hierba, desesperado por volver a levantarse. Por el rabillo del ojo, vislumbró al animal aterrizando y girando con una rapidez imposible antes de lanzarse sobre él de nuevo. Una mandíbula más grande que su cabeza se cerró en su protegido brazo izquierdo y gritó de dolor y horror cuando sintió la terrible presión. Avanzó su brazo derecho y hundió la hoja en el leonado pecho a la vez que se echaba hacia atrás. Rodaron juntos y el gentío se volvió loco, lanzando gritos de ánimo al valiente que luchaba en la hierba.

Jochi sintió cómo los terribles golpes de las patas traseras del felino le desgarraban la carne. La armadura le protegía el vientre, aunque las escamas de hierro salieron disparadas al chocar contra garras tan largas como dedos. Oyó el crujido de los huesos de su brazo mientras los miembros inferiores del tigre seguían aporreándole, golpeándole sin cesar sobre la hierba. Sentía el caliente aliento del animal en su cara mientras clavaba la espada una y otra vez, notando que el terror le hacía más fuerte que nunca. No podía levantarse con su peso sobre él y, cuando el tigre trató de soltarle el brazo para morder de nuevo, a pesar del dolor, introdujo aún más la manga cubierta con armadura en su garganta.

El tigre rugió ante el obstáculo, torciendo la cabeza a un lado y a otro para liberar sus dientes. Jochi aguantó mientras le desagarraba los tendones y el terrible dolor le llenaba los ojos de lágrimas. ¿Le había herido de gravedad? No lo sabía. La hoja de acero se hundió y se hundió, perdida en la gruesa piel. Experimento un nuevo dolor en las piernas cuando la bestia redujo su coraza a jirones. La espada voló lejos de su mano y sacó un cuchillo, que clavó en el enmarañado y apelmazado cuello cuando su brazo izquierdo cedió.

Jochi chilló al sentir el chorro de apestosa sangre que cayó sobre su rostro, cegándole. No podía ver nada y, de pronto, los guerreros que le contemplaban se alejaron y sus voces sonaron como susurros de hojas. Sintió que la muerte llegaba como un fuerte viento, pero todavía volvió a hundir el cuchillo más hondo, serrando adelante y atrás.

De repente, el tigre se desplomó, aprisionándole bajo su peso. Jochi estaba perdido en un mundo de dolor y no vio a Tsubodai y a Jelme descender de un salto al círculo, con los arcos tendidos. Oyó la voz de su padre, pero no pudo distinguir las palabras con el áspero sonido de la respiración del tigre tan cerca de su cara. Todavía vivía, pero los golpes contra su vientre y piernas se habían detenido. Su jadeo llenaba el mundo y, aun entonces, Jochi siguió clavándole el cuchillo mecánicamente.

Mientras Jelme le cubría con el arco, Tsubodai empujó al tigre con un pie para retirarlo del cuerpo destrozado del guerrero. La enorme cabeza quedó colgando cuando el animal cayó de lado, pero el pecho seguía subiendo y bajando y la rabia y el odio centelleaban en sus ojos. La sangre goteaba de su garganta y el blanco pecho estaba pegajoso y manchado del viscoso líquido. Todos los que rodeaban el círculo observaban cómo la bestia hacía un último esfuerzo por ponerse en pie, para desplomarse de nuevo y por fin quedar inmóvil.

Tsubodai se agachó ante Jochi, apartando con brusquedad la mano que, aferrada al cuchillo, se lanzaba ciegamente contra él. El brazo izquierdo del joven colgaba sin vida y tenía las piernas llenas de tajos sangrantes que llegaban hasta las pantorrillas y los pies. No se veía ni un centímetro de piel bajo la capa de sangre animal que había estado a punto de ahogarle. Tsubodai le quitó el cuchillo a Jochi y le limpió los ojos con los pulgares para que pudiera ver. Aun entonces, el joven seguía claramente aturdido y no era consciente de que había sobrevivido.

—¿Puedes levantarte? ¿Me oyes? —le gritó Tsubodai.

Jochi se agitó, dejando una huella sangrienta en el deel del general. Tsubodai le cogió por la muñeca y le ayudó a ponerse en pie. Jochi no podía sostenerse por sí solo y se apoyó como un peso muerto sobre el general hasta que Jelme tiró su arco al suelo y lo sujetó por la axila. Los dos generales sujetaron al hijo del khan entre ellos y le hicieron girar hacia su padre.

—¡Está vivo, mi señor khan! —declaró Tsubodai, triunfante.

Había admiración y respeto en los rostros que se apiñaban en torno al círculo, como Jelme había predicho. Sólo Chagatai luchaba por ocultar su furia. Jelme vio el resentimiento en el joven que había entrenado durante tres años y el gesto de su boca se endureció. Jochi se había hecho merecedor de un gran honor por aquella exhibición de valor y Jelme habló un momento con Tsubodai antes de alejarse, dejándole soportar todo el peso. El general recogió la espada ensangrentada que había quedado tirada en la hierba y la empuñó.

—Se ha ganado este acero, mi señor, ¿no es verdad? —dijo, sosteniéndola en alto para que todos pudieran ver la cabeza de lobo en su empuñadura. Los guerreros mostraron su aprobación con un rugido y golpearon las barricadas que formaban el círculo. El rostro de Gengis, una máscara, no dejaba traslucir nada.

Jelme siguió esperando mientras la sangre del hijo del khan seguía manando. Los pensamientos de Gengis giraban como un torbellino y el orgullo y el placer que le había proporcionado el sanguinario espectáculo se mezclaban en su cerebro con una fuerte irritación. Él también había pensado que Jochi moriría y no había planeado una respuesta ante ese resultado. Su dolor de cabeza retornó mientras clavaba la mirada en el escenario de la lucha y notaba un gusto amargo en la boca. Por fin, asintió y Jelme inclinó la cabeza ante su voluntad.

Sin que la multitud circundante pudiera oírlo, Jelme le habló a Jochi mientras colocaba la espada entre sus insensibilizados dedos.

—Recordarán esto, muchacho —le susurró a Jochi al oído. El joven no dio ninguna señal de haberle oído y Jelme se dio cuenta de que estaba inconsciente.

—Todavía puede morir a causa de sus heridas —le dijo Tsubodai a Jelme.

El general se encogió de hombros.

—Eso está en manos del padre cielo. Lo que importa es que se enfrentó cara a cara con esa bestia. Nadie que lo haya visto lo olvidará.

Mientras hablaba, Jelme volvió a alzar la vista hacia Chagatai. El resentido rostro había desaparecido y el general suspiró. Estaba cambiando la mano con la que sujetaba el peso muerto de Jochi cuando unas voces resonaron fuera de la estructura. Gengis había gritado una orden hacia la oscuridad y la muchedumbre se arremolinaba en torno a un punto oculto para aquéllos que se encontraban dentro del círculo. Cuando Jelme miró a Gengis, el khan levantó una mano, indicándole que se mantuviera allí con Tsubodai y su carga.

Chagatai reapareció al lado de su padre, tambaleándose por los empujones de los guerreros que le impulsaban a avanzar. Todos habían escuchado sus condiciones y, al parecer, Gengis no iba a permitir que se escabullera en la oscuridad. El khan no le miró, pero una orden mascullada hizo que Chagatai se sonrojara y se encaramara a la barrera de madera. Jelme y Tsubodai contemplaron en silencio cómo Chagatai bajaba de un salto y se aproximaba a ellos. Un hombre mayor podría haberlo hecho con elegancia, dando y recibiendo honor con grandeza, pero Chagatai carecía de la capacidad para volver la situación a su favor. Se quedó parado frente a su hermano inconsciente, temblando de ira y de humillación.

En silencio, Chagatai miró una vez más a su padre. No hubo indulto. El muchacho se dejó caer deprisa sobre una rodilla y la multitud rugió y silbó. Chagatai se alzó, más despacio, y mantuvo la expresión impasible mientras caminaba hacia los muros de madera y aceptaba la mano que le tendieron para volverle a subir.

Jelme movió la cabeza, cansado.

—Creo que te tocó entrenar al mejor hijo, amigo mío —le dijo en un murmullo a Tsubodai.

—Espero que su padre lo sepa —respondió Tsubodai.

Ambos hombres compartieron una mirada de comprensión antes de ordenar a algunos guerreros que bajaran y empezaran a despellejar al tigre. La carne alimentaria a tantos como fuera posible, trozos medio quemados que los guerreros se obligarían a tragar. Había muchos que deseaban la rapidez y la ferocidad de un animal así. Jelme se preguntó si Chagatai paladearía el sabor de la carne esa noche, o sólo el de su propia rabia.