Chagatai sintió un tremendo picor en la axila izquierda: bajo su mejor armadura resbalaban gruesas gotas de sudor. Aunque era el segundo hijo del khan, intuía que no estaría bien rascarse ahí mientras esperaba al rey de Koryo.
Se arriesgó a echar un vistazo al hombre que le había llevado hasta la remota ciudad amurallada de Songdo. La sala de los reyes resultaba asfixiante en el calor del mediodía, pero Jelme no dejaba traslucir ninguna incomodidad en su armadura lacada. Como los cortesanos y la guardia real, el general mongol podría haber estado tallado en madera.
Chagatai podía oír el rumor de un curso de agua a lo lejos: de algún modo, el opresivo calor y silencio reinantes magnificaba el suave sonido. El picor llegó a ser exasperante y luchó por pensar en otra cosa. Mientras su mirada descansaba en el alto techo de escayola blanca y antiguas vigas de pino, se recordó que no tenía ningún motivo para sentirse intimidado. A pesar de su dignidad, la dinastía Wang no había sido capaz de aplastar a los Kara-Kitai cuando aquel pueblo entró en sus tierras llegado desde el territorio Chin y construyó sus fortalezas. Si Jelme no hubiera ofrecido su ejército para acabar con ellos, el rey de Koryo todavía estaría semiprisionero en su propio palacio. Con quince años de edad, Chagatai sintió una vaga petulancia al pensarlo. Tenía todo el orgullo y la arrogancia de los jóvenes guerreros, pero en este caso sabía que estaba justificado. Jelme y sus guerreros habían llegado desde el este para averiguar qué ejércitos podrían enfrentarse a ellos y ver el mar por primera vez. Los Kara-Kitai se habían revelado como sus enemigos y los mongoles los habían expulsado de Koryo como perros apaleados. Chagatai sabía que era justo que el rey pagara un tributo, independientemente de que hubiera pedido ayuda o no.
Sudando en aquel aire tan cargado, Chagatai se torturó con el recuerdo de la brisa que salía del mar en el sur. El fresco viento había sido la única cosa buena de aquella vastedad azul, en su opinión. A Jelme le habían fascinado los barcos de Koryo, pero la idea de querer viajar sobre las aguas desconcertaba a Chagatai. Si no se podía cabalgar sobre ellas, a él no le servían de nada. El recuerdo de la barcaza real balanceándose mientras estaba anclada hizo que el estómago se le encogiera.
Sonó una campanada en el patio. El eco de su tono resonó a través de jardines en los que los enjambres de abejas zumbaban en torno a las flores de acacia. Chagatai se imaginó a los monjes budistas moviendo con esfuerzo el tronco que tañía la gigantesca campana y se enderezó una vez más, consciente de su postura. El rey estaría de camino y su tormento tocaría a su fin. Podía soportar el picor un poco más: sólo pensar en el momento en que lo aliviaría lo hacía parecer tolerable.
La campana retumbó de nuevo y unos sirvientes corrieron con suavidad varias mamparas, abriendo la sala al aroma de los pinos de las colinas circundantes. Sin poder evitarlo, Chagatai exhaló un suspiro cuando el intenso calor empezó a disminuir. La multitud se desplazó ligeramente en su esfuerzo por ver al rey y Chagatai empleó ese momento de distracción para hundir dos dedos en su axila y rascarse vigorosamente. Notó la mirada de Jelme posarse un instante en él y recompuso su expresión impasible mientras el rey del pueblo Koryo entraba por fin.
«Ninguno de ellos es alto», pensó Chagatai cuando vio al diminuto monarca pasar como flotando por una entrada adornada con tallas. Supuso que su nombre era Wang, por su familia, pero ¿quién sabía o a quién le importaba cómo se llamaban entre sí esas gentes menudas y nervudas? Chagatai miró a un par de jóvenes siervas que formaban parte del séquito del rey. Con su delicada piel dorada, eran mucho más interesantes que el hombre al que servían. El joven guerrero las miró con fijeza mientras revoloteaban alrededor de su amo, colocando sus ropas cuando tomó asiento.
El rey no parecía consciente de la presencia de los mongoles mientras aguardaba a que los miembros de su séquito concluyeran su labor. Sus ojos tenían casi el mismo color amarillo oscuro de los de Gengis, aunque carecían de la capacidad de los de su padre para infundir terror. Comparado con el khan, el rey de Koryo era sólo un cordero.
Por fin, los siervos terminaron sus tareas y la mirada del rey se posó en el arban de diez guerreros que Jelme había traído consigo. Chagatai se preguntó cómo podía soportar aquel hombre un traje tan grueso en un día de verano.
Cuando el rey habló, Chagatai no entendió ni una sola palabra. Como Jelme, tenía que esperar a la traducción en la lengua Chin, que había aprendido con grandes dificultades. Aun así, casi no pudo entender lo que decía y su frustración fue creciendo a medida que seguía escuchando. No le gustaban las lenguas extranjeras. Una vez que un hombre conocía la palabra que designaba a un caballo, ¿por qué utilizar otra? Evidentemente, Chagatai comprendía que los pueblos de tierras lejanas ignoraran la forma correcta de hablar, pero sintió que deberían obligarse a sí mismos a aprender en vez de persistir en su galimatías, como si todas las lenguas tuvieran igual valor.
—Habéis mantenido vuestras promesas —dijo solemnemente el traductor, interrumpiendo los pensamientos de Chagatai—. Las fortalezas de los Kara-Kitai han ardido durante muchos días y ese inmundo pueblo ha desaparecido de las altas y hermosas tierras.
El silencio cayó de nuevo y Chagatai, incómodo, cambió de posición. La corte de Koryo parecía deleitarse en la lentitud. Rememoró su experiencia con la bebida que ellos llamaban «nok cha». Jelme había fruncido el ceño al ver el modo en que Chagatai apuraba la taza de un sorbo y la alargaba pidiendo otra. Al parecer, ese líquido de color verde pálido era demasiado valioso para beberlo como si fuera agua. ¡Como si un guerrero debiera preocuparse por cómo otro bebía o comía! Chagatai comía cuando tenía hambre y con frecuencia olvidaba asistir a las elaboradas comidas de la corte. No podía entender el interés de Jelme en esos rituales sin sentido, pero nunca había expresado sus pensamientos en voz alta. Se prometió a sí mismo que cuando él gobernara la nación mongola no permitiría tantas pretensiones. La comida no debería ser algo en lo que demorarse, o que se preparara con mil sabores distintos. No era de extrañar que el pueblo Koryo hubiera estado tan cerca de ser conquistado. Les exigiría que hablaran una sola lengua y que comieran quizá no más de dos o tres platos diferentes, preparados con rapidez y sin tantos aspavientos. Eso dejaría más tiempo para el entrenamiento con las armas y el ejercicio para fortalecer el cuerpo.
Las divagaciones de Chagatai se detuvieron cuando Jelme habló por fin, aparentemente tras haber meditado cada palabra.
—Fue una suerte que los Kara-Kitai decidieran atacar a mis exploradores. En su destrucción, nuestras mutuas necesidades se unieron. Hablo ahora en nombre del gran khan, cuyos guerreros han salvado a tu país de un terrible enemigo. ¿Dónde está el tributo prometido por tus ministros?
Cuando escuchó la traducción, el cuerpo del rey se puso ligeramente rígido en su asiento. Chagatai se preguntó si aquel tonto se sentía insultado por las palabras de Jelme. A lo mejor se le había olvidado que el ejército estaba acampado en las afueras de la ciudad. A una sola orden de Jelme, prenderían fuego a las relucientes vigas que rodeaban la cabeza del rey. De hecho, para Chagatai seguía siendo un misterio por qué no habían ardido. Gengis los había enviado para poner a punto sus habilidades, ¿no? Chagatai comprendía lejanamente que había un arte en las negociaciones, que él todavía tenía que aprender. Jelme había intentado explicarle que era necesario tratar con las potencias extranjeras, pero Chagatai era incapaz de verlo. Un hombre era un enemigo o un amigo. Si era un enemigo, podían arrebatarle todo lo que poseía. Chagatai sonrió mientras contemplaba la idea. Un khan no necesitaba amigos, sólo sirvientes.
Una vez más, se perdió en ensoñaciones sobre cómo gobernaría a su pueblo. Las tribus nunca aceptarían a Jochi, su hermano, si es que era siquiera hijo del khan. Chagatai había contribuido a propagar el rumor de que Jochi era el fruto de una violación, acaecida hacía muchos años. Con su trato distante hacia el chico, Gengis había permitido que los cuchicheos desarrollaran hondas raíces. Chagatai sonrió para sí al recordarlo y dejó que su mano resbalara hasta la empuñadura de su espada. Su padre se la había entregado a él en vez de a Jochi, un acero que había sido testigo del nacimiento de una nación. En lo más íntimo de su corazón, Chagatai sabía que nunca prestaría juramento de lealtad ante Jochi.
Uno de los ministros del rey se inclinó hacia el trono para intercambiar unas palabras, en susurros. La conversación se prolongó lo bastante como para que las filas de cortesanos languidecieran visiblemente en sus ropajes y joyas, pero, por fin, el ministro se retiró. El rey habló de nuevo, y sus palabras fueron traducidas con fluidez.
—Espero que nuestros honorables aliados acepten varios regalos como símbolo de una nueva amistad, como hemos hablado —dijo el rey—. Se han preparado cien mil láminas de papel aceitado para vosotros, el trabajo de muchas lunas. —La muchedumbre de nobles de Koryo murmuró al oír aquellas palabras, aunque Chagatai no lograba imaginar por qué el papel podría considerarse tan valioso—. Se han tejido diez mil prendas de seda y se ha añadido el mismo peso en jade y plata. Se han traído doscientos mil kwan de hierro y la misma cantidad de bronce de nuestras minas y del gremio de los trabajadores del metal. De mis propios almacenes, se han tomado sesenta mil pieles de tigre y se han envuelto en seda para disponerlas para vuestro viaje. Por último, ochocientos carros de roble y haya componen el regalo de la dinastía Wang, como agradecimiento por la victoria que habéis obtenido para el pueblo de Koryo. Ahora, id en paz y honor y contad siempre con nosotros como aliados.
Jelme asintió con fría formalidad cuando el traductor terminó.
—Acepto vuestro tributo, majestad.
Un ligero rubor había aparecido en su cuello. Chagatai se preguntó si el general ignoraría el intento del rey de mantener las apariencias. El tributo se entregaba a los conquistadores y Jelme permaneció en silencio largo tiempo mientras consideraba las palabras del rey. Cuando volvió a hablar, su voz era firme.
—Sólo pido que añadáis seiscientos jóvenes de entre doce y dieciséis años de edad. Los entrenaré en las habilidades de mi pueblo y vivirán muchas batallas con gran honor.
Chagatai se esforzó en no mostrar su aprobación. Que se atragantaran con esa matización, con toda su palabrería sobre regalos y honorables aliados. La demanda de Jelme había revelado el auténtico equilibrio de poder en la estancia y los cortesanos estaban visiblemente consternados. El silencio se extendió por la sala y Chagatai observó con interés cómo el ministro del rey se inclinaba una vez más hacia el rey. Vio cómo los nudillos del rey se ponían blancos al aumentar la fuerza con la que se agarraba a los apoyabrazos. Chagatai estaba cansado de sus gestos cara a la galería. Hasta las mujeres de suaves miembros acomodadas a los pies del rey habían perdido su encanto. Quería salir al aire fresco y quizá bañarse en el río antes de que el sol perdiera su calor.
Sin embargo, Jelme no movió ni un músculo y su mirada desafiante pareció poner nerviosos a los hombres que le rodeaban. Sus rápidas miradas carecían de efecto sobre los silenciosos guerreros, que esperaban de pie un resultado seguro. La ciudad de Songdo tenía menos de sesenta mil habitantes y un ejército de no más de tres mil. El rey podía darse todos los aires que quisiera, pero Chagatai conocía la verdad de la situación. Cuando por fin llegó la respuesta, no hubo sorpresas.
—Nos sentimos honrados de que aceptéis tantos jóvenes a vuestro servicio, general —dijo el rey.
Su expresión era amarga, pero Jelme miró al intérprete, que recitaba nuevas expresiones de buena voluntad que Chagatai no escuchó. Su padre había mandado a Jelme regresar a casa tras tres años de explorar el este. Sería estupendo ver las montañas de nuevo y Chagatai apenas podía contener su impaciencia al pensarlo. Jelme parecía pensar que ese papel era importante, aunque Chagatai dudaba de que Gengis lo valorara. En eso, al menos, su padre era predecible. Era una suerte que Jelme hubiera exigido la seda y las maderas duras. Eran cosas que valía la pena poseer.
Sin una señal evidente, la campana sonó de nuevo en el patio exterior, concluyendo la audiencia. Chagatai observó a las siervas mientras preparaban a su amo para que se pusiera en pie y salían tras él cuando se marchó. Suspiró cuando la habitación se relajó ligeramente a su alrededor, disfrutando de poder rascarse la axila una vez más. Casa. Jochi regresaría también, con Tsubodai. Chagatai se preguntó cuánto habría cambiado su hermano en tres años. A los diecisiete años, habría crecido del todo y seguro que Tsubodai le habría entrenado bien. Chagatai se cogió el cuello entre las manos y lo hizo crujir, entusiasmado ante la perspectiva de los retos que le aguardaban.
En la mitad meridional de las tierras Chin, los guerreros del tercer ejército de Gengis estaban bebiendo hasta perder el sentido. A sus espaldas, los ciudadanos de Kaifeng esperaban detrás de sus altos muros y puertas, perdida ya toda esperanza. Algunos de los Chin habían acompañado al propio emperador cuando se había trasladado al sur desde Yenking tres años antes. Habían visto el humo en el cielo del norte mientras su ciudad ardía. Durante un tiempo, creyeron que los mongoles les habían pasado por alto, pero entonces el ejército de Khasar fue a por ellos, dejando marcas de destrucción en la tierra al avanzar, como un hierro al rojo las deja en la carne.
Kaifeng era una ciudad sin ley, incluso en las calles del corazón de la ciudad. Aquéllos que contaban con guardias armados podían escalar los muros y observar el ejército de sitio. Lo que vieron no les consoló ni les dio esperanzas. Para los Chin, incluso la naturaleza informal del asedio de Khasar era un insulto.
Ese día, el hermano del gran khan se estaba divirtiendo con una competición de lucha entre sus hombres. La disposición de las numerosas gers de Khasar carecía de un patrón claro y sus vastos rebaños de animales vagaban sin rumbo por la llanura, importunados en raras ocasiones por los largos látigos de los pastores. Los mongoles, más que cercar Kaifeng, lo que habían hecho era acampar allí. Para los Chin, que los odiaban y temían, era mortificante ver cómo el enemigo disfrutaba con sus juegos y deportes, mientras Kaifeng empezaba a pasar hambre. Aunque los Chin no eran ajenos a la crueldad, los mongoles eran más insensibles de lo que podían comprender. Al ejército de Khasar no le importaba en absoluto el sufrimiento de los habitantes de Kaifeng y sólo pensaban en ellos como la molestia que retrasaba la caída de la ciudad. Llevaban allí tres meses y mostraban una terrible paciencia sin límites.
La ciudad imperial de Yenking había caído ante esos primitivos jinetes. Sus grandes ejércitos no los habían detenido. Con ese precedente, nadie en Kaifeng tenía verdaderas esperanzas. Las calles estaban gobernadas por bandas despiadadas y sólo los fuertes se atrevían a salir de sus casas. La comida era distribuida desde el almacén central, pero había días en los que no tenían nada. Nadie podía saber si la comida se estaba acabando o si la habían robado por el camino.
En el campamento, Khasar se puso en pie, rugiendo de emoción con Ho Sa cuando el luchador conocido como Baagbai, el Oso, alzó a su oponente por encima de la cabeza. Al principio, el perdedor se debatió, pero Baagbai se mantuvo inamovible, sonriendo como un niño tonto a su general. Las apuestas disminuyeron hasta que sólo se hizo alguna que otra y después nada. El hombre que sostenía en alto estaba tan destrozado y exhausto que sólo podía tirar débilmente de las cuadradas yemas de los dedos de Baagbai.
Khasar había hallado al luchador entre sus reclutas Chin, y lo había apartado de inmediato de los demás por su tamaño y su fuerza. Esperaba que ese gigantesco idiota retara a uno de los campeones en casa. Si había juzgado bien las apuestas, podía desplumar a unos cuantos hombres en un enfrentamiento, a su hermano Temuge entre ellos.
Baagbai aguardaba impasible la orden de Khasar. Pocos hombres podrían haber soportado el peso de un guerrero adulto durante tanto tiempo y el rostro de Baagbai se tornó rosado y reluciente de sudor.
La mirada fija de Khasar atravesó al corpulento luchador y sus pensamientos regresaron al mensaje de Gengis. El explorador que su hermano había enviado seguía estando donde Khasar lo había situado unas horas antes. Las moscas estaban absorbiendo la sal de la piel del explorador, pero el joven no osaba moverse.
El buen humor de Khasar se desvaneció e hizo un gesto irritado a su campeón de lucha.
—Pártelo en dos —exclamó.
La muchedumbre ahogó un grito mientras Baagbai, de repente, se apoyaba sobre una rodilla y dejaba caer a su oponente sobre el muslo extendido. El crujido de la columna vertebral al romperse resonó en el claro y todos los hombres bramaron e intercambiaron los vales de las apuestas. Baagbai los miró esbozando una sonrisa desdentada. Khasar retiró la vista mientras el lisiado era degollado con un tajo en la garganta. Era un gesto compasivo no dejarle vivo a merced de los perros y las ratas.
Notando que sus pensamientos se oscurecían, Khasar hizo una seña ordenando el inicio del siguiente combate y un odre de airag negro: cualquier cosa para distraerse de su melancolía. Si hubiera sabido que Gengis iba a llamar a los ejércitos, habría aprovechado mejor el tiempo en su invasión de las tierras Chin. Con Ho Sa y Ogedai, el hijo de Gengis, había pasado años de ocio quemando ciudades y ejecutando a sus habitantes, aproximándose cada vez más al lugar donde el emperador niño se había refugiado. Había sido una época muy feliz para él.
Khasar no era un hombre dado a pensar demasiado en sí mismo, pero había llegado a disfrutar de estar al mando. Para hombres como Gengis, era algo natural. Khasar no podía imaginar a Gengis permitiendo que nadie le guiara hacia una letrina, no digamos hacia una batalla. Para Khasar, su adaptación al liderazgo se había producido lentamente, la necesidad había crecido como el musgo. Durante tres años, no había hablado con ninguno de sus hermanos, Gengis, Kachiun o Temuge. Sus guerreros habían esperado que supiera hacia dónde debían dirigirse y qué hacer una vez llegaran. Al principio, a Khasar le había resultado agotador, igual que un perro guía aguanta sólo un tiempo a la cabeza de la jauría. Eso lo sabía bien, pero había descubierto otra verdad: que ser el líder era tan emocionante como agotador. Los errores que cometía eran sus errores, pero también el triunfo era suyo. A medida que transcurrían las estaciones, Khasar había ido cambiando sutilmente y no deseaba regresar al hogar. Mientras aguardaba a que cayera Kaifeng, era el padre de diez mil hijos.
Miró a su alrededor a los hombres que le habían acompañado tan lejos de casa. Su lugarteniente, Samuka, estaba tan serio como siempre, y observaba la lucha con un distante gesto de diversión. Ogedai, pequeño al lado de los guerreros, gritaba y sudaba a causa de la bebida. Khasar recorrió al muchacho con la mirada, preguntándose cómo se tomaría la noticia de que debían volver. A la edad de Ogedai, todo era nuevo y emocionante y Khasar pensó que se alegraría. Su humor se agrió más todavía mientras estudiaba a sus hombres. Cada uno de ellos había demostrado su valía. Habían capturado millares de mujeres, caballos, monedas y armas, tantos que catalogarlos llevaría toda una vida. Khasar exhaló un largo suspiro. Sin embargo, Gengis era el gran khan y a Khasar le resultaba tan inimaginable rebelarse contra su hermano mayor como que le salieran alas y sobrepasara volando los muros de Kaifeng.
Ho Sa pareció percibir el desánimo del general y le tendió un odre de airag negro en medio del creciente ruido del combate de lucha. Khasar sonrió con tensión, sin placer. Junto con Samuka, Ho Sa también había oído el mensaje del explorador. El día estaba arruinado y ambos hombres lo sabían.
En otro tiempo, el oficial Xi Xia se habría estremecido al pensar en beber con los piojosos guerreros de las tribus, Antes de que llegaran los mongoles, Ho Sa había vivido una vida de sencilla austeridad, orgulloso de su lugar en el ejército del rey. Se había despertado cada amanecer para hacer una hora de ejercicio antes de bañarse, para luego comenzar el día con un té negro y un trozo de pan untado en miel. La existencia de Ho Sa había sido casi perfecta y, en ocasiones, la añoraba, aunque a la vez le horrorizaba lo rutinaria que era.
En noches muy oscuras, cuando todas las pretensiones humanas quedaban al descubierto, Ho Sa sabía que había encontrado un lugar y una vida que nunca habría disfrutado entre los Xi Xia. Había ascendido hasta ocupar el tercer puesto en el mando de un ejército mongol y hombres como Khasar le confiaban sus vidas. Las picaduras de pulgas y piojos eran un pequeño precio a cambio de eso. Siguiendo la oscura mirada de Khasar, Ho Sa, borracho, también observaba Kaifeng con el ceño fruncido. Si todo lo que un emperador sabía hacer era encogerse asustado tras altas murallas, entonces no era un emperador, por lo que a Ho Sa respectaba. Tomó otro trago del claro airag e hizo una mueca al sentir el escozor del líquido pasando por un corte en sus encías.
A veces, Ho Sa echaba de menos la paz y las rutinas de su antigua vida, pero sabía que continuaban existiendo en algún lugar. Ese pensamiento le confortaba cuando se sentía cansado o estaba herido. También le ayudaba saber que poseía una fortuna en oro y plata. Si algún día retornaba a casa, tendría esposas, esclavos y riqueza.
El segundo encuentro finalizó con un brazo roto y ambos hombres se inclinaron ante Khasar antes de que les permitiera marcharse para que curaran sus heridas. Las luchas celebradas ese día le costarían quizá una docena de heridos y unos cuantos muertos, pero merecía la pena para inspirar a los demás. No estaba tratando con unas delicadas jovencitas, al fin y al cabo.
Khasar miró con gesto adusto al explorador. Había sido el propio Khasar quien había tomado los solitarios fuertes que los mongoles utilizaban ahora como estaciones de paso para sus mensajeros. Se extendían en una línea ininterrumpida hasta los calcinados restos de Yenking, en el norte. Si Khasar se hubiera dado cuenta de que la nueva ruta comercial permitiría a Gengis enviar la orden de regreso con sólo dieciocho días de antelación, quizá no la hubiera creado. ¿Entendería su hermano que esperara un año más a que cayera la ciudad fortificada? Khasar le dio una patada a una piedra, sobresaltando al explorador que esperaba frente a él. Conocía la respuesta. Gengis esperaría que lo dejara todo y regresara, llevando al hijo del khan, Ogedai, con él. Era mortificante y Khasar clavó la mirada en Kaifeng como si pudiera derribar los muros sólo con su ira. Apenas atendió al tercer combate de lucha, aunque a la alcoholizada multitud que le rodeaba le estaba gustando mucho.
—Recita otra vez las órdenes —dijo de pronto Khasar. Los ensordecedores gritos de los guerreros le obligaron a repetir dos veces la frase para hacerse oír.
El explorador asintió con la cabeza, incapaz de comprender el estado de ánimo que había provocado su mensaje.
—Ven a casa y bebe airag negro con nuestro pueblo, hermano mío. En primavera, beberemos leche y sangre.
—¿Eso es todo? —exclamó Khasar con agresividad—. Dime qué cara tenía cuando te dijo que partieras.
El explorador se movió incómodo en su sitio.
—Señor, el gran khan estaba hablando con sus hombres de confianza sobre sus planes. Tenían ante sí mapas sujetos con pesos de plomo, pero no oí nada de lo que dijeron antes de que el khan me hiciera llamar.
Ho Sa alzó la cabeza al escuchar esas palabras, con los ojos vidriosos por el alcohol.
—La leche y la sangre significan que planea una nueva guerra —dijo.
El ruido de la multitud disminuyó de repente ante sus palabras. Ogedai se había quedado totalmente inmóvil para escucharle. Incluso los luchadores se detuvieron, sin saber si debían continuar. Khasar parpadeó y luego se encogió de hombros. Le daba igual quién pudiera oírle.
—Si mi hermano ha sacado sus preciosos mapas, entonces es por eso. —Suspiró, ensimismado. Si Gengis supiera que su hermano estaba ante las murallas de Kaifeng, seguro que esperaría. El niño emperador se les había escapado en Yenking. La idea de que la corte imperial Chin viera cómo se marchaban los mongoles era casi insoportable.
—¿Ha llamado mi hermano a Tsubodai y a Jelme? —preguntó Khasar.
Nervioso bajo la mirada de todos, el mensajero tragó saliva.
—Yo no llevé esos mensajes, señor.
—Pero lo sabes. Los exploradores siempre lo saben. Dímelo o haré que te arranquen la lengua.
El joven mensajero se tragó sus dudas y habló con rapidez.
—Otros dos hombres partieron para decirles a los generales que regresaran junto al khan, señor. Eso es lo que he oído.
—¿Y los ejércitos que se quedaron en casa? ¿Están entrenándose y preparándose, o están a la espera? `
—Les han ordenado que entrenen para librarse de la grasa del invierno, señor.
Khasar vio a Samuka sonreír y soltó una maldición entre dientes.
—Entonces se trata de una guerra. Regresa por el camino que yo mismo creé y dile a mi hermano: «Ya voy». Eso bastará.
—¿Debo decirle que estarás allí antes del final del verano, señor? —inquirió el explorador.
—Sí —contestó Khasar. Cuando el mensajero se alejó a toda velocidad, escupió en el suelo. Había conquistado todas las ciudades en un radio de cientos de kilómetros alrededor de Kaifeng, sembrando la destrucción en torno al emperador e interrumpiendo la entrada de sus suministros. Sin embargo, se marcharía justo cuando la victoria estaba asegurada. Vio que los ojos de Ogedai brillaban de emoción y Khasar tuvo que mirar hacia otro lado.
Se dio cuenta de que se alegraría de ver a sus hermanos de nuevo. Se preguntó despreocupadamente si Jelme o Tsubodai podrían igualar las riquezas que les había arrebatado a las ciudades Chin. Bosques enteros habían sido talados para construir suficientes carros para transportarlas todas. Incluso había reclutado hombres entre los Chin, de manera que ahora retornaba con un efectivo que superaba en dos mil hombres a aquél con el que partió. Suspiró otra vez. Lo que había deseado era llevarle a Gengis los huesos de un emperador. Los demás botines de guerra le daban exactamente igual.