Algo arrancó a Jelme de un sueño profundo. En completa oscuridad, se incorporó escuchando con máxima atención. El agujero para el humo de la ger estaba cubierto y no podía ajustar su visión a la falta de luz. A su lado, una mujer Chin se revolvió y Jelme alargó la mano para tocarle la cara.
—No hables —susurró. Conocía los sonidos del campamento: el relincho de los ponis, las risas o los llantos nocturnos que le acunaban hasta dormirse. Conocía los sonidos que emitía su pueblo y el más mínimo cambio que se producía en ellos. Como en un perro salvaje, había una parte de él que nunca dormía del todo. Era demasiado veterano para desechar la consquilleante sensación de peligro achacándola a una pesadilla. En silencio, retiró las pieles que le cubrían, quedándose con el pecho desnudo, ataviado sólo con un viejo par de pantalones.
Era bajo y lejano, pero el sonido del caballo de un explorador era inconfundible. A medida que el ruido se iba extinguiendo, Jelme se estiró para agarrar una espada que colgaba de la estaca central de la tienda. Se puso unas botas suaves, se echó un pesado abrigo por los hombros y se agachó para atravesar la puerta y salir a la noche.
El campamento ya estaba despertándose a su alrededor: los guerreros montaban entre murmullos, chasqueando la lengua para calmar a sus animales. Estaban apenas a un día a caballo de Gengis, y Jelme no tenía ni idea de quién podía estar tan loco como para arriesgar las patas de caballos tan valiosos haciéndoles cabalgar en la oscuridad. Una madriguera de marmota en el lugar equivocado podía quebrar una pata delantera. Jelme no podía imaginar que hubiera un enemigo en las desiertas llanuras, nadie que se atreviera a atacarle. Aun así, se prepararía. No le sorprenderían en su propio campamento.
Chagatai llegó corriendo hasta él a través de la oscura hierba, dejando ver con sus traspiés la cantidad de airag que había bebido la noche anterior. Cuando las luces se encendieron en torno a la tienda de Jelme, el joven hizo una mueca, pero el general no sentía compasión por él. Un guerrero siempre debía ser capaz de cabalgar e hizo caso omiso del amarillento rostro del hijo de Gengis.
—Toma cien hombres, Chagatai —exclamó con brusquedad, revelando su tensión—. Reconoce el terreno a ver si hay un enemigo, cualquier cosa. Alguien está ahí fuera esta noche.
El joven príncipe se alejó con rapidez, silbando ya para llamar a sus suboficiales. Jelme reunió a los hombres, organizándolos sin una sola vacilación. Los exploradores le habían dado tiempo y no pensaba desperdiciarlo. Las filas se formaron en la oscuridad y, de pronto, la noche se llenó de ruidos cuando todo hombre, mujer y niño empezó a preparar armas o a esconder suministros y a amarrar objetos a los carros. Guardias bien provistos de armas atravesaban en parejas el campamento buscando atacantes o ladrones.
Jelme estaba situado en el ojo del huracán, sintiendo el remolino de movimiento a su alrededor. No había gritos de alarma, todavía no, aunque oyó el distante cuerno del explorador resonar una vez más. En la parpadeante y silbante luz de las lámparas de grasa de oveja, sus sirvientes trajeron a su caballo castrado favorito y él tomó el carcaj repleto que le entregaron.
Para cuando Jelme se adentró al trote en la oscuridad, su ejército estaba ya alerta y listo. Los primeros cinco mil guerreros cabalgaban a su lado, una fuerza de hombres con experiencia, que habían luchado en muchas batallas. A nadie le gustaba pelear en la oscuridad y, si tenían que cargar, morirían hombres y caballos. El frío, que Jelme notaba ahora por primera vez desde que se levantara, hizo que apretara con fuerza la mandíbula.
Gengis galopaba en la oscuridad, completamente borracho y tan ligero que sentía que los estribos le servían para impedirle salir volando. Como exigía la tradición, él había sido el encargado de comenzar todos los odres de airag y de tomar unas cuantas gotas por los espíritus que guardaban a su pueblo. Había escupido más de lo que había bebido en las hogueras del banquete y las llamaradas subsiguientes habían hecho que se tambaleara envuelto en humo dulce. A pesar de todo, una cantidad considerable había alcanzado su garganta y había perdido la cuenta del número de odres que había acabado tirando al suelo.
El festín había comenzado dos días antes. Gengis había dado oficialmente la bienvenida a sus hijos y sus generales honrándolos delante de su pueblo. Incluso el constante ceño de Jochi se había suavizado cuando aparecieron las grandes bandejas de carne procedente de la caza. También Khasar y Ogedai se habían abalanzado sobre los mejores pedazos con un grito de placer. Habían comido muchos manjares extraños en aquellos años pasados en países remotos, pero nadie de Koryo o de las tierras Chin podría haber servido una bandeja de cordero alimentado con la más verde hierba en las mesas de los rugientes guerreros. Esa carne había sido enterrada el invierno anterior y toda había permanecido allí hasta el regreso de los generales. Los ojos de Khasar se llenaron de lágrimas, aunque aseguraba que era por el amargor de la carne podrida y no por la nostalgia de aquella rara delicatessen. Nadie le creyó, pero tampoco importaba.
La intensidad del ruido y la disipación del banquete había ido in crescendo. Los guerreros más corpulentos merodeaban las gers, buscando mujeres. Las de la tribu estaban a salvo, pero ninguna veda protegía a las esclavas Chin o las cautivas rusas. Sus fuertes chillidos rasgaban la noche, casi ahogados por los tambores y los cuernos que retumbaban alrededor de las fogatas.
Se habían empezado a recitar poemas que tardarían un día entero en concluir. Algunos se cantaban al estilo antiguo: con dos tonos emitidos por la misma garganta. Otros, compitiendo con el caos reinante, eran leídos en voz alta para los que quisieran escuchar. Las hogueras en torno a Gengis fueron llenándose de más y más gente a medida que la primera noche se convirtió en día.
Khasar no se había acostado ni siquiera entonces, pensó Gengis, buscando la sombra de su hermano en la oscuridad. Cuando finalizó el segundo día, Gengis había visto cómo los poetas se guardaban sus baladas para Arslan, aguardando a que llegara el hijo del general. Había sido en aquel momento cuando Gengis rellenó la taza de Arslan personalmente.
—Chagatai y Jelme están sólo a una breve cabalgata de aquí, Arslan —le había dicho por encima de los rasgueos y acordes de los instrumentos de viento y cuerda—. ¿Vienes conmigo al encuentro de nuestros hijos?
Arslan había sonreído, borracho, y había asentido al instante.
—Me llevaré a los poetas para escuchar historias sobre ti, viejo —le dijo Gengis, arrastrando las palabras. Era una magnífica idea y, con una sensación cálida en el pecho, convocó a su consejo de generales. Tsubodai y Jochi habían pedido sus caballos, mientras Khasar y Ogedai llegaban tambaleándose. Ogedai tenía un tono ligeramente verdoso, pero Gengis no había tenido en cuenta el ácido olor a vómito que desprendía su hijo.
Fue Kachiun quien había traído la yegua gris del khan, un animal excelente.
—¡Es una locura, hermano! —exclamó Kachiun con alegría—. ¿Quién se lanza a cabalgar por la noche? Alguno se caerá.
Gengis señaló con un ademán la oscuridad y luego a sus compañeros.
—¡No tenemos miedo! —había declarado y los ebrios hombres que le rodeaban le habían vitoreado al oírle—. Tengo a mi familia y a mis generales. Tengo al espadero Arslan y a Tsubodai el Valiente.
Que el suelo nos tenga miedo a nosotros si nos caemos. ¡Lo abriremos en dos con nuestras duras cabezas! ¿Estáis listos?
—¡Haré todo lo que tú hagas, hermano! —había contestado Kachiun, contagiándose del alocado estado de ánimo. Ambos hombres se situaron al trote a la cabeza de la pequeña columna, que fue creciendo a medida que más guerreros se le unían. El chamán, Kokchu, estaba allí, uno de los pocos que parecía sobrio. Gengis había buscado al último de sus hermanos, Temuge, y le vio de pie, meneando su redonda cabeza con gesto desaprobador. No importaba, pensó Gengis. Ese inútil berzotas nunca había aprendido a montar.
Había mirado en torno suyo, a su familia, comprobando que todos llevaban odres llenos de airag y vino de arroz. Era fundamental cerciorarse de que no se quedarían sin reservas. Una docena de poetas se unieron a ellos, con los rostros brillantes de emoción. Uno de ellos había empezado ya a declamar unos versos y Gengis se sintió tentado de darle una patada a su poni y dejarle atrás.
Las estrellas iluminaban suavemente la noche, permitiéndole ver a sus hijos, hermanos y generales. Por un momento, se rió entre dientes imaginándose que algún pobre ladrón se topara con ese grupo de expertos asesinos.
—Le daré una yegua blanca a cualquier hombre que llegue antes que yo al campamento de Jelme y de mi hijo Chagatai —había hecho una pausa de un segundo para que los guerreros asimilaran sus palabras y observar las salvajes sonrisas de sus hombres—. ¡Cabalgad a toda velocidad, si os atrevéis! —había bramado entonces, hincando sus talones en los flancos de su yegua y poniéndola al galope instantáneamente a través del campamento. Los otros, casi tan rápidos como Gengis, salieron tras él dando gritos. Unos dos mil hombres habían seguido al khan hacia la profunda oscuridad, todos los que tenían a sus monturas cerca cuando el khan se encaramó a la suya. Ninguno de ellos vaciló, aunque el terreno era duro y caerse era arrojar una vida al aire y no saber si volvería a bajar.
Cabalgar a toda velocidad a través del negro suelo ayudó a Gengis a despejarse un poco, aunque un dolor había empezado a martillearle tras el ojo izquierdo. Recordó que había un río en alguna parte, allí cerca. La idea de sumergir la cabeza en el agua helada era muy tentadora.
Súbitamente, su ánimo alegre se hizo pedazos: percibió un movimiento en su flanco, en la oscuridad. Por un instante, se preguntó si había arriesgado su vida, sin estandartes, tambores, ni ninguna otra cosa que le identificara como khan. Después, hincó los talones en su montura y aulló como un loco. Tenían que ser los hombres de Jelme colocándose en formación de cuerno a ambos lados de su grupo. Cabalgó como alma que lleva el diablo hacia el centro de la línea, donde sabía que encontraría a su general.
Khasar y Kachiun le seguían muy cerca y, a continuación, Gengis vio pasar a Jochi, tumbado sobre la silla y espoleando a su montura para animarla a avanzar más deprisa.
Juntos, la punta de lanza de la desordenada columna, se lanzaron hacia las líneas de Jelme, adelantando al khan. Dos cayeron cuando sus caballos chocaron contra obstáculos invisibles. Otros hombres, incapaces de frenar, se estrellaron contra los guerreros y ponis que habían quedado despatarrados en la oscuridad. Otros tres animales se rompieron una pata y sus jinetes fueron arrojados al suelo. Algunos hombres se pusieron en pie tambaleándose y riéndose, indemnes, mientras que otros no se levantarían nunca más. Gengis era ajeno a todo eso, demasiado concentrado en la amenaza de los hombres de Jelme y en alcanzar a su veloz hijo.
Jochi no había alertado con un grito a las líneas de Jelme, de modo que Gengis tampoco podía hacerlo. Si su hijo elegía penetrar directamente hasta el fondo de las gargantas de hombres nerviosos con arcos en ristre, todo lo que Gengis podía hacer era tragarse el repentino frío que le había quitado de un tirón la borrachera. Todo cuanto podía hacer era cabalgar.
Jelme escudriñó la negra noche, con sus hombres preparados en los flancos. Aquellos guerreros que montaban como salvajes en la oscuridad estaban casi encima de ellos. Había extendido dos alas de hombres envolviendo a su columna, de modo que se dirigían hacia el fondo de una copa. A pesar de que apenas podían ver más que una negra masa bajo la luz de las estrellas, en un segundo podía hacer que el aire se llenara de flechas.
Vaciló. Tenía que ser Gengis, cabalgando a la cabeza. ¿Quién si no podía ser tan temerario? Sin embargo, no se había oído ningún grito de aviso. Jelme sabía que no dejaría que un enemigo se estrellara contra sus mejores hombres. Antes de eso, enviaría un diluvio de flechas contra ellos.
Entornó los ojos, girando la cabeza a izquierda y a derecha para distinguir con claridad las móviles sombras. ¿Podía ser el khan? Habría jurado haber oído a alguien cantar en la columna que estaba cargando contra él. En la oscuridad, sólo él estaba iluminado por la luz de una antorcha, para ser visto. Alzó un brazo y a lo largo de las líneas miles de arcos se tendieron a la vez.
—¡Preparados! —bramó Jelme, tan fuerte como pudo. Sentía cómo el viento enfriaba el sudor en su cara, pero no tenía miedo. No había nadie a quien preguntar, nadie que le dijera qué debía hacer. La decisión era sólo suya. Jelme echó una última ojeada a los jinetes negros que se aproximaban y esbozó una pequeña sonrisa, meneando la cabeza como si tuviera un tic nervioso. Era imposible saber.
—¡Bajad las armas! —rugió de pronto— Dejadles pasar. Ampliad la formación.
Sus oficiales repitieron las órdenes a lo largo de las filas. Jelme sólo podía esperar a ver si los jinetes se detendrían o golpearían sus líneas, iniciando una masacre. Observó las borrosas sombras llegar a cien pasos de él, en pleno centro de la copa que formaban las alas. Cincuenta pasos y todavía seguían a su líder, que los conducía directamente hacia la destrucción.
Jelme vio que unos cuantos jinetes aflojaban la marcha y desde las alas algunos de sus hombres saludaban al reconocer las voces de amigos y familiares. Jelme se relajó, agradeciendo al padre cielo que su instinto hubiera sido correcto. Se volvió hacia el frente y se quedó con la boca abierta al ver que la apretada fila frontal chocaba contra sus guerreros con un estruendo que hería los oídos. Varios caballos y jinetes cayeron y, de repente, todas las manos aferraron una espada o un arco una vez más.
—¡Antorchas! ¡Traed antorchas, aquí! —gritó Jelme. Los esclavos corrieron hacia las filas para iluminar la escena de hombres gimiendo y bestias pataleando despatarradas.
Jelme reconoció a Gengis en el centro de la melé y palideció ligeramente, preguntándose si el khan pediría su cabeza. ¿Debería haberse retirado o haber abierto un camino para ellos entre sus tropas? Exhaló un lento suspiro mientras Gengis abría los ojos y maldecía, sentándose con esfuerzo. Jelme indicó con un gesto a dos guerreros que ayudaran al khan a ponerse en pie, pero éste apartó de él sus manos.
—¿Dónde estás, general? —exclamó Gengis, sacudiendo la cabeza. Jelme se adelantó, tragando saliva cuando vio que Gengis se tocaba la mandíbula y se dejaba un rastro de sangre junto a la boca.
—Estoy aquí, mi señor khan —dijo, enderezándose tanto que le dolía. No se atrevía a mirar a los demás hombres que seguían tendidos y quejándose, aunque reconoció la airada voz de Khasar, que intentaba quitarse a un hombre inconsciente de encima.
Gengis se giró hacia Jelme y, por fin, su mirada se enfocó.
—Notarás, general, que ningún otro hombre ha llegado a tus líneas antes que yo…
Jelme parpadeó.
—Eso creo, mi señor khan —contestó.
Gengis se volvió hacia los hombres que estaban tras él, asintiendo con una expresión satisfecha en su rostro aún aturdido.
—La noche acaba de empezar y ya me duele la cabeza.
Gengis esbozó una ancha sonrisa y Jelme vio que se había roto un diente en el lado derecho de la cara. Observó cómo Gengis escupía sangre en la hierba y fulminaba con la mirada a un guerrero cercano que se echó para atrás visiblemente.
—Enciende hogueras, Jelme. Tu padre está por algún lado, aquí cerca, aunque no ha sido tan rápido como yo, ni mucho menos. Si Arslan sigue vivo, brindaremos por su vida con vino de arroz y airag y lo que puedas ofrecernos para comer.
—Te doy la bienvenida a mi campamento, mi señor khan —anunció Jelme, formalmente. Al notar el humor que reinaba entre los hombres que habían cabalgado hasta él, empezó a sonreír. Incluso su padre se reía entre dientes, incrédulo, mientras se incorporaba y se apoyaba en un estoico joven guerrero.
—Así que no frenaste, ¿eh? —le susurró, con humor, Jelme a su padre.
Arslan se encogió de hombros, meneando la cabeza, y los ojos se le encendieron al recordar la escena.
—¿Quién podía parar? Él nos arrastra a todos.
Los diez mil de Jelme continuaron el festín en aquel desierto terreno. Hasta los niños más pequeños fueron despertados para que vieran al gran khan, que recorría a grandes zancadas el campamento. Gengis se preocupó de poner la mano en las cabezas de los pequeños, pero estaba distraído e impaciente. Había oído el sonido de los cuernos llamando a los jinetes de los flancos y sabía que Chagatai se estaba acercando. No podía censurar a Jelme que se dedicara a los preparativos, pero él quería ver a su hijo.
Los sirvientes de Jelme trajeron vino y comida fría a los recién llegados mientras, con la mejor madera de Koryo, se construían y encendían enormes hogueras, que creaban zonas de oro y oscuridad en el campamento. La hierba húmeda estaba cubierta de pesadas sábanas de fieltro y lino. Cuando ocupó su lugar de honor, Gengis se sentó con las piernas cruzadas, con Arslan a la derecha. Kachiun, Khasar y Tsubodai se unieron a él delante de las rugientes llamas, y fueron pasándose un odre de vino de arroz de mano en mano. A medida que el círculo se iba completando, Jochi se aseguró un lugar a la derecha de Khasar, de manera que Ogedai quedó más alejado en la fila. Los adultos no parecieron darse cuenta, aunque Jochi pensó que Kachiun lo había visto todo. El chamán, Kokchu, dio gracias al padre cielo por las conquistas de Jelme y las riquezas que había traído consigo. Jochi miraba cómo el chamán giraba y chillaba, arrojando gotas de airag a los vientos y los espíritus. Jochi notó que una le caía en la cara y resbalaba por su barbilla.
Cuando Kokchu regresó a su sitio, los músicos empezaron a hacer sonar sus ritmos por todo el campamento, como si los hubieran liberado. El golpe de los palos se hizo menos claro y algunas notas gimientes se mezclaron y giraron sobre sí mismas, yendo y viniendo a través de las llamas. Había hombres y mujeres que recitaban canciones y poemas a la luz de las fogatas, danzando hasta que el sudor salía salpicando de sus cuerpos. Los que habían llegado con Jelme estaban encantados de poder honrar al gran khan.
El rostro de Jochi ardía al calor del fuego, que se propagaba por extraños senderos aéreos desde un corazón de brasas anaranjadas. Desde su puesto, Jochi miraba con fijeza a los generales de su padre y por un momento, antes de retirar la vista, se encontró con los ojos de Kachiun. Incluso en ese breve contacto, había existido una cierta comunicación. Jochi no volvió a mirar, sabiendo que Kachiun le estaría mirando con agudo interés. Los ojos dejaban ver el alma y siempre eran la parte más difícil de disimular.
Cuando Chagatai entró a caballo, lo hizo acompañado por el aullido de su jagun de guerreros. Jelme se sintió satisfecho al ver que el ebrio aletargamiento de Chagatai se había desvanecido tras la cabalgada. Cuando bajó de un salto de su caballo, el segundo hijo de Gengis tenía un aspecto vital y fuerte.
Gengis se puso en pie para saludarle y los guerreros gritaron contentos cuando el padre tomó el brazo de su hijo y le palmeó en la espalda.
—Has crecido mucho, muchacho —dijo Gengis. Tenía los ojos vidriosos por la bebida y la cara hinchada y con manchas.
Chagatai hizo una profunda inclinación ante su padre, como un hijo perfecto. Mantuvo una actitud distante al estrechar manos y palmear los hombros de los guerreros de su padre. Para irritación de Jochi, su hermano caminaba bien, con la espalda derecha y sus blancos dientes relucían cuando reía y sonreía. A sus quince años, apenas tenía cicatrices en la piel más allá de las muñecas y los antebrazos, así como tampoco marcas de enfermedad. Gengis lo miraba con evidente orgullo. Cuando Jochi vio que Chagatai era invitado a sentarse en un puesto próximo a Gengis, se alegró de que una alta hoguera ocultara el rubor de la ira que le invadió. Chagatai había echado una fugaz mirada de frío reconocimiento hacia Jochi. No se había preocupado por encontrar unas palabras para su hermano mayor, aun después de tres años. El rostro de Jochi se mantuvo calmado, pero se asombró al notar cómo la furia se encendía en él con sólo una mirada. Por unos segundos, todo cuanto deseó era poder atravesar por entre aquellos idiotas borrachos y derribar a Chagatai de un puñetazo. Podía sentir su propia fuerza crecer en sus hombros mientras imaginaba el golpe. Sin embargo, con Tsubodai había aprendido a tener paciencia. Mientras Gengis llenaba la taza de Chagatai, Jochi permaneció sentado, soñando con matar y sonriendo con todos los demás.