Gengis dejó que su yegua corriera libre por la abierta llanura: a galope tendido, el cálido aire le golpeaba el rostro y hacía ondear en el viento sus largos y negros cabellos. Llevaba sólo una túnica ligera que dejaba los brazos al descubierto, revelando una tupida telaraña de blancas cicatrices. Los pantalones que se apretaban contra los flancos de la yegua estaban viejos y tenían el tono oscuro que daba la grasa de oveja, como las suaves botas que se apoyaban en los estribos. No llevaba espada, aunque una funda de arco de cuero descansaba sobre su muslo y un pequeño carcaj de caza se balanceaba sobre sus hombros, con la correa de cuero cruzándole el pecho.
El aire estaba ennegrecido por multitud de pájaros y se oía el ruido de sus alas cada vez que los halcones arremetían contra ellos y regresaban junto a sus amos con una presa en las garras. En una amplia distancia, tres mil guerreros habían formado un círculo y avanzaban cabalgando despacio y empujando hacia delante a todo ser vivo a su paso. No pasaría mucho tiempo antes de que el centro estuviera lleno de marmotas, ciervos, zorros, ratas, perros salvajes y otros mil animales pequeños. Gengis veía cómo sus dispares formas habían ido oscureciendo el terreno y sonrió anticipando la cacería que les esperaba. Un ciervo atravesó el círculo corcoveando aterrorizado y Gengis lo derribó con facilidad, clavándole una flecha en el pecho tras la pata delantera. El ciervo se desplomó, pataleando, y el khan se giró para comprobar si su hermano Kachiun había visto su disparo.
La cacería en círculo tenía poco de deporte, pero ayudaba a alimentar a las tribus cuando la carne estaba mermando. Con todo, Gengis disfrutaba con ella y concedía posiciones centrales a los hombres a los que deseaba honrar. Además de Kachiun, también estaba allí Arslan, el primer hombre que prestó juramento de lealtad ante él. El viejo espadero tenía sesenta años de edad y era delgado como un junco. Cabalgaba bien, aunque algo rígido, y Gengis vio cómo acababa con una paloma en el aire cuando el pájaro le sobrevoló.
El luchador Tolui cruzó al galope por su campo de visión, muy agachado sobre la silla, y tumbó a una marmota que, presa del pánico, pasaba como una centella por la hierba. De improviso, salió un lobo desde una zona de hierba más alta y el poni de Tolui dio un respingo que casi le desmonta. Gengis se echó a reír mientras el gigantesco guerrero se enderezaba con esfuerzo. Era un buen día y el círculo estaba a punto de cerrarse. Cien de sus más valiosos oficiales corrían de aquí para allá mientras el suelo se convertía en un sólido y oscuro río de animales. Había tantos amontonándose unos sobre otros que morían más aplastados por los cascos de los caballos que por las flechas de los guerreros. El círculo de jinetes se cerró hasta que estuvieron hombro con hombro y los hombres del medio vaciaron sus carcajes, disfrutando de la diversión.
Gengis divisó a un gato montés en el agolpamiento y hundió los talones en su montura para ir tras él. Vio que Kachiun iba en la misma dirección y se alegró cuando su hermano viró dejándole a él el disparo. Ambos estaban al final de la treintena, eran hombres fuertes y extremadamente en forma. Cuando regresaran los ejércitos, llevarían a su nación a nuevos territorios y Gengis estaba deseoso y contento de emprender viaje.
Había regresado de la capital Chin cansado y atormentado por la enfermedad. Había tardado casi un año en recuperar la salud, pero la debilidad no era ahora más que un mal recuerdo. A medida que se aproximaba el final del verano, había ido volviendo a sentir su antigua fuerza y, con ella, el deseo de aplastar a aquéllos que se habían atrevido a matar a sus hombres. Quería que sus enemigos fueran orgullosos y fuertes, para que su venganza les hiciera caer desde más alto, con más violencia.
Gengis alargó la mano hacia otra flecha y, al notar que sus dedos se cerraban en el vacío, suspiró. Los niños y las niñas de los campamentos se precipitarían ahora sobre los animales con martillos y cuchillos para concluir la matanza y empezar a cocinar las presas para celebrar un gran banquete.
Los exploradores del khan habían informado de que los ejércitos de Khasar y Tsubodai estaban a sólo unos cuantos días de camino. Honraría a sus generales con vino de arroz y airag negro cuando volvieran. Gengis se preguntó cómo habrían crecido sus hijos en los años de separación. Era emocionante pensar en ir a la guerra con Chagatai y Ogedai, conquistar nuevas tierras para que ellos también pudieran ser khanes. Sabía que Jochi también volvería, pero ésa era una vieja herida y no se demoró en ella. Había disfrutado de unos años de paz con sus esposas y sus hijos pequeños, pero si el padre cielo tenía un propósito para él, sabía que no era pasar sus días tranquilamente mientras el mundo dormía.
Gengis se dirigió hasta Kachiun, que palmeaba a Arslan en el hombro. Entre ambos, el suelo estaba rojo de sangre y piel, y los muchachos pasaban como flechas, casi metiéndose bajo las pezuñas de los caballos, gritando y llamándose unos a otros, llenos de excitación.
—¿Vistéis el gato que tumbé? —preguntó Gengis a los dos hombres—. Era tan grande que tuve que utilizar dos flechas sólo para frenarlo.
—Fue un lance excelente —gritó Kachiun, con la cara brillante de sudor. Un niño flacucho se acercó demasiado a los estribos de Kachiun mientras éste hablaba y el guerrero se agachó para darle un coscorrón que le tiró al suelo para diversión de sus compañeros.
Arslan sonrió cuando el muchacho se levantó y lanzó una mirada airada al hermano del khan antes de alejarse a la carrera.
—Son tan jóvenes, esta nueva generación —dijo—. Yo casi ni me acuerdo de haber sido tan pequeño.
Gengis asintió. Los niños de las tribus nunca conocerían el temor de ser perseguidos que sufrieron sus hermanos y él mismo. Al escuchar sus risas y sus agudas voces, no podía dejar de admirarse de lo que había conseguido. Sólo unos pocos pastores seguían vagando por los valles y montañas de su tierra natal. Había reunido al resto y los había convertido en una nación liderada por un solo hombre bajo el padre cielo. Tal vez ése fuera el motivo por el que anhelaba responder al desafío de las tribus del desierto. Un hombre sin enemigos se ablandaba y engordaba con rapidez y a una nación le iría mal si no tenía a alguien que vigilara con atención sus campamentos. Sonrió ante la idea. No había escasez de enemigos en el mundo y dio las gracias a los espíritus porque hubiera millones de ellos. No podía imaginar una forma mejor de pasar la vida. Los años que estaban por venir serían buenos.
Arslan volvió a hablar y la ligereza había abandonado su voz.
—Llevo muchos meses pensando, señor, que es hora de que renuncie a mi puesto de general. Me estoy haciendo demasiado viejo para soportar una campaña invernal y quizá demasiado cauteloso. Los hombres necesitan a alguien más joven que pueda arriesgarlo todo en una sola tirada de tabas.
—Todavía te quedan años —respondió Kachiun con igual seriedad.
Arslan meneó la cabeza, mirando a Gengis para ver cómo reaccionaba ante sus palabras.
—Es el momento. Esperaré a que regrese mi hijo Jelme, pero no deseo volver a abandonar mi patria. Es ante ti ante quien presté juramento, Gengis, y no lo romperé. Si dices que cabalgue contigo, cabalgaré hasta caerme. —Hablaba de la muerte. Ningún guerrero podría caerse de la silla mientras siguiera con vida. Arslan hizo una pausa para cerciorarse de que el khan comprendía su lealtad antes de proseguir—. Ningún hombre puede luchar eternamente. Me duelen las caderas y los hombros y se me entumecen las manos al primer roce del frío. Quizá sea por todos estos años de golpear el metal; no lo sé.
Gengis frunció la boca, arrimando la montura a su general para poder agarrarle por el hombro.
—Has estado conmigo desde los primeros días —dijo con suavidad—. Nadie ha servido con más honor que tú. Si quieres pasar tus últimos años en paz, te liberaré de tu juramento.
Arslan hizo una inclinación de cabeza, visiblemente aliviado.
—Gracias, mi señor khan. —Cuando alzó la vista, su rostro estaba enrojecido por la emoción—. Te conocí cuando estabas solo y acorralado. Vi grandeza en ti entonces cuando te entregué mi vida. Sabía que este día llegaría y he preparado al lugarteniente de mi tumán. Es decisión tuya, pero recomiendo a Zurgadai para sustituirme.
—Nadie podría sustituirte —dijo Gengis al instante—, pero honraré tu elección y tu sabiduría una última vez. Conozco a ese Zurgadai, al que llaman Jebe, la flecha.
—Como mandes. Le conociste por primera vez cuando te enfrentaste al clan Besud hace años. Mató a tu caballo —explicó Arslan haciendo una leve mueca.
Gengis soltó una exclamación de sorpresa.
—¡Ya me parecía que conocía el nombre! Por todos los espíritus, sabía utilizar un arco. ¿Qué había, trescientos pasos? Me acuerdo de que casi me abro la cabeza.
—Se ha sosegado un poco, señor, pero no demasiado. Ha sido totalmente leal a ti desde que le perdonaste la vida aquel día.
Gengis asintió.
—Entonces, entrégale a él tu paitze de oro y luego invítale a mi tienda de consejos. Convertiremos el banquete en una celebración de tu vida. Los narradores cantarán tus alabanzas al padre cielo y todos los jóvenes guerreros sabrán que un gran hombre ha abandonado las filas. —Se quedó un momento pensativo mientras Arslan se sonrojaba, orgulloso—. Te daré mil caballos de mi propia manada y doce siervas para tu mujer. Enviaré a tres jóvenes para que sean tu guardia en la vejez. No estarás solo en tu retiro, general. Tendrás suficientes ovejas y cabras para ponerte gordo durante cien años.
Arslan desmontó y tocó con su frente el pie que Gengis apoyaba en el estribo.
—Es un gran honor para mí, mi señor, pero necesito muy poco. Con tu permiso, me llevaré a mi esposa y sólo un rebaño pequeño de cabras y caballos en edad de procrear. Juntos, encontraremos un lugar tranquilo junto a un arroyo y allí nos quedaremos. Ya no hay ladrones en las colinas y si por casualidad encontramos alguno, mi arco y mi espada seguirán respondiendo por mí. —Sonrió al muchacho que había visto convertirse en un conquistador de naciones—. Puede que construya una pequeña forja y haga una última espada para que me entierren con ella. Aún ahora oigo los sonidos del martillo en mi cabeza y estoy en paz.
Gengis notó que las lágrimas brotaban de sus ojos al mirar al hombre que había sido un segundo padre para él. Desmontó también y le dio a Arslan un rápido abrazo, haciendo que los niños que gritaban a su alrededor enmudecieran de repente.
—Es un buen sueño, viejo.
No había verde más profundo que el de las tierras que se extendían a ambos lados del río Orkhon. El propio río era ancho y claro. Tenía que serlo para proveer de sustento a doscientos mil hombres y mujeres, más el doble de esa cifra en caballos, cuando llegaron Khasar y Tsubodai con una diferencia de un día entre ellos. Bajo el liderazgo del khan, la nación había crecido y siempre había niños chillando en alguna parte. Desde que volvió de la capital Chin, Gengis había construido un campamento casi permanente junto al río, rechazando la llanura de Avraga. Cierto que Avraga siempre sería un lugar sagrado por haber sido testigo del nacimiento de su nación, pero era una tierra seca y plana. En comparación, una catarata próxima transformaba las aguas del Orkhon en blanca espuma y los caballos y las ovejas podían beber hasta saciarse. Gengis había nadado multitud de veces en sus hondas pozas, recobrando su fuerza.
Khasar había sido el primero en llegar y abrazó a sus hermanos: Gengis, Kachiun, incluso a Temuge, que no era un guerrero, sino que coordinaba los campamentos y solucionaba las disputas entre familias. Khasar traía consigo a Ogedai. El chico apenas había cumplido los trece años, pero era musculoso y tenía largos miembros que prometían que alcanzaría la altura de su padre. En los afilados rasgos de la cara de Ogedai, los hermanos podían ver un eco del muchacho que una vez los había mantenido con vida cuando habían sido desterrados y se habían quedado solos, a escasos bocados de morirse de hambre. Khasar aferró a Ogedai por la nuca y le empujó hacia su padre, mostrando lo orgulloso que estaba de él.
—Es muy hábil con el arco y la espada, hermano —aseguró Khasar, inclinando un odre de airag negro y dirigiendo un chorro del licor hacia su garganta.
Gengis oyó el grito encantado de su esposa Borte en la ger familiar y supo que su hijo estaría rodeado por mujeres en unos instantes.
—Has crecido, Ogedai —dijo, algo violento—. Esta noche me gustará escuchar todo sobre tus viajes. —Observó cómo Ogedai, cuyo rostro ocultaba cualquier emoción, hacía una inclinación formal.
Tres años eran mucho tiempo, pero a Gengis le complació el mozalbete guerrero que había regresado a su lado. Ogedai tenía sus mismos ojos amarillos y Gengis aprobó su tranquilidad y su calma. No las puso a prueba abrazándole, no ante tantos guerreros que tal vez un día seguirían a Ogedai en una carga.
—¿Tienes edad para beber, muchacho? —preguntó Gengis levantando un odre en la mano. Cuando su hijo asintió, se lo lanzó y Ogedai lo cogió con limpieza, abrumado con las imágenes y los sonidos de su pueblo, que le circundaban por todas partes. Cuando su madre se adelantó y le abrazó, se quedó tieso, tratando de demostrarle a su padre que ya no era un niño y no se desharía en sus brazos. Borte apenas pareció notarlo y sostuvo su cara en ambas manos, llorando al verle retornar sano y salvo.
—Déjalo tranquilo, Borte —murmuró Gengis junto a ella—. Es suficientemente mayor para luchar y cabalgar a mi lado. —Su esposa hizo caso omiso de sus palabras y Gengis suspiró, embargado por un humor apacible.
Gengis sintió una opresión en el pecho al ver a Tsubodai avanzar trotando hacia él a través de la abarrotada llanura, con Jochi junto a él. Ambos desmontaron y Gengis vio que Jochi caminaba con el paso ágil de un guerrero nato. Había crecido hasta ser un par de centímetros más alto que el khan, aunque sus ojos oscuros le seguían recordando a Gengis la posibilidad de que su padre no fuera él. Hasta entonces no había sabido cómo reaccionaría al encontrarse con Jochi, pero instintivamente Gengis se dirigió a Tsubodai, ignorándole.
—¿Los has llevado a todos ante ti, general? —dijo.
Tsubodai respondió riéndose entre dientes.
—He visto muchas cosas extrañas, mi señor khan. Habría llegado más lejos si no nos hubieras hecho volver. Es la guerra, ¿entonces?
Una sombra cruzó el rostro de Gengis, pero meneó la cabeza.
—Más tarde, Tsubodai, más tarde. Te daré algunos perros que azotar, pero Arslan deja su puesto de general y cuando llegue Jelme, celebraremos su vida.
Tsubodai se entristeció al oír las noticias.
—Le debo mucho, señor. Mi poeta es un hombre excelente. ¿Puedo ofrecer sus servicios?
Gengis sonrió.
—Para el general espadero, tengo docenas de poetas y narradores peleándose como perros por ese honor, pero tu hombre puede unírseles también.
Gengis notaba que la madre de Jochi le estaba observando mientras hablaba. Borte estaría esperando algún tipo de aceptación pública de su primogénito antes de darle la bienvenida al hogar ella también. Cuando cayó el silencio, Gengis se giró por fin hacia Jochi. Hacía mucho tiempo que en los campamentos ningún hombre se había atrevido a devolverle la mirada al khan de esa manera y Gengis sintió que su corazón se aceleraba, como si se enfrentase a un enemigo.
—Me alegra ver que estás sano y fuerte, padre —intervino Jochi, con una voz más grave de lo que Gengis esperaba—. Cuando me marché, todavía estabas debilitado por el veneno del asesino.
Gengis vio que la mano de Tsubodai se movía ligeramente, como si hubiera estado a punto de alzarla para advertir a Jochi. El general era más listo que Jochi, por lo visto. El joven guerrero se erguía orgulloso frente a él como si no fuera un mocoso nacido de una violación, apenas bienvenido en las gers de su familia.
Gengis se esforzó por contener su ira, muy consciente de la presencia silenciosa de su mujer.
—Parece que soy difícil de matar —dijo con suavidad—. Te doy la bienvenida a mi campamento, Jochi.
Su hijo permaneció inmóvil, aunque el hecho de que Gengis le concediera derechos de invitado como a cualquier guerrero era una provocación sutil. No le había dicho esas mismas palabras a Tsubodai o Khasar; no eran necesarias entre amigos.
—Me honras, mi señor khan —contestó Jochi, haciendo una inclinación de cabeza para que su padre no pudiera ver la furia de sus ojos.
Gengis asintió, considerando al joven mientras tomaba las manos de su madre con dulzura en las suyas y hacía una reverencia, con el rostro pálido y tenso. Los ojos de Borte se llenaron de lágrimas de alegría, pero había más compostura entre madre e hijo de la que había habido con Ogedai. En ese ambiente, no podía abrazar al joven y alto guerrero. Antes de que Gengis pudiera volver a hablar, Jochi se giró hacia su hermano menor y toda su rigidez se desvaneció de repente.
—Te he visto, hombrecito —dijo Jochi.
Ogedai esbozó una ancha sonrisa y se adelantó para darle a Jochi un puñetazo en el hombro, provocando un combate de lucha que terminó con su cabeza atrapada bajo la axila de Jochi. Gengis los observaba irritado, deseando decir algo más que pudiera arrebatarle a Jochi esa espontaneidad. En vez de eso, Jochi se llevó a Ogedai, que protestaba mientras su hermano le frotaba la cabeza con el puño. El khan, en realidad, no le había dado a su hijo permiso para retirarse y Gengis abrió la boca para hacer que volviera.
—Tu hijo ha aprendido bien, señor —aseguró Tsubodai antes de que llegara a llamar a Jochi—. Ha comandado a mil hombres en batalla contra los guerreros de Rusia y los hombres le respetan.
Gengis frunció el ceño, sabiendo que el momento de hablar había pasado.
—¿No le has ascendido demasiado pronto? —preguntó.
Tal vez un hombre más débil se hubiera mostrado de acuerdo con él, pero Tsubodai meneó la cabeza de inmediato, leal al joven que había tenido a su cargo durante tres años.
—Aprendió muy deprisa lo que significa estar al mando, señor, que todos los hombres miren sólo hacia ti en busca de fuerza. Mi poeta ha escrito muchos versos sobre Jochi y los hombres hablan bien del hijo del khan. Sabe liderar. Para mí no hay elogio mejor.
Gengis lanzó una mirada fugaz hacia donde Jochi se reía con Ogedai. Juntos parecían más jóvenes, se parecían más a los niños que habían crecido en su tienda. Asintió a regañadientes, pero cuando volvió a hablar, las esperanzas de Tsubodai se desvanecieron.
—La mala sangre puede salir a la superficie en cualquier momento, general. En una carga, en una batalla, podría cambiar. Cuídate de no dejar tu vida en manos de ése.
Tsubodai no podía replicar al khan porque sería un insulto, aunque ardía en deseos de contradecir esa injusticia. Al final, su lucha fue interna e inclinó la cabeza.
—Jelme y Chagatai están sólo a tres días de camino —dijo Gengis, y su expresión se iluminó—. Entonces verás a un hijo mío, Tsubodai, y sabrás por qué estoy orgulloso de él. Iluminaremos la tierra con lámparas y comeremos y beberemos tanto que los hombres hablarán de ello durante años.
—Como desees, señor —respondió Tsubodai, ocultando su disgusto. A lo largo de tres años, había visto cómo Jochi se convertía en un hombre excelente, un hombre capaz de liderar ejércitos. Tsubodai no había encontrado ninguna debilidad en él y sabía que tenía talento para juzgar a las personas. Mientras seguía la mirada del khan hasta su hijo mayor, Tsubodai se entristeció por el dolor que Jochi debía de sentir. Ningún hombre debería jamás ser rechazado por su padre. Si Jochi llegaba a tener a todos los demás generales a sus pies y el desprecio de Gengis, únicamente sentiría ese desprecio. Cuando Gengis se alejó con Khasar y Kachiun, Tsubodai meneó la cabeza ligeramente antes de recomponer su expresión impasible y unirse a los otros hombres en los preparativos del festín. Jelme y Chagatai estaban llegando y Tsubodai no sentía ningún deseo de presenciar cómo Gengis elogiaba a su segundo hijo ante el primero.